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Sofía lo sabía (4: Las niñas tienen el control)

en Amor filial

4: LAS NIÑAS TIENEN EL CONTROL.

A la mañana siguiente yo era un mar de dudas. Había descubierto la increíble sexualidad de Lorena, e imaginaba la misma en Sofía. El increíble conocimiento sobre el arte de follar de la mayor, que calculaba igual en la menor. Me sentía confundido y muy culpable, pues no sabía la madurez que tendría ella para asumir todo eso. Pronto sabría que era mucha más de la que yo siempre supuse. Lo que más me había desconcertado, fue su habilidad para descubrir cuándo mi orgasmo llegaba. Yo me iba a correr en su coño, pues sabía que ambas tomaban anticonceptivos por sus insoportables menstruaciones.

—Me ha encantado el sabor de tu leche caliente y salada en mi paladar –me confesó Lorena en un momento a solas, en su habitación, mientras se vestía para desayunar, y al tiempo que su hermana se duchaba –.

Ignoraba el porqué había buscado intimidad para decírmelo, aun cuando yo sabía que se lo había contado todo a Sofía. Mi estado de turbación era notorio, y Lorena lo percibía tan nítido como así era. Así que, ahí, mientras subía su tanga, para cubrir su pubis, me dijo algo que me desconcertó aún más, aunque he de reconocer que me dejó más calmado, por contradictorio que parezca.

—No debes temer nada –me dijo –. No ha pasado nada malo. Ha pasado que ha habido sexo entre un padre y su hija, la más bella expresión de amor que puede existir. Estoy muy preparada para asumir lo que ha sucedido y lo que sucederá. Y esto es algo entre nosotros, no te preocupes por mamá. Nada sabrá que yo le cuente, porque nada le voy a contar, ni siquiera insinuar. Tu verga me vuelve loca, quiero que lo sepas, y sólo ha sido el principio de algo que nos va a gustar mucho, lo presiento –concluyó, al tiempo que terminaba de calzarse los tenis, lista para salir a desayunar –.

Después del desayuno nos fuimos a la playa, como sería constante en esas vacaciones. Aún era pronto y no había mucha gente, así que pudimos escoger sitio. A pesar de la temprana hora, hacía calor; y de nuevo las tres mujeres expusieron sus pechos al sol. Ninguna los tenía excesivamente grandes: a Teresa se le notaban dos pezones muy oscuros que destacaban de lejos; Lorena los tenía más claros, con todo su pecho bien formado; y Sofía los tenía tan oscuros como los de mi esposa, con dos pechos pequeños y firmes, orgullosas ambas de cuerpo adolescente. No tardó mucho la madre en irse a bañar, ya no soportaba más al sol. Nadie la acompaño; yo, porque estaba amodorrado tumbado en la toalla, y las niñas, porque supongo que querrían quedarse a solas conmigo.

— ¿Nos pones crema? –Preguntó Sofía, una vez que hubimos quedado los tres solos –.

No contesté. Me levanté, tomé el protector solar, y me dispuse a untar a Sofía. Se había dado la vuelta, y yo masajeaba su espalda, extendiendo bien la sustancia. Bajé a sus nalgas, e hice lo propio. Ambas llevaban una braguita del bikini diminuta, que sólo tapaba lo justo, dejando sus glúteos ampliamente expuestos. Mientras sobaba su culo, podía oír cómo mi hija gemía levemente.

—Ufff, papá –oía que decía Lorena, que asistía expectante a mi proceder –, estás haciendo que Sofía se derrita, y yo también.

—No es mi intención –me justifiqué –, sólo estoy aplicando la protección.

—Lo sé, papá –me contestó Sofía levantando levemente la cabeza –, pero tus manos hacen que mi chichi se vuelva agua hirviendo.

Ya no dije más. Ellas tenían total control de la situación, y parecía que sabían lo que hacían, cómo lo hacían y cuando lo hacían. Así que decidí dejarme llevar como un pelele, porque no quería que Teresa se enterase y hubiera un escándalo.

Cuando hube acabado, mi hija pequeña se dio la vuelta, pidiéndome que ahora le aplicase la crema por delante. Obedecí, seguro como estaba de que era lo único que podía hacer. Me entretuve deliberadamente en sus pechos, jugando discretamente con sus pezones, que apuntaban al sol durísimos. Sólo la oía jadear, sin que dijera nada más. Después bajé por su vientre plano, hasta llegar a sus muslos. Fui precavido para que nadie me viese, pero no dejé escapar la oportunidad de rozar los bordes de la braguita del bikini, y, por extensión, de acariciar el inicio de sus labios mayores. Levanté los ojos y vi cómo la más pequeña de mis hijas se mordía el labio inferior de su boquita, presa de su calentura. Sospechaba que a esas alturas su coño sería líquido a alta temperatura.

Cuando acabé con la más joven, hice lo mismo con la mayor. Repetí cada gesto que había ejecutado con Sofía, para que ninguna de las dos se sintiera menospreciada. Ambas se habían calentado bastante, y también yo. Mi erección se hacía notoria; y para que no fuera escandalosa en la playa, me tumbé en mi toalla boca a bajo.

—Cuando me gustaría volver a sentir tu polla en mi boca y en mi coñito otra vez –me dijo Lorena al oído, desde su toalla, pero muy próxima a mí –.

Y yo guardaba silencio, pero mi excitación había alcanzado un grado casi insostenible.

—Qué ganas tengo de que me des tanto gusto con ese aparato que se te endurece en la arena, como el que le diste a Lorena –me dijo Sofía, a mi otro lado, también en un susurro a mi oído, muy cerquita en su toalla –.

Y yo ya no aguantaba más.

—Me voy a dar un paseo –dije –, si viene vuestra madre, se lo decís: me agobia el calor.

Mi intención, en ese paseo, era buscar un sitio muy apartado y oculto, en el que poder desahogarme, porque la erección de mi polla me quemaba literalmente.

— ¡Voy contigo, Papá! –Oí decir a la más pequeña, cuando me hallaba ya de pie, saltando de su toalla –.

— ¡Yo también! –Exclamó a continuación la mayor, poniéndose junto a mí antes de que me diera cuenta –.

Y los tres nos alejamos de nuestras toallas. No nos preocupaba especialmente que pudiesen robarnos: era una playa en donde todo el mundo hacía lo mismo; dejaba las cosas en la arena solas, y se iban a bañar.

Anduvimos un largo trecho, hasta que encontramos un grupo de rocas, muy lejos de las toallas, detrás de las cuales no se nos podía ver más que desde arriba del acantilado. Sospechaba que era una zona demasiado escarpada como para que nadie acechara. Allí, ocultos, me senté en la arena, junto a una gran roca. Mis hijas se pusieron a cada lado.

—Vaya empalmazo que tienes papá –dijo de pronto Lorena, que se había vuelto tan audaz como su hermana, mientras llevaba su mano a mi polla, por encima del bañador –.

—No es bueno que estés así –continuaba Sofía –, seguro que te acabarán doliendo los huevos –me decía, mientras su mano se iba junto a la de su hermana, en la zona de mi hinchada polla –. Lo mejor es que nos desahoguemos los tres, aquí nadie nos puede ver y todos estamos igual de excitados –concluyó finalmente –.

—Estoy de acuerdo –la apoyó Lorena, al tiempo que se deshacía con rapidez de su braguita del bikini –.

Su hermana la imitó, yo también, y así fue como los tres nos corrimos a gusto, después de masturbarnos sin prisas.

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