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Colonización Planetaria (6)

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COLONIZACIÓN PLANETARIA (6). DE VERMIS MYSTERIIS.

 

Año 2533. Superficie del planeta Automedonte.

 

Desde la altura de los aerodeslizadores, las colinas se sucedían a gran velocidad.

Strygya odiaba el planeta. El dolor en sus articulaciones, provocado por la alta gravedad a la que no estaba acostumbrada, se había acentuado en el último día. Esa misma mañana, casi se había dislocado la muñeca al preparar su mochila. Casi podía sentir cómo el planeta tiraba de ella hacia el suelo. Se sentía cansada y le costaba respirar y cualquier esfuerzo le parecía demasiado intenso.

Los dos aerodeslizadores de exploración surcaban a toda velocidad el aire de Automedonte. Eran dos vehículos triplaza de chasis esbelto, alimentados por complejos sistemas de propulsión a reacción y motores antigravedad que la hecubiana no se había molestado en entender.

El sonido monocorde de las turbinas llenaba sus oídos mientras desde una de las ventanas laterales contemplaba el monótono paisaje de la superficie planetaria que sobrevolaba. Colinas de un intenso color naranja, sin un aparente fin.

La hecubiana se sujetó su dolorida muñeca y no pudo evitar que una mueca de dolor cruzase su rostro.

-¿Miedo, Strygya?

Las palabras de Managarm, pronunciadas con su distorsionado sonido metálico provocado por el respirador, sentado en un asiento cercano del aerodeslizador, la sobresaltaron. Dudó qué responder, aunque finalmente asintió.

-No te preocupes. En mi planeta se dice que sólo los locos no tienen miedo.

Miedo.

Strygya no recordaba un solo momento desde su exilio de Hécuba, hacía tanto tiempo y a la vez tan poco, en el que el miedo no hubiera estado presente en su vida.

Strygya no sólo tenía miedo a lo desconocido, a aquello que iban a encontrar en las montañas del norte. Tenía miedo del dolor. De morir. De no acostumbrarse a las duras condiciones de vida de Automedonte. De no poder escapar jamás de aquel maldito planeta. De no regresar nunca a Hécuba. De que si llegase a hacerlo, fuese considerada una extraña, una colaboracionista, una traidora. De que sus seres queridos la rechazasen. De perder su identidad. De que fuese expulsada, esta vez por su propia raza. De tener que pasar el resto de su vida sola, entre humanos.

-Además, Alaksmí y yo estamos encargados de protegerte, ¿no? Y somos los mejores en nuestro trabajo.

El militar humano terriblemente desfigurado con el rostro oculto tras un respirador artificial la contempló con su característica mirada impávida tras las dos lentes de un tenue color rojo.

La hecubiana se sintió extrañamente reconfortada. Después de lo sucedido la pasada noche, se preguntó qué sentía por aquellos peculiares humanos. ¿Compañerismo? ¿Afecto? ¿Atracción? ¿Deseo?... ¿Pasión?

Strygya se preguntó a si misma si lo sucedido en su sueño no se habría cumplido en realidad. Si no sería ya una traidora. La voz de Carver, la piloto de su aerodeslizador, le quitó aquellos funestos pensamientos de la cabeza.

-Damas y caballeros, estamos llegando a nuestro destino. Cordilleras montañosas a la vista. Tiempo estimado de llegada, cinco minutos.

-Hora de prepararse, Strygya. Zafarrancho de combate. -Pronunció sombríamente Managarm mientras comprobaba la munición de su ametralladora.

