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Siete días de abril (6: Otra dualidad)

en Amor filial

6: OTRA DUALIDAD.

Mi cabeza aún recordaba la majestuosa noche con dos de mis hermanas, mientras, subidos de nuevo en el coche de mi padre, ascendíamos por el país luso hasta una localidad costera llamada Figueira da Foz, que sería nuestro siguiente destino. Como siempre, mi madre iba al lado de mi padre, que conducía; pero esta vez mis hermanas quisieron ir juntas en la segunda fila de asientos; por lo que yo iba solo atrás del todo. No me importó eso, en absoluto, porque así podría recordar con mayor intimidad, cada situación fruitiva que había disfrutado desde que saliéramos de casa. Y por mi mente pasó cada segundo de placer de nuevo. Sabores, excitaciones y orgasmos fueron recordados con la pausa necesaria para sentir ese gustillo agradable que luego queda. Aún quedaban muchos porqués que contestar dentro de mí, pero algo me decía que con tiempo, iría obteniendo todas las respuestas que aún se me escapaban.

Al fin llegamos. Después de situarnos en nuestras habitaciones, y de una reconfortante ducha, dimos un paseo. Aquel sitio no era muy grande; pero tenía una playa enorme de kilómetros, que daba una posibilidad extraordinaria a encontrar sitios totalmente aislados y alejados de cualquier presencia humana. Aún era abril, demasiado pronto como para que el arenal estuviese masificado, y daba una envidiable sensación de poderse perder en él, lejos de cualquier mirada indiscreta.

MI mente maquinaba tan deprisa como se venían precipitando los acontecimientos. Lo que yo ignoraba era que no era el azar quien los disponía. Estaba teniendo una semana llena de sexo, pasión y desenfreno con mis hermanas, e incluso mi madre: y no sólo ocurría eso de forma alucinantemente real, sino que entre todos se lo contaban y todo parecía normal. Aquella semana estaba siendo superior a la mayor de mis fantasías. Gozaba y era lo que importaba, independientemente de que el deleite sexual fuera con mi familia.

Después de comer yo me quise ir a la playa. Mi padre dijo que se quedaría en el hotel, descansando. Habían sido muchas horas al volante y necesitaba reposo. Nadie más se quiso apuntar a mi idea, aunque tampoco había sido declinada abiertamente. No quise esperar más respuestas ni resoluciones a decisiones dubitativas. Cogí mi traje de baño, mi toalla, mi crema para la protección solar, y salí disparado. Era una tarde reluciente y soleada, que invitaba a tumbarse en aquella interminable arena.

Me quedé dormido. Una voz femenina me despertó.

—Joder, Rodri, no haces más que dormir.

Me incorporé con pereza, alcé la vista y pude divisar a Berta. Se estaba situando a mi lado, en su atractivo bikini, extendiendo ya su toalla al lado de la mía.

— ¿Los demás se han quedado durmiendo la siesta? –Atiné sólo a preguntar, antes de saludarla siquiera –.

—Papá ya dijo que quería descansar. Y mamá y las otras seguro que se han quedado recordando lo que han hecho contigo –contestó ella, sin la más absoluta de las sorpresas, como si aquello fuese lo más normal y cotidiano del mundo –.

Me quedé pensativo. Ya estaba acostumbrado a que se lo contasen entre ellas, hasta el último detalle. Lo que aún me seguía sorprendiendo era que todo aquello no supusiera ninguna extrañeza para nadie. Berta ya se había sentado en la toalla, y me miraba. Yo me encogí de hombros, tan sólo. ¿Qué podía decir a esa evidencia? Aunque no había mucha gente a nuestro alrededor, aún Berta se acercó mucho a mí, hasta que sus labios quedaron pegados a mi oído, para decirme:

—No sabes cuántos hombres habrá, que darían mucho más de lo que tú crees por disfrutar lo que tú has tenido: dos mujeres para ti solo. Sé que para ti ha sido lo máximo, créeme que para nuestras hermanas también.

