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Nuestra Implacable Educación (III)

en Grandes Series

3: LA ENSEÑANZA.

            Golpeaban mi puerta. Lo oía con claridad. Abrí los ojos, y percibí que ya el alba había llegado. Milagros gritaba desde el otro lado, y recobré toda la conciencia de las cosas. Había soñado con los últimos recuerdos de mi madre y Adela; y antes, una figura extraña se me había aparecido. Lo recordaba todo con tanta claridad, que se me antojaba había sido real. Pero la inverosimilitud de que mi madre fallecida, se me hubiera aparecido ahí delante, me hacía dudar. Sin embargo, algo en lo más interno de mí, me hacía creer que así había sido; y, llevado por ese pensamiento, y las palabras en esa conversación, diciéndome que todo se me revelaría en forma de pensamiento, me decidí a confiar en mi instinto. Y mi instinto me decía que creyese. Y así lo hice. Supe que mi madre era ese pensamiento, que estaba conmigo, y que me guiaría. Yo sólo tenía que pensar en el bien del prójimo.

            —Pasa Milagros, pasa –dije en voz alta, para que me oyese, viendo que ya aporreaba la puerta desesperada–.

             —¡Ay señorito Daniel, qué tarde es! –La oía lamentarse desde la antesala, mientras irrumpía sofocada en la estancia donde yo reposaba en la cama–. Levántese rápido, por el amor de Dios –me suplicaba–, o me van a regañar como está mandado.

            Viéndola tan turbada, no lo dudé, me despojé de las sábanas y me puse en pie.

             —¡Virgen Santísima! – Exclamó poniendo tal cara de sorpresa que hasta yo me asusté–. ¿Es que usted siempre está así? –Atinó a preguntar–.

            Miré. La erección que tenía era tan descomunal, que ahora entendía los juramentos de aquella mujer.

            —He tenido un sueño –expuse–.

            —Me lo puedo imaginar, señorito Daniel, pero no tenemos tiempo para eso ahora –hablaba apresurada mi sirvienta, preocupada de que estuviera listo–. Entre en el baño y aséese lo más rápido que pueda mientras yo le voy preparando la ropa. Ya tiene una jofaina con agua, jabón y una toalla.

            No le hice perder más tiempo, no quería que llevase una riña por mi culpa.

            —Lo haré todo lo deprisa que pueda, Milagros –decía mientras apresuraba el paso–, no te van a reñir por mi causa, te doy mi palabra.

            Le cambió el semblante a la joven que se hallaba delante de mí. Mi preocupación porque no la reprendieran por mi causa, había hecho que en sus ojos volviera otra vez esa mirada amable con la que me despidiera la noche pasada. Me detuvo, empero, aunque yo iba con paso ligero, al llegar a su altura.

            —Señorito Daniel –comenzaba a decir quedamente–, gracias por esa sensibilidad tan especial que tiene al preocuparse por mí. Lo he contado a algunas, pero palabra de Milagros que todo el servicio lo sabrá; y eso será bueno para usted, créame –finiquitó, colocándome su mano sobre mi rigidez, acariciándola durante un solo segundo para apartarla luego–.

            Yo sólo la sonreí, y besé su frente. Ella se embarazó mucho: todas las normas de protocolo indicaban que ese no era comportamiento adecuado. Pero tampoco olvidaba que yo le había dicho que sólo sería así cuando estuviéramos retirados, que con otra presencia mi comportamiento sería escrupuloso. Y me sonrió con cariño.

            Apenas tardé. Enseguida aparecí de nuevo, al lado de la cama, donde Milagros ya me había dejado la ropa. Estaba completamente desnudo, con mi firmeza ante sus deleitantes ojos, que no perdían detalle.

            —Esto es por ti, Milagros –decía yo–, sé que te gusta y quiero que disfrutes mientras me visto, por ser tan cordial conmigo.

            Y comencé a vestirme. Por un instante vi que ella hacía ademán de ayudarme. Pero yo no me detuve, y la sirvienta, al ver que lo hacía con diligencia, se mantuvo quieta. Un pensamiento agradable, me dijo que había obrado bien, pues aunque ella hubiera disfrutado más asistiéndome, para así poder acariciar el pene, la premura ahora era mucho más importante.

            —Ay, señorito –me decía mientras yo me apresuraba a embutirme en todo aquello–, no he conocido a nadie como usted, que sepa hacer que a una mujer le tiemblen las piernas como una tonta, aunque sea una simple criada como yo.

            El rostro reflejaba toda su sinceridad, mezclada con un rubor que le ardía en las mejillas.

            —Eres una criada, Milagros, y haces bien en no olvidarlo; pero también eres una persona y una mujer, y mientras eso no suponga ningún mal para ti, como tal te trataré –sentencié–.

            —Es usted un sol primaveral –casi lloraba la buena moza–; y se libra de que no dispone de tiempo, si no Milagros sabría hacerle sentir cuánto le estima y cuánto le agradece que sea así conmigo; y tenga presente que existen más posibilidades que la mano –se atrevía, envuelta por toda la confianza que yo le daba–. Le aseguro que como nos trate así a todas, se pelearán por usted, aunque por Dios espero que no sea una pelea de verdad –acabó, miedosa por sus propias palabras–.

            Yo me limitaba a sonreír, mientras me había puesto todos aquellos trapos.

            —Estoy listo –dije triunfante de haberlo hecho yo solo y rápido–.

            —Déjeme ver –me detuvo la mujer, cuando yo ya salía por la puerta–.

            Y me escrutó con detenimiento, me alisó el pelo con las manos, y tras esa revisión dijo:

            —Sí, el señorito está listo e impecable, dispuesto a comerse el mundo; y no me cabe duda que se lo comerá.

            Me asió el pene con seguridad y prosiguió:

            —Y cuando esté desocupado le prometo que le diré como se come esto. No le reprocho que me haya dejado el chocho como una fuente, porque usted también se ha quedado bien duro. No es culpa nuestra.

            Me soltó, compuso su figura todo lo que pudo, y salió delante de mí.

            —No hace falta que me acompañes, Milagros, iré yo solo. Tú vete recogiéndolo todo y limpiándolo –le dije, al advertir que mi tía se aproximaba con Petra–.

            —A las órdenes del señorito –contestó Milagros, reverenciándome, al divisar también la misma presencia que yo había visto–.

            Se retiró y mi tía llegó hasta mi lado. Hizo un gesto, y Petra nos dejó a solas. Me miraba intrigada. Por un lado sorprendida por mi destreza con Milagros, apenas si había pasado una noche bajo su techo; y por otro con celos, pues quién era yo para ordenar así. Aunque cuando concluyó que yo no era un criado ya no le dio más vueltas. Entonces ese gesto primitivo se convirtió en una mueca de antipatía, con la que se dirigió a mí.

            —Buenos días, doña Virtudes –saludé–.

            Ella hizo una intensa pausa, antes de decir:

            —No te quedes parado, Daniel, no te sobra el tiempo.

            Y sin despedirse, de la misma forma que no me había contestado a mi saludo, se apartó de mí, como si le fuese a contagiar de algo. Como mi mente me dijo que no diera importancia a aquello, siguiendo ese instinto, me llegué hasta la puerta donde supuse estaba ya doña Severa. Al tiempo que la golpeaba, mi hermana llegaba hasta mi lado. Iba a darle un beso en la frente, los buenos días, pero una voz enérgica del interior, evitó que lo hiciera.

            —Adelante niños, no os demoréis más aún.

            Era la hora prevista, no nos retrasábamos, nos lo habíamos dicho Adela y yo con la mirada. Pero la hice ver, con un gesto, que dejáramos que ella llevara la razón. Adela asintió, y entramos.

            —Buenos días, doña Severa –dijimos al unísono–.

            La mujer llevaba una vara en la mano y la agitaba. Iba embutida en un vestido negro cerrado hasta el cuello, con faldones hasta los pies. Como único adorno llevaba un camafeo, con la foto de un hombre. Las evidencias me revelaban que había enviudado, y joven. Por su edad, no aparentaba pasar de los treinta, aún lo era.