 

 

 

 

Las dos aeronaves aterrizaron la una junto a la otra, a los pies del inicio de la región rocosa del norte. Con rápida eficiencia, Alaksmí y Managarm se ajustaron sus servotrajes de combate. Con algo de aprensión, Strygya contempló a los dos soldados enfundados en sus armaduras compuestas por miles de moléculas de termoplástico y plastiacero, capaces de desviar un impacto frontal de láser. El conjunto hubiera sido pesado y difícil de llevar puesto, pero los haces de fibras electrificadas de su interior replicaban los movimientos del usuario y aumentaban su fuerza y destreza considerablemente. La hecubiana conocía su letal eficacia por los registros de la guerra de Hécuba. Esos trajes estancos habían logrado que unidades mínimas aniquilaran a ejércitos mucho mayores incluso dentro de los océanos hecubianos.

Cuando se ajustaron sus cascos, Strygya tuvo el impulso de dar un paso atrás asustada. Los yelmos de aspecto severo hacían que los dos soldados parecieran dos negros demonios surgidos de un abismo. La vieja doctrina de Shock y Pavor. La hecubiana entendió por qué los humanos habían conquistado galaxia tras galaxia.

Uno de los soldados era sensiblemente más grande que el otro, así que Strygya dedujo que se trataba de Managarm. El humano le indicó con un gesto de su índice el microcomunicador que ella llevaba en la mano. Con nerviosismo, Strygya lo ajustó como pudo en su oído y extendió el micrófono hasta dejarlo cerca de su boca. Al pulsar el minúsculo interruptor, pudo escuchar la conversación entre todos los humanos.

Cuando quiso darse cuenta, todos la miraban expectantes. Strygya permaneció unos segundos en silencio, sin hacer nada, hasta que cayó en la cuenta que todos estaban esperando que ella, como científica, hiciese o dijese algo.

Avergonzada, la hecubiana sacó a toda prisa su medidor de radiación y observó la zona. Las lecturas eran débiles. La senda mucosa atravesaba la zona, dejando un rastro radiactivo, a pesar de que comenzaba a esfumarse por efecto del calor del día. No obstante, parecían volverse más frescas conforme se avanzaba hacia las melladas rocas.

Contempló la cordillera rocosa con sus magnoculares, cerrando cuatro de sus seis ojos ya que la factura del instrumento era humana, y no tardó en divisar una zona que parecía el punto en el que la capa mucosa era más visible. Todo estaba desierto, el silencio sólo roto por el murmullo de los fuertes vientos de Automedonte. A un lado se hallaba la pared rocosa que indicaba el inicio de la cordillera, y en su base había múltiples grietas y grutas. Los ojos de la xenobióloga se clavaron en una cueva de especial tamaño y supo, como si de una intuición se tratase, que su objetivo estaba allí.

-Ahí.

La metálica voz de Managarm se dejó escuchar por los micros de los seis exploradores.

-Carver y Mackreena, acercad los aerodeslizadores hasta ese punto y permaneced junto a ellos en guardia. El resto, entramos dentro.

En pocos minutos llegaron hasta la entrada de la gruta. A pesar de ser muy grande, apenas podía verse nada de su interior.

Las dos figuras enfundadas en los negros servotrajes empuñaron sus enormes ametralladoras apuntando hacia la caverna. Con precaución, entraron en el interior, seguidos por Strygya y el cuarto colono, Bryden. La gruta pareció tragarles, como las fauces de un animal lo harían con una presa.

Cuando los cuatro exploradores penetraron en su interior, la temperatura pareció descender veinte grados, hasta el punto de que la hecubiana tuvo que acariciar sus brazos para entrar en calor. A pesar del hedor de la atmósfera, se desprendió de su respirador durante unos instantes.

Sin duda se trató de su imaginación, pero siseos y susurros llegaron hasta sus oídos, junto a sonidos velados y murmullos de agua goteando. Un olor peculiar, como a almizcle se filtró en sus fosas nasales. La entrada a la guarida de una bestia. Strygya se censuró. Ya estaba demasiado nerviosa como para permitir que su imaginación le jugara una mala pasada.

La hecubiana conectó la linterna de fluorurorrayos. Las paredes cavernosas se tiñeron de una fantasmagórica luminiscencia violeta, y los exploradores pudieron contemplar en ellas las capas de fango coagulado que emitían elevados niveles de radiación. El suelo estaba desgastado y era pegajoso.

