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Humedad caribeña (4: Una playa del Caribe)

en Amor filial

4: UNA PLAYA DEL CARIBE.

Las dos se habían dispuesto cada una en su toalla, aguardando pacientemente su turno. Me decidí primero por mi hermana, porque fue la primera idea que tuve, no porque hubiera alguna preferencia en especial. Evelina se había incorporado ligeramente, para no perderse detalle de mis movimientos.

—Ponte de espaldas –pedí–.

Y ella obedeció de inmediato, ofreciéndome su maravilloso trasero. Suspiré, carraspee, y vertí un poco en su espalda, para ir extendiéndola.

—Echa más, Santi –sugirió ella–. Es la primera vez que vengo a la playa en mucho tiempo, y no me quiero quemar.

Sin decir nada, volqué más contenido en su piel, y con ambas manos lo fui extendiendo acompañándolo con un suave masaje. Ella gemía con la voz ahogada contra la toalla. De vez en cuando desviaba mi vista hacia mi sobrina, que me miraba con envidia voraz, ávida de que llegase su vez.

Mis manos empezaron a resbalar por los hombros de mi hermana, bajando lentamente. Unté la parte superior de su espalda, deslizando las manos hacia los costados, donde sobé sus pechos pegados a la toalla. Seguí bajando por toda la espalda, hasta que llegué a aquel fenomenal culo, que magreé a gusto. Mis manos recorrieron sus muslos y piernas, primero hacia abajo, y luego ascendiendo de nuevo. Y, sin ningún pudor, introduje los dedos impregnados en el cosmético entre sus nalgas. Inma se tensó, y sintió mi caricia en su ano primero, y en su coñito luego. Ella abrió las piernas para facilitarme el camino, y yo desvié la mirada, buscando a mi sobrina que, boquiabierta, no se perdía detalle. El chocho de mi hermana rebosaba humedad, empapado en su flujo y mezclado con la crema que le estaba aplicando. Acariciaba su raja de abajo a arriba, en toda su longitud. De vez en cuando los gemidos de la mujer, rompían el sólo sonido del escaso aire que corría, y las olas del mar besando la arena a lo lejos. Introducía sólo mi primera falange en su vagina, para ascender luego y encontrar su clítoris hinchado. Cada vez que mi dedo hacía contacto en él, Inma respondía con un estremecimiento.

—Ufff, Santi, ¿qué le haces a tu hermana? –Mustiaba ella de vez en cuando–.

Yo sólo sonreía como respuesta. Así estuve unos minutos, hasta que le pedí que se diera la vuelta. Ella me obedeció de inmediato, colocándose frente a mí. Su gesto era deseo puro, los ojos despedían una luz de satisfacción y de pedir más aún, a la vez. Abrió mucho las piernas. No necesitaba hacerlo para decirme que su coño hervía, que quería sentir mil millones de sensaciones placenteras en él. Y sus pezones, duros como puntiagudas astas, se me ofrecían dispuestos a seguir sintiendo tantas cosas como yo fuese capaz de darle.

Eché más cantidad de crema en su pecho, entre sus tetas. Desde donde estaba me llegaba perfectamente la respiración agitada de Evelina, que con paciencia no decía nada. Sabía que tarde o temprano ella concebiría lo mismo que percibía que su madre sentía. Embadurné las tetas de Inma con deleite, sin ninguna prisa, perdiéndome en la caricia en ambos pechos, rozando de vez en cuando sus durísimos pezones. Mi hermana había cerrado los ojos y se dejaba llevar, con rítmicos jadeos. Cuando lo creí oportuno, descendí por su vientre, hasta llegar a su recortado y negrísimo vello púbico. Ella había abierto más aún las piernas, y sus labios dilatados, me permitían ver el brillo húmedo de su vulva. Mi dedo ponderó todo su sexo, y luego se introdujo sin más en el interior de su húmedo túnel. Las paredes blandas y anegadas lo acogieron, lo apretaron, como no queriendo dejarlo escapar. Le introduje otro dedo más, y con mi otra mano, rozaba su clítoris. La mujer emitía grititos de vez en cuando, hasta que después de unos largos minutos se corrió sin cohibirse lo más mínimo. Gritaba a gusto, recibiendo esa descarga, con los ojos cerrados, que hubiese querido que se prolongase hasta el infinito.