            —Sentaros niños –ordenó después de girar un par de veces a nuestro alrededor, sin que le se escapase el menor detalle de nuestro aspecto–. Tengo una jaqueca horrible –continuaba nuestra dómine–, apenas si he dormido en toda la noche dándole vueltas a vuestra instrucción, pensando cuidadosamente por dónde debía empezar… –intentaba que nos sintiéramos culpables por ello–. Y creo que lo más urgente son vuestros modales. Así que esa será la primera lección. Primero os enseñaré cómo comportaros delante de un adulto distinguido, luego delante del pueblo llano, y por fin, delante de un criado. Sólo tengo que aleccionaros de la misma forma que hizo conmigo Sor Sagrario.

            Y así fue como comenzó nuestro primer día de formación para ser un buen caballero y una buena dama.

            Fue la mañana más tediosa que haya soportado jamás. Pero resignados como estábamos a aprender bien las cosas, sufrimos estoicamente aquellas horas en que todo se mezclaba con los mandamientos y el amor a Dios. Al menos, salimos de aquel salón sabiendo cómo dirigirnos y comportarnos ante doña Virtudes y doña Severa. Era la hora del almuerzo, y tendríamos oportunidad de ponerlo en práctica.

            Agradecimos la hora de comer, porque yo tenía hambre, ya que no había desayunado, aunque mi hermana sí que lo había hecho a gusto. A pesar de ello, mostré unos modales exquisitos, lo mismo que Adela. Y, aunque era bien cierto que, efectivamente, nuestra cortesía había sufrido una transformación notable (no es que antes fuera abyecta, simplemente que no era la que mi tía y mi tutora deseaban); los elogios de nuestra tía iban dirigidos a doña Severa, más que a nosotros mismos. Todo lo que parecía cierto en ella, era que dudaba con sinceridad de que fuéramos capaces de completar todo el cambio que se suponía teníamos que llevar a cabo. Después del postre, tal y como habíamos aprendido esa mañana, nos despedimos de los presentes calcando la instrucción de doña Severa, anunciando que nos íbamos a descansar a nuestros aposentos.

            Sentimos un alivio inmenso cuando nos alejamos del comedor. Sólo nos hizo falta una mirada para saber que ambos teníamos una perspectiva idéntica de todo aquello, la conexión entre Adela y yo, era total. Me despedí de mi hermana riéndome de cuanto suponían aquellos ademanes para mí. Ella también reía, asegurándonos antes de no ser vistos por nadie. Y aprovechando justamente eso, de que estábamos aislados, le besé la mejilla (siendo consciente que eso no era correcto para ellos), haciéndola sentir todo el amor que tenía hacia ella. Y aprecié a Adela ahíta, y eso me llenó de placidez. Me tumbé en la cama y no supe qué hacer. A esas alturas, Adela y yo, en nuestra casa, estaríamos disfrutando de los deseos que nuestra libido hacían hervir. Quise, no obstante, esperar un rato, por si el sueño me invadía, o, simplemente hasta que me cansase, y volvería a salir luego, a dar un paseo yo solo.

            En esas recapacitaciones estaba, cuando mi puerta se abrió sin que llamasen antes. Me asusté de veras. No porque sucediera tal hecho, sino porque fuera conocida por alguien esa circunstancia, ya que eso supondría una reacción virulenta de la dueña de la mansión. Alguien estaba en la antesala, pero no me preocupaba, me llenaba de curiosidad. Oí como golpeaban con los nudillos, casi de forma inapreciable, la puerta de mi dormitorio. Esperé, pero nadie hablaba. Solamente se repitió el sonido.

            —Adelante –dije al fin, queriendo salir del todo de esa duda–.

            Con lentitud se abrió la puerta, y con la misma parsimonia surgió la figura de Milagros ante mí. Con la cara llena de sofoco, de susto, volvió a cerrar la puerta sin que se oyera sonido más alto que su respiración. Más tranquila, sintiéndose segura al verse que estábamos a solas, se acercó hasta mi cama, y de pie, me habló.

            —Disculpe señorito –se arrancó–, mi conducta no tiene perdón. Pero era preciso que no hubiese ningún ruido que levantara sospechas –intentaba justificarse–.

            —Milagros, siéntate, por favor –pedí yo–, y tranquilízate.

            —Si señorito –contestó–.

            Yo no quería, ni pretendía, y sabía que ni lo conseguiría, cambiar su trato hacia mí. Demasiada inercia para ella, incluso para que distinguiese cuando había gente cerca y cuándo no. Yo me había hecho a un lado, dejando sitio; y ella se había situado, recatadamente sentada junto a mí.

            —Ya ni voy a intentar que no me llames señorito cuando no haya nadie alrededor –le exponía yo–, pero por favor, cuando tu forma de actuar sea perfecta, cuando hayas hecho algo como deberías de hacerlo, no tienes que pedir perdón porque tu conducta no haya sido como tu señora te haya dicho que sea. Querías estar conmigo, yo quería que tú estuvieras; pero para eso tenías que actuar con una discreción extrema y no hacer ruido. Y así lo has hecho. No pidas perdón, mi buena asistenta, porque no hay nada que perdonar –esto último se lo dije con mi mano acariciando una aún temblorosa mejilla, que ella acogió con regocijo y agrado–.

            —Si ya lo digo yo –hablaba en voz baja con los ojos encendidos–, usted tiene una bondad especial, y cada vez que la comparte conmigo, siento un algo aquí en el pecho –decía poniendo la mano sobre su pectoral–, que no sé qué es, pero que me vuelve loca, y que me perdone el señorito… ¡Uy! –Expresó, dándose cuenta que había usado la palabra perdón–.

            Y yo sonreía alegre.

            —Ven milagros, ¿te importa acercarte más a mí? –Pregunté–.

            —No, señorito, con gusto lo haré –se apresuró a responder, juntándose a mí–.

            Acerqué mis labios a su rostro, iba a besarle en la frente, luego vi su nariz, y al final los labios. Algo me dijo que posara ahí los míos y así lo hice. Mi morrito acarició el suyo de la forma más afectuosa que supe.

            —Gracias por haber venido, Milagros –le decía yo–. Me sentía muy solo y tu compañía ahora me reconforta. Espero que no te haya disgustado mi beso, te lo di con mi mejor apego, por ser tan especial conmigo.

            Y puedo asegurar que sus ojos se llenaron de humedad.

            —Por Dios señorito, que me tiene aquí temblando como una tonta, que hasta si estoy a punto de ponerme a llorar. ¿No sabe usted que nunca ningún hombre me ha tratado así? Prométame que no permitirá que le llame niño nunca más, aunque mejor sí, prefiero que todos crean que es un niño para sí poder bañarlo; bueno que ya no sé ni lo que digo –dijo toda confundida–.

            —Eres un encanto, Milagros. Sólo te permito llorar si lo haces por emoción y no por tristeza o porque te haya lastimado –le dije–.

             —¿Lastimarme el señorito? –Se preguntaba atónita–. Pero si lo único que el señorito hace es llenarme de un placer que no sé ni explicar, en mi alma en mi corazón, en mi piel con sus caricias…

             —¿Estas caricias, Milagros? –Interrogué mientras mis dedos resbalaban por la piel de su cutis, en absoluto acostumbradas a recibir un dedo rozando esa zona–.

            —Sí, esas caricias, señorito Daniel –confirmaba ella–, usted bien lo sabe, no se haga… Me hacen sentir mil escalofríos por todo mi ser, y sus labios…

             —¿Qué le suceden a mis labios? –Intenté parecer que lo ignoraba, aunque los dos sabíamos que no era así–.

            —Que, de la misma manera que sus dedos, me hacen derretirme toda, aunque no soy tonta y sé que usted ya lo sabe –reconoció, cosa que yo quería–.

            Y no forcé más eso. Me daba satisfecho por la respuesta recibida. Me acerqué a ella y esta vez no posé mis labios en los suyos: la besé.

            Cuando me separé, su susto dominaba todo su gesto.

             —¿Te puedo pedir un favor, Milagros?

            —Claro señorito, haré todo lo que me pida –contestó–.

            Aunque algo sabía que lo decía en serio, que haría lo que yo en ese momento le pidiera, no me quise aprovechar de eso, tan sólo le pregunté:

             —¿Te ha molestado que te besara, a pesar de saber que tus defensas se vendrían abajo? No me quiero aprovechar de ti, Milagros, me empiezas a importar demasiado.

