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Una casita de Castilla (2: Llegamos al pueblo)

en Amor filial

2: LLEGAMOS AL PUEBLO.

Mi padre se había quedado de vacaciones, y nos íbamos al pueblo. Ese día y el anterior, dedicado a prepararlo todo, fue un caos. Mi padre no corría mucho y las carreteras de entonces no eran como las de ahora. Así que, cansados y acalorados, llegamos por fin al destino. Nuestra madre enseguida nos mandó a jugar, porque quería quitarnos de en medio, para ella poder colocar a gusto las cosas. Lo primero que hizo fue sacar los bañadores, nos cambiamos, pues ya hacía calor ese medio día, y ya tuvimos todo el tiempo libre para nosotros.

La casa tenía un pequeño prado enfrente, un puente romano, y, detrás, una arboleda que era la delicia sombría cuando el calor era insoportable. Detrás la casa tenía un pequeño huerto, en desuso, con dos árboles, a la sombra de los cuales solíamos tumbar las hamacas, para estar frescos. También tenía una pequeña bodega, entonces habilitada con habitaciones, que mi abuela había usado para alquilar. En su tiempo esa bodega se había usado para guardar comida, y gallinas y cerdos.

Lo primero que hicimos Rebeca y yo fue inspeccionar los alrededores. Todo estaba exactamente como el año anterior. El calor ya nos agobiaba, así que buscamos la frescura de los árboles del huerto, y, sobre todo, de la bodega, auténtico placer de frescura para nosotros.

Inspeccionamos cada una de las habitaciones, y, al final, nos refugiamos en el que había sido el gallinero. Aún lo llamábamos así. En aquel año era una especie de trastero con un camastro.

Ahí nos sentamos los dos, y, fue entonces cuando me percaté en el escote de Rebeca. Llevaba un bikini, que dejaba ver toda la curva de sus senos, y no pude evitar de acordarme del día que acabamos las clases, cuando pude percibir el cuerpo excitado y desnudo de mi hermana. Inevitablemente mi erección apareció en todo su esplendor, notándose diáfanamente a través del traje de baño. Rebeca no quitaba ojo de mi paquete abultado.

—Estás otra vez empalmado –me dijo riéndose abiertamente –.

—De eso nada –negué yo absurdamente la evidencia –.

—Mentiroso, seguía riéndose ella con total impunidad –. Bájate los pantalones si no es cierto –concluyó –.

Mi defensa se venía absolutamente abajo, pero aún acerté a decir algo:

—Tú lo que quieres es verme la polla. Me bajo los pantalones si tú te quitas el bikini –dije, sin pensarlo, intentando hacerla rehusar de su idea, para que mi mentira dejase lugar a la duda sobre lo que era evidentemente perceptible –.

Y Rebeca no se lo pensó dos veces. Primero se quitó la parte de arriba, dejando sus pechos ante mis absortos ojos, y luego la parte de abajo, quedando al descubierto, su vello púbico, que aún no cubría todo su sexo. Ante tal visión mi pene endureció hasta el máximo. Y ya no tenía ninguna otra salida. Así que me bajé también el traje de baño, quedando mi erección ante sus ojos, apuntándole directamente a su mirada, así como estábamos, tan cerca; ella que ya se había vuelto a sentar y yo de pie, para quitarme la prenda.

—Joder Luis, vaya como tienes la polla, para que luego digas que no estás empalmado –comentó mi hermana –.

—Es que me acordé del día que nos tocamos –confesé ya sin tapujos –, al sentarnos aquí tan juntos… Y como me gustó tanto, pues…

—Confieso que a mí también me gustó –descubría ella también –. Igual que me gusta ahora vértela. Pero si nos pilla mamá, nos mata.

— ¿Qué te crees que no lo sé? Además a mí también me gusta verte desnuda aquí junto a mí. Me excita mucho, bueno creo que se nota. Si nadie se entera de esto, lo podremos repetir –propuse –.

—Vale –dijo únicamente ella, cerrando nuestro acuerdo –.

Nos quedamos unos segundos en silencio, contemplando nuestros cuerpos desnudos y excitados, creciendo nuestra calentura. Yo acariciaba a Rebeca con mi mayor ternura, siguiendo el dibujo de la curva de sus senos, rozando con mis dedos su vello público, e inventando caminos nuevos en su vientre. Ella había abierto las piernas, por lo que me dejaba ver sus labios mayores y su vulva brillando.

—Se te empapa entero –acerté a decir por fin –- Había oído que a las chicas os pasa eso cuando os ponéis cachondas, pero jamás lo había visto tan mojado como hasta ahora.

—Ufff Luis, a mí se me cala todito –me decía ella, con la voz ya afectada –. A unas chicas se les moja más que otras.

Mientras contemplaba cómo brillaba el flujo de mi hermana al tener sus piernas bien abiertas, no pude evitar el llevarme la mano a mi miembro, tal era el estado de excitación que tenía.

—Yo había oído que el rabo de los chicos crece mucho cuando os empalmáis… Pero jamás pensé que se ponía tan grande como el tuyo –me reveló Rebeca –.

Y otra vez el silencio. Yo tocándome con una mano, y acariciando a mi hermana con la otra; ella totalmente expectante ante mi expuesta erección.

— ¿Ya te corres? –Se atrevió a preguntar –.

—Sí, desde mediados de mes pasado que me sale la leche, cuando me pajeo –declaraba yo, sin ningún pudor –. Cuando entro en el baño y me demoro, es porque lo hago. No me gusta hacerlo en la cama, se queda todo pringoso.

—Estaría guay que lo pudiera ver –apuntó inmediatamente después –.

—Estaría mucho mejor que tú me lo hicieras, y vieras así como tú misma sacas la leche –manifesté yo rápidamente, sin tiempo casi a pensarlo –.

—Vale –aceptó ella después de cavilarlo brevemente –. Y cuando tú te corras, luego te digo cómo hacerlo conmigo –me invitó después, algo que me llenó de ansiedad –. Pero dime cómo hacerlo, no tengo ni idea –propuso finalmente –.

— ¿Ahora? –Pregunté sorprendido –.

—Sí, claro. Mamá está demasiado ocupada como para prestarnos atención, y papá se fue a buscar a sus amigotes –expuso mi hermana, con total lógica –.

Y ya no había más que decir. Llevé la mano de mi hermana hasta mi duro pene, y le indiqué cómo subir y bajarla, el ritmo que tenía que imprimir, y la velocidad que tenía que mantener. Y después de que yo llevase su mano en los primeros vaivenes, ella lo hizo solita cuando yo la aparté. Había aprendido a hacerlo muy pronto y muy bien. Subía y bajaba la mano con absoluta maestría, mejor incluso que cuando yo me masturbaba. Así estuvo unos minutos hasta que le anuncié la próxima eyaculación:

— ¡Me corro Rebeca…, sí…, no pares ahora! –Exclamé –.

Y al segundo siguiente un borbotón de semen, salpicó su vientre y sus muslos. Los sucesivos, ya cayeron sobre su mano y mis testículos, manchando también el camastro.

— ¡Joder Luis, vaya corrida! Echaste mucha leche –dijo –.

Yo aún trataba de recuperar mi cadencia normal de respiración, después de la fatiga.

—Siempre me sale igual –contestaba –. Supongo que es normal.

— ¡Niños, no hagáis travesuras! –Oímos de lejos a nuestra madre –.

Eso nos hizo reaccionar, y nos vestimos, después de limpiarlo todo.

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