—Santi, me vas a volver loca mi amor –me dijo abriendo los ojos, una vez que su corrida cesó–.

Tan sólo la sonreí con mi más dulce mueca que la supe dedicar. Me acerqué a sus labios, y besé su boca, dejando que ella acogiese mi lengua en su interior, abrazándola con la suya, mostrándome toda su gratitud.

Me separé y encontré su reconfortante sonrisa. Yo la imité, al tiempo que me levantaba y me dirigía a su hija, que ya me esperaba con sus deseos disparados. Mi hermana se había colocado de lado, no quería perderse detalle de lo que su amada hija iba a recibir. Al llegar a la altura de Evelina, encontré sus ojos de fuego, y su gesto de no poder soportar ya más la espera.

—Mi coñito se derrite, Santi –me decía–. No me lo he querido tocar esperando por ti, quiero que me hagas correr como lo has hecho con mi madre.

No me hizo falta decirle nada. Se puso de espaldas, y me ofreció la curva de sus riñones y su culo respingón. Y efectué con ella los mismos movimientos que su madre había recibido antes. Los pechos de mi sobrina eran mucho más duros, y su piel juvenil era el mejor pecado que se pudiese probar. Cuando mis dedos encontraron el hueco de sus nalgas, hallaron gran cantidad de flujo. Su excitación era mucho mayor que la de mi hermana. Mientras acariciaba la entrada de su ano, y su dilatada raja, oía como con los labios apretados contra la toalla ella resoplaba, más que jadeaba. Acaricié con gusto toda su hendidura, suavizando mi presión cuando encontraba la abultada prominencia, e incrementándola cuando resbalaba por su vulva y la entrada de su vagina. Descubrí que no tenía himen, y me sorprendió, porque su madre me había dicho que yo iba a ser su primer hombre. Así estuve hasta dejarla al borde del orgasmo, notaba cómo apenas la chiquilla podía resistirse, pero guardó su aplomo con envidiable resistencia: sabría que tendría su premio. Bajé por sus muslos y sus piernas, en mi mejor masaje, tonificando y relajando sus tensos músculos.

Cuando quité las manos, tampoco me hizo falta decir nada. Ella se dio la vuelta, con la mirada encendida, y dispuesta a disfrutar al máximo todo lo que yo estuviera dispuesto a dar. Mientras se acomodaba en la talla de cara a mí, buscó mi polla. Estaba en su máximo tamaño, apuntándola directamente. Se mordía el labio, pero siguió guardando un aplomo sobre humano: me iba a dejar hacer.

Y le dediqué el mismo magreo a sus senos que su madre había recibido. Eran de tamaño similar, pero mucho más duros, con el pezón que parecía una pieza de acero rígida. Cada vez que mis dedos lo rozaban, de su garganta salía un clamor, que mezclaba el placer con la profunda ambición de recibir mucho más

—Tengo el chochito inundado, Santi –sollozaba casi–, no tardes mucho en aliviármelo por favor tío –era la primera vez que me llamaba así–; no sé ni cómo lo estoy resistiendo.

No quise prolongar más su apetito. Bajé lentamente mis manos por su vientre, y busqué fugazmente a mi hermana, girando levemente la cabeza. En su gesto, Inma tenía una mezcla de gozo por saber que su hija estaba e iba a disfrutar, pero también de lástima, porque sabía la enorme entereza de ella por no haberse lanzado sobre mí, y haberse clavado mi vertical polla hasta lo más hondo de su coño, tales habían los deseos que mi hermana había tenido minutos antes.