            La pobre criada no salía de su asombro. Se paró a ordenar todas sus ideas, y para establecer prioridades a la hora de responder.

            —Me desquicia, señorito. Pero de un gusto que me encantaría tener las palabras en mi boca para decírselas. Quiero que sepa que deseaba ese beso suyo, pero lo que más me hace sentir lo que siento por usted, es que encima se preocupe por si ese beso me haya hecho sentir mancillada como mujer. Es usted todo amor, señorito, y le juro por mis sentimientos que ahora mismo haré todo lo que me pida con gusto.

            —Estoy seguro de eso –contestaba yo–. Pero solo tengo un deseo, Milagros.

            —Dígame cuál y será suyo –se entregó la mujer–.

            —Sólo quiero saber cuáles son tus deseos, esa es mi única voluntad –dije con mi mayor dulzura posible–.

            —Ay, señorito, me mata –decía ella arrebatada–. Mire qué colorada me he puesto, pero no porque me avergüence contarle mis deseos, porque ahora mismo estaba dispuesta a entregarme a usted, sino porque se sigue preocupando solo por mí, sin importarle lo que usted mismo pueda sentir. Mi mayor deseo ahora mismo es besarle, pero un beso de verdad, no con los labios cerrados –expresó–.

            Estaba vibrada, respiraba deprisa, y el bermejo teñía toda su faz. Me acerqué a ella, y de nuevo mis labios tomaron contacto con los suyos. Los tenía entreabiertos y pegué los míos a los suyos. Y mi joven sirvienta desplegó todo su saber en esas lizas. Su lengua rápidamente invadió mi boca. La sentí en el paladar, acariciarlo, rebañarlo, enredarse con la mía, dibujar cada una de la curvatura de mis dientes. Su aliento se mezcló con el mío, y era todo un bufido de aire que embestía mi propia ansiedad. Se serenó, pero su lengua no salió de aquel escondite que ardía, y que amenazaba con incendiar el resto de nuestros seres. Me sobrecalenté, y si ella no era de piedra también tuvo que hacerlo. Mi mano se fugó con habilidad hacia sus pechos. Los acarició por encima de la ropa, y con la boca llena, ya se oyeron los primeros sonidos de Milagros apagados con mis propios labios. Su escote subía y bajaba castigado por mi caricia, excitado, y mi boca obtuvo la respuesta de toda esa pasión. Se separó definitivamente. Sus ojos chispeaban, el cabello se le había revuelto y todo su rostro era ardor puro. Ambos respirábamos agitados.

             —¿Te ha gustado buena Milagros? –La interrogué–.

            —Ha sido magnífico –respondió seductora–. ¿Y a usted qué le ha parecido, señorito? –Quiso saber ella también–.

            —Arrebatador, besas muy bien, Milagros, –resumí, lo que la llenó de satisfacción: gozaba de verme gozar; su rostro así lo expresaba–. Tal y como tú dijiste contigo voy a aprender muchas cosas, no dejes de enseñármelas, a parte de mi hermana sólo te tengo a ti –insistí–.

            —No le quepa duda, señorito. Usted se merece eso y mucho más –ofrecía ella con devoción–. Si viera, estoy totalmente excitada –confesó–.

            —No eres la única –le dije, poniéndome de rodillas en la cama–.

            A pesar de toda la tela que llevaba encima, se apreciaba con nitidez mi bulto.

            —Ay, señorito, no me enseñe eso que una no es de piedra.

            Y aunque parecía un suplicio, en realidad era un deseo en toda su dimensión.

            —Es que tu lengua me la ha puesto dura –dije, en un alarde de osadía–.

            —Y la suya me ha puesto los pezones como piedras, y el coño ya me arrolla –se arrancó mi sirvienta, siguiendo mi osadía, como si estuviese esperando que yo iniciase esa espiral–.

            Yo me quedé callado, y mi semblante se tornó serio. Necesitaba la ayuda de aquella joven más que nunca. Ella me lo notó.

             —¿Qué le ocurre señorito? Me preocupa.

            —Milagros –comencé a hablarle pausadamente–. ¿Puedo confiar en ti?

            —Sabe que sí, señorito, dígame lo que quiera –se apresuró a contestarme–.

            —Escucha. Te necesito más que nunca. Pero te necesito como cómplice, como amiga, más que como mi sierva. ¿Lo entiendes?

            —Perfectamente señorito –indicaba ella–.

            —Te prometo que delante del resto serás mi sierva, y todos lo notarán como esta mañana; pero cuando estemos tú y yo, necesito que seas mi mejor cómplice –le rogaba, casi–.

            Milagros se lo pensó con la brevedad que necesitó para recordar lo que había sucedido cuando mi tía apareció de improvisto y la traté con superioridad.

            —Por usted haré lo que sea, señorito, pierda cuidado por ello, porque además sabré ser su amiga en la intimidad. Pero no me haga cambiar el trato hacia usted, porque eso sí que no sabría hacerlo –se sinceró–.

            —No lo haré milagros, no tengas miedo –concedí–.

            —Gracias por comprenderme, señorito. Ahora dígame que le aflige que se lo noto de sobra –inquirió–.

            Me tomé unos segundos para pensar por dónde empezar. Me perdía, no encontraba la forma. Hasta que decidí que lo mejor era empezar por el principio, sin rodeos, sin eufemismos, y ser directo.

            —Mira, Milagros. Lo que me has estado dando desde que llegué me ha gustado mucho, Pero la única experiencia que tenía antes de conocerte es que me hubieran sacado lo blanco, la corrida, la leche, como tú me dijiste. Pero desconozco otros muchos nombres. Sé que al pito se le puede llamar también polla, pero, por ejemplo no sé qué es el coño, y ya lo has nombrado dos veces; no sé por qué los pezones se ponen duros en una mujer, no sé por qué cuando una mujer se excita se moja tanto como si se hubiera meado. Desconozco muchas cosas, y sólo te tengo a ti para aprender.

            Si esto se lo hubiera dicho ayer, seguro que se habría reído. Pero después de haberme puesto tan solemne antes, ahora ella no lo hizo. Comprendía todo: mis carencias y que sólo de ella podría aprenderlo. Estuvo tentada a decirme que aún era un niño, pero lo desechó: mis atributos refutaban ese apotegma.

            —No quiero que esa pequeñez le abata, señorito –intentaba consolarme ella–. Confíe en su amiga, su cómplice Milagros, que se lo explicará todo –recalcó, para que supiera que me había entendido, y que lo haría–.

            Entonces me acerqué, me pegué literalmente a ella.

            —Empecemos por los pezones –susurré a su oído–.

            —Está bien –dijo ella, con todo la devoción que supo desplegar–. Mire, señorito, cuando a una chica se le endurecen los… Espere, que se me ha ocurrido una idea mejor –interrumpió–.

            Y, ante mi estupor, se empezó a despojar de sus ropas. Se quitó el delantal, se fue desabotonando en uniforme, hasta que se despojó de él. Poco a poco su piel blanca fue asomando por su cuerpo, y los siguientes trapos iban cayendo uno a uno sobre el suelo: la camiseta, el pantaloncito, el corsé, las enaguas, hasta que quedó totalmente desnuda. La miraba absorto, adorando casi aquel cuerpo femenino que se me mostraba en su completa naturalidad. Estaba colorada. Sus mejillas ardían en un rojo intenso. Pero aún así, no se descompuso.

            —Así creo que lo entenderá mejor, señorito Daniel –me dijo en un hilo de voz–.

            —Sin duda, así lo entenderé mejor, –confirmé–. Milagros déjame decirte que eres el encanto mismo hecha mujer. Tu amabilidad y entrega no tiene límites. Y sé que esto no lo haces porque yo sea tu señorito, sino por estima misma. Por eso te quiero yo también.

            Y la mujer se deshacía, literalmente, ante mi sinceridad.

             —¿Lo ve, señorito? ¿Cómo no voy a hacer todo lo que el señorito desee que haga? Ninguna mujer se puede resistir a su galantería; ninguna mujer debería resistirse a su interés por lo demás antes que por usted. Debería estar prohibido. Le aseguro que yo me encargaré que su bondad se conozca.

