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Humedad caribeña (3: Los lazos se unen)

en Amor filial

3: LOS LAZOS SE UNEN.

—Supongo que es normal que tu hija quiera también acostarse conmigo. Ella no deja de tener deseos –comentaba yo, mientras cerraba la puerta del dormitorio, después de haber despedido ambos con un beso en los labios a Evelina–.

—Sí, Santi, así es –me confirmó su madre, mientras abría la cama–. Y no se me ocurre ningún hombre más que tú para que sea el primero. Sé que los dos gozareis tanto como lo voy a hacer yo. Y no tengas ningún miedo, no tengo en absoluto celos: es mi hija y tú mi hermano –añadió, para mi tranquilidad–.

Me acerqué a mi hermana y la besé. Mi lengua buscó ávida su boca, la inundó, la exploró, y se enredó con la suya. La acariciaba aún con la ropa puesta, sintiendo todas sus curvas: su cintura, sus caderas, sus glúteos. Me separé un poco y acaricié sus pechos, aún ella vestida. Notaba que su respiración se aceleraba, y ella, sabiendo lo que habría, ya era todo un volcán de deseo.

Nos desnudamos con lentitud, mirándonos fijamente, descubriendo cada centímetro de piel que asomaba. Yo terminé antes. Mi verga en semi erección ansiaba que Inma también estuviese sin nada de ropa. Ella la miraba con los ojos muy brillantes.

—Me encanta ese pedazo de polla, Santi –me decía, mientras se acababa de quitar el sujetador y sus bragas–.

—Es tuya.

Y de nuevo me acerqué. La abracé, la volví a besar. Sus tetas se aplastaban contra mi pecho, y mi pija rozaba su negro vello. El glande se perdía entre su mata, y rozaba los labios de su vagina. Noté que había humedad, y mi polla ya creció del todo. Descendí con mis labios por su cuello, hasta llegar a su busto. Lo besé innumerables veces y alcancé sus ya endurecidos pezones. Me esperaban ansiosos, igual que lo estaba yo. Los atrapé con mis labios primero, los rocé con ellos, y se los lamí con la mayor ternura que sabía. Ella ya jadeaba, y las puntas parecían agujas.

Fui bajando con mi lengua por su vientre, hasta enterrar mi nariz en su pelo púbico. El olor a sexo me llegaba con nitidez y me embriagaba. Abrí sus piernas y besé los labios mayores. Mi hermana empezaba a emitir sus primeros gemidos. Mi lengua buscó su vulva y la degustó con deleite. Después le separé los labios menores, y encontré el clítoris hinchado y deseoso. No me hice de rogar. El coño de Inma ya brillaba con el flujo que estaba segregando. Mi boca atrapó su botoncito y mi lengua lo empezó a lamer con fruición. La boca de la mujer que yacía en la cama ya emitía grititos. Seguí durante bastante tiempo hasta que ella se puso tensa: me anunciaba su inmediato orgasmo. No hacía falta que lo dijera, pero aún así, lo hizo, con la voz tomada por la excitación, y entrecortada por su respirar.

—Me corro, Santi, me haces venirme enterita –dijo–.

Y gritó. No le importaba que le oyera ni su hija ni los vecinos. Quería disfrutar de aquello y lo estaba haciendo. Gritó con libertad. Llegué hasta su boca y la besé, sintiendo ella su propio flujo en el paladar. Su mirada era una lujuria desatada. Me hizo tumbarme boca arriba y asió la polla con su mano derecha. El tamaño ya era máximo.

—Me vuelve loca tu mástil –susurraba mientras lo masturbaba con suavidad–.

Sólo estuvo breves segundos, y sin más dilación lo engulló. Sus labios resbalaban por todo él, sintiendo yo la lengua en mi capullo. Se esmeraba en la mamada, y el placer que recibía era absoluto. No duró mucho la felación. Enseguida levantó la cabeza, y se colocó a horcajadas sobre mi pelvis. Tomó la verga endurecida con una mano y la guió hasta la entrada de su vagina. Después se dejó caer, y toda ella resbaló hasta los testículos. Mi hermana suspiraba.

—Por fin la siento en el fondo de mi coño. No tienes ni idea de cuánto lo deseaba –mustió–. No tengas miedo, cuando nació Evelina me ligué las trompas, no habrá riesgo –añadió–; en cuanto a las enfermedades, estoy tranquila: tú eres mi hermano –concluyó–.

Comenzó a moverse despacio al principio. Su sexo estaba anegado, por lo que mi pene resbalaba a la perfección, sin producir ninguna fricción. Sólo estuvo así breves minutos, hasta que otro orgasmo estalló dentro de ella. Y, aunque tampoco hacía falta, me lo volvió a advertir. Su gozo rayaba en la locura, y ella sabía que aún quedaba mucho más.

Se levantó y se tumbó en la cama boca a arriba con las piernas muy abiertas.

—Métemela, Santi. Lléname todo el coño –me rogaba–.

No quise hacerla esperar. Sabía que Inma lo estaba deseando, lo estaba necesitando; así que, me puse encima de ella, y con sólo empujar, mi estaca la penetró hasta el fondo: su lubricación extraordinaria facilitaba las cosas.

—Ella solita sabe meterse en casa –comentaba con la voz forzada por la excitación–.

Empujé despacio al principio, con lentitud. Pero la mujer me apremió, así que aceleré las embestidas, hasta que mis huevos chocaban con sus nalgas. Tampoco estuve mucho rato así: su tremenda calentura hizo que otro orgasmo llenase el cuarto con su grito. También me lo anunció antes de que éste viniera.

