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Una casita de Castilla (1: Se acaban las clases)

en Amor filial

1: SE ACABAN LAS CLASES.

A los quince años siempre deseas que lleguen las vacaciones del verano. Ese verano del ochenta y uno tardó mucho más de lo que yo hubiera deseado en llegar, pero por fin lo hizo, y ahora todo el deseo consistía en que llegase el momento de irnos a nuestra casita de Castilla.

Mi hermana Rebeca, dos años menor, y yo, estábamos esos días bastante revueltos, esperando que nuestros padres nos llevasen al pueblo castellano. Allí teníamos mucha más libertad en todos los aspectos: nos dejaban salir hasta media noche por toda la urbanización, con los chicos que ya conocíamos de otros veranos.

Por fin, una mañana que me levanté ya sin madrugar, mi madre nos lo anunció: mañana iríamos al pueblo. La alegría fue total. Tanto Rebeca como yo estábamos agitados, revolviendo por toda la casa, hasta que, después de desayunar, mi madre, cansada de nosotros, nos mandó para nuestros cuartos.

Nos metimos los dos en el mío, y desahogamos la emoción que nos invadía. Yo me había sentado en una silla, en mi escritorio, pero mirando hacia mi cama, en la que se había situado mi hermana, con las piernas cruzadas a estilo indio, dejándome ver al completo sus bragas, pues su camiseta se había levantado ligeramente. Yo iba igualmente vestido con una camiseta y mis calzoncillos.

—Sentada así se te ve todo –dije, con la total confianza que nos unía a los dos –.

Rebeca sonrió, antes de responderme:

—Y parece que a ti te gusta, por el bulto que se te ha formado ahí.

Efectivamente, ella tenía razón. Y yo ni cuenta me había dado de que mi pene se había erguido ligeramente al ver la ropa interior de Rebeca. Su camiseta dejaba insinuar también sus pechos ya formados, y dos pezoncitos que parecían estar duros. Debajo, la tela de su prenda interior sugería una sombra negra de su vello púbico, pero nada más.

— ¿De verdad crees que me excito por verte eso? –Pregunté yo finalmente, saliendo de mi ensimismamiento –.

—Por verme lo que me estás viendo no –me contestó ella, sin perder su sonrisa pícara –; pero por imaginarme desnuda sí. Estoy segura de que te molaría que me desnudara ahora.

Y no supe qué decir. He de confesar que era cierto lo que ella decía. Me encantaría que Rebeca se quitara la ropa delante de mí. Sabíamos que mi madre estaba liada en la cocina, y no nos iba a interrumpir. El sólo hecho de pensar que ella lo pudiera hacer ahí y en ese instante, hizo que mi miembro cobrase su total tamaño en erección. Y ella lo notó. No era muy complicado percibirlo.

— ¿Lo ves? –Me hacía ver ella triunfante –. Mira cómo se te ha puesto la polla.

—Bueno y qué –respondía yo, buscando quitar la mayor importancia posible a todo aquello –. Soy un chico, y es normal que me pase esto si veo a una chica en una pose tan insinuante como la tuya. Además, tú no estás nada mal.

—Gracias Luis –me dijo ella con naturalidad –. He de confesar que tú tampoco estás nada mal, y que lo que se adivina desde aquí me gusta –concluyó, con una risa –.

He de reconocer que me sentí ufano, por saber que le gustaba a mi hermana mi bulto duro bajo mis slips. Pero no supe ni qué hacer al respecto, ni qué decirle. Si por mis deseos fuese, habría corrido hasta donde ella estaba, la habría desnudado, y la habría acariciado por completo. Igualmente le habría permitido que ella hiciera lo que quisiera. Pero me mantuve hierático en mi silla; esta vez dejándole ver toda mi erección bajo mis bóxers. Después de unos minutos eternos en que nadie dijo nada, y en que ambos habíamos experimentado un incremento de nuestra excitación, fue ella la que tomó la iniciativa.

—Creo que tengo tanta curiosidad como tú –me confesó ella –. Así que, si quieres, los dos nos podemos desnudar para alegrar la pestaña, y otras cosas –continuó diciendo, riéndose –.

La idea me sedujo tanto, que estuve a punto de no contenerme, y mostrarle todo mi cipote duro al máximo, y masturbarme para ella. Pero en unos segundos recobré la lucidez mínima para hacer de ese instante algo más excitante.

Así pues, me levanté despacio, y, con máxima parsimonia, me despojé de mi camiseta, dejando mi torso desnudo, apretándome mi pene que ya parecía estallar, por encima de la prenda interior. Me acerqué a Rebeca, hasta casi tocarla, y seguí acariciándome: el pecho, el vientre, y el bulto de mi paquete por encima de la tela. Los ojos de ella estaban muy abiertos, clavados en mi miembro oculto y duro. Alargué ese proceder lo más que pude, y, por fin, empecé a deslizar por mis muslos la prenda, muy despacio, dejando ver mi vello púbico, todo el tronco de mi verga, hasta que asomó finalmente la cabeza. Cuando quedé completamente desnudo, mi pija apuntaba sin pudor hacia su cara, que mantenía una expresión de deseo reprimido. Aún tardó unos segundos en pronunciar palabra.

—Joder hermano, vaya polla que te gastas. Y está súper dura.

— ¿Te gusta? –Pregunté triunfante –.

—Ufff, me encanta –dijo –.

—Ahora te toca a ti –apremié –.

Y no se hizo de rogar. Se levantó de su cama, e inició un baile sensual, mientras se acariciaba por encima de la ropa, y con lentitud exasperante, se deshacía de su camiseta. A esas alturas, mi pene ardía endurecido y totalmente vertical. Sus pechos eran grandes. Habían heredado el tamaño de los de nuestra madre. Y sus pezones inhiestos, querían salírseles. Sin dejar ese baile erótico, repitió los mismos gestos de acariciarse las piernas, y su sexo por encima de la única tela que le quedaba por quitarse. Y de nuevo, remarcó su lentitud hasta casi volverme loco; pero poco a poco se fue bajando las bragas, hasta quitárselas por completo.

Primero se quedó de pie, mostrándome su bello púbico y sus pechos muy bien formados. Luego se sentó en la cama de la que se había levantado, separó las piernas, y me dejó ver todo su coño. Sus labios mayores estaban abiertos, y en la vulva que asomaba se podía ver toda la humedad que había acumulado. Todo su chocho brillaba por dentro. Yo permanecía absorto y sin decir nada.

—Te has quedado mudo –me dijo ella, despertándome de mi atolondramiento –.

—Sí, sí… es que…, bueno es que estás riquísima hermana –dije yo al fin, tartamudeando –.

—O sea que te gusta –quiso confirmar ella –.

—Me vuelve loco, estoy cachondísimo –confirmé yo –.

Y Rebeca sólo se ría, ufana por ver que me derretía, y excitada por todo el ambiente que habíamos creado.

—Yo también estoy muy cachonda –decía ella en voz baja –. Mi chocho chorrea.

Y ya no hubo más palabras entre nosotros. Sólo sentí su mano agarrar todo mi endurecido pito, y sobarlo a gusto. Subía y bajaba la mano, sintiéndolo palpitar. Me sorprendió su osadía, pero eso sólo me invitaba a yo hacer lo mismo. Llevé mi mano a su empapado sexo, y lo acaricié con torpeza. Con el tiempo aprendería a hacerlo mucho mejor. El flujo de Rebeca empapó mis dedos, mientras no dejaba de tocarlo. Ella parecía haber perdido la noción de la realidad, porque su mano no se despegaba de mi pija.

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