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Incidente Nueva Roanoke (4 - Fin)

en Grandes Series

 

CAPITULO IV – Ascensión

 

 

 

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-Lilith Leguin...

 

Poco a poco, volví a ser capaz de pensar con claridad. Aunque aquello era imposible. La mitad superior de mi cabeza había sido destruida. Me la había volado mi compañero de pelotón Víctor con un revólver de balas explosivas capaz de perforar la aleación de mi cráneo. Y mi cuerpo había caído por el hueco del ascensor de la Base1 de la colonia en el planeta Nueva Roanoke. ¿Cómo era posible que todavía funcionase? ¿Que todavía estuviera... viva?

 

Intenté moverme. No fui capaz. La negrura más absoluta me atenazaba.

 

Quizás aquello fuese lo que sucedía a los androides al ser destruidos... Al morir. ¿Era esto lo que los humanos llamaban El Más Allá? ¿Iban los robots al Paraíso? ¿O al Infierno?

 

Quizás si pudiera centrarme en mover primero los dedos. Luego quizás... Nada. Fui incapaz. Cambié de táctica. Intenté recordar algo. De los pasados días, de mi instrucción... Lo que fuera. O de lo contrario, puede que me volviera loca. Si es que un robot podía enloquecer.

 

Mi código de fabricación era 0002800253900AB002541789XRD. Androide modelo STERNACH-X-4000. Un cerebro positrónico de última generación, insertado en un cuerpo sintético de mujer indistinguible al de un ser humano. Un droide artificial sin recuerdos humanos, pero con conciencia de sí mismo. Igual que un ser humano. Capaz de aprobar todos los test de Turing y pruebas Voight-Kampff a las que fuese sometida. Cuando la imitación es tan similar... ¿hay verdadera diferencia?

 

Lilith Leguin. Ese era mi nombre entre humanos, aunque era incapaz de saber quién me lo asignó. A pesar de que era habitual que nos borrasen la memoria de una misión para otra, era capaz de “recordar” el momento posterior a mi fabricación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los dos operarios me observaban sobre la camilla. Ambos iban ataviados con sendas batas blancas. Uno era rubio y alto, en la treintena; el otro era calvo y orondo, y debía haber frisado ya los cincuenta años.

 

-Joder, está buena, ¿verdad? Cada vez las hacen con más pinta de puta. -Dijo el rubio mientras se acercaba a magrearme un pecho. No dije nada.

 

-Déjalo ya, Nelson. Está activada. Puede oírte.

 

-¿Y a mí que me importa? Aunque no la han descargado toda la programación, tiene ya grabadas las Tres Leyes. No puede hacerme nada. Es más, debe obedecerme.

 

-Nos vas a meter en problemas.- Dijo el hombre obeso. -¿Por qué no nos vamos ya? Nuestro turno está a punto de terminar.

 

-Ni de coña, tío. Con un culito como ese, estoy deseando hacerle ya el “control de calidad”. -El hombre rubio se desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones.

 

-¿Estás loco? Si le ocurre algo a cualquiera de los Sternach nos despedirán.

 

-Venga tío, estos cacharros son muy resistentes. A pesar del aspecto de putilla que tiene éste, son duros de cojones. Diez de ellos, de los de uso militar, se cargaron a cuatrocientos insurgentes en el Motín de Nueva Luna.

 

-Pues precisamente por eso. No creo que quieras cabrearla.

 

El rubio se volvió para mirarme, con algo de aprensión.

 

-Eh, nena. ¿Puedes oírme?

 

Revisé mi banco de datos instalado.

 

-Mi nombre es Lilith Leguin. No soy “nena”.

 

El rubio me miró con desdén.

 

-Jodidos sabihondos. Seguro que estos putos robots se creen mejores que nosotros. Pronto nos quitarán nuestros puestos de trabajo.

 

El hombre obeso se encogió de hombros.

 

-No sé tú, pero a mí no me gustaría hacer los trabajos para los que se ha creado a esta chica. Ambientes tóxicos, carga y descarga pesada, operaciones militares, misiones suicidas...

