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Humedad caribeña (2: La luz del Caribe)

en Amor filial

2: LA LUZ DEL CARIBE.

Dormí toda la noche de un tirón. Tantas horas de vuelo y la diferencia horaria, me habían dejado exhausto. ¿O había sido también la felación que mi hermana me hiciera? El caso es que no me desperté hasta que no noté una luz brillante como ninguna, invadir todo el ámbito donde había roncado a gusto. Apenas si había abierto los ojos, cegados por tanta luz, cuando oí la voz de Evelina que me hablaba.

—Despierta dormilón, que hace horas que ya ha amanecido. Y no te vayas a enfadar conmigo, ¿eh?, que ha sido mi madre quien me ha dicho que te despertara.

Cuando me pude acostumbrar al cegador sol que ya lo había invadido todo, pude distinguir a mi sobrina, aún en la ventana. Llevaba un camisón finísimo, y al estar a contra luz, noté perfectamente la silueta de su cuerpo. Sus pechos con sus pezones turgentes, y el vello de su sexo. Y lo irremediable sucedió. Una erección matinal se hizo presa de mí. Afortunadamente aún estaba tapado, por lo que no se notaba, aunque yo advertía cómo mi miembro ya palpitaba. Evelina se acercó hasta mí, y no fue cuando estuvo muy próxima que advertí en ella una sonrisa encantadora.

—No seas vago, Santi, venga, arriba, que tu hermana ya está preparando el desayuno.

Y, diciendo eso, retiró la sábana hacia atrás, dejando toda mi desnudez a sus ojos, y mi total erección a su sorpresa. Dudó unos segundos. Pareció que iba a disculparse, pero después optó por comportarse con total naturalidad.

—Vaya, sí que hemos tenido sueños agradables esta noche… –Comentó–. Guardó unos segundos de silencio y luego prosiguió:

—Y no tengas pena, no es la primera vez que veo una verga bien parada, aunque no como esa –añadió finalmente, con una sonrisa–.

Yo estaba mudo, ella se acercó más a mí y me la acarició. Luego la tomó con su mano brevemente, y después salió. Tardé aún unos segundos en salir de mi asombro, hasta que recobré agilidad, me puse un pantalón corto de tela fina (mala elección, muy mala elección, pues aún se notaba mi erección), y me dirigí al baño e hice mis necesidades. Afortunadamente, la erección bajó. Pero cuando me vi en el espejo con el pantalón, aprecié que se notaba todo mi miembro balancearse como un badajo, en estado morcillón.

— ¿Ya estás levantado? –Oía decir a mi hermana en su cuarto –, y yo, como siempre con la puerta abierta–. Pues vamos a la cocina que el desayuno está servido.

Sin decir nada, ni mirarla siquiera (no quería ver una imagen que me provocase de nuevo), me dirigí a donde ella me había indicado.

Evelina ya estaba sentada, desayunando, con ese camisón. Yo me senté en medio, y el sitio que quedaba lo ocupó Inma, que llegó a continuación. Fue entonces cuando la pude ver bien. Iba con una camiseta que le llegaba a medio muslo. No llevaba sujetador y los senos se le notaban a la perfección, con sus oscuros pezones destacando. Noté como mi erección amenazaba de nuevo, y me puse la servilleta en el regazo, disimulando todo lo que pude. Desayunamos a gusto y mientras las mujeres se interesaban por cómo había descansado, notaba que ahora eran ellas quienes tocaban mis piernas ¿sin querer?, haciendo que casi fuera imposible que no reaccionase. Las dos mujeres se estiraban y hacían cualquier gesto que evidenciara que sus senos se marcasen en las ropas que llevaban. Y mi pene ya estaba, inevitablemente duro. Y cuando me tuve que levantar la evidencia era ya imposible de disimularse, sobre todo con la prenda que había elegido yo para esa mañana.

Al Principio las dos se quedaron mudas. No quitaban ojo de mi paquete al máximo tamaño. Luego fue Inma la que ironizó.

—Vaya hija, parece que le gustamos a tu tío –dijo riéndose–. Lo que él no sabe es que no somos de piedra y esa visión así, es toda una tentación.

Podía oír la risita de Evelina al comentario de la madre. Lo que no sospeché es que ella le pudiera seguir el juego.

