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El Chapucero 1

en Hetero: Infidelidad

EL DIABLO Y EL CABRÓN APALEADO

 

Roberto Tabares aún seguía meditando acerca de si estaba tomando una decisión correcta al entrar en aquel viejo edificio. La dirección correspondía a la consulta de un odontólogo, sin embargo, los servicios que requería eran los de un sujeto llamado Arturo Serrano. Quien le había sido recomendado por un viejo amigo de la infancia, mientras intentaba ahogar sus penas en alcohol. Su amigo le insistió que antes de hacer una tontería pidiese una cita.

La secretaria entornó una ligera sonrisa cuando le dijo su nombre y le acompañó a un despacho donde le invitó a sentarse en un elegante sillón de cuero negro. Sin embargo, los diplomas en la pared que probaban la preparación de un odontólogo llamado Eduardo López de Quesada, le hacían preguntarse de qué manera un odontólogo podría solucionar su problema.

Sumido en estos pensamientos debía estar cuando entré en la oficina. Sus ojos mostraban lo desconcertado que estaba al verme y mi nombre pronunciado de forma titubeante por su boca lo confirmó. Sin embargo, no era algo nuevo que mis clientes esperasen a otra persona.

Le aclaré que las condiciones para nuestro contrato serían las siguientes: primera, necesitaba un anticipo de tres mil euros, siempre me gustó el número tres. Segunda, me contaría toda su historia con tantos detalles como yo le demandase, así como, toda la información que pudiese conseguir de cualquier persona que conociese. Y tercera, mi pago sería el diez por ciento de sus bienes, que yo tomaría a mi discreción tras completar sus encargos.

Se quedó estupefacto pero aceptó, pues quien recurre a mi está tan desesperado como para darme todo lo que le pida. Y comenzó a narrar su historia:

Roberto tuvo una vida perfecta: de buena familia, entró en la escuela de ingenieros y obtuvo el título sin problemas. Los negocios le fueron bien y, a sus cincuenta y dos años, era el dueño de una empresa constructora que tenía un volumen de negocio anual de cerca de veinte millones de euros. En el terreno sentimental,  las cosas le fueron incluso mejor, conoció a sus treinta años a la que sería su esposa, Elena, una colegiala de diecisiete primaveras. La hija de su jefe en aquellos años y que dos años más tarde cuando tuvo los diecinueve años desposó. Su mujer había madurado como el buen vino y aún ahora, que llegaba a los cuarenta, seguía siendo una mujer hermosa y deseable. No había perdido sus encantos a pesar de los dos partos que habían dado como fruto a sus dos hijas, las posesiones más valiosas en la vida de Roberto. Laura y Clara contaban con diecinueve y diecisiete años, respectivamente. Hermosas como su madre, eran todo lo que un padre podría desear.

Sin embargo, Dios, Lucifer o simplemente la entropía del universo, que tiende a desordenar las cosas, acabó con esa vida perfecta que había creado.

Todo comenzó con los problemas de financiación de su empresa. Cuando Roberto comenzó a plantearse la venta de la empresa e invertir en otro mercado, su esposa insistió en recapitalizar la empresa mediante un socio que adquiriera una parte de ésta. No le gustaba la idea de perder el control absoluto del negocio, pero ya se sabe que una mujer consigue siempre lo que quiere y lo que no consiga la persuasión de una mujer no lo consigue ni un ejército. Así que cuando apareció Fernando Alvarado, joven argentino interesado en asentarse en ese país, Roberto decidió venderle una tercera parte de la empresa. Al fin y al cabo no perdería el control ejecutivo del negocio y siempre podría recomprarle su parte una vez que la empresa recuperase su liquidez.

Poco a poco, Roberto comenzó a pasar menos tiempo con su familia y más en viajes de negocios, las cosas estaban poniéndose cada vez más duras en el mercado y todo lo que tenía dependía del rendimiento de la empresa. Añoraba a su mujer y sus momentos íntimos, pero sobretodo añoraba las tardes con sus hijas en el jardín. No obstante, soportaba esos duros momentos con la esperanza de que mejorara el negocio y volver a esa edad dorada de su vida familiar.

Hasta que una tormenta, hizo que se cancelara el vuelo que de la terminal le llevaría a La Paz, donde debía presentar su empresa a la licitación de un proyecto. Un viaje que duraría una semana, pero tampoco le importó pues podría coger el vuelo al día siguiente por lo que marchó rumbo a casa para dedicarle algo de tiempo a su familia.