-¿Qué cojones es todo esto? -Preguntó nerviosamente el colono.

-Mantén la frecuencia limpia, Bryden.

-Ok, lo siento.

Los nervios de los colonos estaban a punto de estallar. Suelo, paredes y techo reflejaban destellos espectrales al ser iluminados por la linterna. Los dos soldados conectaron las luces de sus cascos para poder ver mejor. En silencio, continuaron avanzando.

Strygya contempló la lectura en su medidor. La radiación iba aumentando, aunque era tolerable. La gruta se fue ensanchando más y más mientras los hombres se adentraban en ella hasta que llegó un momento en que las linternas ya no pudieron iluminar el lustroso techo y las paredes quedaron ocultas en la penumbra.

-Esto es gigantesco. Estamos explorando a cieg... ¿Qué es eso?

Las luces arrancaron destellos de una enorme roca que obstruía el camino y parecía formada por un curioso material azulado.

La hecubiana consultó el medidor.

-Sea lo que sea, es la fuente de la radiación.

Su voz temblaba. Tenía miedo, sí, pero el instinto científico era más fuerte.

-La radioactividad es bastante alta pero creo que nuestros trajes pueden aguantar. Voy a ver si puedo tomar una muestra.

La hecubiana, respirando nerviosamente, se acercó hacia aquella mole de piedra. Se aseguró su guante y posó su mano sobre aquella sustancia.

La superficie tembló.

Strygya gritó.

Y entonces se desató el infierno.

Aquella cosa se agitó formando ondas. El peñasco varió de posición, deslizándose de un lado a otro. Strygya sólo atinó a retroceder, cayendo al suelo y retrocediendo a gatas, sus ojos desorbitados y balbuceando. Se produjo un sonido terrorífico, como un bramido inhumano y el cuerpo monstruoso de la criatura viró en redondo, en medio de una ráfaga de aire.

-Por los dioses...

-Joderjoderjoder...

-Qué coño es eso...

Los gritos por los interfonos se convirtieron en un galimatías y pronto, las ráfagas de metralleta ensordecieron a la hecubiana. Con aterrorizada fascinación, pudo contemplar cómo los impactos se sucedían en la rugosa piel azul de la criatura sin que hicieran la menor mella. La hecubiana ni siquiera fue consciente de que su vejiga cedía y se orinaba encima de puro terror. El bramido resonó en el eco de la caverna, ahogando el resto de ruidos. Sin dejar de disparar, los soldados gritaban por sus intercomunicadores.

-Alaksmí, hay que retroceder. Yo os cubro.

-Ni hablar, yo me quedo contigo.

-Negativo. La hecubiana está paralizada, no lo logrará. Llévala hasta la nave.

-¡Joder, yo...!

-Obedece.

-¡Mierda!

Mientras uno de los soldados humanos seguía disparando, el otro corrió y cargó a la petrificada Strygya sobre su hombro como si fuera un saco. Miró hacia el otro colono y señaló con furia hacia un lugar de la cueva.

-¡Corre hacia la entrada, Bryden!

Las tres figuras se lanzaron hacia la entrada de la gruta dando traspiés. El tableteo de la ametralladora continuó unos instantes hasta que se silenció abruptamente, siendo sustituido por un espantoso sonido de succión y gritos desesperados.

Strygya seguía paralizada de terror, en brazos de Alaksmí mientras ésta corría a toda velocidad. Durante un aterrador segundo, le pareció que algo, de un tamaño descomunal, se movía velozmente tras ellos. En algún momento había perdido de vista a Bryden donde la cueva se estrechaba.

No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que pudieron salir a la luz del día. Sólo dos figuras emergieron.

La hecubiana cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza, intentando acallar los gritos en su intercomunicador.

Alaksmí, sin soltarla, corrió hasta las aeronaves.