            Estábamos pegaditos, muy juntos. Yo besaba su espalda, y acariciaba su cuello, y noté cómo su piel se erizaba respondiendo a mi roce, pidiendo más. Me fijé, me acerqué a sus pechos. Eran más grandes que los de mi hermana, pero no tanto como los de mi madre. Y los extremos eran una aguja estirada y dura, de un rosáceo pálido. Iba a alargar la mano, para acariciarla, pero una voz interna me asaltó: ¡paciencia!, gritaba. Y me contuve.

            —Ahora están muy duros –le susurré al oído, acariciándole el lóbulo de la oreja con mis labios–.

            —Si señorito, susurraba ella, con la respiración tan acelerada que le costaba hablar–.

             —¿Y eso por qué? –Seguía preguntando con mi aliento rozando toda su piel–.

            —Verá señorito, eso es señal de que una mujer está excitada, preparada y dispuesta ya para ser penetrada, pero eso ya se lo explicaré, vayamos poquito a poquito, que es la mejor forma…

            —De acuerdo Milagros. Eres mucho mejor profesora que doña Severa.

            Y no era un halago gratuito. Sin duda ese pensamiento era sincero.

            —Gracias señorito, y usted será el mejor amante que haya nacido –soltó ella–.

            Y tomando mi mano la posó en su pecho. Se convulsionó entera, la pobre mujer, y eso me afectó.

             —¿Estás bien, Milagros? Si te sientes incómoda, lo dejamos –invité, afectado–.

            —No se preocupe, mi galante señorito, estoy en la gloria, mejor que lo que nunca he estado desde que entré al servicio de esta casa –me tranquilizó–. Quiero que mi teta sea suya. A partir de ahora y siempre que sea posible, puede tocarla donde, cómo y cuándo desee.

            —A cambio yo me entregaré a ti, Milagros –prometí–.

            —No hay nada que más desee, señorito –me agradeció ella–.

            Y acaricié con glotonería ese seno que ella me había ofrecido. Estaba firme turgente, como los de mi hermana; y el pezón era duro como una piedra, parecía un dedo señalador. Mi mano lo abarcaba todo. Al principio mis movimientos eran torpes, amasando toda esa parte anatómica como si fuera cambiarle la forma. Ella me miró con mimo, sabedora de mi inexperiencia; y hubo más lástima que reproche en ese gesto. Pero yo supe que algo no funcionaba, cuando encontré sus ojos.

            Entonces aparté la mano, con la que yo aún tenía libre, cogí la de ella, hice que asiera mi brazo, y se lo llevé nuevamente a la teta; esperando que fuera Milagros quien la moviera, para yo saber cómo. La muchacha entendió a la perfección mi maniobra; y empezó a mover mi inerte mano con la suya propia, haciéndome ver la forma en que debía ser mi caricia. La sonreí, retiré su mano de mi muñeca, dejándola nuevamente libre, y ahora era yo solo quien la acariciaba.

            Su mirada había cambiado. Había entornado sus ojos, y su media sonrisa me indicaba que mi proceder le gustaba: esto ya era otra cosa, parecía decir. No la acariciaba, con toda la mano, sino con mis dedeos; dibujando toda la curva de esa parte anatómica, ascendiendo a su cima, y rozando con mis pulgares su extremo en punta, arrancando de su garganta ayes leves. Me sentí tan perspicaz, que la mano que tenía libre la ocupé en su otro pecho. Movía los dedos en simetría casi perfecta; y por instinto, la joven asistenta, llevó sus manos a mi cuello, empujando levemente la cabeza; pero yo no la entendí.

            —El señorito aprende muy rápido –me dijo delicadamente, con la voz perceptiblemente afectada–.

             —¿Te gusta, Milagros?

            —El señorito me está transportando directamente al Paraíso –me hizo ver ella–. Pero hay una forma de hacerlo más placentera aún –se atrevió a añadir, después de una pequeña pausa, como si temiese al principio esa osadía, y la desechase luego, sabedora de nuestro pacto–.

            — Dime cuál, Milagros, quiero que no quepas en ti de gozo –dije, pues mi única intención en ese momento era hacerla disfrutar lo máximo posible–.

            —Repita esa misma caricia con sus labios y su lengua, señorito –me indicó ella, con su voz más entrecortada, a medida que le daba más placer–.

            Y no me hice de rogar. Mis manos abandonaron aquel manjar. Ella denunció ese vacío en su anatomía con un largo suspiro, pero esperó paciente: sabía que lo que iba a recibir iba a ser mejor aún. Me soltó el cuello, para dejarme más libertad de movimientos, y no la hice esperar más.

            Repetí exactamente los mismos movimientos con mis labios, recorriendo cada uno de sus pechos en medidos lapsos, alternando ambos senos. El roce de mi boca con su piel, la hacía estremecerse en movimientos convulsos, sobre todo cuando era mi lengua la que friccionaba en su pezón, que estaba tan deliciosamente duro que hasta yo mismo me sentía presa de una indomable excitación.

            —El señorito aprende muy rápido –insistía ella–, me estoy deshaciendo en puro gozo; y mi pobre coñito se va todo en agua; creo que va a ser el mejor amante que haya existido jamás –mustió finalmente–.

            —No sé lo que es tu coño, tu coñito –atiné a decir–.

            —Es mi sexo –indicó ella, señalándoselo–. Pero ya iremos a él.

            Separé mi boca de esos pechos a los que me había prendido, como un bebé buscando su alimento, y busqué su boca. Le di el beso más tierno que en ese momento supe darle.

            —Me gusta hacerte disfrutar, Milagros. No me preguntes por qué, es un sentimiento hondo que nace muy dentro de mí, pero que me repite insistentemente, que eso es lo que debo hacer –dije–.

            Sus ojos eran amor puro, se sentía halagada, se sentía persona, se sentía mujer.

            —Señorito Daniel…, es usted el ser más cariñoso y amable que jamás he conocido. Los hombres son tan rudos, tan afanosos de darse placer sólo a ellos mismos… Usted es tan diferente… He de decirle que lo consigue, me da placer, señorito, pero también me llena de amor y de cariño. Jamás había sentido tal mezcla de sentimientos proporcionados por un hombre.

            Y me sentí satisfecho. Sin duda estaba consiguiendo lo que quería.

            —Te lo mereces, Milagros.

            —Señorito Daniel, ha conseguido que Milagros sea suya, que se entregue a usted en cuerpo y alma, que cada vez que estemos a solas me posea hasta quedar los dos sin fuerzas –se otorgaba ya por completo a mí–.

            —Así será Milagros, pero para el disfrute de ambos.

            —Es esa bondad la que me trastorna, y su lengua la que me ha puesto tan cachonda…, tan excitada –corrigió dándose cuenta de que yo no había entendido esa palabra. Pero, a partir de ahora, la mujer sabía que la podía emplear; mi mirada le había dicho que la había aprendido–. Mire como estoy, señorito –me susurraba como una gata en celo, cerca del oído, mientras llevaba mi mano a su hendidura íntima–.

            Su chocho chorreaba literalmente. Ni en mi madre ni en mi hermana había percibido tal cantidad de secreción femenina.

            —Tu cosa…, tu coño –corregí para que ella supiera que yo ya sabía–, parece una fuente.

Mientras mis dedos resbalaban por toda su raja, y de la garganta de ella salían todo tipo de quejidos, exteriorizando todo el placer que sentía, todo el ardor que encerraba su cueva.

            —Ha sido usted quien ha puesto así a mi pobre coñito –confesaba–. Hay muchos nombres para referirse a él: coño, chocho, raja…; pero tenga cuidado dónde va a pronunciar esas palabras –añadió miedosa–.

             —Descuida, Milagros. Creo que te he demostrado que he aprendido cómo comportarme en cada momento –quise convencerla–.

            —Estoy segura de que lo hará, señorito –expuso–.

            Permanecí unos instantes, acariciando su sexo inundado, hasta que, como si hubiera sido una revelación extraña, quise repetir ahí, las mismas caricias que le había dado a su busto antes.

            —Túmbate en la cama, Milagros –pedí, pues hasta ahora habíamos permanecido sentados–.