Por fin llegué a su sexo. Evelina había abierto las piernas todo lo que había podido. Su vello púbico, con un matiz más oscuro que el de su madre brillaba, entre el sol que le acariciaba, su sudor, y toda la humedad de sus genitales. Sin embargo no lo toqué con un solo dedo. Le llené las piernas con el afeite, y sólo rocé sus labios mayores con mis dedos. Cuando notaba mis dedos próximos arqueaba su tronco como un tallo vencido por el viento. No estaba siendo malo, quería que Evelina sintiera otra cosa, aunque en ese momento noté en sus ojos toda su frustración, porque estaba padeciendo.

No prolongué eso, entonces, mucho más. Después de haberla dejado bien untada del filtro solar, me arrodillé con mi cabeza entre sus piernas. El penetrante olor de su órgano me llenaba entero, y la joven, al adivinar ya lo que sucedería, se deshizo en un incontrolable hipado. Lo primero que ella sintió fue mi lengua acariciar sus labios mayores. El coño de mi sobrina se me ofrecía completamente abierto. Hubiera podido penetrarla sin colocar ni apuntar mi ariete. Había entrado sin dificultad, dada su lubricación y dilatación. Mi lengua siguió acariciando sus labios mayores, llegó hasta la entrada de su vagina, y se quedó rodeando su entrada. Las gotas de su flujo resbalaban de un blanquecino espeso por sus muslos. Y ya no eran gemidos ni suspiros lo que se oían de sus cuerdas vocales, sino auténticos gritos, que evidenciaban lo que estaba disfrutando, y todo lo que aún necesitaba.

Abandoné su coño, y descendí por sus nalgas, con la lengua. Ella, con sus piernas muy abiertas, las había arqueado, sujetándome y acariciándome la cabeza con los pies. Llegué hasta su ano, y cuando sintió el contacto de mi lengua sus gritos se incrementaron. También podía percibir la respiración agitada de su madre, sabedora que Evelina estaba en el máximo placer. Las gotas de secreción vaginal de mi sobrina llegaban hasta su esfínter. Desanduve el camino con mi lengua, hasta volver a la entrada de la vagina de la chiquilla. La introduje todo lo que me cupo. Ella seguía aullando, y mi boca se llenaba de su humedad: humedad caribeña. Ascendí sin dejar de chuparla, hasta encontrar su abultado clítoris. Cuando recibió las primeras caricias orales, un estremecimiento la recorrió entera, se puso muy tensa. Pero luego se abandonó a mi hacer, durante prolongados minutos, hasta que empezó a sentir que el orgasmo la invadía. Otra vez noté como todo su cuerpo se ponía rígido, mientras oleadas de placer la sacudían por completo, acompañando su fenomenal corrida con un alarido intenso.

— ¡Mamá me corro! —Chillaba mi sobrina–.

Y sintió su orgasmo durante interminables segundos, acompañado de convulsiones que la agitaron totalmente. Al fin cesaron sus espasmos, y su voz se fue calmando en un suspiro profundo. Me levanté con mi boca empapada por su derrame, y la miré a los ojos. Los tenía entornados, y con los brazos me suplicaba que la abrazara. Así lo hice, y nuestras bocas se unieron. Ella no le hizo ascos a su propio líquido, y lo bebió con toda mi saliva.

—Te quiero, Santi –me dijo cuando nos separamos–. No sé cómo será el paraíso, pero no puede ser mejor que esto.

Volteé mi cabeza para encontrar el gesto de mi hermana. Estaba orgullosa de que su hija hubiese obtenido tanto placer, y en su mente crecieron miles de ideas, que la llenaron de desazón al percatarse de inmediato de la imposibilidad de las mismas. Regresé de nuevo mi mirada a Evelina. Dos lagrimones surcaban sus mejillas, y yo me preocupé. Quise preguntarle algo, pero ella no me dejó, porque me contestó adivinando mi inquietud, para despejar todas mis dudas.

