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Invasores del Espacio (3 - Fin)

en No Consentido

Los dos muchachos observaron desde la rama del árbol a la mujer del claro de la jungla. A pesar de la escasa visibilidad por la llegada del crepúsculo, gracias a las dos crepitantes hogueras que la mujer había prendido, pudieron observarla con detalle. Se trataba de una mujer joven, con una constitución asombrosa y los músculos muy marcados en su desnudo cuerpo. Su cabello era rojo oscuro y recogido en rastas, y su piel parecía cubierta de escarificaciones y tatuajes rituales. Sus senos eran tan menudos que parecían el pecho de un hombre. Tras lanzar el aullido que ambos jóvenes había escuchado minutos antes, la mujer parecía haberse sentado sobre la hierba y aguardaba con los ojos cerrados.

 

-Podría alcanzar a la naariana desde aquí.- Repuso Althia desenfundando la honda de su cinto.

 

-No. Esa mujer no parece como las otras naarianas. Es una guerrera, como la gente de nuestro pueblo. Ha lanzado un desafío y el honor nos obliga a aceptarlo. -Contestó Koiran comenzando a bajar al suelo. -Lucharé contra ella en combate singular, en un duelo honorable.

 

-¿Pero y si te vence?

 

-Entonces, deberás vengarme. -Respondió Koiran torvamente.

 

El muchacho dio un paso, internándose en el claro donde le esperaba aquella extraña mujer guerrera venida de las estrellas. Tragó saliva. Aquella alienígena debía medir casi dos metros y parecía capaz de arrancar la cabeza de un gran dentado de melena blanca sólo con sus manos. Koiran intentó desechar todas las enseñanzas de sus mayores, que decían que las mujeres no eran adecuadas al combate, que eran inferiores, más débiles. Aquella, desde luego, no lo parecía.

 

El muchacho se detuvo a varios metros de la mujer. A pesar de que Koiran no había hecho el más mínimo ruido, ella había abierto los ojos y le escrutaba. ¿Era la escasa visibilidad o los ojos de aquella mujer eran de color amarillo? Después de unos largos instantes, la mujer asintió apreciativamente y se incorporó con movimientos ágiles, como los de un felino. El muchacho sintió algo parecido al orgullo al ser considerado como un adversario honorable por su contrincante. Pero pronto, hizo presencia el temor cuando la mujer ladeó el cuello sin dejar de mirarle, chasqueando audiblemente sus articulaciones, y reveló una sonrisa feroz formada por dientes demasiado largos y afilados.

 

Los dos adversarios, tras un instante que pareció eterno, avanzaron el uno contra el otro, se saludaron con un movimiento de cabeza, alzaron sus puños y el duelo comenzó.

 

En pocos minutos, Koiran fue consciente de qué adversario era más diestro y fuerte que el otro. Escupió sangre al suelo, consecuencia del terrorífico derechazo que había encajado en su estómago. Koiran meneó la cabeza a izquierda y derecha, intentando reponerse del tremendo castigo al que su enemiga le estaba sometiendo. La mujer gruñó y dijo algo en su extraño idioma. Él entornó los ojos, extrañado. ¿Qué le estaba diciendo? ¿Una puya para romper su concentración? ¿Que él era un adversario débil, indigno de ser llamado “guerrero”? ¿Que iba a ser derrotado sin remisión?

 

Con un rápido movimiento, el brazo de la mujer le sujetó por su muñeca y la dobló hacia la izquierda. Koiran aulló de dolor y sólo al lograr zafarse consiguió que no le rompiera el brazo. Sin detenerse para recuperar resuello, la mujer lanzó una sucesión de rápidos y devastadores puñetazos contra los abdominales del chico.

 

Estaba perdido. Su enemigo era claramente superior. Él estaba extenuado y ella apenas sudaba. Pensó en Althia. Por un momento se imaginó a la naariana avanzando sobre el cadáver de él para luchar contra su amada, pensó en ambas mujeres luchando y pudo ver a la mujer alienígena rugiendo mientras abrazaba por la cintura a Althia hasta romper su espina dorsal.

 

No. No podía dejar a su amada en manos de aquel monstruo o también la mataría a ella. Un duelo de mujeres. Pensó en las cosas extrañas que habían sucedido ese día: invasores venidos de las estrellas y dos mujeres que, contrariamente a lo que decían los guerreros de las aldeas, eran superiores en combate a muchos varones que Koiran conocía.