Nos quedamos luego en silencio. Mi hermana estaba boca arriba, con los ojos cerrados. Yo no dejaba de contemplar su figura, y la parte de su piel que su bikini me permitía. Su escote ya se había puesto bermejo, y llamé su atención sobre ello. Ella abrió levemente los ojos y se miró, comprobando efectivamente, que el sol la estaba lastimando. Se incorporó, sacó un bote de protección solar y se lo aplicó. Yo no me perdía detalle de su hacer, cómo acariciaba esos pechos que yo ya conocía. Se tumbó de espalda y me dijo que le extendiese la crema por donde ella no llegaba. Y así lo hice. El sentir su piel bajo mi mano hizo que de nuevo tuviese una erección. Cuando acabé, me situé en mi toalla sin ocultar mi estado. Después de todo lo que había sucedido, sería ridículo que lo hiciera. Berta lo apreció y sonrió, como si el hecho de mi excitación supusiese algún tipo de triunfo para ella. Después, su vista se perdió en la nada: parecía pensativa. Al cabo de unos segundos me habló.

— ¿Te apetece dar un paseo por la arena?

Su mirada era una súplica de una respuesta afirmativa por mi parte, su gesto había convertido la pregunta en retórica.

—Vale –dije yo, asumiendo que eso era lo que Berta quería oír –.

Ambos nos levantamos y ella tomando mi mano, me guió. No había un rumbo fijo; pero en mis sospechas, adivinaba que Berta buscaba un sitio aislado. Aquella playa era la más grande que hasta entonces yo había visto. Después de mucho caminar, llegamos a una ubicación protegida por unas rocas, que evitaba ser visto; salvo que alguien se llegase hasta ahí expresamente. Ese supuesto era improbable, porque la mar estaba lejos de donde ahora nos encontrábamos. Mi hermana se detuvo y se sentó, sin soltarme la mano. Yo la imité.

—Admiro tus catorce años –me decía –; tienes una facilidad para empalmarte envidiable. Y admito que verte la polla así también me ha calentado –proseguía ella –. Mira como tengo los pezones –concluyó, quitándose la parte de arriba de su dos piezas, y mostrándome sus pechos –.

Y, tal y como decía ella, se advertían sus dos pezones duros e inhiestos, apetecibles hasta para la más inapetente de las personas. Sin embargo ella no dijo más y se apartó unos centímetros de mí, como si temiese que mi mano se incursionase por donde ella no deseaba. Todo ello evidenció que mi hermana no quería que la tocase. Y no lo hice. Nos quedamos tal cual estábamos, ella con sus senos al aire, y yo sin quitar ojo.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Sólo sé que fue mucho. Hasta que Berta pareció despertar de una larguísimo letargo. Se volvió a poner la parte superior de su bikini; y, percibiendo que yo seguía con la boca abierta, me habló.

—No te preocupes Rodri, sé que te he excitado. No soy ninguna calienta pollas. Esta noche habrá algo para ti.

Aún amagó con decir algo más. Pero finalmente no lo hizo. Se levantó, y mis ojos la pudieron observar de abajo arriba en todo su esplendor. Como yo permanecía en mi estupor, ella pidió que volviéramos a donde habíamos dejado las toallas. Y así lo hicimos. No estuvimos mucho más rato en aquella playa. Hacia las seis de la tarde, los dos ya estábamos cansados, y con la excusa de que los demás ya se habrían despertado de la siesta, Berta dijo que lo mejor era volver. Lo recogimos todo y nos encaminamos al hotel, en busca de una ducha y de los demás miembros de la familia.

Cuando llegamos al hotel mi padre se hallaba ya en el hall, seguramente esperando por Paula, Sonia y mi madre. Al divisarnos nos sonrió y nos dijo que se irían a tomar algo a un pub que no estaba muy lejos. Después de nuestra ducha les encontraríamos allí. De camino a nuestras habitaciones nos cruzamos con el resto de las mujeres, que listas y preparadas iban en busca de mi padre. Las tres me miraron con una picardía difícil de explicar, pero todo quedó en eso. Nos detuvimos unos segundos en un descansillo de la escalera y Berta les dijo que ya sabía dónde los encontraríamos después de que estuviésemos listos. Mi madre afirmó con la cabeza, y las tres siguieron su camino. Cada uno siguió su rumbo. En el pasillo Berta y yo nos despedimos y nos duchamos en nuestros cuartos, aunque mi deseo era tal, que hubiera preferido hacerlo con mi hermana, sin importarme las consecuencias.