            No necesité repetirlo dos veces. Me aparté para dejarla sitio, y ella expuso toda mi desnudez ante mí, yaciendo en mi lecho con las piernas muy abiertas.

            Permanecí quieto unos instantes. Quería glosar todo su cuerpo, ponderarlo, estructurarlo y aprender cada uno de sus senderos. Ella tenía los ojos muy abiertos, centelleantes, y sonreía. Sus pechos estaban erguidos, con los pezones muy duros, deseosa de mis caricias.  Debajo, un vientre plano, conducía al valle de su ombligo, adornado con gotas de sudor, tras el que aparecía su orgulloso monte de Venus, brotado todo él de un vello uniformemente negro. En medio, abierta y expuesta, surgía su fisura, resquicio de todos placeres sexuales, y fuente de todo el deseo que acumulábamos. Toda la zona era puro brillo, por los jugos íntimos femeninos, que rezumaba entre sus muslos, invitando a ser probados; una tentación a la que sabía que yo no me iba a poder resistir.

            Me agaché y situé mi boca entre sus piernas. Milagros ya supo qué le esperaba.

             —¡Ay, señorito! –Sollozaba ella, aun cuando sólo estaba sintiendo mi mirar, y si acaso mi aliento–.

            Exploré de cerca la forma que tanto tentaba. Acaricié sus labios mayores, su vulva, sus labios menores, la entrada de la vagina, sin introducir nada aún, sólo percibiendo la anatomía; y ascendí hasta su clítoris. Sólo apoyaba el dedo, nada más, hacía, pero en cada contacto Milagros respondía con un espasmo. Cada parte que transitaba, mi sirvienta me contaba su nombre.

            —E…, esos son los labios mayores, la vulva, los labios menores, la entrada del coño, por donde usted meterá su polla para penetrarme…; mi clítoris… –iba articulando con una voz cada más entrecortada, más dominada por su fogosidad–.

            Y todo quedaba grabado en mi mente como si alguien lo escribiese con una pluma, para ya no borrarse jamás. Se me habían quedado los dedos todos pringosos de su flujo (también aprendí ese nombre), y los llevé a la boca. No me desagradó el sabor, aunque tampoco había sido de los manjares más sabrosos que probara. La miré; y los ojos de ambos eran fuego ilimitado.

            Volví a agacharme entre sus piernas, mi dedo rozó ambos muslos, siguiendo todo el rastro que había dejado su efusión. Después de mi dedo fue mi lengua la que trazó los caminos de su líquido. Ella rezongaba, gemía, rozaba el límite del grito, pero se mantenía en ese tono. Mi boca llegó hasta sus labios mayores, pero emprendí otra ruta, buscando la gruta que había entre sus nalgas. Y lamí en esa raja despacio, recogiendo las gotas que se habían depositado en ese valle, repasé con mi lengua su esfínter, y en ese punto la joven que recibía tal trato, era toda ella desesperación.

             —¡Dios mío, señorito! ¿Dónde ha aprendido todo eso? –Exhalaba ella, retorciéndose como si estuviera poseída–.

            —En ningún lado, Milagros –contestaba yo con serenidad–. Simplemente se me ha ocurrido.

            —Me van a matar de gusto sus ocurrencias, señorito. No deje de tenerlas y hará muy feliz a su Milagros.

            Y esa era mi idea, hacer muy feliz a la afortunada de tanto disfrute. Algo me decía que así debía ser mi conducta. Ascendí con mi lengua hasta llegar a la entrada de su coño. No exploré, ya conocía esa vía; así que la introduje todo lo que me cupo. Milagros la recibió gritando, aunque había puesto la almohada para amortiguar el sonido. Las paredes de la vagina eran extraordinariamente blandas y esponjosas, y todo su zumo me llenó la lengua. Tragaba al mismo tiempo que saboreaba y lamía su interior. Cuando creí que ya había estimulado suficiente esa zona, me acordé de lo que me dijera mi hermana, y fui en busca de su clítoris, aquel botoncito que sabía que era la fuente de mayor placer en una mujer. Mi lengua se apoderó de él, y se lo empecé a lamer; pero lo hacía como lo estaba haciendo hasta ahora, por lo que Milagros, armada de la mayor paciencia, me corrigió.

            —Señorito, por caridad, vaya un poco más deprisa...

            Esa petición me descolocó. Entonces supuse que algo no estaba haciendo bien.

             —¿No lo hago bien, Milagros? –Pregunté desolado–.

            Y la pobre mujer volvió a la realidad, como si todo ese placer sin freno, la hubiesen aislado en una nube de gozo. Se dio cuenta que me faltaba mucho por aprender, se dio cuenta que lo que yo hacía, lo hacía por ella. Trató de serenarse, y al fin, me lo explicó todo.

            —El señorito me está llenando de gusto –empezó–, pero yo le voy a decir cómo hacerlo en mi pepita, ya lo verá y me dará más placer del que usted jamás se habrá imaginado. Deme un dedo, señorito, que yo le voy a decir cómo hacer para llevarme al clímax –pidió–.

            Extendí la mano que me había quedado libre y ella usó mi índice como si fuera un gran clítoris. Empezó a propiciarle lamidas rápidas y muy seguidas, con pequeños toquecitos entre medias.

            —Si lo hace así, me corro en nada, señorito –arguyó–. Correrse es…, bueno lo mismo que a usted le pasa cuando le sale la leche. Igualmente se le llama orgasmo. A una mujer también le sucede, pero no eyacula al final como usted, sino durante todo el proceso, como el señorito está comprobando –explicó–.

            Aunque sabía algunas cosas otras las ignoraba. Por eso agradecía su esclarecimiento.

            Y le demostré que era un buen alumno, porque en menos de un minuto, la buena asistenta gritaba como loca, tapada la boca con la almohada, convulsionándose como si fuera presa de un ataque epiléptico. Cuando le sobrevinieron esos espasmos, yo decrecí el ritmo, pues me había acordado de las palabras de mi hermana advirtiéndome de la gran sensibilidad que tenía esa parte. Cuando cesaron los espasmos me separé, con la cara impregnada de su corrida.

             —¿Te ha gustado Milagros? –Preguntaba esperando saber que había sido de su agrado–.

            Ella me miraba con los ojos borrachos de fruición.

            —Ha sido fantástico, señorito –respondía como ida–. Aún siento todo el orgasmo en lo más íntimo de mí. Mi coño palpita como hacía que no palpitaba así. Sigo diciendo que usted es muy generoso al preocuparse de que yo obtuviera placer. Además aprende muy rápido. Será un amante muy disputado, en esta casa y en otras, de eso estoy más que segura –terminó–.

            Me sentía feliz de verla tan dichosa. Me había tumbado a su lado, y había acariciado su sonrisa, y dejaba que el centelleo de sus ojos me llenara.

            —Eres muy hermosa, Milagros –sólo supe decir–.

            —Y usted una maravilla de hombre –señalaba–. Venga que le voy a besar señorito.

            —No te preocupes, Milagros, estoy pringado de tus jugos –comenté–.

            —Ay, señorito. Es usted todo bondad. Pero hay algo que debe saber. Algunas mujeres, cuando se sienten muy satisfechas, quieren mostrarlo a su amante, aunque para eso tenga que probar mi propia esencia; cosa que no es la primera vez que hago, señorito. Eso, y otras cosas que prometo le iré contando, porque algo me dice que puedo confiar ciegamente en usted.

            Y me acerqué. Y nuestras bocas se juntaron. Y bebí su saliva mezclada con su naturaleza. Y nuestras lenguas sellaron algo, no sabía qué, pero sí intuía que era muy íntimo y personal.

            —Es usted muy especial, y me encargaré de que las demás lo sepan. Seré su mejor sierva, ya lo verá, en todos los sentidos.

            La seguía acariciando con todo el afecto que llevaba dentro, y ella se llenaba de todo él. Me lo decía con la mirada, me lo decía con sus ojos. Estuvimos unos segundos, unos minutos, no muchos. Ella tenía guardado algo para mí.

            —Ahora le toca a usted, señorito, seguro que a estas alturas la tiene tan dura que le duele –anunció–.