—Ya lo creo mamá –contestaba aquélla–. Y nosotras tanto tiempo sin un hombre. Es una tortura lo que nos hace Santi.

—No será para tanto –dije yo rápidamente, intentando quitar hierro al asunto–.

Pero lo que ignoraba era que las dos mujeres estaban realmente excitadas, y ya no tenían freno.

— ¿Qué no? –Saltó enseguida mi hermana–. Para que te lo creas de una vez mira cómo me has puesto los pezones –añadió–. Y, sin ningún pudor, se despojó de la camiseta–.

Y mi sorpresa fue mayúscula, cuando advertí que tampoco llevaba bragas. Dos pezones como dedos me apuntaban, y una pelambrera muy negra pero bien recortada, hacía que todos mis deseos se disparasen. Y mi polla ya estallaba ahí dentro.

Y mis temores fueron ciertos, cuando comprobé que la cosa no quedaba ahí, porque Evelina, también ardiendo de calentura, no se quedó atrás.

—No eres la única mamá –corrió a decir ella–. Mira también cómo estoy yo.

E imitó el gesto de su madre quitándose el camisón y quedándose completamente desnuda. Tenía los senos de igual tamaño que mi hermana, y los pezones (como agujas) y su vello púbico un poco más oscuro aún. Las dos se habían acercado a mí completamente desnudas, con las puntas de los senos muy duras, como astas de toro, y seguro que sus sexos ya húmedos. Y mi verga explotaba literalmente bajo la fina tela del pantalón.

— ¿Ves lo que nos has provocado? –Dijo mi hermana llevándome una de sus manos a su entrepierna, ya definitivamente rotas todas las inhibiciones que pudieran quedar. Estaba chorreando–.

—Y mira cómo estoy yo –no quiso ser menos mi sobrina, imitando el gesto de la madre–. Su coñito también manaba abundante flujo.

Yo ya no sabía ni qué decir ni qué hacer. Sólo acertaba a acariciar el sexo de madre e hija todo lo que esa postura me permitía, mientras ellas emitían bufidos.

Fue Evelina quien dio el siguiente paso. Yo no esperaba que ella fuera tan audaz, ni tampoco sabía cuál sería la reacción de Inma. Me quitó la mano de su sexo, me desabrochó el pantalón, y me lo bajó hasta los tobillos. Luego yo me despojé de él, de una patada, dejando mi pene, tieso, a sus ojos.

—Así está mejor –dijo ella–, no es justo que no podamos admirarlo. Además el pobre sufría mucho ahí metidito.

Miré para mi hermana, se mordía los labios y su deseo parecía ya al límite.

— ¿Has visto mamá que verga se gasta tu hermano? –Le preguntaba ella mientras me la acariciaba–.

—Sí hija, lo veo –contestó, llevando también su mano a mi dureza–.

Y ambas empezaron a acariciármela al principio, y luego comenzaron una leve masturbación. Se agacharon, y sus caras casi tocaban mi dura polla.

— ¡Qué dura la tiene, mamá! –Exclamaba Evelina con asombro–.

—Sí, hija, muy dura –confirmaba Inma–, y creo que el pobrecito necesita desahogar –añadió–.

Tras esas palabras sus manos incrementaron el movimiento, y yo ya notaba el placer que me estaba produciendo la paja que recibía de ellas. De vez en cuando, mi hermana, levantaba los ojos y buscaba los míos, y después le hablaba a su hija:

—Así cielo, él está disfrutando, hagámosle regarnos.

Pero el desenfreno estaba ya desatado, y no se quedaron ahí. MI hermana acercó su boca a mi duro pene, besó despacio la cabeza primero, la lamió luego, para metérselo en la boca, mientras su hija me acariciaba los testículos. Posteriormente, en un gesto que ya denotaba lo que me esperaría esa estancia en su casa, se la sacó de su boca y la compartió con Evelina, que imitaba a su madre en cada uno de los movimientos que la había visto hacer. Yo sabía que no iba a durar mucho más así, y se quise advertirlo.

—Como sigáis así, lo voy a manchar todo dentro de nada.

