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Colonización Planetaria (2).

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COLONIZACIÓN PLANETARIA (2). VIAJE EN LA CINOSCÉFALOS.

 

Año 2533. Nave Espacial RST-Clase 3 Cinoscéfalos. Rumbo al Planeta Automedonte.

 

Strygya intentaba quitarse de la cabeza la pesadilla del tiempo transcurrido en el viaje de la la Cinoscéfalos.

La nave era vieja, probablemente tuviera más de trescientos años. La hecubiana, que nunca -hasta ese momento- había abandonado su planeta natal, apenas lograba acostumbrarse al constante temblor en sus pies provocado por los motores que la transportaban a su destino. Tampoco se habituaba al frío de su camarote de paredes metálicas con su incómodo catre y la lámpara iridiscente que ocasionalmente se apagaba durante largo tiempo para encenderse sola de nuevo. Los pasillos eran oscuros, con luces pálidas y titilantes, y si Strygya permanecía quieta y escuchaba, susurros ininteligibles parecían llegar hasta sus oídos. Aunque la mayoría de las veces, la atmósfera a su alrededor se veía invadida por un terrorífico ruido: el constante entrechocar de piezas mecánicas, chirriando tras las placas de plastiacero, que podía significar que estaban funcionando correctamente o a punto de desmontarse y provocar una fría muerte en el vacío espacial.

 La falta de agua la volvía loca. Los hecubianos disponían de pulmones además de branquias, pero si continuaban varios días más en esa situación, podría llegar a enfermar. Las duchas por las mañanas con la asquerosa agua reciclada no duraban ni medio minuto y Strygya debía usar cremas para hidratar su lisa y blanca piel.

Pero lo peor no era todo eso, sino la tripulación compuesta por terranos. No pudo evitar estremecerse cuando se cruzó en un corredor con dos miembros de la tripulación que se quedaron observándola con una mirada lujuriosa que no se molestaron en disimular. Aquellos brutos hablaron de ella a su lado, sin preocuparse de que pudiera oírles: "¿Cómo será follarse a un bicho de esos?". El otro le respondió entre risas: "Debe ser como hacérselo con un pescado. Joder, eres todo un pervertido". "Bueno, la verdad es que no me importaría probarlo". Strygya corrió hasta su habitación y cerró la puerta tras ella, maldiciendo que no tuviera un cerrojo con el que encerrarse. 

-¿Ya te has cansado de explorar la nave, princesita? 

La burlona voz de Alaksmí, una de los dos soldados asignados a su escolta, le provocó un escalofrío.

-¿No contestas? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

 

 

 

 

¿Cuánto hacía que había dejado Hécuba, su planeta natal? ¿Días? ¿Semanas? Era difícil calcularlo sin la referencia de la salida y puesta de un sol. Le parecía que habían transcurrido siglos hasta que la nave que la transportó desde Hécuba había llegado a una estación espacial militar, de donde partiría la Cinoscéfalos. Al principio, todo había sido confusión, violencia y oscuridad. Strygya había sido encerrada durante todo ese trayecto en unos calabozos hasta que dejó de gritar y patalear. Los guardias humanos de seguridad se habían aplicado en "calmarla". Uno de sus seis ojos todavía estaba amoratado y entrecerrado por uno de los puñetazos recibidos. 

Finalmente, la oscuridad del calabozo desapareció, remplazada por una luminosidad que la cegó cuando la puerta metálica se abrió. Sin el menor miramiento, unos hombres la desnudaron y la arrastraron hasta unas duchas, donde unas potentes mangueras la empaparon. Sin duda, la intención de los humanos no era mostrarse magnánimos, pero Strygya agradeció el contacto con el agua por encima de todas las cosas.

Pero aquella felicidad duró muy poco. Los hombres la proporcionaron una camisola de un color pardo que apenas llegaba hasta su estrecha cadera, y fue conducida por fríos y metálicos corredores.

La hecubiana estudió a los humanos que la custodiaban por los pasillos. A diferencia de ella, eran fuertes, de musculatura bien definida, aunque algo más bajos. Todavía se sentía fascinada por el cabello que adornaba sus cabezas y en algunos casos, su barbilla y mejillas. ¿Cómo se llamaba? ¿Barba? Sí, creía que ese era su nombre. Ninguno de ellos había cruzado una palabra con Strygya, ni siquiera habían posado su mirada en ella. En un primer momento, la muchacha hecubiana pensó que era porque se sentían culpables por haberla secuestrado de su planeta natal. Después, llegó a la conclusión de que sencillamente se trataba de xenofobia. Ella no dejaba de ser un alienígena, un ser inferior de otro planeta. 

Su recorrido se detuvo finalmente en una bodega de carga, a los pies de una inmensa y herrumbrosa nave que Strygya supuso sería la Cinoscéfalos. 

Frente a ella, se hallaban unos soldados. El que parecía el líder era un militar terrano cuya indumentaria disponía de una serie de distintivos cuya significación y graduación escapaban al entendimiento de la hecubiana. El hombre era corpulento y de aspecto brutal, en la cincuentena, completamente calvo y con un poblado bigote. Strygya se sintió inmediatamente intimidada cuando el militar habló con voz grave: 

-Cabo Daceus, ¿ésta es la especialista en bichos? 

-¿La xenobióloga? Así es, mi señor. 

El hombre al lado del sargento le tendió una tableta de datos que éste ni se molestó en mirar.

