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Sofía lo sabía (3: perdiendo el control con lorena

en Amor filial

3: PERDIENDO EL CONTROL CON LORENA.

Durante todo el día no dije nada al respecto de lo que había sucedido en la playa. Pero esa tarde sí tuve certeza que se había formado un pacto entre ellas. Me bañé con las tres, y me bañé con ellas dos solas también. Estando su madre, y a solas, su comportamiento era exactamente el mismo; lo que cambiaba era su conversación cuando Teresa no estaba. Jugando en el agua con mis hijas, tocándonos inevitablemente, volvió a suceder lo mismo que me había ocurrido con Lorena antes en la arena. Esta vez ellas ya lo comentaban abiertamente.

—Se lo he dicho –le decía Lorena a su hermana, en un momento en que de nuevo tenía una erección y ellas lo habían advertido –.

—Eres nuestro padre, te queremos muchísimo, y nos gusta que las cosas sean así –añadió Sofía, dirigiéndose a mí, mientras me tocaba con la mayor discreción posible el pene, midiendo mi grado de excitación –.

Se habían puesto una a cada lado de mí. Ambas habían pegado sus tetas a mi torso, sus pezones eran aguijones que se clavaban.

—No debes sentirte turbado por excitarte con nosotras, porque nosotras también lo estamos. Los pezones que notas duros no sólo lo están por el agua –añadió Lorena –.

Y como si fuese lo más normal y obvio del mundo, todo quedó ahí. Los comentarios se volatilizaron mezclados por el hervor del calor ambiental y sexual, y seguimos nuestros juegos, admitiendo todos ya de forma tácita, que era normal que nos excitásemos.

En los forcejeos sobre el agua, las niñas ya se habían vuelto mucho más audaces, y me acariciaban el miembro duro, siempre de forma que nadie lo notase, sintiéndose orgullosas de provocarme esa calentura. Ellas se pegaban a mí, no sólo sus pechos, si no que sus pubis buscaban mi falo duro. Estaba demasiado caliente como para poder pensar en nada, y opté (jamás sabré si errónea o acertadamente), por dejarme ir.

Estuvimos hasta tarde en la playa, disfrutando de demasiadas cosas, y yo me hallaba ebrio por todo lo que había vivido, y desbordado por los hechos. Al fin optamos por irnos. Nos duchamos en el hotel, y nos preparamos para la cena. Todo transcurrió normal, salvo pequeñas miradas de las niñas hacia mí, que mi esposa no entendió de otra forma que no fuera por la edad en la que estaban. Incluso se hizo su cómplice, siguiéndoles los guiños hacia mí. Lo que no sabía, era que esos gestos eran algo mucho más serio.

Y llegó la hora de volver al hotel. Yo suponía que eso sería el fin de las osadías de las niñas, pero no imaginaba lo equivocado que estaba: éstas sólo habían hecho más que empezar. Mientras Teresa se desnudaba en nuestra habitación, quise cerciorarme de que todo iba bien en el cuarto de mis hijas. Llamé a la puerta, y ante su invitación para entrar, lo hice. Estaban las dos denudas, completamente, tumbadas cada una en su cama. A mi pregunta de si todo iba bien, ellas respondieron que sí, por lo que, después de desearles buenas noches, me dispuse a volver a mi cuarto.

— ¿No nos das un beso de buenas noches? –Me preguntó Sofía –.

Y, cuando ya estaba en el umbral, me volví, dejando la puerta entornada, me acerqué a cada una de sus camas y besé en la mejilla a Sofía. Pero cuando me arrimé a Lorena, ella me puso su boca delante, e, inevitablemente, besé sus labios. Su roce fue como un escalofrío, y para evitar mayores males, me apresuré a salir. Llegué a mi habitación, me desnudé por completo, y me acosté al lado de Teresa, que tras besarme en la boca, y recordarme que me había impregnado del olor de las niñas, no tardó en dormirse.