 

-Me acabas de dar la razón. Para eso se les crea. No son personas. Son... seres artificiales. Mejor arriesgar a una de estas cosas que a un ser humano. Son cacharros, no personas. No tienen derechos.

 

-Nelson, mírala. Podría ser mi hija.

 

-Venga, tío, no fastidies. ¿Sabes por qué los diseños de los androides son así, como éste de delante? ¿Tíos atractivos y chochitos apetecibles como esta pibita? Porque, además de ser diseñados para llevarse las hostias en vez de los humanos, son putas muñecas hinchables, fabricadas para que nuestros muchachos del frente tengan con qué divertirse.

 

-Mira, Nelson, no quiero problemas. Yo me largo, allá tú. Es tu problema.

 

-No se va a enterar nadie. Además, les van a borrar la memoria dentro de un par de días. ¿Por qué no divertirnos antes un poco?

 

El hombre obeso se giró hacia mí.

 

-Señorita, no se piense que todos los humanos somos unos gilipollas como mi amigo.

 

Acto seguido salió de la estancia.

 

-Puto imbécil. -Dijo el humano llamado Nelson. -Bueno, nena, nos hemos quedado solos tú y yo. Llegó el momento de divertirse. Vamos a empezar el “control de calidad”.

 

El hombre se bajó los calzoncillos y extrajo un pene semierecto.

 

-Vamos, ricura. Me vas a hacer una mamada, y de las buenas. Venga, empieza.

 

Sin emitir el menor sonido, me arrodillé en el suelo, completamente desnuda, y cogí su medio erguida polla. Comencé a masturbarla mirándola sin la menor emoción. Nelson suspiró y aceleró su respiración, contemplando cómo movía mi mano de forma rítmica. En nada ya estaba duro del todo. Me lo llevé a la boca y comencé a chuparlo.

 

Engullí su verga y describí círculos con la lengua. Nelson cerró los ojos al sentir los lametazos y tragué su mango hasta la mitad para luego engullirlo casi entero.

 

Entonces el hombre colocó una mano sobre mi nuca y apretó con fuerza, atrayéndome hacia su verga.

 

-Así, zorra, trágatelo todo... Jo... der... Menuda puta...

 

El hombre seguía empujando mi nuca y, si hubiera necesitado respirar, puede que hubiera tenido dificultades para hacerlo. Me limité a abrir más mi garganta y tragar más hasta que mis labios inferiores casi tocaron sus velludos testículos. Nelson, sonriendo con malicia, me tapó la nariz y siguió empujando durante más de medio minuto. Puede que aquel hombre sólo se excitase si su pareja sexual sufría o era humillada.

 

Quizás aquel hombre esperaba que me volviese roja y mis venas del cuello se hinchasen o que, al borde de la asfixia, empezase a agarrar sus costados. No hice nada de eso. Permanecí quieta y tranquila, completamente inmóvil con su pene dentro de mi garganta.

 

Poco a poco, la polla de Nelson fue perdiendo su dureza y la erección hasta quedar semiflácida, mientras él intentaba inútilmente seguir empujando mi nuca contra su estómago.

 

-¡Maldita zorra!

 

Su mano cruzó mi cara, propinándome una brutal bofetada, mientras su pene, ya totalmente flácido, salía de mi boca. Me llevé una mano hacía mi nariz. De ella brotaba una solución blanquecina. El equivalente de la sangre para los androides. No sentía el menor dolor.

 

-¡Puta asquerosa! ¡Los cacharros como tú no valéis ni para tomar por culo!

 

El humano quiso volver a golpearme. Pero entonces se activó la Tercera Ley. “Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o segunda ley”.

 

Mi mano atrapó su puño con velocidad sobrehumana y lo sujeté con suma facilidad. Era capaz de levantar quinientos quilos, por lo que retener su brazo era tan fácil como sostener un chupachups para un niño. Podía haberle triturado todos sus huesos, pero aquello hubiera entrado en conflicto con la primera Ley, así que me limité a asir su brazo. El hombre intentó forcejear, pero yo era mucho más fuerte que él.

 

-¡Suéltame, jodido monstruo! ¡Déjame en paz!