Yo ya sabía, por lo del día anterior, que a Inma no le importaba recibir la descarga en su boca, pero lo había anunciado por si a Evelina le resultaba desagradable. Ninguna de las dos cesó en su empeño, y lo que tenía que suceder, sucedió: un chorro de esperma se precipitó a la boca de Evelina, que era en ese momento quien la estaba mamando. Ella se la quitó de la boca y el siguiente chorro las salpicó a las dos, pues Inma estaba casi con la cara pegada a la de su hija. Las últimas gotas, cayeron en ambos rostros, pues las dos habían sujetado mi polla hasta exprimirla al máximo. Cuando ya no salía más, Inma se la metió en la boca y me la dejó totalmente limpia. Ambas mujeres tenían los labios la nariz y la barbilla impregnadas con mi semen. Las dos sonreían y se miraban, y, en el gesto más audaz al que había asistido hasta entonces. Inma le limpió con la lengua los restos de mi corrida a su hija, que se dejó hacer, para después ella repetir la misma operación.

— ¡Vaya manera de correrte, Santi! Menuda cantidad de leche que has echado –me decía Evelina sorprendida, mientras su hermana me guiñaba un ojo, pues ya había comprobado cómo era mi eyaculación la noche anterior–.

Y después nada más. Como si aquello hubiera sido un paréntesis en mi estancia con ellas, como si sólo hubiera ocurrido en nuestro imaginar, Inma limpió lo que había caído al suelo, y nos dijo que nos ducháramos y arregláramos, mientras ella recogía lo del desayuno. Evelina anunció que ayudaría a su madre, que aprovechara yo para ducharme, mientras las dos terminaban la cocina. Y así lo hice. Cuando hube acabado, me vestí en la habitación de mi hermana, con una camiseta, un pantalón corto y unas sandalias cómodas; y cuando salí ya las dos estaban esperando para usar el baño.

—Pasa tú primero hija, y no tardes –le dijo mi hermana–.

Evelina obedeció, y quedamos los dos en la salita, esperando que la otra acabase.

Permanecimos los dos en silencio. Inma me miraba entre azorada por lo que acababa de suceder, y satisfecha, de saber que a los tres nos había gustado tanto. Sin embargo no decía nada; así que decidí yo intervenir.

— ¿Estás arrepentida de algo? –Pregunté directamente–.

Mi hermana pareció extrañada.

—Quieres hablar en serio, ¿eh? No hay problema hermano, te daré mi opinión. No, en absoluto estoy arrepentida de nada de lo que ha sucedido desde que tú llegaste. Yo soy una mujer que me he encerrado en mí misma desde que murió mi marido. Tú eres el primer hombre desde entonces; porque ninguno ha merecido la pena, ni siquiera para eso. Tengo una libido tan alta como la tuya, me gusta tanto el sexo como a ti, con lo cual, no sólo no estoy arrepentida, sino que, además, estoy encantada de que eso haya sucedido. Y con respecto a Evelina, no temas por ella, tiene edad suficiente como para darse cuenta de las cosas. Además, ya hemos hablado ella y yo en la cocina, mientras tú te preparabas. Confía en mí, Santi, todo va bien. ¡Ah!, se me olvidaba: y no te creas que te vas a ir sin que mi coñito pruebe tu pollón, olvídate de eso, si es que alguna vez has pensado, que no sería así. No voy a dejar pasar de largo semejante palo, hermano –dijo, con su más dulce sonrisa en los labios–.

No tardó mucho Evelina en salir del baño. Lo hizo ya vestida. Se había puesto una camiseta ajustada, de tirantes, y una minifalda, con playeros blancos como calzado.

—Ya puedes pasar, mamá –dijo ella, entrando en el salón–.

Inma se levantó sin decir nada y se fue al baño. Quedamos mi sobrina y yo a solas. Como sucediera con la madre, mantuvimos silencio al principio, cosa que resultó algo tensa para los dos. En esta ocasión yo no me atrevía a decir nada, pues la confianza que tenía con mi sobrina, no era la misma que tenía con mi hermana. Fue ella, la que, para mi sorpresa, se arrancó a hablar acerca de lo que había pasado.

— ¿Te puedo pedir un favor, Santi? –Me preguntó ella, sin más–.

—Claro, cielo, dime

—Quiero que no te sientas incómodo por mí. ¿Me lo prometes? Mamá y yo hemos estado hablando de todo eso en la cocina, y estoy bien.

—No te preocupes –contesté yo sin dudar–. Sólo con saber que estás bien es suficiente para mí.