—No te aflijas, Santi –me decía–. Lo que ves es sólo emoción. No sé si esto es malo o no, pero no quiero saberlo, porque para mí no es importante. Lo único importante es lo que siento; y lo que siento ahora es una mezcla de placer máximo, de emoción, y de deseo colmado. Te quiero Santi, y no porque seas mi tío, si no porque me has satisfecho como mujer, porque mi madre está llena como hacía mucho que no lo estaba, y eso me colma de orgullo. Ninguno de los tres somos tontos –proseguía–, sabemos que nos falta un hombre, y tú has llegado para serlo de forma efímera. Los tres conocemos perfectamente las imposibilidades que todo esto supone, pero los tres deseamos lo mismo, y mientras podamos, lo vamos a tener. Sé que el pensamiento es común a todos, pero también sé que nadie se va a atrever a decirlo. Puedo encontrar esto en cualquier chico, pero sólo sería deseo carnal –continuaba mi sobrina–, contigo además de placer sexual hay algo más que no tiene otro nombre más que amor. Por eso te quiero.

Y ya no dijo nada más. Evelina permanecía tumbada, y yo me había sentado en su toalla. Sentí una mano acariciarme; era la de su madre, que se había venido junto a nosotros.

—No hace falta decirte, Santi –comenzó a hablarme mi hermana–, que mis sentimientos son los mismos que los de mi hija, que suscribo lo que acabas de oír hasta la última coma, y que no es necesario ser adivina para saber que tú sientes lo mismo. Porque no sólo nos estás dando sexo, nos estás dando un amor que hace mucho que no sentimos, y lo necesitamos. Si ya sé –me cortó Inma, cuando percibió que iba a hablar yo–, sobra que digas también lo difícil que es todo esto. Pero nosotras nos conformamos con que nos des lo que estamos recibiendo en tus visitas, y que éstas sean lo más frecuentes que puedas –remató–.

—Poco más se puede decir –intervine–. Efectivamente estamos los tres de acuerdo en todo, y, efectivamente, los sentimientos son los mismos en todos nosotros. Sólo me queda decir que prometo que mis visitas serán todo lo frecuentes que me pueda permitir: eso lo sabéis, mis amores. Os quiero, os quiero a las dos –añadí posando mi mirada en cada una de ellas–.

Me besó primero mi hermana, con su lengua dulce y llena de amor. Luego mi sobrina, con sentimientos mezclados: se sentía protegida por la figura de un padre que no estaba, y que sentía que había en mí, y satisfecha por saberse al lado de un hombre que la dejaría llena como mujer.

—Puedes sentirte orgullosa de tu hija, hermana –dije yo, mirando con ternura hacia la madre–, ha demostrado una madurez mayor incluso que personas de nuestra edad, ha demostrado saber lo que necesita y lo que quiere, y ha demostrado una valentía en decir las cosas que ninguno de los dos tenemos.

E Inma se sentía muy satisfecha, porque todo eso ya lo sabía, y ya la había notado, sin falta de que yo se lo advirtiera. Pero también le gustaba, tanto como a su hija, oírlo de mi voz.

Sin querer, o queriendo, es lo mismo; pero sí de forma inconsciente, las manos de ambas se encontraron asiendo mi verga, que seguía enhiesta cual mástil. La acariciaron levemente en toda su longitud, y las dos mujeres cruzaron miradas de complicidad.

—Ahora te toca a ti, Santi –anunció Evelina–.