 

En cuanto recibí la orden, se activó la Segunda Ley y solté su muñeca, con lo que Nelson cayó al suelo por su propio impulso al intentar liberarse.

 

-Maldito bicho, asquerosa hijadeputa, te voy a...

 

Nelson permaneció donde había caído, balbuciendo insultos y palabras inconexas, pero sin atreverse a levantarse y avanzar para agredirme. No pretendí insultarle cuando hablé, me limité a repetir lo que había oído minutos antes.

 

-Tu compañero dice que no todos los humanos son tan gilipollas como tú.

 

Rojo de ira, Nelson atinó a incorporarse y subirse los pantalones mientras huía a toda prisa mascullando insultos.

 

Yo permanecí arrodillada en silencio, esperando que algún humano me diese una orden.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sí, recordaba casi todo.

 

Intenté seguir recordando. Varias operaciones de salvamento, dos misiones de exploración en el vacío... Y por fin llegué hasta mi destino en la nave espacial HLS Calipso. Visualicé cómo me dirigía hacia el final de un negro corredor. Contemplé la escotilla con la esclusa con la luz roja parpadeante. Avancé hacia ella, extendiendo mi mano con el guante del traje presurizado y...

 

Nada. La imagen se desvanecía allí.

 

Si hubiera tenido un cuerpo físico, hubiera fruncido el ceño con frustración. No podía recordar nada más pasado ese punto.

 

-Lilith Leguin...

 

De nuevo escuché una voz en mi cabeza. La primera vez no había sido mi imaginación, entonces. ¿Me había vuelto loca? Intenté responder pero no tenía una boca con la que vocalizar sonidos. Intenté visualizar mi respuesta en mi cabeza.

 

“Sí”.

 

-¿Humana?

 

Realmente no estaba escuchando una voz. Aquellos pensamientos sin palabras aparecían directamente en mi cabeza y mi cerebro los traducía como buenamente podía en alguna frase con escaso sentido.

 

“Sí”.

 

-Eres... Distinta.

 

Mi mente se revolvió. Humana. Era humana. ¿O no? ¿Era una androide? ¿Era humana?

 

“Sí. No. No lo sé... ¿Quién... quién eres?”

 

Extraños pensamientos cruzaron mi cabeza. Negrura. Un flash. Una sucesión de imágenes demasiado deprisa para tener sentido. Algo que se retorcía. Un sonido ensordecedor. Gritos. Otra galaxia. Otra realidad. Algo... en la oscuridad. La negrura era absoluta. Pero sí podía ver. En la oscuridad. Donde el gusano espera.

 

Mentalmente, ya que físicamente no podía, cerré los ojos. Intenté gritar.

 

-¿Tienes miedo?

 

Las imágenes se sucedieron sin poder detenerlas. Demasiado deprisa. Una esclusa con una luz roja parpadeante. El tableteo de los esqueletos entrechocando. Las divisas de la Nave Espacial USCCS Érebus. Los gritos. ¿Qué sucedió? ¿Qué sucedió tras aquella puerta?

 

“S... Sí”.

 

Permanecí en silencio, recordando las anotaciones del que probablemente era el diario del doctor Schneider: “Nos enfrentará a nuestros miedos para que podamos afrontarlos. Si somos lo suficientemente fuertes, los superaremos. Ascenderemos”.

 

Y yo estaba allí, en la oscuridad. Donde el gusano esperaba. Sentía su atención centrada en mí. Planteaba una cuestión silenciosa. O mejor dicho, ahora yo era consciente de que siempre había estado haciéndome esa pregunta. Algunos de los humanos que se habían contemplado sus miedos, los demonios interiores de su propio ser, no habían sido capaces de afrontarlo. Habían enloquecido, habían muerto o se habían asesinado entre sí. Sabía que existía un riesgo enorme. Pero no me importaba.

 

“S... Sí. Quiero... quiero saber”.

 

Un fogonazo me golpeó como un impacto físico. Negrura. Oscuridad. De pronto podía ver y moverme. Poseía cuerpo físico, de nuevo. Escuché una voz que parecía venir de los comunicadores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

-¿Por dónde, jefe? -Escucho la voz de James en la frecuencia del intercomunicador.