—Gracias, Santi –me dijo, con una sonrisa de alivio en sus labios–. Ahora soy yo la que te prometo que, antes de irte, te contaré algo que te dejará mucho más sorprendido –añadió ella, dejándome lleno de dudas–.

En seguida la conversación entre los dos se volvió intranscendente, hasta que apareció Inma, también ya arreglada. Se había puesto una ropa muy similar a la de su hija; y al ver mi cara, me aclaró que las dos usaban la misma talla, y solían comprarse ropa muy similar. En ese momento les propuse ir de compras, a lo que las dos mujeres aceptaron inmediatamente. Yo ya me imaginaba que no iban a rechazar mi propuesta.

Nos fuimos a un gran centro comercial, y allí las mujeres fueron felices entre un montón de ropa que les era de su agrado. Se llevaron todo lo que quisieron. No sabía cuándo volvería a visitarlas, y era consciente que en su situación, no les sería posible hacer esas compras habitualmente. Las mujeres estaban felices y radiantes. Comimos en el mismo centro comercial, y tras ello, regresamos a casa. Al llegar y nada más cerrar la puerta Inma, Evelina se abalanzó a mis brazos.

—Gracias, Santi, muchas gracias –me decía mientras se pegaba mucho a mí –. No sabes las ganas que tenía de renovar mi vestuario, y, sobre todo, de hacerlo con ropa de mí gusto.

—No tiene importancia –contestaba yo, mientras notaba sus pechos aplastarse contra mí–.

Mi sobrina me dejó de abrazar, pero permaneció junto a mí, mirándome muy fijamente.

—De sobra sabes Santi –continuaba mi hermana hablando–, lo que nos gusta a las mujeres la ropa, y que nosotras no nos lo podemos permitir, así que, de verdad, te estamos muy agradecidas.

Y posó sus labios en los míos con la vista fija de su hija.

—Me lo voy a volver a probar todo –dijo mi sobrina excitada, y corrió a su habitación–.

Inma se fue a su cuarto a guardar lo que había comprado, y yo me quedé sentado en el salón.

—Puedes entrar, Santi –la oía decir–, me da rabia que te quedes tú solo ahí.

Así que entré en su cuarto. La puerta estaba entornada y no llamé. Aún estaba acabando de recogerlo todo.

—Lo que más feliz me hace –comenzó a hablarme, cuando me oyó dentro–, es lo ilusionada que está mi hija.

Mientras decía eso se iba quitando la ropa, hasta quedarse completamente desnuda.

—No te importa que me ponga cómoda, ¿verdad? –Me preguntó con sus pechos apuntándome, con su pubis tan negro y bien recortado, mientras de sus ojos emanaba una luz difícil de describir–.

—Estás en tu casa –le dije–, ponte a gusto, hermana. Además me gusta verte desnuda o ligera de ropa, estás adorable.

Y ella se reía, girándose, modelando y exhibiendo todo su cuerpo. Sus nalgas redondas y prietas, empezaron a provocar mi excitación. Esa visita había sido la primera en la que había deseado a mi hermana, y a mi sobrina también.

—Ponte también cómodo, Santi. Quiero que te sientas como en casa.

No pude rechazar esa invitación, e, imitándola, me desnudé del todo yo también. Inma se había sentado en la cama, y había quedado como embelesada contemplándome, mientras yo permanecía en pie.

—Tú tampoco estás nada mal –dijo–. Tienes una polla que es la envidia de cualquier mujer, créeme.

Mientras me examinaba, se había empezado a acariciar los pechos. Sus pezones se habían vuelto puntiagudos. Eso y sus halagos, habían conseguido que mi miembro se irguiese, aunque no del todo.

—Túmbate a mi lado –me pidió, dando palmaditas en el sitio que me había dejado–.

Así lo hice. Estuvimos un breve rato paralizados, mirándonos, hasta que ella comenzó a acariciarme. Yo ya había perdido todos los retraimientos, a esas alturas, y me acerqué a ella y la besé. Mi lengua jugó con su paladar, se enredó en su lengua, y los suspiros de deseo de mi hermana eran ya irrefrenables. Me asió la polla, y ésta ya adquirió su máximo tamaño.

—Ufff, Santi, qué hermosura –me susurraba entre mis besos y sus caricias, ojeándolo de vez en cuando–.

Comenzó a masturbarlo, pero yo la detuve.