            Y así era. Tenía una erección brutal, todo mi pene comprimido en aquel traje. Pero no había querido decir nada porque mi objetivo había sido que ella disfrutase. No me había olvidado de las palabras de mi madre, en su extraña aparición, si es que en realidad había sido eso; porque no estaba seguro del todo. Ni aún hoy, que sé que no me queda mucha vida, sé si eso de veras había ocurrido. Pero siempre he querido creer que sí.

            Milagros se incorporó, mostrando toda su esplendorosa desnudez. Con un gesto, me insinuó que siguiese tumbado; y comenzó a desnudarme con la parsimonia necesaria para que yo fuese degustando lo que me esperaba. Cuando me hallé sin ninguna ropa, la joven asistenta admiró mi cuerpo, aunque sus ojos enseguida se fijaron en mi miembro, que, erecto al máximo, había recaído sobre mi vientre, sobrepasando el ombligo.

            —Señor Bendito…, qué polla tan enorme, cuánto me entusiasma. Me encanta, me vuelve loca –susurraba–.

            Y con su mano comenzó a hacerme una ligera paja (otra palabra que aprendí de ella). Me acariciaba toda la longitud, a veces con los dedos, a veces con toda la mano. La otra acariciaba con una maestría formidable mi escroto, y fugazmente se perdía en el perineo (del mismo modo ella me había dicho lo que eran ambas cosas). Con sus dedos recogía las gotas de líquido preseminal que asomaban, y las extendía por todo el glande, con lo que yo recibía la caricia ahí, y me creía morir. Me acordé entonces de la primera vez que mi hermana y yo nos masturbamos, que en aquella ocasión yo asimilé ambos fluidos con un porqué similar. No obstante le pregunté a mi, en esos momentos, maestra.

             —¿Por qué cuando una mujer se excita se moja tanto? ¿Es por lo mismo que ahora me salen a mí esas gotas?

            Milagros sonreía, sin detener su mano; tampoco la dejó quieta, cuando me respondió.

            —Mi buen señorito, cuánto quiere saber. Y su servil y fiel Milagros se lo dirá todo. Verá, no todas las mujeres se mojan por igual. Las hay que tienen más cantidad de flujo que otras. Pero ese líquido sirve para que la polla de un hombre resbale dentro del coño de una mujer, en la penetración. Si no, friccionaría demasiado y a la mujer le dolería. Cuando usted me folle, señorito Daniel, porque le aseguro que lo hará, entenderá mis palabras, porque notará cómo su polla resbala hasta lo más hondo de mi coño, y todo lo que habrá será placer. Y veo que tiene usted buena intuición. Esas gotas que le salen también son una especie de lubricante, se llama líquido preseminal, aunque, como habrá comprobado, es mucho menos de lo que yo emano. Sé que me mojo mucho, más que otras mujeres. Eso también lo comprobará –me aclaró–.

            Milagros dominaba el arte de la masturbación a la perfección. Y cuando supo que tenía que ir más despacio, deceleró el ritmo paulatinamente, hasta que se detuvo. Yo ya estaba a punto de todo, deseando con todas mis fuerzas que llegase el momento de la explosión, así que interrogué con mis ojos por qué se había detenido, como un cordero a punto de ser degollado.

            —No tenga miedo, señorito. No se va a quedar a medias –dijo la sabia amante, adivinando mi preocupación–. Ahora va a probar algo que jamás había probado. Le aseguro que nada le habrá dado tanto gusto como lo que ahora le va hacer su Milagros. Y prometo que pondré mi mejor saber y empeño: usted se merece eso, y mucho más.

            Aún estaba intentando dar sentido y explicación a sus palabras, cuando, sin esperármelo, sentí su lengua que ascendía como la hiedra sobre el muro, desde la base de mi órgano hasta la cabeza. Cada centímetro recorrido era un punto de placer más; y ni pude ni quise evitar mis suspiros, mis gemidos, y mis ahogados gritos. Repitió esa operación varias veces, hasta que su lengua se enredó en el glande como si lo abrazase, acariciándolo con suavidad. Creí que moría y que resucitaba a continuación. Ella tenía razón: nada me había proporcionado tanta fruición como aquello. Y yo sentía que el goce no se detenía, sino que aumentaba en oleadas, creciendo, sin saber yo hasta cuánto podría llegar. En un momento que no supe advertir, mi polla desapareció en su boca. No la movió al principio. La acariciaba con sus labios, con su lengua, sintiendo yo todo el calor de su cavidad, de su aliento. Poco a poco, fue subiendo y bajando la boca a lo largo de mi verga, como lo hiciera con su mano. Y aquello fue superlativo. Muy poquito después noté que mis testículos hervían, que se formaba una ebullición ahí abajo que amenazaba como lava de volcán a punto de ser expulsada. Y se lo dije, pues un pensamiento interno me decía que así debía ser; haciendo un esfuerzo por hablar, entre mis bramidos de placer.

            —Me…, me corro…, me corro, Milagros –articulé de forma entrecortada–.

            Ella ya lo sabía, aunque entonces yo lo ignoraba. Ella no se iba a apartar, aunque entonces yo lo ignoraba. Por eso me dejó correrme en su boca. Un chorro a presión de leche se proyectó contra su lengua, contra su paladar… Por mi parte, yo aplastaba la almohada, que olía a saliva de Milagros (y eso me hizo sentir mucho más su intimidad), contra mi cabeza, ahogando lo más posible mis chillidos. A medida que arrojaba el manantial de mi esperma, ella iba decreciendo su ritmo, hasta que las últimas gotas fueron limpiadas literalmente por su lengua de la punta.

            Cuando Milagros se sacó la polla de la boca, estaba sin el más mínimo vestigio de mi eyaculación, completamente limpia.  Ella se tumbó a mi lado, muy feliz de saber todo el deleite que me había proporcionado. Me miró con cariño, y, sin pensármelo, la besé. No había restos de mi semen en su lengua, pero sí mi sabor salado. Ella tenía razón cuando le había preguntado a que sabía, la otra vez.

            —Eso ha sido una mamada o una felación –me seguía instruyendo ella–. Ha hecho muy bien en avisarme que se iba a correr. A mí no me importa que lo haga en mi boca, me gusta saborearlo y tragarlo; aunque a la mayoría de las mujeres no. Adviértalo siempre, señorito. Ahora ya sabe lo que he sentido yo cuando usted me ha hecho correr con su lengua –continuaba–: lo mismito que ha sentido usted. Y no solo tiene una polla enorme, señorito –extendía–, a pesar de sus catorce años se corre usted con una cantidad de leche como jamás había visto.

            Nos quedamos tumbados los dos. Ella me dejaba recuperarme mientras me agarraba de la mano.

            —Me encantas, Milagros, me hipnotizas, me haces desearte, y me haces quererte también, desbordando mi corazón. Para mí todo eso va unido, no tiene sentido si no va junto –le decía–.

            Noté que se estremecía.

            —Qué palabras tan bonitas, señorito Daniel, –revelaba – y qué bien habla. Demuestra usted un juicio por encima del de todos los hombres que he conocido, y le aseguro que han sido muchos. Ya le iré contando, y conocerá muchas cosas que debe conocer; pero no parece que tenga usted catorce años, ni por su madurez, ni por su polla, ni por su cantidad de corrida –me dijo esto último riéndose, a modo de broma–.

            Y todavía sin haberse calmado su carcajada, yo la giré levemente, y le di una palmada en el culo. Ni siquiera había sido azote.

             —¡Ey! –Exclamó divertida–.

            Pero yo lo entendí como un quejido, y me disculpé.

            —Lo siento milagros, no pretendía agredirte, sólo quería confirmar mi complicidad con ese gesto.

            —No sea tonto, señorito Daniel –dijo ella con los ojos llenos de amor–, así me lo he tomado. Es usted tan dulce que jamás lastimaría a ningún ser vivo. Y…, perdóneme por mi atrevimiento, pero…: es por eso por lo que le estimo, le quiero…; sí sé que suena estúpido… Pero siento un amor especial hacia usted, no un amor de pareja, pero hay algo que no sé explicar muy bien, aunque sí sé que lo noto. Siento que tenemos un lazo de amistad muy fuerte, distingo que hay amor, afecto, y percibo que no puede existir mayor complicidad que la que ahora tenemos.