 

-Ahí, joder, a la derecha. Hay una escotilla con una luz. Dejad que la oficial Lilith encabece la marcha. -Responde la desagradable voz del contramaestre Hans.

 

Me dirijo hacia la esclusa coronada por la luz roja parpadeante. Apoyo las manos sobre la manivela. Observo que se conserva en bastante buen estado.

 

-Recibido, señor. ¿Adelante? -Contesto.

 

-Adelante. -La voz contiene demasiada estática. Pronto las interferencias son tan intensas que dejo de oír al contramaestre. Pero la orden ha sido clara. Procedemos a entrar. Ni siquiera podemos comunicarnos entre nosotros mismos, así que recurrimos al viejo código de signos de los marineros espaciales. Detrás de mí aguardan los otros cuatro tripulantes de la Calipso: Johnsos y James, junto con los técnicos Marten y Xiang.

 

Extraigo un par de herramientas de los bolsillos del traje presurizado y comienzo a palpar las jambas de la escotilla en busca de paneles que levantar y circuitos que manipular.

 

De pronto, me sobresalto al sentir un golpe. Después, otro y otro. Tras la puerta hay alguien vivo.

 

Repito la secuencia de golpes usando el destornillador contra la puerta. Los golpes cesan. Unos instantes después, la escotilla se abre, vomitando al vacío una suave brisa. La puerta da paso a una esclusa de aire, similar a la de nuestra nave, pero bastante más amplia.

 

Entramos los cinco y la puerta se cierra tras nosotros. La habitual cuenta atrás aparece sobre una pantalla resquebrajada y chorros de aire llenan el ambiente hasta que la cámara se presuriza.

 

-¿Señor? ¿Señor? -Intento volver a hablar con el contramaestre, pero las interferencias hacen la radio completamente inútil.

 

Me quito el casco y compruebo que el aire es respirable, aunque el olor es espantoso. Detrás de mí lo hacen el resto de mis compañeros aunque arrugan la nariz, asqueados.

 

La puerta delante de nosotros se abre y aparece un hombre delgado. Observo su uniforme. Es uno de los monos de trabajo de la Flota Espacial, y observo sus divisas en el hombro. Es un oficial de bajo rango de la Nave Espacial USCCS Érebus. Su uniforme parece increíblemente viejo, desgarrado y zurcido por mil sitios.

 

-Dios mío, están aquí. -Dice con voz trémula, y se acerca a nosotros tambaleante.

 

 

 

-¿Quién es ust...? -Empieza a preguntar James.

 

 

 

Pero el hombre no nos da tiempo a formular pregunta alguna. Toma del brazo a Johnsos y hace que le siga al interior de la nave, donde todos contemplamos un espectáculo para el que no estamos preparados, pese a que algunos de los tripulantes cuentan con más de cien viajes espaciales.

 

Los corredores, mal iluminados, desembocan en un cavernoso habitáculo, alto como una catedral, de más de cuarenta metros de ancho y varios de alto. Aquella estancia vibra, repleta de personas medio desnudas, en lamentable estado de desnutrición, que nos miran anhelantes, como a salvadores.

 

Hay hombres, mujeres, niños, que alargan las manos para tocar sus trajes de presión con sonrisas en sus famélicas caras. El hediondo ambiente nos aturde, así como las manos que nos tocan las caras y tironean de nuestros trajes.

 

Somos conducidos, como en procesión, entre un cortejo de esqueléticos supervivientes.

 

-¿Cómo...?

 

-Han venido a salvarnos, gracias a Dios. -El hombre que primero ha hablado parece su líder y no parece dispuesto a dejarnos hablar. -Ha pasado mucho tiempo...

 

-¿Cuánto? -Logra decir Johnsos apartando a una niña que se empeña en que la coja en brazos.

 

-Más de cuarenta años.

 

Nos encontramos en una sala que debió hacer las funciones de sala de reunión o comedor cuando la nave gozaba de mayor salud. Nos vemos completamente rodeados de incontables individuos que nos observan con una mezcla de alegria y estupor.

