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Colonización Planetaria (4)

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COLONIZACIÓN PLANETARIA (4). LLEGADA A AUTOMEDONTE.

 

Año 2533. Nave Espacial RST-Clase 3 Cinoscéfalos. En órbita del Planeta Automedonte.

 

Strygya estaba asustada. En breve pisaría el suelo de Automedonte... tras una viaje en una nave de descenso. La proa número 4-DZ09 de la Cinoscéfalos era larga, estrecha y abovedada. A su lado, Managarn y Alaksmí avanzaban marcialmente, asegurando sus mochilas a su espalda y comprobando sus rifles. Con ellos iba un alférez encargado de cubierta. Los cuatro avanzaban hacia el final de la proa. La monótona voz del alférez les acompañaba.

-Ha sido un verdadero placer tenerles a bordo. Espero que tengan una feliz estancia en Automedonte.

Strygya no supo discernir si el tono de voz del hombre era natural o sarcástico. Estaba demasiado nerviosa.

Por fin se detuvieron ante un transporte ligero de pequeño tamaño. Strygya tragó saliva, ante la perspectiva del viaje. Le habían explicado que se trataba de un vehículo utilitario diseñado para trasladar mercancías y personas desde la órbita a la superficie de un planeta. Normalmente el viaje era sólo de ida, por lo que estaba diseñado automatizado, sin necesidad de piloto y sin motores principales que pudieran romper la gravedad planetaria en un despegue. Unos motores auxiliares servían para amortiguar la caída y lograr que el aterrizaje fuera sin incidentes. La mayoría de las veces.

La tasa de mortandad era muy elevada. Strygya estaba estupefacta. ¿Es que acaso los humanos no valoraban la vida de sus congéneres?

La escotilla de acceso estaba abierta, a la espera de que la xenobióloga y los dos soldados subieran a bordo. Los últimos estibadores terminaban de subir las cajas de herramientas, suministros y materiales destinados a la colonia. Un sobrecargo entregó una placa de datos al alférez quien la leyó por encima antes de volverse hacia ellos.

-Que tengan un buen viaje.

Strygya llegó a la conclusión de que el tono parecía más bien el de una persona que le era completamente indiferente si aterrizaban sanos y salvos o se hacían papilla contra la superficie planetaria.

Dentro del transporte las cosas no mejoraron. El habitáculo era estrecho e incómodo, con duros asientos metálicos y correas acolchadas pesadas.

La mordaz voz de Alaksmí llegó a los oídos de Strygya.

-Ajústate bien el cinturón, hecubiana. El descenso va a ser agitado. No queremos que te pase lo mismo que a Jaghatai, ¿verdad, Managarm?

Strygya hubiera querido preguntar qué fue lo que le sucedió a esa persona, pero la risa de Alaksmí la disuadió de hacerlo. La mujer rio con ganas y el siniestro sonido que provino del sintetizador de voz de Managarm puede que fuesen también carcajadas. Si la piel de Strygya no hubiese sido tan blanca, hubiese palidecido aún más.

-Tu primer salto, ¿verdad?

-S... sí.

Alaksmí sacó dos pastillas de uno de sus bolsillos y le tendió una.

-Tómate una. Es scinthia, un sedante. Con esto no lo pasarás tan mal.

Strygya dudó antes de negar con la cabeza. Prefería no mostrar debilidad ante los humanos. Alaksmí se encogió de hombros con una sonrisa socarrona y se tragó ambas cápsulas.

La hecubiana terminó de ajustar su cinturón y se preguntaba si lo había hecho correctamente cuando una voz por los intercomunicadores comenzó una cuenta atrás. Su respiración se aceleró aún más. Las compuertas de la bodega se cerraron con un silbido estruendoso.

-No tengas miedo, Strygya, aterrizaremos antes de que te des cuenta.

Por extraño que pudiera sonar, la siniestra voz robótica de Managarm la tranquilizó. Aunque aquellos soldados fuesen humanos, las despreciables criaturas que habían conquistado su mundo y la habían esclavizado, durante un momento tuvo la tentación de buscar sus manos y estrecharlas.

El pensamiento sólo duró un instante.