Terminó ella mucho primero que yo, y cuando salí para vestirme ella estaba sentada encima de la cama.

—Qué tardón eres, hermano –me dijo –.

Yo, ni siquiera había sido consciente del tiempo transcurrido, pero advirtiendo que Berta estaba ya lista, decidí vestirme lo más rápido que pude. Mi acompañante no me quitaba ojo de mi miembro, que caía ligeramente semi erecto. Su mirada lasciva hizo que se empinase un poco más, y, antes de ponerme el calzoncillo, ella se acercó a mí, me tomó la polla con la mano, y besó mi glande. Después se lo introdujo en la boca y le dio una leve mamada. Ni que decir tiene que eso hizo que mi erección fuese ya absoluta.

—Lo siento, Rodri, no pude evitarlo, estaba tan apetecible… –se disculpó –. Te prometo que esta noche tendrás tu compensación.

—No te preocupes –la tranquilicé yo –; me ha gustado que lo hicieras aunque me hayas dejado empalmado.

Ya listos nos encaminamos al lugar en donde habíamos establecido la cita. Al cabo de diez minutos, ya nos hallábamos todos juntos, disfrutando de una cerveza bien fría. Esa tarde no tuvo especial trascendencia. Estuvimos bebiendo cerveza y paseando hasta la hora del a cena. Después, nos encaminamos hasta una discoteca, que ya habíamos visto antes paseando, y allí seguimos divirtiéndonos. No solíamos trasnochar en exceso, y a una hora prudencial, todos decidimos irnos a acostar. He de reconocer que yo me hallaba ligeramente excitado, por la idea de lo que me esperaba esa noche, según promesa de Berta. Pero todo el mundo actuaba con una naturalidad tal, que llegué a dudar de las palabras de mi hermana. Llegamos al hotel y cada uno se alojó en sus habitaciones: mis padres en la suya, mis tres hermanas en la propia; y yo me vi solo en mi cuarto. No obstante, dejé la puerta sin pestillo, para que, quien quisiese, pudiese entrar. Me desnudé y me acosté, pero nadie vino. Al final un leve amodorramiento me fue sumiendo en el sueño.

No puedo precisar cuánto tiempo transcurrió, porque yo había dejado de ser consciente. Pero noté unas manos que acariciaban mi cuerpo. Aún en ese espacio entre la vigilia y el sueño, advertí que me habían destapado, y la respiración de dos mujeres estaba muy próxima a mí, mientras que sus manos recorrían toda mi piel entera. Me espabilé más y di un salto en la cama. Encendí la luz todo lo deprisa que pude, y ahí estaban mi madre y Berta.

—Shhh, no hagas ruido Rodri, no querrás que todo el hotel se entere –dijo mi madre, mientras llevaba su dedo índice a los labios –.

Las dos mujeres estaban subidas en mi cama, completamente desnudas. Estaban de rodillas y al despertarme habían erguido sus cuerpos, para que yo apreciase su anatomía. Berta se acariciaba los pechos y mi madre con una mirada lasciva buscaba mi polla entre mis piernas, que poco a poco despertaba. La asió con su mano derecha, mientras que de reojo miraba a Berta, que se seguía acariciando los pezones ya muy duros.

—Dámelos a mí, hermana –dije en un arrebato de osadía –. Deja sentir mi lengua en ellos para tu mayor deleite.

Y ella, sin decir nada, se acercó a mí y puso sus tetas muy cerca de mi boca. Primero rocé con mis labios su busto, dibujando con ellos toda su curva. Después hice lo propio con los extremos, y cada roce de mi boca le proporcionaba un respigo. Finalmente los lamí, sin ninguna prisa, rodeándolos primero, sintiendo la turgencia de su areola, y notando después su dureza en la punta de mi lengua. El gesto de Berta era todo un poema y evidenciaba que disfrutaba de mi caricia oral. Entre tanto, mi madre me había empezado a dedicar una suave masturbación que había hecho que mi pene alcanzase su máxima dureza.