 

El muchacho se sintió a punto de caer al suelo, sus rodillas flaqueando. El próximo golpe le derribaría. De repente, una luz se encendió en su cabeza, recordando las palabras de su padre: No sólo se lucha con la fuerza, hijo, también el guerrero sabio hace uso de la astucia ante enemigos aparentemente superiores.

 

Koiran fingió miedo y, huyendo, se internó en la selva. Pudo contemplar la decepción y el desprecio en los ojos de su oponente mientras se lanzaba a perseguirle. Pronto encontró su objetivo: algunas de las zonas boscosas ocultaban letales arenas movedizas. El muchacho, sin dejar de correr, observó el terrero mientras localizaba un entorno apropiado. Pronto lo encontró.

 

Koiran aceleró, pisando descuidadamente la hierba de la jungla durante un par de metros y, acto seguido, saltó sobre uno de los musgosos troncos de un árbol derribado y se ocultó detrás. Pudo escuchar los pasos de su adversaria, siguiendo el rastro aparentemente descuidado y pasando casi a su lado sin verle. Un metro más y pisaría las arenas movedizas.

 

En el último momento, como si un sexto sentido la hubiera advertido, la mujer naariana se detuvo. Fue demasiado tarde. Saltando desde detrás del tronco, Koiran la empujó con todo su peso y se hizo a un lado.

 

La mujer cayó cuan larga era sobre la superficie verdosa y se hundió en la grumosa y espesa sustancia. Tras unos segundos, su rostro emergió, al principio con expresión fastidiada e iracunda, que mudó rápidamente a una expresión de temor cuando comprobó que no podía salir de la charca y que cada vez se hundía más y más. Pronto sólo su cabeza y sus brazos asomaban desde las cenagosas aguas.

 

Koiran contempló a la aterrorizada mujer y supo que estaba irremediablemente perdida si no la ayudaba. ¿Qué debía hacer? ¿Salvarla? Era una naariana, una enemiga de su raza y de su pueblo. Pero maldito si iba a dejar que muriera como un perro. El muchacho se abalanzó hacia el extremo de la orilla de las arenas movedizas y agarró uno de los brazos de su adversaria.

 

Fue bastante difícil. Ella pesaba mucho y más de una vez pensó que la perdía. Los músculos de su brazo se tensaron con ahínco y le dolieron como si fueran a romperse. Tras intensos esfuerzos, la naariana pudo escapar de la trampa mortal. Tras el considerable denuedo, Koiran quedó tumbado, jadeante, junto a la mujer. Estaba exhausto. Por un momento, el muchacho tuvo miedo de que su enemiga aprovechara su momentánea debilidad para acabar con él. Cuando se giró hacia ella, la mujer, empapada en el fango de las arenas movedizas, le observaba con una expresión indescifrable.

 

Tras escasos instantes, la mujer bajó la cabeza y se arrodilló ante él. Tras la sorpresa inicial, Koiran entendió que la mujer se rendía. Una ola de orgullo y satisfacción le invadió. Había derrotado a su enemiga, había luchado contra una adversaria superior y había vencido. Ante él, la naariana, sin mirarle a los ojos, le ofreció una de sus rastas con su mano. Koiran puso una expresión de extrañeza hasta que comprendió que su adversaria le ofrecía un trofeo por considerarle como claro ganador.

 

La naariana pareció confundida por su pasividad y, con nerviosismo, se dio la vuelta todavía arrodillada, ofreciéndole su culo. Posó su rostro en el musgo del suelo mientras con sus dos manos se abría las nalgas.

 

A pesar del crepúsculo, la luz de las tres lunas iluminaba con claridad la escena. Ante la vista de Koiran quedaron expuestos los cachetes del trasero de la mujer, y entre ellos, pudo vislumbrar el velludo y delicioso sexo de la mujer junto con un arrugado y oscuro agujerito.

 

Como si tuviera vida propia, la verga de Koiran creció rápidamente hasta alcanzar un buen grosor y, casi con reverencia, se acercó hasta el trasero de la mujer. Sus manos acariciaron sus caderas hasta detenerse en las nalgas, lentamente, como si las degustase a través de sus manos. Koiran acarició la hendidura, la recorrió, estrujando los deliciosos cachetes, abriéndolos, cerrándolos.

 

La naariana no se atrevió a moverse, vencida y a merced del ganador. Koiran, abriendo y cerrando toscamente esas nalgas, descubrió el ano de la mujer, que parecía abrirse y cerrarse. El muchacho mojó un dedo en su boca y lo introdujo despacio hasta el fondo, sin detenerse. Dejó el dedo quieto dentro de ese ardiente agujero, sintiendo los calientes latidos.