-Tiene gracia, Daceus. Un bicho especialista en bichos. 

Strygya se sonrojó, sus mejillas adoptando un tono azulado, humillada como nunca lo había estado en su vida. Intentó sostener su mirada, pero tuvo que apartarla rápidamente, acobardada. Tenía mucho miedo. Su destino y su vida estaban en manos de aquellos brutos. 

-¿Hablas mi idioma, bicho? ¿Entiendes lo que te digo?

-S… sí.

-Muy bien, hecubiana, mi nombre es sargento Helican, pero me llamarás "señor". No eres más que un miembro de una raza cobarde, una simple esclava que ha tenido el inmenso honor de ser elegida por la Federación Terrana para entrar a su servicio.

Strygya permaneció en silencio, temblando de ira. Quiso gritar a aquel bruto lo que ella pensaba de aquel "inmenso honor" pero sabía que si abría la boca, su voz se quebraría en sollozos. O peor, volvería a recibir una paliza.

-Serás conducida hasta el planeta Automedonte, donde se han producido una serie de desapariciones entre los colonos, entre ellos el xenobiólogo al que sustituirás. Por el momento, no hay fuerza militar en este sector de la galaxia para realizar una misión de exploración y apoyo en respuesta a su S.O.S., pero a alguna lumbrera del Alto Mando le ha parecido buena idea reponer al científico. Seguro que los colonos hubieran preferido un buen científico terrano a un bicho, pero tendrán que conformarse con lo que la Federación provea. -Helican se encogió de hombros.

El sargento se dio la vuelta.

-Te escoltarán los soldados Managarm y Alaksmí.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Strygya. A la derecha del sargento Helican se hallaban dos figuras de aspecto perturbador. La humana hembra era una mujer fibrosa embutida en un pantalón militar de camuflaje y una ajustada camiseta blanca de tirantes. Su cabeza estaba completamente rapada y afeitada salvo por una coleta trenzada de color violeta. Su rostro estaba totalmente tatuado, imitando una calavera humana. Dos círculos negros figuraban ser las cuencas y hasta sus párpados estaban tatuados. La punta de la nariz estaba igualmente grabada de negro simulando el orificio nasal y en sus labios, encima de una mandíbula huesuda, se dibujaban los dientes hasta llegar a las mejillas. Era como si un cráneo sonriente con dos ojos en las cavidades orbitarias la contemplase.

El hombre era un musculoso gigante que superaba los dos metros y parecía capaz de partirla en dos con las manos desnudas. Bajo una capucha gris se adivinaba una máscara metálica que no dejaba entrever un solo centímetro cuadrado de piel de su rostro. Varios tubos y cables parecían adentrarse en su cuerpo y sistema nervioso, y un respirador cubría la mitad inferior de su cara, con un entramado de rejillas y tubos. Strygya reprimió un escalofrío al escuchar el siniestro sonido de su metálica respiración. Su brazo derecho era metálico también. Un implante. Sin duda aquel hombre había sufrido un terrible accidente... o una acción de combate. Sus ojos eran dos frías luces rojas que la observaban sin revelar la más mínima emoción.

-No me gusta tener que prescindir de dos de mis mejores hombres para que tengan que hacer de niñera de un bicho como tú, pero hay que cumplir los protocolos. Una vez en Automedonte, deberás descubrir qué ha sucedido y cómo eliminar la amenaza, sea cual sea. Dudo que lo logres, pero eso ya no será problema mío. Daceus, dale el informe para que lo estudie. Llegarás en setenta horas terrestres, hecubiana. No las malgastes.

Helican y los otros soldados se dispusieron a alejarse. Pero antes, los ojos del sargento se clavaron en Strygya.

-Y una última cuestión. Escucha bien, hecubiana, porque no me gusta repetirme. Estás aquí para servir a los terranos. Las órdenes de cualquiera de mis hombres serán putas leyes sagradas para ti. Si te dicen que hagas el pino, lo harás. Si te dicen que les comas la polla, lo harás. Si te dicen que te pegues un tiro en tu fea jeta de pez... Lo harás.

Los dientes de Strygya rechinaron. La ira era demasiado intensa. Supo que debería callarse, pero no pudo evitar hablar.

-Anfibio.

Helican frunció el ceño, como si hubiera escuchado la cosa más extraña en toda su vida.

-¿Qué?

-Anfibio.

-¿Qué cojones estás diciendo, puto bicho?

-No soy un pez. Los hecubianos somos anfibios, humano ignorante.

Strygya tuvo tiempo de observar cómo la furia extrema afectaba a los humanos. Primero, el rostro del sargento Helican palideció, para después colorearse de un intenso tono rojizo, mientras una vena palpitaba en su cuello. No tuvo mucho tiempo de proseguir la observación. Un fuerte puñetazo del militar la dejó seminconsciente.

Entre tinieblas, como si la oscuridad la engullese, Strygya pudo sentir cómo era levantada del suelo por las axilas y arrastrada hacia el interior de la nave. Escupió un esputo de sangre azulada al suelo, mientras cientos de puntitos brillantes obstaculizaban su visión. Luchó por permanecer despierta, pero el dolor en su rostro era demasiado grande.

Pudo contemplar el sonriente rostro tatuado de Alaksmí, deformado en una escalofriante sonrisa calavérica, acercándose a ella hasta ocupar todo su espacio de visión.

-Tienes cojones, hecubiana. Me gustas.