Al momento siguiente, los anclajes se liberaron y el transporte cayó al vacío con una fuerte sacudidad que revolvió el estómago de Strygya. La gravedad cayó a cero dentro del transporte y todos los objetos que no estaban atados flotaron a la deriva. La hecubiana maldijo su orgullo por no haber querido ingerir la píldora sedante. Al cabo de unos instantes, un rugido ensordecedor procedente de los motores de la nave de descenso indicaron la reentrada en la atmósfera planetaria.

Strygya cerró con fuerza sus seis ojos, mientras sus gritos quedaron completamente acallados por el estruendo del exterior de la nave y las vibraciones del interior. Su estómago comenzó a moverse arriba y abajo hasta que, finalmente, vomitó todo lo que había en él.

Frente a ella, Managarm la contemplaba con ojos imperturbables y Alaksmí, a la que ya debía haber hecho efecto el sedante, dormía a pierna suelta.

Después de lo que pareció un lapso de tiempo interminable, las vibraciones se redujeron y disminuyó el estruendo de los motores. Una intensa luz del día se coló por las ventanas de visualización. Se separó el escudo de protección térmica y se desplegaron los paracaidas de frenado. Al cabo de unos minutos eternos, se conectaron los motores automatizados y un fuerte bandazo indicó que acababan de aterrizar.

Strygya tuvo ganas de llorar. Su mono gris estaba completamente manchado de sus vómitos y su estómago todavía bailaba sin control dentro de sus entrañas. El cuerpo le dolía por los bandazos y sabía que sus articulaciones se iban a quejar en breve por la alta gravedad de ese mundo. Le costaba respirar, como si el corazón le latiese a mil por hora. Con el dorso de su mano se limpió la saliva y bilis que caían desde la comisura de sus labios.

-La segunda vez no es tan duro, hecubiana.

La trampilla de acceso se abrió con un sonido sibilante. Managarm se quitó rápidamente los correajes y se preparó para salir al exterior.

-Voy a salir fuera a conectar las balizas para que nos localicen los colonos. -Señaló a Alaksmí con la barbilla. -Despiértala. Dale dos hostias si es necesario.

Sin poder preguntarle si estaba bromeando o no, el humano salió por la trampilla. Strygya contempló a la dormida mujer. Por primera vez se dio cuenta que la humana debía ser más joven de lo que parecía. Su terrorífico tatuaje de una calavera la hacía parecer un monstruo espantoso, pero sus rasgos dormidos y relajados eran serenos y casi hasta... hermosos.

No pudo evitar fijarse en sus pechos, que tanta curiosidad le habían provocado el día anterior. Los pezones se distinguían bajo la camiseta. ¿Cómo sería rozarlos, tocarlos, acariciarlos?

Por un momento, como si tuviese voluntad propia, su mano izquierda se acercó a la dormida humana.

Strygya sacudió la cabeza, casi bufando. ¿Qué estaba haciendo? Intentó recordar a Kryshal, su amante, allí en Hécuba, la última vez que la vio antes de abandonar su planeta natal, intentó rememorar cómo habían hecho el amor sobre la playa, pero con ello sólo consiguió que un cosquilleo recorriera su estómago y su entrepierna.

Los blancos dedos palmeados de Strygya acariciaron el cálido rostro de Alaksmí.

Casi gritó cuando sus ojos se abrieron y se clavaron en ella. Retiró a toda prisa su mano mientras retrocedía apresuradamente y hablaba atropelladamente.

-Ya... ya hemos llegado... ya hemos llegado, sí... a Automedonte.

Strygya rezó sin éxito para que sus mejillas no se sonrojasen. La mujer soldado la miró entrecerrando los ojos mientras se desprendía de los correajes, desperezándose. La sonrisa de la calavera tatuada se acentuó.

-Si vas a meterme mano, cielo, espera a que esté despierta. Es más divertido.

Strygya creyó morir de la vergüenza, pero por fortuna, no tuvo tiempo de inventar una excusa.

La escotilla de acceso se abrió con un chirrido.

-Ya vienen.

La hecubiana pudo oler el caliente aire de Automedonte. Apestaba. Hierro, sustancias químicas no identificadas, sulfuro, llegaron hasta las fosas nasales de Strygya. Alaksmí le tendió una máscara con un respirador.

-Ponte esto. El aire no es tóxico, chica, pero es asqueroso de respirar.

La humana se ajustó su propia máscara de gas mientras le guiñaba un ojo.

-Nuestro comité de bienvenida se acerca, Strygya, ponte guapa.