Eran las ocho de la tarde y le extrañó que sus hijas no estuviesen peleando en el salón acerca del canal en que debía sintonizarse, el televisor. Dejó las maletas en la entrada de la casa y subió por las escaleras hasta la planta superior de la casa donde se encontraban los dormitorios y los baños. Necesitaba una buena ducha y quitarse el traje. Sin embargo, el sonido de la música que venía de su dormitorio le hizo sonreír, era la música que ponía su mujer cuando quería jugar. Seguro que le había visto llegar y estaba con ganas de guerra. Aflojó el nudo de la corbata y asomó la cabeza por el hueco de la puerta entreabierta.

Súbitamente, su cuerpo se quedó paralizado y su sonrisa se heló, pues a su retina llegó la imagen de un hombre desnudo y sudoroso, montando a su amada esposa como si fuese una perra callejera. Su mujer gemía, bajo la música, a cuatro patas mientras, tras ella, un joven depilado de cuerpo atlético le jalaba de sus cabellos y la penetraba con violencia. Golpe a golpe, con un movimiento lento pero de potentes embestidas, sacaba un rítmico chapoteo de la vagina que había traído al mundo a sus amadas hijas.

Su mujer se dio la vuelta y en su cara, vio a una persona desconocida. Sin duda eran las facciones de su mujer, pero esos ojos cargados de deseo y esa mueca de su boca llena de vicio, no eran las de su santa esposa. Ella se lanzó hacia el enhiesto rabo que exhibía el joven de rodillas sobre la cama como un torero que recibe el astado a puerta gayola. Más largo y más grueso que el suyo, además de con unos cojones más gordos. Cosas que su esposa supo apreciar, pues con su boca y sus manos comenzó a lamer los genitales de su amante.

A Roberto le costaba reconocer en esa mujer, a la mujer con la que había pasado toda su vida. Le repugnaba que esa boca, que ahora le comía los bajos a otro, hubiese besado no sólo sus labios sino a sus hijas.

Mientras él divagaba en esos sentimientos que le tenían paralizado bajo la puerta de su alcoba, su mujer llevaba al borde del éxtasis a su amante para dejarlo a punto de eyacular. Le empujó para que cayera de espaldas como hacen los conejos al terminar de copular y, quedando con su mástil apuntando al techo, ella lo agarró para introducírselo hasta lo más hondo de su ser. Así sentada en cuclillas, alzó su mirada al cielo y un gemido ahogado cruzó su garganta para dar paso a un movimiento acelerado que culminó con un hondo gemido de ambos y con su esposa derrumbada sobre su amante.

Comprendió entonces que hacía bastante tiempo que esta historia se venía produciendo pues el amante de su esposa no era otro que Fernando Alvarado, el joven inversor que le había presentado su esposa y que se había convertido en propietario de la tercera parte de su empresa. En su mente, quedó claro todo y la rabia le inundó. Se abalanzó contra el joven a quien el factor sorpresa le impidió defenderse. Sin embargo, el sorprendido fue Roberto cuando vio la reacción de ira de su esposa que se lanzó, como una gata con las uñas, para defender a su amante y Roberto, incapaz de levantarle la mano a una mujer, menos aún a su esposa, se vio forzado a abandonar su hogar.

A la mañana siguiente, la policía se presentó en su habitación de su hotel. Tenía una denuncia por agresión a su socio y otra por malos tratos de su mujer. La ley que impera en este país establece que en las denuncias por malos tratos, el hombre es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Así que pasó varios días en el calabozo hasta que su abogado pudo sacarlo, claro está con una orden de alejamiento a su domicilio, con las cuentas congeladas por el divorcio y otra orden de alejamiento a su socio que le impedía ir a las oficinas de la empresa. Estaba prácticamente desahuciado. Lo que más le dolía era no poder ver a sus hijas y cometió el grave error de saltarse la orden de alejamiento, sin embargo, no fue la policía quien se encargó de impedirle el acceso a su hogar, sino un par de matones de Europa del este que su socio había instalado en su otrora morada.

Del hospital pasó a los calabozos y de los calabozos al bar, previo paso a disposición judicial. Su vida arruinada de un día para otro y sólo se le ocurrió sumergirse en un lago de alcohol que llenó trago a trago. Sin embargo, todos en nuestro viaje al infierno encontramos un guía que nos intenta ayudar a través del sendero de salida. Para Dante fue Virgilio y para Roberto fue Pablo, un amigo de la infancia que tuvo a bien entrar en aquel bar con unos compañeros de trabajo. Pablo, tras conocer sus pesares, le entregó la tarjeta de un hombre que soluciona problemas y supongo que ahí es donde entro, yo.

Continuará…

Se agradecen los comentarios.

martius_ares@yahoo.es