 

La mujer naariana jadeaba cuando sintió, repentinamente, que Koiran retiraba el dedo y apretaba su larga y gruesa verga contra su ano. Con un movimiento lento pero constante, presionó contra su orificio más estrecho y el gran falo fue abriéndose paso poco a poco por sus entrañas, incrustándose como una lanza de carne hasta ensartarla completamente.

 

La naariana gimió, como si la excitase sentir esa verga invasora deslizándose por sus intestinos, como si el muchachito se hubiera convertido en su dueño y señor al derrotarla y tuviera derecho sobre ella a sodomizarla y refregar sus entrañas con su falo.

 

En un momento dado, Koiran escuchó un gemido ajeno y volvió la cara, pudiendo ver que Althia estaba masturbándose, de pie cerca de ellos dos.

 

Su mano entraba y salía de su sexo con un ritmo lento pero constante. Se había despojado de su corta túnica y Koiran pudo deleitarse en la visión de sus pechos perfectos. Por un momento sus ojos se encontraron y, sin detenerse en la sodomización de la derrotada naariana, Koiran creyó perderse en aquellos mares negros. Althia acariciaba y pellizcaba sus senos con una mano, mientras la otra se hundía con furia en su sexo.

 

Excitado ante la visión, Koiran llegó al orgasmo. Jadeó como el rugido de un depredador y eyaculó en las entrañas de la naariana, lanzando chorro tras chorro de espeso puré en el interior de la gimoteante mujer. Althia lanzó su cabeza hacia atrás y su largo cabello moreno pareció volar hacia su desnuda espalda. Sus piernas temblaron ante la violencia del orgasmo de la muchacha y Koiran temió durante un momento que se caería. Pero no fue así, la muchacha resistió las oleadas de placer que la sacudieron y los ojos de los dos volvieron a encontrarse.

 

Koiran sacó su verga del dilatado ano de la naariana mientras contemplaba el rubor del orgasmo en el rostro de su amada, sus pechos libres y su sexo húmedo. Dejando tras de sí a la todavía arrodillada alienígena, de cuyo ojete abierto como una flor brotaban hilillos de semen que resbalaban por sus muslos, Koiran avanzó hacia Althia y ambos muchachos se besaron con pasión.

 

 

 

 

 

 

 

-Maagrath ha llegado, mi alférez.

 

-¿Y bien?

 

Maren no se atrevió a responder, apartando la vista de la mirada de la rubia oficial.

 

-Ya veo. Puede retirarse, soldado Aschen.

 

La alférez Coriolainia van Rosmallen se quedó sola en el estrecho camarote de la nave de descenso. Malditas estúpidas inútiles, incapaces de derrotar a dos simples muchachos. Se puso de pie mientras miraba su pistola láser sobre su mesa. Estaba claro que si quería conseguir algo, tendría que hacerlo ella misma.

 

La mujer preparó su servoarmadura y empezó a desvestirse de su uniforme gris de oficial. Pronto quedó con unas simples braguitas. Coriolainia dudó. Durante un segundo se preguntó si no sería mejor regresar a la nave de combate en órbita y olvidar todo el incidente. Después se censuró a sí misma. Era una oficial de los Regimientos Coloniales, el ejército que había doblegado todo el sector 417-A. Tras largo tiempo intentándolo, en breve sería ascendida a teniente. Dos salvajes de un mundo primitivo no la iban a humillar así.

 

Coriolainia miró a la desnuda pared metálica frente a ella. No había ningún espejo, pero si lo hubiera habido, sabía qué habría podido contemplar reflejado en él. Una mujer rubia, desgarbada, flacucha, de rostro anguloso y severo. Ella no se había enrolado en los Regimientos Coloniales. Como huérfana de padres soldado, había sido criada y adiestrada desde pequeña en la elitista Escuela de Oficiales. Desde niña había abrazado con fervor las enseñanzas militares y los códigos de estrategia. Todavía recordaba cómo el resto de niños se burlaba de ella, de su aspecto poco agraciado, de su torpeza, de sus marcas de la Colmena, que denotaban su origen humilde en las castas más bajas de un mundo colmena.

 

Coriolainia se rascó instintivamente sus brazos, allá donde se mostraban inmisericordes las manchas oscuras de color aceitoso y oxidado, síntoma de la polución de los contaminados planetas como Crescia. Siendo pequeña se rascaba tanto que se producía arañazos y heridas, dejándose la piel en carne viva, en un vano esfuerzo de hacerlas desaparecer, de intentar parecerse al resto de niños, de piel suave e inmaculada.