Me tumbé boca abajo en la toalla. Mi verga quedó aplastada contra la toalla y el sol, que caía a plomo, acariciaba mi culo. Mi hermana se colocó a mi derecha y mi sobrina a mi izquierda. Ambas echaron gran cantidad de crema en sus manos, y comenzaron a untarme la espalda. Yo las podía ver bien por el rabillo del ojo. Sus tetas se balanceaban al ritmo de sus caricias. Las dos se repartían mi espalda en armonía perfecta, se miraban de vez en cuando, se sonreían; era como si no hiciera falta que se dijeran nada para saber qué movimientos efectuar cada una. Masajearon mis hombros y mis brazos y descendieron hasta mis riñones, sin estorbarse la una a la otra, Después cada una se apropió de una nalga, y ambas me las magreaban a gusto. Yo me empezaba a sentir en el cielo, y me movía ligeramente, rozando mi dura polla contra la toalla. Oía sus risitas, mientras lo hacía. Fue Evelina, la primera que introdujo su mano entre mis glúteos, acariciando mi ano. La madre se había quedado sobando mi culo, y yo había abierto las piernas. Sentí los dedos de Evelina resbalar por mis testículos con dulzura y presionarme el perineo… Yo estaba empezando a sufrir, pues ya me hallaba muy excitado. Así estuvieron unos interminables segundos. Tras ello, cada una se dedicó a una pierna, hasta dejármela completamente cubierta por la película protectora.

Me pidieron que me diera la vuelta y así lo hice. Me había puesto unas gafas de sol, para que pudiera ver bien sus expresiones, y no quedara cegado. Mi pija, totalmente derecha, apuntaba al cielo claro y despajado, y pude ver las miradas de lujuria de las mujeres. Como hubieran hecho antes, cada una en una zona, me llenaron bien todo el pecho, acompañando con una friega enloquecedora. Descendieron por mi vientre hasta llegar a mi pelvis, y se detuvieron brevemente. Observé cómo las dos contemplaban mi palo hacia arriba, con el capullo casi morado. Y, como si todo hubiera estado coreografiado, las dos se repartieron la longitud de mi cipote a gusto. Ascendían y descendían por toda mi picha resbalando con facilidad por el fluido que me aplicaban. Yo comenzaba a resoplar, por tan intenso placer que estaba recibiendo.

—Me encanta esta verga, mamá. Es larga, gruesa y adorable –le comentó mi sobrina–.

—A mí también, Evelina –contestaba mi hermana–; y a cualquier mujer que se precie de serlo también. Y es nuestra, cielo mío.

Se quedaron nuevamente calladas, y siguieron maniobrando con sus manos a lo largo de toda ella. Las primeras gotas de líquido preseminal, asomaron en la cabeza, con timidez, pero arrollando por el glande luego. Ellas las atrapaban con sus dedos mezclándolas con la sustancia de la crema protectora.

—Ufff –suspiró Evelina–, se me ha vuelto a inundar mi cuevita, estoy que ardo, mamá.

—Lo supongo, cariño –respondía su madre–; porque mi chochito también está ardiendo.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Fóllatelo mi amor; siente toda su pija en lo más hondo de ti –le dijo–.

Su hija la miró sin acabarse de creer lo que había oído, pero mi hermana ratificó sus palabras con un gesto. Yo atendía paciente a todo lo que ellas maquinaban, esperando que mi sobrina se decidiera cuanto antes.

Y Evelina ya no lo dudó. Se colocó a horcajadas sobre mi pelvis, asió firmemente mi órgano con su mano, y se lo clavó de un solo intento hasta el fondo.

— ¿Sin protección? –Atiné a decir yo, en un momento de lucidez, envuelto en el placer de sentir las paredes blandas y anegadas de la vagina de mi sobrina; mientras ella ya se había empezado a mover arriba y abajo, brincando sobre mi bálano–.

Se movía con sapiencia y había entrado sin hallar obstáculo, lo que también me dejó extrañado, pues mi hermana me dijera que yo era el primero.

—No te preocupes, Santi –oía a mi hermana–. Ella hace años que se protege.