—Ahora te toca a ti, cariño –dije–. Yo ya me he corrido dos veces, y tú te has quedado con el coño empapado otras tantas. Ya es hora de que sea tu turno.

Inma se estremeció, y se abandonó a mí, dispuesta a disfrutar. La volví a besar, con la mayor lujuria que supe. Dejé que mi lengua acariciara cada centímetro de su boca. Y su lengua buscó la mía, ahíta ya de deseo. Mis labios resbalaron por su cuello, hasta llegar a sus dos maravillosos pechos. Los acaricié con ellos, dibujé su curva, y ascendí hasta su cima, para alcanzar los pezones. Primero los rocé con mis labios, después fue mi lengua quien los mimó, ambos, alternativamente. Los suspiros de Inma se habían vuelto evidentes, y de su garganta se oían los primeros gemidos. Así estuve un rato largo, sin tener ninguna prisa. Cuando me separé, los ojos de mi hermana eran fuego.

—Creo que hay inundaciones –me dijo en un hilo de voz–.

—Entonces habrá que hacer algo para remediarlo, ¿no crees? –Pregunté maliciosamente–.

—Sí, por favor –me rogó ella, entre jadeos–.

Lo primero que sintió, fueron mis dedos perderse entre sus muslos. Mi hermana abrió las piernas lo más que pudo, pero mi intención no era tener prisa. Sintió como mi roce iba subiendo por ellos hasta tocar sus labios, que incluso estaban ya empapados, y luego descendían. Por un momento creí que se desmayaría, su deseo ya en su punto máximo. No quise prolongar más su agonía, y acaricié con mi índice toda la extensión de su raja, muy mojada, y ella ya casi gritaba.

Después me situé con la cabeza entre sus piernas, y mi hermana ya lo adivinó todo.

—Cómetelo todo, te lo suplico. Bébete todo mi manjar ya, hazme gritar hasta que no pueda más –me urgía–. Quiero llenarte la boca de mí, quiero correrme con tus labios.

Mi hermana estaba a tope. Y no quise demorarme más. Le lamí muy levemente los labios mayores, los labios menores, su vulva, ascendí con mi lengua hasta su clítoris, volví a bajar, la introduje todo lo que pude en su vagina, hasta que me empapé de su flujo, envuelto por las blandas paredes, y volví a subir para dedicarme a ese botoncito ya hinchadísimo.

Primero lo chupé despacio, y fui prolongando más la velocidad hasta que se lo frotaba en toda su intensidad. Los gemidos y jadeos e Inma, se habían convertido en gritos, y estaba seguro de que su hija nos estaba oyendo, aunque poco me importaba ya, pues se habían roto esa mañana todos los tabúes. Las convulsiones casi consecutivas de mi hermana, me anunciaban que su orgasmo estaba próximo. Cesé en la velocidad de las lamidas, y apenas si le rozaba el clítoris, al punto que un inmenso orgasmo la hacía estallar en un alarido. Me golpeaba con el pubis la boca, buscando desahogar todo su placer. Después de unos segundos, Inma se relajó, y yo me tumbé junto a ella.

—Me he corrido como una loca, Santi. Tienes una lengua de fuego. Si ese pedazo de polla lo sabes usar como tu lengua, me voy a morir de gusto en tus brazos, y no sabes cuánto lo deseo –me dijo sujetándome la verga y empezando el movimiento de sube y baja con su mano–.

Sin embargo, con el gesto más dulce que pude, le aparté la mano, quedando mi polla de pie, mirándola.

—Ya habrá tiempo para eso cariño. Ahora sólo quería que tú gozases lo que me habías hecho gozar anoche y esta mañana, todo junto –la tranquilicé–.

Hacía calor y sudábamos. Inma había apartado la ropa de la cama, y estábamos tumbados sobre la sábana bajera sin taparnos.

—Y así ha sido –me contestaba mi hermana–. He gozado como hacía millones de épocas que no lo hacía. Aún puedo sentir el orgasmo en todo mi coño, Santi.

Yo sonreí satisfecho. Eso es lo que quería, y me alegraba de haberlo conseguido.

—Ya te he oído gritar –ironizaba yo–, y seguro que no sólo yo. Es imposible que tu hija no te haya oído.

Mi hermana soltó una carcajada amplia y sincera.

—Me da igual que me haya oído. Seguro que estará pensando que se lo quiere pasar tan bien como su madre.