—Mira cómo se la ha puesto la polla a tu hermano, Berta –llamó la atención de mi hermana mi madre –.

La aludida fijó su mirada en mi erección y se mordió el labio inferior.

—Ufff –suspiró –. Entre la lamida de pezones que me está dando y esa polla durísima, tengo el chocho que es agua hirviendo.

Mi madre sonrió, satisfecha, de ver que su hija disfrutaba de lo lindo.

—Ven cielo –le decía a mi hermana –. Chúpale un poco la polla, que yo quiero sentir cómo me come a mí también los pezones.

Y Berta no dudó un minuto, ni tampoco hizo esperar a mi madre. Se separó de mí, se situó entre mis piernas, y después de acariciarme el miembro con su mano, subiéndola y bajándola unas pocas veces, la engulló entera. Al tiempo, mi madre había colocado sus tetas en la posición que antes había estado Berta, y pude alcanzar con mi lengua sus puntas, mucho más grandes que las de la otra. El trabajo que me estaba haciendo Berta era tan sabio que no pude evitar empezar a jadear, mientras que su boca engullía y dejaba salir mi pija, sintiendo en el glande el roce de sus labios y su lengua sabia que sabía lo que hacía. También percibía los jadeos diáfanos de Mariví, por el placer que recibía de mi lengua, y por el ambiente de sexo que ya se había formado.

—Me quema el coño –oí decir a mi madre, al tiempo que se separaba de mí, para colocarse a horcajadas en mi cabeza, dejar su sexo expuesto a mi boca, inclinarse sobre mi cuerpo, y colaborar con su hija en la felación –. Cómemelo todo, Rodri –casi me ordenó –, que tu hermana y yo te vamos a dar una mamada que jamás olvidarás.

Y, como buen hijo, obedecí. Le abrí bien las nalgas y metí mi lengua entre ellas. Mariví, al sentir ese contacto casi gimió, mientras susurraba un ¡oh Dios, mi niño!, absolutamente perceptible. Hasta su ano habían llegado sus gotas de flujo, que recogí sin dudarlo, degustando ese manjar. Después de lamer unos segundos su esfínter, fui subiendo certeramente hasta encontrar su vagina abierta como la boca de una mina. Y mi lengua fue explorando los pliegues de su vulva, se adentró en su cueva, empapándose con su néctar, y sintiendo las paredes blandas. Mi madre ya aullaba, aunque moderando su volumen de voz.

Entre tanto, volvía a sentir dos bocas femeninas en mi verga al mismo tiempo. Mi madre y mi hermana se turnaban a la hora de metérsela a la boca, cada cual tenía un estilo propio de succionar, no sabría decir quién lo hacía mejor: simplemente eran diferentes, pero las dos me proporcionaban un placer colosal. Cuando Mariví me la chupaba, Berta tenía, por la posición, a su total disposición mis testículos y el perineo, que lamía con sabiduría y glotonería. Y yo ya no podía reprimir nada. Y mis suspiros que hacía rato se habían convertido en jadeos, eran ahora gemidos.

—Eso es mi niño –oía la voz afectada de mi madre –, disfruta todo lo que puedas, que cuanto más placer me estés dando más recibirás cielo.

Envueltos en ese clima de placer y excitación, por fin me aventuré a buscar el clítoris hinchado de mi madre. Al notar mi lengua ahí, ella apretó los glúteos y tensó las piernas, pero no las cerró, permitiendo, con todo su coño abierto al máximo, que mi lengua acariciase todos los rincones de su adorable sexo.

Aquel botón inflado y endurecido, sobresalía nítidamente, lo que permitía que mi lengua le dedicase las más exquisitas caricias. Lo lamía rápido y seguido, frotándolo bien, mientras mi madre se deshacía de placer.

— ¡Me corro, Rodri, no te pares ahora por Dios! –Suplicó –.