Me desperté en mitad de la noche. Tenía ganas de miccionar y estaba sudoroso, y empalmado también. Me fui al baño, y cerré la puerta, para que Teresa no se despertase. Justo cuando acabé de hacer mis necesidades, sentí una mano que acariciaba mi culo. Supuse que era mi mujer, y cuando le iba a decir que por qué se había levantado, mi sorpresa fue mayúscula al notar que se trataba de Lorena.

— ¿Qué haces aquí? –La pregunté más sorprendido que enfadado –.

— ¿No te gusta verme? Yo creo que sí –me dijo, llevando su mano con total intrepidez a mi dura polla –.

—Pero, ¿cómo has entrado? No me he enterado –acerté a decir, absolutamente confundido por la conducta de Lorena –.

—Si te hubieras enterado, sabrías cómo he entrado –me contestó ella, con una seguridad inusitada, mientras empezaba a masajear mi polla de arriba abajo, en forma de masturbación –.

Y ya no dije más. Mi hija me estaba haciendo una paja, y yo callaba. Tampoco dije nada cuando ella se agachó y se la metió en su boca, comenzando a mamarla. Sólo atinaba a ver cómo mi erecto miembro desaparecía en su boca, para volver a asomarse, mientras mi respiración ya era jadeo. Tampoco quise saber dónde había aprendido a chuparla así de bien, lo cierto era que me estaba dando un placer que sólo Teresa sabía darme. Y yo notaba que todo se precipitaba.

— ¿Te gusta? –Sólo preguntaba ella de vez en cuando, sacándosela de la boca y mirándome a los ojos, como queriendo medir el grado de satisfacción que me estaba dando –.

—Es la primera polla que pruebo –confesaba la chiquilla –, y no sabe a nada. Sabe igual que si te chupara un dedo. Ni siquiera tiene sabor tu líquido preseminal, que ya noto en mi lengua –continuó, con una sapiencia que me desconcertaba aún más –. Pero yo estoy tan cachonda como tú, y me gustaría que hicieras algo para aliviarme, papi –me suplicó finalmente, casi, llevándome mi mano a su anegado coño –.

Quizás debí poner freno a todo ahí mismo, y en ese instante. Pero no lo hice. Mucho después supe, que, aunque lo hubiera hecho, nada habría cambiado el desarrollo de los acontecimientos. Así que me agaché, y comencé a acariciar con suavidad el sexo empapado de mi hija, que se deshacía ya en gemidos. Por un momento me asusté, pues temía que Teresa despertase, y nos viese en plena faena. Habría sido lo último para sentirme el criminal más abyecto sobre la tierra. Lo cierto era que lo era, pero no me sentía así en ese momento.

Cuando noté que Lorena estaba a punto, la tumbé en el frío suelo, le abrí las piernas, y hundí mi cabeza en su cueva llena de deseos sin freno. Busqué con mi lengua su clítoris, y se lo empecé a acariciar con ella. Se corrió enseguida, tan excitada como estaba. Sus genitales me supieron a gloria, y me bebí todo su flujo con deleite. A pesar de su orgasmo reciente, ni estaba satisfecha, ni había perdido valor, todo lo contrario: había ganado en osadía.

—Métemela papá, no aguanto más. Por favor, dale más placer como el que acabas de dar al chochito de tu hija –me rogaba –. Soy virgen, pero tengo el himen desgarrado ya, me he masturbado muchas veces con mi hermana, así que sólo sentiré un gozo increíble –confesó –.

Y yo ya no podía ni quería parar. Mi pija estaba tan dura que parecía iba a reventar, y el coñito de mi hija suplicaba acción. Así que me dispuse a penetrarla. Mi verga entró con una facilidad asombrosa. Creía las palabras de Lorena, cuando me dijo que aún era virgen, pero las masturbaciones habían tenido que ser importantes, para que mi miembro entrase tan fácilmente. No sé cuántas veces se corrió más. No las conté. Si percibí la increíble erudición que mi hija tenía en el sexo. Mucho más de lo que yo creía; pues después de dos orgasmos seguidos yo encima de ella, luego vinieron varios, para terminar en su boca.

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