 

La alférez golpeó con furia la pared. Demostraría a todos que se equivocaban, que ella no era una oficial mediocre, que no era una cobarde. Cazaría a aquellos salvajes ella sola.

 

Se terminó de ajustar su servoarmadura, se enfundó su pistola láser y salió de su camarote. Ante ella se hallaban el resto de sus subordinadas. Tendió su casco a la soldado Nadine. No lo necesitaría. Saludó con aire marcial a las expectantes mujeres y salió al exterior de la nave.

 

No llevaba ni media hora internándose en la selva cuando Coriolainia ya se arrepentía de su decisión. A pesar de ser muy temprano, el calor de la vegetación tropical ya hacía que sudase, con los cabellos empapados y pegados a su frente. Además, ¿cómo demonios iba a rastrear a aquel par de mocosos? Quizás ella misma se metiera de lleno en una trampa. Durante unos segundos, se imaginó capturada por los dos muchachos, se imaginó desnuda, a su merced, gimiendo mientras era enculada por la vigorosa polla del chico mientras ella misma lamía los pezones de la muchacha salvaje. Un agradable hormigueo recorrió su sexo.

 

Coriolainia cerró los ojos con furia. Por el amor de los dioses, ¿qué demonios la estaba pasando? ¿Se había vuelto loca? Gruñó e intentó apartar esos absurdos -aunque placenteros -pensamientos de su mente.

 

¿Cuánto había transcurrido? ¿Minutos? ¿Horas? Coriolainia estaba extenuada. El intenso calor la dejaba sin fuerzas. En el horizonte, pudo ver el amanecer en la jungla. Tuvo que reconocer que era un espectáculo hermoso y hasta llegó a sentir una punzada de celos hacia los habitantes de aquel mundo. Sumida en sus pensamientos, se apoyó en un árbol pero su mano enguantada no tocó una superficie rugosa, sino blanda y pulsante.

 

Su mueca de sorpresa se tornó en una de horror al contemplar a una especie de reptil con las fauces abiertas y repletas de colmillos afilados como cuchillas que la observaba siseando de forma amenazadora a escasos centímetros de su cara. Sus escamas reflejaban de algún modo la luz y colores de su entorno, mimetizándose hasta tal punto que parecía haber aparecido de la nada. Lo más rápido que pudo, la oficial desenfundó su arma y apretó el gatillo. Con horror, observó que su pistola láser no disparó. ¡Se había olvidado de cargar la batería-láser que proveía al arma de munición! ¿Cómo podía haber sido tan condenadamente torpe?

 

Coriolainia no pudo evitar ser dominada por el pánico y, gritando, echó a correr a ciegas. Su carrera no duró mucho. Antes de darse cuenta de lo que sucedía, sintió cómo algo sujetaba su pie, cómo salía despedida hacia arriba y su centro de gravedad cambiaba. Se sintió mareada al ver el suelo en el lugar del cielo y viceversa. Por fin comprendió que había pisado una trampa de lazo y que estaba colgada boca abajo de un árbol.

 

Coriolainia tuvo ganas de llorar. ¿A quién pretendía engañar? Había llamado inútiles y aficionadas a sus subordinadas, pero era ella la que era una torpe mediocre. Había pensado que era capaz de capturar a los dos muchachos y era ella la que, en cambio, había acabado capturada.

 

Gritó de dolor cuando alguien cortó la cuerda y cayó a plomo sobre el suelo. Atontada, observó acercarse a los dos muchachos, el chico y la chica desnudos. Ni siquiera intentó defenderse. Como el ratoncillo paralizado en las garras del halcón, permaneció inmóvil, gimiendo atemorizada mientras los dos salvajes la desnudaban sonriendo divertidos.

 

-P... por favor... no me hagáis daño... haré lo que... haré lo que queráis...

 

Antes siquiera de darse cuenta de qué estaba sucediendo, se encontró una gruesa verga ante su rostro. Coriolainia, asustada, sacó la lengua y la chupó con avidez, temiendo que el muchacho se enfadase con ella si no lo hacía. Por un momento, pensó que aquella verga era la que había roto los anos de sus subordinadas y que, al lamerla, lamía los anos de sus soldados.