-¡Carver, Mackreena, preparad los aerodeslizadores! ¡Nos largamos ya!

Los gritos de terror continuaban desquiciadamente en un espantoso in crescendo a través de los intercomunicadores. Alaksmí dejó en el suelo a Strygya mientras esperaba a que los motores del aerodeslizador se encendiesen y preparasen.

-¡Joder, Strygya, apaga el puto transmisor! ¡No quiero escuchar sus gritos!

La hecubiana, todavía aturdida, se dio cuenta de que la soldado humana había cortado la frecuencia de Bryden y Managarm pero todavía escuchaba cómo morían devorados por aquella criatura a través del intercomunicador de la propia Strygya. Intentó pulsar el interruptor para cortarlo, pero sus temblorosos dedos no atinaron a hacerlo.

Perdiendo la paciencia, Alaksmí se quitó el casco y lo tiró con furia al suelo. La compuerta trasera del aerodeslizador se abrió.

-¡Monta, joder!

Una vez dentro, la asombrada Carver les habló desde el asiento del piloto.

-¿Pero qué coño ha pasado?

-¡Gana altitud máxima y prepárate para salir cagando leches! ¡Ya! ¡Mierda, ¿y MackKreena?!

El tatuado rostro de Alaksmí era una máscara de furia, mientras contemplaba el otro aerodeslizador vacío. La piloto conectó los mandos mientras el sonido de las turbinas aumentaba y la aeronave se elevaba en el cielo.

-Creo que se había alejado un poco, para explorar. Mire, ahí está...

El otro piloto llegó corriendo hasta el aerodeslizador todavía posado en el suelo y se introdujo en él. Pero la voz de Carver quedó en silencio cuando una colosal figura de color azul surgió bruscamente de la boca de la cueva.

Era gigantesca, un engendro de pesadilla. Strygya jamás había visto nada parecido ni siquiera en las profundidades abisales de los océanos de Hécuba. Era azul y pulposo y arrastraba con una celeridad increíble por el suelo su masa trémula como un gusano, aunque tenía pequeños tentáculos aplastados y antenas carnosas y otras probóscides cuyo uso Strygya era incapaz de imaginar. Su enorme cabeza bulbosa se movió de un lado a otro en busca de sus presas, con la boca abierta, cuando localizó a los humanos.

El monstruoso gusano se irguió violentamente, alcanzando el aerodeslizador de MacKreena, que comenzaba a elevarse, y provocando su caída. El vehículo se estrelló erráticamente contra la pared rocosa y el gran gusano azul se lanzó hacia los restos de la aeronave. Strygya apartó la vista, horrorizada, y rezó a dioses en los que no creía para que el piloto no hubiera sobrevivido al impacto.

Alaksmí se pasó una mano por su rapada cabeza. Su rostro, tatuado como una temible calavera estaba lívido de furia.

-¡Joder!

Alaskmí golpeó la metálica pared de la nave con su cabeza.

-¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

La humana golpeó una segunda y tercera vez, hasta que un hilo de sangre corrió desde su frente.

Strygya la abrazó por detrás, intentando detenerla.

-Por favor... no sigas...

Alaksmí se volvió con furia hacia ella. Sus ojos estaban húmedos.

-¡Es culpa tuya! De no ser por ti, yo me hubiera podido quedar con él, a su lado.

-Hubieras muerto con él. Las dos hubiéramos muerto. Nos salvó la vida. Tú... tú me has salvado la vida.

Alaksmí pareció serenarse y se apoyó en la pared, resbalando hasta quedar sentada en el suelo.

La voz de Carver sacó de sus cavilaciones a Strygya.

-Volvemos a casa.

-¡No! Espere un momento, por favor.

La hecubiana se lanzó hacia una de las ventanas laterales. Desde la altitud pudo contemplar cómo otro gigantesco gusano azul surgía de la caverna. Y poco después, un tercero.

-Que los dioses nos ayuden. Es un nido.