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Hipnotizando a Diana (1)

en Control Mental

Hipnotizando a Diana (1)

Diana tenía casi 30 años, tenía dos años de casada y se consideraba una mujer normal. Ni fea ni guapa. Con una figura estilizada que no paralizaba el tráfico pero tampoco pasaba desapercibida. Ella sabía muy bien el efecto que causaba en los hombres, con su mirada sensual de grandes ojos negros.

Su esposo, Germán, era muy dedicado a su trabajo así que la tenía un poco descuidada. Diana no era de las mujeres que buscaban en la infidelidad algo de emoción. Coqueteaba a veces con sus compañeros de oficina pero no pasaba de eso. Algunos días usaba un escote o una minifalda que arrancaban piropos o comentarios subidos de tono entre sus amigos o desconocidos por la calle, pero usualmente vestía con recato. Simplemente dejaba brotar su femineidad de cuando en cuando.

Desde sus épocas de colegial, le atraía el tema de la hipnosis. Recordaba sentir un especial placer al ver los espectáculos que transmitían esporádicamente por la televisión y muchos años atrás estuvo a punto de asistir a la presentación de un conocido mentalista que hacía hipnosis de espectáculo con voluntarios del público. Era un show que mezclaba comedia con magia, pero sus padres no le dieron permiso a Diana y los padres de sus amigas tampoco les dieron permiso a ellas, así que solo pudo leer una pequeña reseña en la prensa local.

En la universidad tuvo una experiencia que la marcó para siempre. Sucedió en su primer año, cuando todavía era una novata tímida que intentaba pasar desapercibida entre la fauna académica. La invitaron a una fiesta de fin de ciclo. Asistió un hombre que trabajaba como hipnotizador de espectáculo. Estaban todos en la amplia sala de la casa cuando él entró. Ni bien lo vio, quedó impactada. Era alto, rubio, muy guapo. Un joven muy apuesto que no tendría más de 25 años, dueño de una mirada penetrante que la hizo temblar cuando se cruzó con la suya. Parecía que podía ver a través de ella y conocer sus más íntimos secretos. El hombre hipnotizó a varias amigas suyas, haciendo que hagan las tonterías habituales de esos shows. Ella no se atrevió a ofrecerse como voluntaria pero se moría de ganas de ser hipnotizada por él. Todos se reían y disfrutaban, pero Diana estaba en otra onda. En varias ocasiones, cuando él miraba a todo el grupo, la miró por unos segundos, y en ese breve espacio de tiempo, sentía algo muy especial y sumamente excitante. No pudo evitar humedecerse toda. Cuando él se marchó, tan espectacularmente como había llegado, ella se deslizó hacia el baño y se masturbó por primera vez en su vida. Fue un orgasmo corto pero sumamente intenso.

Desde entonces, no pudo evitar humedecerse cada vez que veía un hipnotizador. Pocos eran tan guapos como el hombre que había visto en vivo y en directo pero era algo más fuerte que ella. Simplemente no podía evitarlo. Se imaginaba siendo poseída mentalmente y eso le provocaba un deleite muy peculiar.

Diana solía tener las tardes libres, luego del trabajo, y acostumbraba pasear por el centro de la ciudad, sola o acompañada de alguna amiga, viendo escaparates y haciendo algo de shopping. A veces entraba al cine a ver algún estreno. Generalmente llegaba a casa antes del anochecer para prepararle la cena a su esposo. Se aburría un poco de esa rutina diaria.

Una tarde cualquiera, cuando caminaba por unas galerías de ropa, en compañía de una amiga, recibió un volante que le dio un vuelco completo a su vida. Se lo dio un muchacho que pasaba por ahí, repartiéndolos con cara de aburrimiento. Era el anuncio de una propuesta de trabajo donde se buscaba voluntarios para ser hipnotizados y realizar diversos experimentos con ellos. Recibirían a todos los interesados durante esa semana por las tardes en un local ubicado a pocas cuadras de la zona donde ella acostumbraba pasear por las tardes.

Escondió el volante antes de que su amiga se diera cuenta de su turbación o le preguntase algo. No pudo evitar leerlo a escondidas varias veces ese día y en los días sucesivos. El volante, impreso en un papel de baja calidad se iba desdibujando y arrugando cada vez más conforme ella lo iba leyendo y releyendo con un poco de ansiedad. Sin decidirse a asistir a la convocatoria.

Diana sintió un cosquilleo especial durante toda la semana. Luego de muchas cavilaciones decidió ir al día siguiente pero luego pensó que lo mejor era esperar al último día que era un viernes. Pensó en decírselo a su esposo pero después decidió guardar la reserva del caso. Nunca había conversado con Germán sobre ese tema pero estaba segura que él se burlaría de ella. Su esposo era de los que no creían en lo sobrenatural. No llegaba a ser un ateo completo pero metía a todos esos temas paranormales en el campo de la superstición y la superchería.

Y jamás se le hubiera ocurrido contarle a su esposo sobre esas fantasías suyas de ser dominada en cuerpo y mente por un hipnotizador. En su imaginación fantaseaba con la idea de convertirse en  un juguete dócil en las manos de un apuesto hipnotizador, convertida en una marioneta humana.