—Eres una provocadora –dije tan sólo–.

Y se hizo el silencio entre los dos. Estábamos muy juntos, ella disfrutando de su intensa corrida y yo de verla tan satisfecha. Así estuvimos largos segundos, hasta que mi hermana rompió el mutismo.

—Ahora soy yo la que te quiero preguntar si te arrepientes de algo –me soltó de improvisto–.

Yo no necesitaba pensar la respuesta, así que contesté casi sin pausa.

—En absoluto –espeté con rotundidad–. Si hubiera percibido el más mínimo atisbo de duda o de rubor en vosotras, ten por seguro que ahora lo estaría pasando muy mal. Pero dada la naturalidad con la que se han desarrollado los acontecimientos, y el veros tan dichosas a las dos, hace que yo me sienta tan complacido y tan cómplice como vosotras. Y ten por seguro que esto va a ser el inicio de una estancia maravillosa. Y en absoluto me preocupo por Evelina. Tú eres su madre, y sé que sabes qué es lo mejor para ella. Confío en ti, en eso.

La mujer que yacía a mi lado me dedicó su más tierna sonrisa.

—No sabes lo que celebro que pienses así –me decía ella–. Algo me dice que estos días van a ser muy felices en muchos sentidos. Esta polla que tanto adoro y nuestros coñitos se lo van a pasar muy bien.

Miré hacia mi miembro. Había perdido erección. Ahora estaba en un estado de amorcillamiento. En el fondo sabía que sería así, como había dicho ella.

Y luego de esa charla nada más. A los dos nos venció el sopor, y nos quedamos dormidos, así, el uno al lado del otro, desnudos y destapados.

Nos despertó Evelina. Ni sabía cuánto tiempo habíamos estado dormidos. Ella estaba ahí, delante de nosotros, contemplándonos con atención. Zarandeaba a su madre, al tiempo que decía:

— ¡Arriba dormilones!

Cuando abrí los ojos, vi que Inma besaba con ternura de madre los labios de su hija, sentada en la cama, y desnuda del todo, igual que yo. Poco a poco recobré toda la lucidez y recordé que nos habíamos quedado dormidos despojados de toda ropa, y encima de la cama.

— ¿Os lo habéis pasado bien? –Preguntó, sentándose al lado de su madre, y acercándose mucho a nosotros–.

Inma permaneció callada y con la cabeza ligeramente agachada, recibiendo delicadas caricias de su hija, que con los ojos muy abiertos, fijos en mi flácido pene, esperaba aún una respuesta.

—Eres muy curiosa –dije yo, queriendo evitar la respuesta directa –.

Evelina se tumbó en la cama, en medio de los dos, riéndose con ganas.

—No hace falta que contestéis… Me lo puedo imaginar –dijo–.

Nos quedamos los tres un rato en la cama, charlando desinhibidos, de lo que había sucedido y de cómo lo veíamos. Y los tres estábamos de acuerdo en que si nos estaba gustando, no tenía por qué suponer que fuera un obstáculo que nos unieran lazos familiares. Tras ellas alagar mi miembro y yo sus cuerpos, decidimos salir a dar un paseo y tomar unas cervezas. Cenamos también fuera, y volvimos a casa a media noche. Al llegar, mientras las mujeres usaban el baño, yo me dispuse a preparar el sofá cama para la noche. Cuando Evelina me vio en esas tareas, se quedó quieta en el umbral de la puerta sonriendo. Al yo mirarla fue cuando ella me habló:

— ¡Pero bueno! ¿Qué haces, Santi?

Quedé mudo unos segundos antes de responder:

—Pues preparándome para dormir, ¿no lo ves?

Y mi sobrina reía a gusto. Inma la había oído desde el baño, y cuando salió se situó junto a ella.

— ¿De qué te ríes tanto, hija? –Interrogó mientras me miraba–.

—Tu hermano, que se empeña en dormir en el sofá, después de las intimidades que ha habido entre nosotros –decía a su madre–. Anda, no seas tonto y acuéstate con mamá –se dirigió luego a mí–. Pero recuerda que una noche ha de ser para mí esa verga, antes de que te vayas –concluyó–.

Yo miré a Inma, buscando una consulta en ella, pero la mujer sólo sonreía, con lo que parecía acceder a los deseos de Evelina.

Esa noche dormí con mi hermana.

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