 

No pasó mucho tiempo hasta que el muchacho lució una húmeda y tremenda erección. Los dos salvajes dieron la vuelta a la alférez, dejándola boca abajo con los codos apoyados en el suelo y su culito respingón bien alto. Coriolainia gimió asustada y extrañamente excitada por lo que vendría a continuación. Las rudas manos del joven sobaron y masajearon a conciencia las nalgas de Coriolainia hasta separarlas y dejar al descubierto el arrugado agujerito anal de la mujer, que no pudo evitar enrojecerse por la deshonrosa situación: ella era una oficial de la flota de los Regimientos Coloniales, y su culo estaba a disposición de dos brutos lujuriosos de un mundo subdesarrollado.

 

Las mejillas de Coriolainia adquirieron el color de la grana: Se imaginó a sus soldados subalternas observándola, asombradas de ver en tan vergonzante posición a su jefa, se imaginó a los otros muchachos de la Escuela de Oficiales y a sus profesores, regodeándose contemplándola cómo movía sus caderas y nalgas mientras era manoseada por aquellos dos salvajes. Su paliducha piel contrastaba con los magníficos cuerpos bronceados de sus antagonistas. Su cuerpo la traicionó y su sexo comenzó a encharcarse. Las rudas manos del muchacho y de la chica recorrían su cuerpo, sobando sus nalgas, acariciando sus muslos, prestándola una atención que nunca antes había recibido de aquella manera.

 

Un gemido de temor y placer brotó de su garganta, sin poder contenerse y, cuando un dedo de la muchacha se metió entre sus labios, Coriolainia lo chupó, excitada. El dedo procedió a continuación a moverse hacia su rosado ojetito y se hundió lentamente en sus entrañas, como una lanza hendiéndose en la carne, lo que arrancó nuevos gemidos de la desnuda alférez, sintiendo el invasivo dedo explorando su interior, entrando en su cálido ano, preparándola para lo que sucedería a continuación.

 

No pasó mucho tiempo hasta que el dedo fue remplazado por una gruesa polla que, trabajosamente, fue incrustándose en el estrecho ano de Coriolainia, que no pudo reprimir quejidos de dolor al ser literalmente empalada por el titánico falo. Movió sus brazos y caderas, pero el muchacho le mantuvo firmemente sujeta mientras la penetraba lentamente, permitiendo a la mujer adaptar los músculos de su esfínter al grueso de la formidable verga. Pronto, el desventurado ano de la mujer militar quedó ensartado por la enorme arma de carne.

 

Frente a ella, la muchacha salvaje acariciaba tiernamente el rostro de Coriolainia, limpiando las lágrimas que caían por las sonrosadas mejillas de la alférez. La salvaje la chistaba suavemente para que dejara de gemir y, finalmente, enredó su lengua con la suya para acallar sus quejidos de dolor al sentir cómo le destrozaban el culo.

 

Los lentos movimientos del muchacho, entrando y saliendo del interior de la militar, los toqueteos en sus pezones y clítoris y los tiernos besos de la chica salvaje pronto dieron sus frutos y los gimoteos de Coriolainia dieron paso a unos dulces gemidos cada vez que el grueso mango se empotraba en sus entrañas. La alférez fue consciente de que ella misma meneaba instintivamente las caderas para facilitar la penetración y que gemía cada vez que los testículos del salvaje topaban con los labios de su sexo.

 

Pronto, los labios de la muchacha salvaje fueron sustituidos por los labios de su vagina, a escasos centímetros del rostro de Coriolainia. Sin detenerse a pensar qué estaba haciendo, la alférez los lamió. Estaban completamente empapados en unos salados flujos que pronto recubrieron todo el rostro de la militar. Suavemente, la chica sujetó a Coriolainia por su rubio cabello y refrotó su rostro contra su sexo, casi ahogándola en su nectar.

 

La mujer oficial de los Regimientos Coloniales llegó a perder la cuenta del número de orgasmos que aquellos salvajes la infligieron, abrazándose a ellos para no caer rendida mientras gritaba de placer, quedando finalmente los tres entrelazados en un solo cuerpo de carne, sudor y flujos.

 

Ni siquiera abrió los ojos cuando sintió un tirón en su cabellera y el cuchillo posándose sobre el pelo.

 

 

 

 

 

 

 

EPÍLOGO I

 

Koiran y Althia se recostaron sobre el camastro de paja y se besaron. Las fiestas habían durado hasta altas horas de la madrugada en la aldea de Koth. Atados a la entrada del poblado, colgaban tres cascos de los invasores de las estrellas, los legendarios naarianos, derrotados por dos guerreros de aquella aldea, que pronto sería considerada la más valerosa e importante del planeta Almuric por su proeza.