Temblando todavía, Strygya pudo salir ayudada por la soldado humana. Al principio no pudo ver nada por el humo de los motores de aterrizaje. Sus ojos negros le escocieron y no pudo evitar llorar. Poco a poco, distinguió la superficie del planeta. Unas grandes llanuras de un intenso color naranja con varias colinas se perdían hasta la vista. Aquí y allá, entre las rocas grises y la arenisca, podían verse múltiples hiedras espinosas.

A lo lejos, al norte, una impresionante cordillera montañosa se perfilaba en el horizonte. El cielo era de una extraña tonalidad violácea y dos soles brillaban con fuerza. Si sus conocimientos astronómicos eran correctos, se trataba de dos estrellas enanas naranjas. Unos vientos desde el norte provocaban que la arena se levantase en remolinos y múltiples granos de arenilla se clavasen casi dolorosamente en la piel de Strygya.

En la lejanía, un camión se acercaba a gran velocidad. El vehículo se detuvo a escasos metros.

El viento traía un sonido extraño, como el lejano amento de una bestia moribunda. Strygya miró nerviosa a su alrededor, como si fuera un mal presagio, como la anticipación de un peligro indeterminado. Se preguntó si sus compañeros también lo sentirían. Se dijo a sí misma que aquello era una estupidez, un comportamiento supersticioso impropio de una científica como ella que debía ver el mundo desde una perspectiva racional. Pero la sensación persistía.

Un hombre bajó del camión y dio órdenes a otros cuatro para que recogieran los suministros. Se acercó rápidamente a ellos. Llevaba un uniforme gris de trabajo polvoriento y sucio. Con rapidez, el hombre tendió la mano a Managarm y Alaksmí y ambos la estrecharon por turnos.

El recién llegado se quitó el respirador. Su enjuto rostro canoso, bajo una calva incipente, estaba avejentado y mal afeitado.

-Bienvenidos a Automedonte. ¿Han tenido un buen viaje? -Preguntó el hombre con algo de sorna, alzando la voz para hacerse oír por encima del viento.

-No ha sido de los peores.

-Lo celebro. Mi nombre es Servadac, soy el Jefe del Campamento Deimos. Se avecina una tormenta, tenemos poco tiempo. Les ruego nos ayuden a cargar el material para la colonia. Cuanto antes terminemos, antes saldremos.

El hombre se detuvo ante la hecubiana. Le tendió la mano mientras gritaba.

-Usted es Strygya Sibelus, la xenobióloga, ¿es correcto?

-S... sí.

-Sea bienvenida. Debo agradecerle sinceramente su presencia en nuestro planeta. Sus conocimientos nos serán muy útiles.

Strygya no supo qué responder. Se suponía que no era más que una esclava, pero aquel hombre la trataba como una igual. Servadac pareció adivinar lo que cruzaba por la cabeza de ella. El aullante viento parecía oírse más y más fuerte.

-Oficialmente, ya es usted un colono más. Automedonte es un planeta duro, como podrá comprobar. No es ni de lejos el apacibe planeta que nos quisieron hacer creer tras los sondeos. Si queremos sobrevivir en él tenemos que ser prácticos y no podemos permitirnos el lujo de juzgar a alguien por su origen, su sexo, el color de su piel o por el número de sus ojos. Mi política con los colonos bajo mi mando es simple. Todos somos iguales. Todos trabajamos juntos. Un error y este precioso planeta acabará con todos nosotros. ¿Cuento con usted?

Quizás... Quizás no todos los humanos fuesen como el sargento Helican. Una vocecilla en la cabeza de Strygya le dijo que se estaba ablandando. Que esos seres eran los responsables de su exilio, de la guerra. Pero puede que aunque no fuese más que otro humano, el caso es que tenía razón. Ahora, su propio destino estaba ligado al de esa colonia. Si ellos morían, ella moriría. Disipando su recelo, Strygya estrechó la mano del hombre.

-Cuente conmigo.

El hombre sonrió antes de ponerse la máscara. El cargamento de la nave ya estaba asegurado en el camión. Escrutó el horizonte con unos binoculares mientras subían. La tormenta eléctrica se acercaba.

-Bienvenida a bordo. Me temo que tendrá trabajo en cuanto lleguemos a Campamento Deimos. Ayer perdimos a Gonzago.

-¿Otra desaparición?

-No. Esta vez encontramos su cadáver. O lo que quedaba de él.