            No dije nada, porque no hacía falta. Giré la cabeza, ella adivinó mi intención, y nos volvimos a morrear con apego.

             —¿Cuántos años tienes, Milagros? –Pregunté de repente, mientras ella ya había iniciado sus caricias en mi pecho–.

            No le sorprendió mi pregunta, aunque sé que debió hacerlo. Pero mi sirvienta empezaba a notar que yo ya descubría más cosas de las que se veían a simple vista.

            —Veintiuno –dijo, sin mirarme–.

             —¿Sois todas tan jóvenes? –Seguía interrogando, mientras la mano de ella descendía por mi vientre–.

            —Sí, la mayor es Rita. Creo que ya tiene treinta y cinco años, pero está soltera, igual que todas nosotras. Y la más joven es Prudencia, sólo tiene un par de años más que usted –detalló la interrogada, sin apartar la vista de mi polla, y ya dibujando círculos sobre mi ombligo–.

            —Muy jóvenes –pensé en voz alta–.

            —Muy jóvenes, –recalcó la otra, intentando que yo recibiese un mensaje, que, por si acaso, aclaró más… ¿O lo dejó más misterioso? –. Esta casa es muy especial, pero ya verá como el señorito al final lo entiende todo. Es usted muy listo y perspicaz, y no habrá secretos que le escapen.

            Empezaba a notar el efecto de sus caricias. Mi pene, que dormía, se levantaba tímidamente, al notar un dedo peligrosamente acercarse. Quise seguir preguntando, quise algún porqué; pero cuando iba a hacerlo, algo dentro de mí me dijo que con el tiempo yo lo sabría. Así que opté por no seguir indagando, y dejé a Milagros que continuara. Su mano ya había llegado al vello púbico, y enredaba sus dedos en él, y mi pito irguió su cabeza al sentir ya casi el inmediato contacto. Mi criada acarició entre mis nalgas, y la primera descarga se produjo. El mástil creció y se puso derecho. El dedo ágil ascendió por mi escroto y por todo el tronco, hasta llegar a la cima. Ahí se mantuvo sobando con suavidad todo el glande, que lo recibió feliz, mientras el resto del miembro había adquirido ya el tamaño perfecto.

            —Señorito, se acaba de correr y ya está en forma.

            Pero Milagros no hablaba conmigo, hablaba con mis genitales, entre sorprendida y contenta por descubrir toda la contundencia de mi apetito.

            —Hermosa herramienta –susurraba ensimismada–. Será la dicha de su poseedora, será la codicia de muchas, y yo, elegida entre todas, por haber sido la primera. Se disputarán su polla, señorito, hágame caso –me habló, esta vez sí, levantando la cabeza–. Su tamaño hipnotizará a quien quiera probarla; y, que se guarde aquella que lo haga, pues caerá en las redes de su adicción sin que pueda evitarlo –profetizaba–.

            Y sin decir más engulló todo su tamaño, y volvió a mamarla con aplicación. La dejaba hacer, sin sacarla del error acerca de quién había sido realmente la primera que había exprimido mi palo.

            —Ufff, Milagros… –murmuré yo–.

            Mientras sentía su diestra boca producirme todo ese placer de sueño que ya antes había sentido, de mi garganta, salían arrancados gemidos que expresaban el éxtasis en el que me hallaba. Estuvo un buen rato, mostrándome lo bien que lo sabía hacer, sintiendo yo como en mi cabeza estallaban todo tipo de sensaciones. Fue decreciendo el ritmo hasta que se la sacó de la boca. La asió con ambas manos (colocándolas una sobre la otra) y aún no era capaz de abarcarla. Besó la punta, me miró y me dijo ahíta de lujuria:

            —Fólleme señorito. Lléneme el coño con toda esa carne. Quiero sentir su polla bien dentro, que me haga hervir, que funda mis entrañas en placer puro.

            —No sé cómo hacerlo, Milagros –dije con una voz tan apagada, que si no fuera por lo cerca que estaba de mí aquella joven, no me habría oído–.

            —No se contraríe, señorito –me calmaba con una sonrisa tan agradable que se diría celestial–; su Milagros le ha enseñado muchas cosas, y usted las ha aprendido muy bien. ¿Cree que esto no será igual?

            Por supuesto que estaba seguro de que todo iba a ir bien. La confianza de ella en eso era igual de grande que la voz que me reafirmaba eso mismo en mi interior.

            —No se mueva señorito –seguía ella–. Iremos poco a poco, como siempre lo hemos hecho. Primero le cabalgaré yo, como la más sapiente de las amazonas; y luego le diré cómo clavármela en otras posiciones.

            Milagros se levantó, yo continuaba tumbado. Puso sus piernas a cada lado de las mías y se sentó sobre mí. Su pubis, de nuevo muy mojado, se apoyó directamente sobre mi polla. Y así ella frotó un rato, haciendo que resbalara por toda su hendidura.

             —¡Ah, Milagros! –Exclamé, sintiendo las primeras descargas–.

            —Sí, señorito, lo sé: yo también –rezongó ella–.

            Así estuvo hasta que lo creyó oportuno. Entonces se levantó un poco, sujetó toda mi enhiesta verga con su mano, apuntó la punta, ya a punto, a su coñito, y descendió con lentitud, mientras toda la longitud se perdía en su túnel.

             —¡Oh, señorito, me muero de gusto! –Se dejaba ir–.

            Yo no decía nada. Quería percibir todas las sensaciones que en ese momento me llenaban en toda su intensidad. El bálano resbalaba a la perfección por las paredes de su vagina; aquellas que yo sintiera con la lengua. Ahora sabía por qué eran tan blandas y esponjosas. Era como si espuma húmeda acariciase todo el miembro, todos sus centímetros.

             —¡Oh señorito, qué bien! –Aullaba mi amante–. Dígame: ¿Le gusta? ¿Le gusta? –Preguntaba frenética–.

            —Es lo mejor que he sentido jamás, Milagros –pude decir–.

            Yo no me había quedado quieto, y mis dedos habían hecho sus pezones mis prisioneros. Los rozaba, los acariciaba, los atrapaba, tan duros como estaban. Sus movimientos, que al principio habían sido delicados y lentos, fueron incrementándose en la misma medida que el placer de la cogida aumentaba; hasta que parecía galopar literalmente sobre mi órgano. Las acometidas eran ya tan vivas, que no duró mucho.

             —¡Me corro, señorito, me corro toda, me vengo en su polla por completo!

            Y un ascendente orgasmo que nació en sus entrañas, la dominó por completo, la transportó a donde los placeres se juntan todos a la vez, para estallar unidos.

            Se levantó. Mi verga seguía vertical y con la misma dureza, brillando por el pringue de su humor vaginal. Apoyó las manos y las rodillas en la cama, dándome la espalda. Su culo aparecía abierto, todo él empapado, mezcla de sudor y flujo, y el coño se veía dilatado al máximo.

            —Acérquese señorito –me indicó–.

            Obedecí caminando sobre mis rodillas, comprobando que así mi pene quedaba a la altura requerida.

            —Acérquese más, pegue esa maravilla de pija que tiene a mi coño –me exhortaba–.

            Así lo hice. Entonces ella se agachó todo lo que pudo, posando el pecho sobre la sábana. Entre sus piernas introdujo una mano, asió mi picha, y la llevó a la entrada mágica.

             —¡Empuje por Dios, si le quedan sentimientos aún, que no aguanto más! –Me suplicó–.

            Y no me hice de rogar. Embestí con fuerzas hasta que enterré toda la carne en el centro de su deseo. Me empecé a mover por instinto, me lo pedía el cuerpo, lo hacía el cuerpo sin que yo se lo hubiera ordenado. Al principio lo hacía de forma anárquica, pero pronto acompasé mis movimientos, y mis embestidas fueron más certeras. De las gargantas de ambos salían todo tipo de gemidos, y suspiros. Resoplábamos, jadeábamos… Hasta que otro orgasmo convulsionó a Milagros, presa de la más gozosa de las felicidades.

             —¡Otra vez señorito, sí, otra vez, qué bueno! ¡Por lo que más quiera no se pare ahora!