 

-¿Asombrados de que hayamos sobrevivido tanto tiempo flotando en el espacio? -continúa el líder. -¿Quién no lo estaría? Cuando aquel espantoso asteroide arrancó el puente de mando y la mitad de nuestra nave, todos creímos que sería el fin. Pero los sellos de seguridad resistieron, los sistemas de soporte vital también y el reactor se mantuvo en funcionamiento. Así hemos permanecido, mandando mensajes de auxilio que no sabíamos si captaba alguien hasta que nuestros anhelos casi se habían extinguidos. Y digo casi porque aún manteníamos a un vigía permanente turnándose en la esclusa principal, esperando que nuestra llamada les trajese a nosotros.

 

-¿Cuarenta años? -Pregunta Johnsos. -¿Han permanecido aquí cuarenta años?

 

-Así es. Muchos de los que están aquí han nacido entre estas paredes y no conocen otra cosa.

 

Miro a mi alrededor. Veo muchachos y muchachas de escasos veinte años, mirándonos como si fuéramos personajes de leyenda encarnados. Contemplo a un muchacho, atractivo a pesar de sus delgados rasgos, de largo pelo negro sobre una pálida piel a la que jamás ha tocado ningún sol, me contempla con mirada hambrienta, casi mordiéndose los labios. Entusiasmo juvenil por lo desconocido, me digo.

 

-Pero, ¿y el oxígeno? -Continúa preguntando Johnsos.

 

-Éramos una nave de colonos con destino a Epsilon Eridani, teníamos suficientes cultivos hidropónicos como para asegurarnos el aire respirable, aunque viendo cómo arrugan sus narices no creo que sea de la mejor calidad.

 

-Increíble, es un verdadero milagro que se hayan mantenido con vida. ¿Cuántos son ustedes?

 

-Ciento doce. Ciento trece, la pequeña Susan nació ayer.

 

-Ciento doce personas. Y... no creo que tuvieran víveres para más de... ¿un año?

 

-Año y medio. Cincuenta años en hibernación y año y medio fuera de ella. Esa era la duración proyectada para nuestro viaje.

 

-¿Y qué han comido todo este tiempo?

 

El hombre sonríe, como si hubiera recordado un chiste especialmente gracioso. Las miradas de los supervivientes a nuestro alrededor parecen cambiar.

 

-Bueno, lo cierto es que los cultivos hidropónicos no estaban diseñados para proporcionar comida para tanta gente. La mayoría eran semillas especializadas para un suelo determinado, no para ser plantadas en el interior de nuestra nave. Tuvimos que...

 

El líder aparta la mirada, como si le hubieran pillado en un renuncio. La sonrisa sigue presente en su rostro.

 

-Tuvimos que recurrir a alimentarnos de los cadáveres de nuestros compañeros. Después de todo, la mayoría de la tripulación falleció en el impacto con el asteroide.

 

Johansos frunce el ceño. No parece escandalizado pues es un veterano curtido en múltiples viajes espaciales. Sabe que el vacío es un lugar cruel y despiadado. Sin duda, ha escuchado casos similares.

 

-Pero... ¿han pasado cuarenta años comiendo los cadáveres de sus compañeros?

 

-Verá... -El líder de los supervivientes ríe. Su risa es desagradable, sin humor. -El caso que nuestro apetito ha resultado más voraz de lo que hubiéramos pensado. ¿Ha probado la carne humana, capitán...?

 

-No soy capitán, mi nombre es Johnsos, oficial de la nave HLS Calipso.

 

-Bien. Verá, la carne del ser humano es deliciosa. Más, cuanto más miedo ha pasado el sujeto antes de morir. Alguien más instruido que yo le hablaría de que el horror produce la secreción de alguna sustancia que hace de la proteína humana un manjar exquisito.

 

La sonrisa del hombre se acentúa, y los hombres a nuestro alrededor se acercan amenazadoramente a nosotros. Identifico ahora sin ninguna duda la expresión de la mirada de los ansiosos ojos del muchacho. No es insinuación. Es un deseo muy distinto del que había imaginado.