 

Koiran miró de reojo a los ropajes esparcidos por el suelo de la habitación. Atados a sus cinturones había varios mechones de cabellos morenos, violetas, rubios e incluso una larga rasta rojiza oscura. Sus trofeos de los enemigos derrotados. Althia y él habían demostrado a esos invasores del espacio que los habitantes de Almuric no eran víctimas indefensas y que sabían defenderse. Incluso sus mujeres eran capaces de humillar a los naarianos. Althia, por primera vez en la historia de Koth y quiza de todo Almuric, había sido nombrada guerrera de pleno derecho. Un mechón de cabellera rubia en su cinto así lo atestiguaba.

 

Los labios de los dos muchachos se juntaron lascivamente. La mano de Althia se dirigió hacia la entrepierna de Koiran y aferró su pene, moviéndolo lentamente mientras ella sonreía.

 

-Dime, Koiran, ¿con cuál de las cinco naarianas disfrutaste más?

 

El muchacho se sonrojó pero rió al hablar.

 

-¿Celosa, Althia?

 

La muchacha rio de buena gana.

 

-¿Celosa? ¿Yo? Recuerda que yo también me las follé a casi todas. Quizás tú debieras estar celoso de mí.

 

Koiran besó excitado a su amada.

 

-Eres la mejor. Nunca me separaré de tu lado, mi amada guerrera.

 

-Eres mío.... Eres mío y yo soy tuya.- Gimió Althia mientras era penetrada por el muchacho, abrazados ambos en un nudo inseparable.

 

 

 

 

 

 

 

EPÍLOGO II

 

La alférez Coriolainia van Rosmallen miró a las otra cuatro mujeres en el metálico cuarto de la nave de descenso, que regresaba hacia la nave espacial de combate XRD-Thera. Todas permanecían en silencio, sus rostros ruborizados, humilladas. Las cuatro mujeres, salvo la soldado Maagrath, se habían rapado el pelo para ocultar los trasquilones que aquellos salvajes las habían provocado al cortarles mechones de sus cabelleras.

 

-Creo que estamos todas de acuerdo en que no podemos comentar lo que ha pasado ahí abajo. Por mi parte, creo que lo mejor sería que todas olvidáramos lo sucedido.

 

-Va a ser difícil, jefa. Creo que no voy a poder sentarme en una semana.

 

Nadine se tocó con la mano sus doloridas y escocidas nalgas, logrando únicamente una mueca de dolor. La alférez la fulminó con la mirada, pero ella, como el resto de mujeres en la habitación, estaba en la misma situación. De hecho, las cinco mujeres estaban celebrando la reunión de pie, sin poder sentarse. Coriolainia sentía terriblemente irritada su entrepierna y trasero y tenía la impresión de que su pobre ano era tres veces más grande de lo normal. Lo notaba tan enrojecido e inflamado que llegó a pensar que podía emitir luz. Aquel maldito salvaje se lo había roto sin remisión y no pudo evitar sonrojarse al reconocer que la sensación había sido tremendamente estimulante.

 

-Era una forma de hablar, soldado Nadine Brauhn. Quiero decir que voy a borrar todos los registros y, si todas ustedes acceden, informar de que la misión de reconocimiento en el planeta X-M41E1 ha sido rutinaria y sin incidentes de ningún tipo. ¿Están ustedes de acuerdo?

 

Las mujeres apartaron la mirada y asintieron una por una.

 

-Muy bien. Espero no volver a oír nunca más nada sobre salvajes ni trofeos ni ese maldito planeta.

 

Coriolainia se giró hacia la pantalla intercomunicadora, mientras tecleaba una serie de códigos en el holoteclado. La imagen de una mujer vestida con el uniforme de la flota de los Regimientos Coloniales apareció en la pantalla y se escuchó una voz algo metálica.

 

-Aquí la sargento Zhora de la nave Thera. Solicitud de aterrizaje recibida y aceptada. Iniciando maniobra de aterrizaje en el hangar 2. Bienvenida, alférez Coriolainia. ¿Qué tal en el planeta? Dicen que sus habitantes son unos salvajes que sólo saben causar problemas. ¿Os han dado mucho por culo?

 

La voz de Maren se escuchó desde atrás.

 

-Bufff... no lo sabe usted bien.

 

Las demás chicas rieron y sólo callaron ante la furibunda mirada de Coriolainia.