La muchacha quiso contestar, pero no pudo. Su respiración agitada y el fragor de su cabalgada le habían dejado la lengua paralizada. Notaba como toda mi verga se perdía en su cueva, sintiendo como resbalaba, y mi glande friccionaba su sexo.

— ¡Oh, Santi, mi amor, qué gusto! –Decía de forma entrecortada por la fatiga y la excitación que experimentaba–.

Sus pechos se balanceaban arriba y abajo, al ritmo de sus acometidas. Los acaricié primero con las manos, rocé sus pezones durísimos con mis dedos, y luego coloqué mis extremidades en su cadera. Sentí cómo una mano me apartaba de donde me había asido. Era mi hermana, que quería que le dejase sitio, para que su coñito se situase sobre mi cara. Evelina me seguía cabalgando e Inma se había apoyado en los hombros de su hija, mientras me frotaba su chocho en mis labios, y en mi nariz. Sus genitales eran todo un charco, y el aroma de su intimidad me embriagaba por completo. Por fin pude colocar mis manos en sus nalgas, para conseguir que mi hermana se elevase ligeramente, y así poder usar mi lengua en su estimulado órgano. Y los gritos de los tres se mezclaron en una sinfonía sexual majestuosa. La soledad del entorno, nos hacía sentirnos seguros, y no teníamos inhibiciones en mostrar nuestro placer.

Noté a mi sobrina tensarse como una cuerda al máximo. Su pubis atrapó mi polla ahorcándola casi, sus músculos se pusieron tan duros como lo estaba mi miembro, y de su garganta salió una voz ronca y ahogada.

— ¡Me corro, mamá! –Anunció, triunfante, dejando escapar un largo chillido también–.

Y mi hermana, por la inercia del orgasmo de su hija, tuvo el suyo sobre mi boca casi de forma inmediata.

— ¡Oh Dios! –Exclamó, mientras se venía y se vencía sobre mi cara–.

Yo me sentí ahogar por el coño de Inma, que me aplastaba con todo el peso de la mujer, toda mi cara embadurnada con su flujo. Ella lo notó y se levantó, y Evelina también. Mi polla seguía dura, como una barra de acero, brillando al sol por el humor sexual de la hija de Inma.

—Ponte a cuatro patas, mi cielo –ordenó Inma a su hija–, y abre bien las piernas. Deja que él te coja por detrás.

Su hija obedeció al instante. Se colocó apoyada en manos y rodillas, abriendo sus piernas todo lo que pudo. Tenía su culo en pompa, bien abierto, el ano lleno de gotas de su oleada, y los labios del coño de par en par, esperando recibir su premio en el océano que se había convertido su inundación. Yo no me dilaté mucho. Me arrodillé detrás de ella, rozando con mi glande su esfínter entre sus nalgas. Evelina sintió ese frote como una descarga, y la oí gruñir de gusto. Inma sujetó mi pene con una de sus manos, con la otra separó más aún los glúteos de su hija, y guió mi órgano hasta la entrada de su conducto sexual. No tuvo que hacer más, porque de un empujón se la metí toda. Estaba tan lubricada que ni incluso habría hecho falta la mano de mi hermana; pero yo sabía que eso sólo había sido un gesto de cariño por su parte. La embestí con fuerza, presa de la más ardiente de las excitaciones que quizás hubiera tenido. Golpeaba su culo casi con violencia, sus tetas pendían ágiles con mis embates, y mis testículos las acompañaban en el vaivén.

Mi hermana sólo nos contemplaba con una mirada que era todo amor, acariciando las nalgas de su niña y las mías. Nuestro goce era total y evidente, farfullábamos verdaderas barbaridades, sin pensar en lo que decíamos, envueltos en la vorágine del placer sexual que nos brindábamos. Entre uno de los brazos de Inma, logré colocar el mío, y agarré una de las tetas de Evelina, que magreé a gusto, pellizcando su pezón. Mi sobrina chillaba embargada por el placer, y yo no me quedaba atrás en mis alaridos. Seguía arremetiendo con vigor, y mi bálano entraba y salía de aquél pasadizo anegado como un pistón perfectamente lubricado.