En la oficina no podía concentrarse. El día viernes llegó volando. Ese día ella fue la primera en arreglar sus cosas y partir raudamente, rumbo a la dirección del local que figuraba en el anuncio.

Una cuadra antes, su decisión se tambaleó un poco. Aminoró el paso y un par de veces pensó en dar media vuelta y alejarse tan rápido como vino. Finalmente avanzó al lugar y se encontró con un salón repleto. Eso la tranquilizó. Debían ser por lo menos un centenar de personas. El ambiente había quedado pequeño. Ya no había sillas disponibles. Ella quedó al final, confundida entre la multitud. Se puso unos anteojos negros para evitar que algún conocido la identificase para saludarla. No habría podido responder qué hacía en ese lugar. Sentía una extraña excitación y un cosquilleo inconfundible en su entrepierna.

El orador era un hombre de mediana edad, un poco calvo. Parecía un profesor de secundaria. Completamente diferente al recuerdo que Diana tenía del hipnotizador que había conocido en la universidad. Pero conforme él hablaba, su voz pausada y sus ademanes le iban provocando un calor especial. Sus rodillas temblaban. Felizmente un varón le cedió su asiento. En realidad el tipo quería ver mejor y desde la silla no podía, pero ella se lo agradeció varias veces porque estaba a punto de desmayarse por la mezcla de excitación y nerviosismo que sentía desde que entró a la sala. Esa mezcla de emociones iba in crecendo conforme pasaba más tiempo en ese lugar.

Le fue fácil pasar desapercibida. Cuando el orador pidió voluntarios, sobraron las manos. El calvito eligió a dos hombres y una mujer.

El hipnotizador era un experto. No se demoró más de cinco minutos en colocar a los tres voluntarios en un trance profundo. Hizo unas cuantas pruebas con ellos para medir la profundidad de la hipnosis. Media hora después un estruendoso aplauso dio término a la demostración. El hombre dijo que los que deseaban formar parte del experimento debían dejar sus datos en un formato que repartirían a la salida.

Sin dudarlo, Diana llenó sus datos en la ficha que repartieron. No se demoró más de pocos minutos. Varias personas se habían acercado a conversar con el orador. Ella no se atrevió a unirse al grupo que había rodeado al hipnotizador. Algunos hasta le pidieron autógrafos. Ella prefirió mirarlo desde lejos y salir cuanto antes. Había logrado pasar completamente desapercibida. Ningún conocido había asistido y nadie la había saludado. Ahora podía sentirse más tranquila.

De regreso en su casa, encontró a Germán un poco molesto porque la cena no estaba lista. Se había demorado más de lo habitual. Discutieron un poco y finalmente cenaron algo ligero. Esa noche hicieron el amor muy rápidamente. Fue algo mecánico, como en los últimos meses. Inmediatamente él se quedó dormido como ocurría casi siempre. Diana permaneció más de una hora mirando al techo y recordando hasta el más mínimo detalle de lo ocurrido en la tarde.

Ella nunca le había escondido nada de esa magnitud a su marido antes. Solo había ocultado alguna compra fuera de su presupuesto que ella lo cubría con horas extras realizadas en su trabajo. Pero en esta ocasión decidió guardar el secreto. Sin embargo necesitaba una confidente a quien contarle todo lo ocurrido.

Decidió contárselo a Marcela, una amiga desde sus años de prácticas preprofesionales, que vivía cerca a su casa. No se veían muy seguido y por eso hablaban por horas cuando se reunían. La visitó poco tiempo después y luego de ponerse al día sobre sus vidas, le contó lo sucedido en la conferencia sobre el trabajo con voluntarios. También le contó de sus fantasías de ser dominada mentalmente.

Diana no se guardó nada. Fue un alivio contarle todo a otra persona. Marcela la escuchó con cara de sorprendida. Ella también tenía sus fantasías sexuales pero le parecían que eran de lo más normales. Todavía no se había casado pero llevaba años saliendo con el mismo tipo y todos le bromeaban diciendo que ya era hora de sentar cabeza.

Marcela le dijo que estuviera tranquila, su secreto estaba completamente a salvo con ella. Pero le aconsejó tener cuidado con esos experimentos mentales. Quizás le lavarían el cerebro y no volvería a ser la misma. La conversación tomó un cariz de broma y ambas terminaron riéndose a carcajadas.

Al día siguiente por la noche, llamaron a la casa de Diana. Contestó su marido que completamente indiferente le dijo que llamaban del trabajo. Germán pensó que era una llamada laboral aunque no tenían por costumbre llamar al domicilio y menos a esa hora. Diana contestó y una voz femenina le dijo que tenía una entrevista para saber si podía asistir a una entrevista de selección para elegir al grupo que formaría parte del primer experimento con voluntarios para medir la susceptibilidad hipnótica y otras pruebas.