Y claro que no me detuve. Le seguí lamiendo hasta que sentí sus espasmos en mi propia boca y un chillido ahogado llenó mi dormitorio.

—Ha sido brutal –pudo decir, después de que se recuperara –.

—Ahora me toca a mí, Rodri –se apuntó enseguida mi hermana –. Hazme correr como lo has hecho con mi madre, lléname de gozo, hazme gritar histérica.

Y cambiamos las posturas. Mi madre lo organizó. Mariví se había tumbado en el suelo, cerca de la cama. Berta se había sentado al borde de la cama, con las piernas muy abiertas. Y yo me había dispuesto de rodillas, encima de la cara de mi madre, y con la boca al alcance de la entrepierna de mi hermana. Lo primero que sentí fue la boca de Mariví tragarse toda mi polla, que seguía muy dura. Su mamada era magistral, y yo no me quedé quieto. Enterré mi boca entre los labios verticales de Berta, y degusté con mi lengua su intenso flujo, en mayor abundancia que el de nuestra madre. Se la introduje todo lo que cupo en el fondo de su chocho, y después de saborear bien su líquido, ascendí hasta su clítoris, que me esperaba sobresaliendo y deseoso. Y lo lamí con el mismo deseo que lo había hecho antes con su madre; y lo froté con el mismo esmero que lo hiciera con quien nos pariera. No tardó mucho en correrse, afortunadamente, porque el trabajo que me estaba haciendo mi madre, iba a suponer mi propio orgasmo sin demasiada demora. Con un chillido agudo, enmudecido con su propia mano, para que no se oyese demasiado, Berta reivindicó su placer.

Nos levantamos todos. MI madre me tumbó en la cama, y las dos mujeres se dispusieron una a cada lado.

—Sólo te quedan nuestros chochetes por ser follados por tu polla –me decía –. Y nos los vas a perforar a las dos. Primero Berta se va a subir encima de ti y te va a cabalgar, y luego tú me la meterás a mí por detrás –anunció –.

Y así fue. Después de colocarme un preservativo, Berta se situó encima de mi verga, abrió sus piernas, la tomó con sus manos, la guió con sapiencia, y se la clavó de un solo empujón. Se inclinó sobre mi cabeza, y mientras me comía la lengua con la suya, los dos empezamos un vaivén al principio desacompasado, pero que enseguida conseguimos acoplar. Nuestros movimientos estaban en total armonía, mientras Mariví se había colocado detrás. Sentía su lengua acariciar desde mi ano hasta mis testículos, y por las palabras de Berta supuse que a ella le hacía lo mismo.

— ¡Sí mamá, cómemelo todo! –Gritaba mi hermana mientras nosotros nos seguíamos moviendo al mismo ritmo.

Después de largos minutos en ese frenesí, volví a oír gritar a la más joven de las dos: se había corrido de nuevo.

Ahora era mi hermana la que yacía en la cama. Mi madre había colocado su coño encima de su cara, y se había volcado para dejar a su alcance el de su hija. Su culo y su chocho se me ofrecían abiertos. Cuando la iba a penetrar, Berta me apartó las manos, y fue ella quien guió mi pija hasta su entrada. Y mientras yo follaba a Mariví, ella devoraba el sexo de su hija, al tiempo que Berta lamía el clítoris de su madre, y mis testículos cuando chocaban con las nalgas. Jadeábamos y gemíamos los tres al unísono; hasta que los jadeos y gemidos de ellas se volvieron de nuevo chillidos (primero Mariví y luego Berta), anunciando sendos orgasmos. Yo había conseguido milagrosamente contenerme; pero estaba casi a punto, y las dos mujeres lo sabían.

Así que, de nuevo me hicieron tumbarme en la cama, boca arriba, con mi verga apuntando al techo, me quitaron el profiláctico, y se emplearon con mi polla en su mejor mamada, turnándose entre ellas; hasta que no pude aguantar más, y con un alarido audible en todo el hotel, que no pude reprimir, solté toda mi carga, en las caras y bocas de ellas, que se habían quedado quietas, con sus lenguas en mi glande, esperando toda mi leche.

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