            Claro que no lo iba hacer. Sabía que no lo iba hacer. Mis genitales se hubieran negado a hacerlo, regocijados en la cantidad de satisfacción que estaban recibiendo.

            La joven mujer se sacó la polla, se tumbó en la cama, medio derrengada, y abrió sus piernas todo lo que pudo.

            —Estoy agotada, señorito –balbucía–; pero quiero más. Quiero todo lo que usted pueda darme hasta que me riegue–. Póngase encima de mí y entiérrelo todo en este coñito agradecido –rogó–.

            Y cumplí sus deseos al pie de la letra. Cuando de nuevo sintió mi verga hinchada en el interior de su sexo, creía volar de una locura de placer maravilloso.

            —Tiene una polla señorito, que si se supiera lo bien que usted maneja todo ese tamaño, habría cola en su cuarto para que no quede un coño en el que no haya entrado. Pero descuide, se sabrá; Milagros se encargará de eso –prometía–.

             Y la seguí penetrando moviendo mis nalgas con ritmo y con agilidad, golpeando mis testículos las suyas, llenándola toda de verga, que ya empezaba a sufrir los primeros síntomas de una corrida que se afanaba por su erupción.

            —Aprende muy rápido, señorito –gruñía la joven que yacía debajo de mí–, y eso le gusta mucho a Milagros, créalo. Pero no se corra todavía, aguante un poco más que ya me viene a mí –Adivinó ya ella que no me quedaba mucho–.

            Apreté los dientes y seguí acometiendo ese coño fruto de mi placer, y mi asistenta pronto asistió a su tercer orgasmo. Explotó toda ella, igual que lo hace un objeto que se cae al suelo y se desparraman sus pedazos.

             —¡Sí señorito, esto es la gloria! –Exclamaba, dejándose llevar por esa nueva venida–.

            —A mí también me llega –anuncié jadeante, extenuado por toda la vorágine sexual de aquella tarde, mientras la extraía de su fruitivo refugio, para que mi instructora no se alarmase de que me derramase dentro–.

            —En mi boca, señorito. Quiero toda su leche otra vez en mi lengua, mezclada con mi caldo –exigía ella, fuera de sí–.

            Y como una gata que se lanza a un ratón, ella hizo lo propio apresando mi verga, hundiéndola casi en su garganta, con el tiempo justo para que, entre espasmos, mi corrida saliese disparada envolviendo su lengua. Con la boca tapada por mi mano, para evitar ser oído, lancé un auténtico graznido, a la par que la boca femenina recibía los chorros de leche. Los degustaba, mezclados con su propio néctar, dejándome la pija limpia de nuevo, una vez que lo hube vertido todo. Se sacó la polla, y yo caí sin fuerzas en el colchón. Ella se tumbó a mi lado, y espero a que mi soplo fuera normal.

            —Hay algo que aún debe saber, señorito Daniel –se arrancó Milagros, ya repuesto su aliento–. Esto que estamos haciendo es muy peligroso, pues la leche que usted suelta por la polla puede dejar embarazada a una mujer…

—Eso ya lo sabía –la interrumpí, triunfante–.

—Seguro que sí, Señorito –proseguía ella–. Pero, tal vez lo que desconozca es que aunque no se corra dentro del coño de una mujer, la polla de los hombres siempre suelta algo, y eso es lo que supone un riesgo de embarazo.

Yo me quedé mudo. Eso sí que lo desconocía. Pero ya no se me olvidaría jamás. Mi acompañante, al ver la cara de susto que tenía, después de haber sido consciente que había existido ese riesgo con ella tras haberla penetrado, me tranquilizó con lo que me dijo a continuación.

—Pero no se preocupe por nosotras. Doña Virtudes se ha encargado bien de que en las criadas que ella contrata no exista ese riesgo. Así que nos puede follar a gusto.

Quise preguntarle tantas cosas. Quise saber cómo podía ser posible eso, cómo podía existir un placer tan mágico como el que proporcionaba el sexo, y, sin embargo, no podría practicarlo con otras mujeres fuera de la casa pues podría dejarlas embarazadas, cómo podía ser posible que ellas no quedasen embarazadas… Todo se eso me aturdía, sin embargo no quise preguntar nada.

            —Es usted una fiera sexual, señorito –sentenció con un hondo suspiro, sacándome de mis pensamientos–. Yo sólo tuve que enseñarla a salir fuera, pero siempre ha estado ahí –se reafirmó–.

            —Tú también has sabido estar a la altura, Milagros. Debes sentirte orgullosa.

            —No crea que sin esfuerzo, señorito –comentó con un mohín de mimo–.

            Le besé los labios, dejando que nuestras lenguas se saludaran otra vez, con el mensaje de que había disfrutado todo lo que ella se había propuesto que disfrutara. Aunque todo me hacía indicar que la mujer estaba ahíta de sexo, pregunté, no obstante, fiel a mi pretensión de saber si yo había sabido dar lo que había recibido.

             —¿Has quedado satisfecha, Milagros?

             —¿Bromea, señorito? –Preguntaba estupefacta–. Tengo el coño escocido, me molestará todo el día, cada vez que me siente; pero no me arrepiento, porque ha merecido la pena. He tenido sexo para una eternidad. ¿Le parece poca satisfacción?

            —Supongo que está bien por ahora. Esta noche te buscaré –insinué irónico–.

             —¡Ah no, señorito, olvídese! –Se mantuvo tajante–, aunque tenga que esconderme en el último agujero de la finca. Ahora mismo mi chocho no soportaría ni el más delicado de los besos. Pero descuide, que aunque dudo que le queden ganas, no creo que se quede sin ninguna posibilidad –remató con una carcajada–.

            Y se me ocurrió una última maldad. Después de sopesarla bien, y que ninguna alarma de riesgo saltase en mi interior, me acerqué al sexo de Milagros y deposité ahí el más fino beso que supe darle.

            —Por caridad señorito… –murmuró Milagros, con un guiño mimoso, que me hizo ver que había entendido y aceptado mi broma–.

            Sonreímos y nos besamos en la boca con ternura, otra vez sintiendo la lengua de cada cual. Milagros me miró con una expresión que no supe descifrar, y, poniéndose muy seria, dijo la frase más enigmática que yo la oyera hasta ese día.

            —Deberían obligar a todas las mujeres de la tierra a desfilar donde usted esté, para adorar a esa magnífica polla como a un dios, so pena de penuria infinita.

            Y ya nada más. La tarde se apuraba. La habitación estaba revuelta y olía a orgía. Y, como si mi sirvienta tuviera doble personalidad, y en aquel instante recobrase su condición, se levantó, se fue al baño, se aseó, se puso su uniforme, sin que pudiera ponerse ella sola el corsé (pediría ayuda más tarde), y me invitó a mí hacer lo mismo. Salí del baño, aún desnudo pero aseado y me vestí. Cuando mi asistenta me vio listo, aún me hizo una pormenorizada última revisión, colocando lo que no le parecía que no estaba colocado, y alisando lo que le parecía que no estaba alisado. Le gustaba hacer eso, ése y otros, eran sus detalles personales, su muestra de cariño hacia mí y no sólo un comportamiento como simple criada. Me cepilló el pelo, y, por fin me dijo:

            —Ahora si está listo, señorito. Parece, incluso, que ha sido un niño bueno toda la tarde. Yo sé cómo borrar esas huellas, estoy acostumbrada a hacerlo.

            Sé que eso se le había escapado. También sé que no le importó que así fuera, dada la confianza que habíamos desarrollado. Sólo sonrió con esa complicidad que ella sola tenía.

            —Lo mejor es que vaya bajando, señorito –me hacía ver–. Yo voy a ventilar su dormitorio, y a ordenarlo todo. Huele a su polla y a mi coño: parece que hubieran follado dos leones.

            —Creo que he sido un niño muy bueno para ti, Milagros. Y me encanta el olor de tu coño, y su sabor también. Y no te quepa ninguna duda de que hemos follado como leones –añadí como despedida–.

            Milagros me dedicó su mejor sonrisa, la que guardaba para quienes apreciaba de corazón. Y con esa imagen, salí de mi cuarto, dejándola en sus tareas.

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