Diana empezó a tartamudear por los nervios cuando comprendió el motivo de la llamada. Felizmente su esposo estaba concentrado en un partido de fútbol así no se percató de nada. Ella finalmente logró recobrar el temple. Acordaron una fecha y hora para ser entrevistada y una primera evaluación.

Esa noche montó a su marido como pocas veces antes. No lo había hecho así desde sus primeros fogosos años de noviazgo. Ella misma se sorprendió de su ímpetu. Germán no resistió el embate sexual y terminó mucho antes que ella así que Diana tuvo que hacerse un dedo en el baño. Quedó satisfecha a medias. Cuando regresó a la cama, su esposo dormía profundamente, completamente desnudo. Ella vio el pene fláccido de su marido y luego de observarlo por unos instantes, lo cubrió con la sábana. Una idea no muy concreta empezó a desarrollarse en su mente.

Los días parecieron transcurrir lentamente hasta que finalmente llegó la fecha de la entrevista. Acudió a la hora indicada. Había varias personas que pasaban de acuerdo a un horario preestablecido. El calvito que había dirigido la conferencia anterior era el entrevistador. A un lado una secretaria iba tomando nota. El hombre le hizo unas cuantas preguntas y luego hizo que Diana siguiera unas indicaciones con las manos y algunas visualizaciones. La cosa no demoró más de unos minutos y luego le dijo que podía retirarse pues ellos la llamarían.

Ella quedó un poco decepcionada pero por otro lado se tranquilizó sobre la seriedad de la organización que buscaba voluntarios. No parecían unos inescrupulosos que buscaban engañar incautos sino personas interesadas en generar evidencia científica sobre un tema que la imaginación popular relacionaba con la manipulación y el control mental.

Dos días después volvieron a llamarla. Le dieron la noticia de que había pasado la primera prueba y formaría parte del primer grupo que pasaría a la siguiente fase de evaluación antes de integrar el panel de voluntarios.

Los nervios volvieron a invadir a Diana. Nuevamente dudó en acudir a la nueva cita o excusarse a última hora. Tras muchas cavilaciones y cambios de opinión, decidió asistir. Llamó para confirmar su presencia a la fecha y hora señaladas.

Ese día se puso especialmente guapa. Hasta su marido le soltó una mirada de aprobación al despedirse. Le dijo que tenía una entrevista de trabajo para un posible empleo de medio tiempo por las tardes. Demoraría un poco así que sería mejor que pidiese algún delivery para cenar en casa.

Avisó a Marcela de su cita y quedaron en reunirse el fin de semana para contarle todos los detalles.

Llegó puntualmente, su corazón palpitaba aceleradamente. En la sala de espera había pocas personas. Los varones la miraban con disimulo. Ella fingía leer una revista pero solo pasaba las hojas mirando las fotos o leyendo párrafos al azar. No podía concentrarse en la lectura.

Solamente esperó diez minutos más porque la llamaron. Entró con otras dos personas, un hombre y una mujer. Cuando vio al hipnotizador, quedó sin aliento. No era el calvito sino un hombre más joven. Atlético y varonil. Con una mandíbula cuadrada y hombros anchos. Pero lo que más lo atrajo de él era su mirada penetrante. Parecía un halcón mirando a su presa. Quedó cautivada de inmediato y volvió a sentir ese cosquilleo en la entrepierna que le causaba un extraño y húmedo placer.

El hipnotizador se presentó. Se llamaba Alejandro. De inmediato Diana pensó en el conquistador de sus clases de historia. No podía quitarle los ojos de encima. No era la única porque la otra mujer también se sentía atraída por el hipnotizador. Tenía una personalidad magnética que no pasaba desapercibida.

El más nervioso de los tres era el hombre. El tipo usaba traje y corbata. Alejandro lo puso en trance casi de inmediato con una técnica rápida de interrupción de saludo. El hombre quedó sobre la silla completamente dormido.

La otra mujer soltó una exclamación de sorpresa ante lo intempestivo de la inducción. Se tapó la boca con las manos y pidió disculpas. Alejandro solo sonrió y se acercó a ella. Le preguntó si deseaba ser hipnotizada. La mujer asintió con la cabeza pues había quedado sin habla. El hipnotizador levantó una mano y empezó a moverla agitando los dedos. La mujer empezó a pestañear y no tardó más de unos segundos en quedar sumergida en un trance profundo.

Diana se sentía desfallecer, el hipnotizador había colocado a los otros dos en trance con una rapidez pasmosa. Ella sería la próxima y su corazón amenazaba con salir de su pecho. Sentía deseos de salir corriendo y al mismo tiempo sentía que estaba clavada a la silla. Sus manos sudaban por los nervios y por otra parte anhelaba ser hipnotizada cuanto antes.

Alejandro se acercó a ella y le hizo un par de preguntas. Diana contestó intentando no tartamudear pero pronto empezó a sentir que la habitación daba vueltas. El hipnotizador era muy hábil, con cada uno de ellos había usado técnicas distintas. Ella tuvo un último instante de alerta antes de aceptar conscientemente que deseaba entrar en trance. Luego una niebla espesa pareció cubrir su mente y se sumergió en una profunda hipnosis.

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