No duramos mucho más. Los primeros síntomas del orgasmo llegaron casi al unísono. Nuestros quejidos fueron más pronunciados, las oleadas de placer más intensas, y ambos empezamos a convulsionarnos.

— ¡Joder, me corro otra vez, qué gusto! –Gritó Evelina–.

Y su exclamación fue demasiado para mi, y me sentí vencido.

— ¡Ya me viene a mí también! –Voceé yo–.

—Dámelo a mí, Santi, por favor, quiero volver a saborearlo en mi lengua –Pidió mi hermana, casi sin dejarme acabar mi proclama–.

Extraje mi polla del coñito satisfecho de mi sobrina. A mi hermana no le dio tiempo a engullirlo, porque cuando lo tenía sujeto para llevárselo a la boca, el primer chorro de semen regó sus labios. Aún brotaron otros dos chorros, que cayeron directamente en su boca, pues ya se había introducido la polla en ella; y luego se la sacó para que las últimas gotas salpicaran su barbilla. Mi esperma resbalaba y caía sobre las tetas de Inma. Creo que esto lo hizo para que su hija lo viera. Chupó el glande con deleite hasta dejarlo limpio de restos de secreción, tanto mía como de su hija; degustando ella todo el sabor mezclado.

Nos quedamos los tres de rodillas, mirándonos, recuperando el resuello. Fue Evelina la primera que habló.

— ¡Guau mamá!, ha sido fantástico verte llena de la leche de Santi…

Mi hermana sonreía satisfecha. Se acercó a su hija y le besó con amor los labios, impregnándola de mi eyaculación. Evelina sacó la lengua y relamió los restos que habían quedado colgando de su boca.

—Me encanta cómo te corres, Santi –me dijo Inma–. Es genial sentir tanta cantidad de leche en mi boca. Saber que es tu sabor más íntimo, me llena de una alegría que no puedo describir.

Yo sólo supe sonreír sin saber qué decir. También me hallaba satisfecho; y no sólo por el placer sexual que había recibido, sino por ver tan dichosas a mi hermana y a mi sobrina. Igual de llenas que se sentían ellas al tenerme en esos momentos como hombre, en todos los sentidos de la palabra, así me sentía yo por su compañía. Mi corazón notó ese afecto, y acusó el ese efecto; y mi cabeza empezó a dar demasiadas vueltas a las cosas. Mi sobrina me sacó de mi cavilación.

—Vamos a limpiarnos un poco y a descansar. Luego nos daremos un baño. Olemos a puro sexo –dijo Evelina, mientras se dirigía a una de las mochilas, de la que sacó unas toallitas húmedas–.

Primero se acercó a su madre, y eliminó todo el semen que aún quedaba en su boca, y dejó su pecho limpio, a donde habían también ido a parar restos precipitados de su barbilla. Lo hacía mientras me miraba sonriendo. Luego me habló.

—Sí que te corres bien, ¿eh Santi? Tenía mucha leche tuya, sin contar lo que se tragó.

Acabada esa operación, hizo sentarse a su madre, le abrió las piernas al máximo, y con otra toallita nueva, poniendo la mayor afección que supo, dejó el chochito de mi hermana sin los fluidos vaginales. Pude ver con total nitidez de nuevo la vulva de Inma, que dejaba hacer a su hija satisfecha. A continuación, sin dejar de sonreírme, se abrió de piernas delante de mí, y, con otra toallita, eliminó la mucosidad que aún le quedaba en su coño. Me permitió ver con total nitidez toda la anatomía de su sexo, ahíto de placer, igual que estábamos todos.

—No quiero dejar que se seque dentro –explicó–.

Nos volvimos a tumbar en las toallas, y nos quedamos en silencio.

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