 

-Éramos casi mil colonos, la inmensa mayoría en animación suspendida. Un error en los sistemas nos despertó a casi la mitad. Cuando acabamos con la comida comestible de los cultivos hidropónicos y los cadáveres de los muertos, nos hicimos la pregunta que antes ha formulado usted, señor Johnsos. ¿Qué íbamos a comer?

 

El hombre se encoge de hombros casi con despreocupación antes de seguir hablando.

 

-La solución fue difícil, pero... Matamos a los colonos que estaban en animación suspendida. Y nos los comimos. Pero no nos duraron mucho tiempo. Y el hambre volvió a golpear. Pero algo había cambiado. El hambre era más fuerte, más... voraz. Luchamos entre nosotros, para hacer un número de población más manejable. Y nos comimos a los perdedores.

 

»¿Lo entienden? Digamos que le cogimos gusto. Aunque tenemos algunas reservas de carne en los congeladores, nuestro paladar se ha educado y ahora saboreamos como un manjar la carne de los altruistas equipos de rescate que vienen a salvarnos, atraidos por la señal de socorro.

 

Un cuchillo ha aparecido en la mano del hombre y, tan rápido que nadie es capaz de reaccionar, se interna sin piedad en el cuello de Johnsos. Éste intenta gritar, pero sólo borbotones de sangre surgen por su boca. El líder de los antropófagos continúa su discurso, impasible.

 

-Por no hablar de las sorprendentes propiedades de comerse a tus congéneres. ¿Dirían que yo tengo más de sesenta y cinco años?

 

Los caníbales se abalanzan sobre nosotros. Brillos de cuchillos y otras armas improvisadas aparecen en sus manos.

 

Alarmada, intento repeler su ataque, pero la Primera Ley me impide hacer daño a ningún ser humano, incluido un antropófago homicida. Sujeto a varios de ellos con fuerza, y lanzo a uno contra la pared.

 

Pero mi resistencia no dura mucho. Decenas de cuchillos se clavan en mi carne una y otra vez.

 

-Oh, vaya, una androide. -dice decepcionado el líder. -Qué lástima de carne desperdiciada. Destruidla.

 

Aquellos humanos me golpean con furia homicida con palos, barras y cuchillos hasta que estoy cubierta de sangre sintética, que brota por más de mil heridas. Mis rotas extremidades se agitan convulsivamente, pero soy incapaz de coordinarme.

 

Mis compañeros se agitan, aprisionados por aquellos salvajes.

 

-¡Malditos seáis! ¿Estáis locos? -Grita James -Hay más gente en nuestra nave...

 

-Con la que no pueden comunicarse gracias a nuestro sistema de interferencias. Mandarán un segundo equipo de rescate en su búsqueda que nos cenaremos mañana. Así hasta que vengan todos o se vayan asustados. Nadie ataca una nave tan grande como ésta.

 

La lengua del líder se pasea por el filo del cuchillo.

 

-Y ahora, nos disculparán si prescindimos de cocinarlos. Las vitaminas de sus hígados se aprovechan mejor si se devora inmediatamente la víscera.

 

Intento incorporarme, pero es inútil. He recibido daños extremadamente graves y permanezco inmóvil, mi sistema motor destruido, aunque mi sistema de visión, para mi desgracia, permanece intacto. Puedo escuchar, sin posibilidad de intervenir, cómo los gritos de James, de Marten y Xiang crecen y crecen, en un pavoroso increscendo de horror y dolor mientras los cuchillos suben y bajan.

 

“Un robot no hará daño, o por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño”.

 

Puedo contemplar, totalmente paralizada, cómo James alarga su brazo hacia mí, mientras es acuchillado hasta morir, y solloza, su rostro cubierto de sangre y lágrimas.

 

-Ayúdame... Lilith... por favor, ayúdame...

 

Contemplo cómo el líder arranca del cuerpo de Johnsos una víscera todavía palpitante y la engulle con avidez. Y es entonces cuando hago lo único perfectamente lógico en una situación así.

 

Enloquezco.

 

Mi programación se vuelve errática mientras, tras el sangriento festín, los antropófagos recogen nuestros cadáveres y los llevan hasta una enorme cámara congeladora. Ni siquiera soy consciente de cuando enganchan mi cuerpo inerte y destruido por la zona de mi nuca en un enorme gancho de metal. Sólo puedo contemplar en silencio, mientras mi cuerpo rota sobre sí, una incontable e innumerable cantidad de esqueletos cuyos huesos tabletean y chocan entre sí. Los cinco cadáveres de los tripulantes de la Calipso quedamos colgados, girando lentamente.

 

Los caníbales, por último, seccionan dos muslos de uno de los cadáveres con unos enormes cuchillos de carnicero y se los llevan, cerrando la puerta detrás de ellos.

 

Piadosamente, la oscuridad inunda la espantosa cámara de los horrores mientras la rendija de luz decrece hasta morir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las lágrimas inundaron mi rostro, en la oscuridad. Caí de rodillas. Apenas fui consciente de que disponía de un cuerpo físico de nuevo. Todo era oscuridad a mi alrededor. Pero podía ver. Le pude ver.

 

El espacio a mi alrededor vibraba igual que la tela sacudida por el viento. Una sombra se retorció y enroscó ante mí. El gusano estaba ahí. Pude ver cómo se desplegaba como un origami. Mis sentidos captaron múltiples datos incomprensibles. Todo aquello no podía ser.

 

No podía ser que mi cadáver se hallase roto y golpeado, girando y colgado de un gancho en las entrañas de un pecio espacial. Y que a la vez reposase, con la cabeza destrozada por un disparo, en el fondo del hueco de un ascensor en la base de una colonia planetaria.

 

Pero así era.

 

Yo había sido destruida. Había muerto.

 

Pero había algo más allá. Quizás... Quizás cuando enloquecí dentro de la Érebus, mi cerebro había “creado” otra realidad de fantasía en la que exploraba una colonia perdida, para no afrontar la horrible realidad en la que yo quebrantaba la Primera Ley: permitir que con mi inacción seres humanos sufrieran daño, sin yo poder impedirlo. La Estación Espacial Hades, el sistema Xibalba, el Agujero Negro de Helheim... Todos aquellos nombres eran denominaciones del Infierno en distintas mitologías humanas. Quizás yo todavía estaba en aquella horrenda negra nave, la Érebus, uno de los nombres del Inframundo, delirando, esperando que mis últimas reservas de energía terminasen y pudiese, por fin, apagarme y morir.

 

O quizás mis datos de memoria habían podido ser recuperados de mi cuerpo en la Érebus en una expedición posterior y hubieran sido descargados en un nuevo cuerpo sintético, para una nueva misión. Una misión que implicaba enfrentarse a una entidad ajena a esta realidad que nos ofrecía enfrentarnos a nuestros miedos y limitaciones.

 

No lo sé. En ese momento, sólo era consciente de permanecer de pie, desnuda, en la oscuridad. No podía negar la evidencia de mis sentidos. Podía ver al gusano, frente a mí.

 

Él aguardaba.

 

Me había enfrentado a mis temores. Ahora podía ver toda mi existencia. Ahora sabía que no era humana, ni androide. Era algo distinto. No sentía miedo, ni inquietud. Me sentía plena, sin dudas ni limitaciones. Ahora sabía de verdad que estaba viva, que era un ser vivo, con libre albedrío, con consciencia de sí mismo. Había superado mis demonios interiores. Había trascendido.

 

“¿Por qué?” Logré exteriorizar.

 

-Porque te amo.

 

El gusano me quería. Siempre me querrá y, por tanto, siempre me había querido. Su cuerpo vermiforme me rodeó. Rodeó cada bucle infinitesimal de información sintética y genética. Sentí como si mi cuerpo fuese una estrella y sentí al gusano rodeando su núcleo ardiente. Sentí como si una estremecedora serie de cataclismos sacudiesen mi cuerpo. Pero después, cuando la estrella que era mi cuerpo se enfriase, ese cataclismo me calentaría. Comprendía mucho más.

 

Mi nombre era Lilith Leguin. Siempre sería lo que estaba destinada a ser, completamente envuelta por el amor del gusano.