No es que yo aguantase mucho, la verdad, mi resistencia es normal. Pero los continuos orgasmos de mi hermana hacían que pudiera descansar entre postura y postura, lo que retardaba mi eyaculación.

Me apartó levemente con las manos, yo me levanté y ella se puso a cuatro patas.

—Perfórame el chochito por detrás mi vida –rogaba–. Pero no te vayas a correr, que quiero saborearlo de nuevo en la boca –advirtió luego–.

Me puse tras ella, y de nuevo le clavé la barra de carne hasta lo más hondo. Oí su gemido, y volvió a comentar algo de lo placentero que resultaba sentir tremenda polla dentro de ella. Me moví vigoroso esta vez, pero yo ya notaba que no tardaría mucho. Mis gemidos se incrementaron, y mi respiración era fatiga pura. Inma sabía que mi venida estaba a punto de llegar. Primero se corrió ella, y luego sentí que todo el semen se me acumulaba para salir despedido. Así que se la saqué, y me tumbé en la cama. Mi hermana, como una posesa, se metió todo lo que le cupo de mi polla en su boca, y a los pocos segundos, yo aullaba, porque disparaba toda mi leche sobre su paladar.

—Así, mi cielo –me decía–, dáselo todo a tu hermanita para que se lo trague.

Cuando ya no quedaba ni una sola gota, ella me limpió con delicadeza el glande. Sabía que un hombre acabado de eyacular tenía su capullo muy sensible. Me lo dejó totalmente limpio, y su boca vacía de mi descarga, la había tragado toda.

Se acostó junto a mí, me sonrió, me besó y me abrazó, apoyando su cabeza en mi pecho.

—Nunca había visto a un hombre correrse de esa manera, hermano –insistía ella–. Me encanta recibirlo en la boca, es como si tu semilla fuera más mía todavía.

Yo la escuchaba, mientras acariciaba el espacio que había entre ambas tetas, con mi dedo índice, rozando sólo su piel.

— ¿Has disfrutado, hermana? –Pregunté–.

—Como una loca –contestó–. ¿Y tú, Santi?

—Hacía demasiado tiempo que no gozaba tanto con una mujer. Y ya no me acordaba lo que es correrse en una boca femenina. Lo haces muy bien –dije–.

La conversación languideció, las caricias fueron cesando, y el sueño nos venció a los dos. No recuerdo quién se durmió primero, probablemente yo; pero sí es cierto que Inma no tardó mucho más: había quedado ahíta de sexo esa noche.

La sesión sexual nos llenó tanto que dormimos de un tirón, hasta bien entrada la amanecida. Por aquellas tierras la gente se suele levantar muy temprano, pues a las seis de la mañana, la luz que entra es similar a la del medio día en mi país. Sin embargo eran ya pasadas las nueve de la mañana, cuando entró Evelina a nuestro cuarto y nos despertó. Abrió la ventana de par en par, y zarandeó nuestros cuerpos.

—Arriba dormilones –decía–. Sé que necesitáis reponer fuerzas después del maratón de anoche, pero ya es hora de levantarse –concluyó con una carcajada–.

Inma abrió los ojos y levantó la cabeza. Ahí estaba su hija, riéndose.

— ¿Qué estás diciendo, pillina? –Preguntaba con ironía Inma–. ¿Qué sabrás tú? –Volvió a preguntar de forma retórica, mientras le asía con firmeza las tetas a su hija–.

—La habitación huele a sexo, mamá –respondía la aludida, mientras abría las ventanas, tras separarse de su madre, si bien no hacía falta su respuesta–; y aunque no oliera así, no hay que ser muy tonto para adivinarlo.

Después la muchacha, se volvió a situar al lado de su madre, y ambas pugnaron: la una por destapar a la otra, y la segunda por desnudar a la primera.

Al otro lado de la cama, ya despierto, yo era testigo de ese forcejo en broma entre madre e hija. Inma le despojó del camisón a Evelina, y la moza había conseguido destapar a su madre, quedándose ambas desnudas del todo, encima de la cama, aún debatiéndose. Yo me levanté, con tanta sacudida. No me importó que también estuviera desnudo y mi pene recto (me levantaba muchas veces así por el sueño REM), y ahí estaban las dos mujeres, sobre la cama, en un revoltijo de cuerpos. Cuando se percataron de mi estado, cesaron en su duelo, y ambas me observaban con fijación y detenimiento.

—Mamá: ¿es que no le has dado bastante a Santi anoche, que mira cómo se nos levanta? –Preguntó burlonamente la hija, al ver que mi pene, había adquirido toda la erección–.

Mi hermana no pudo evitar soltar la carcajada más sincera y feliz que hacía mucho le había visto.

—Pero cielo –contestaba a Evelina–, si Santi ha sido el que me ha dejado derrotada. No veas la manera de follar, mi amor –añadió satisfecha, mirando para mi crecida pija, sin dejar de reírse–.

—Tenemos todo un semental en casa, mamá –comentaba con sorna la otra–. Acuérdate que no puedes irte sin que te pruebe yo también –completó mi sobrina, mientras, tumbada, se acariciaba sus tetas, con los pezones ya puntiagudos, bajando por su vientre plano, hasta su monte de Venus.

Permanecí callado, y mi sobrina buscó respuesta con su mirada en los ojos de su madre.

—No te preocupes, hija –le decía mi hermana–, tu coño se sentirá tan lleno de su polla como lo estuvo el mío anoche, y gozarás mi amor, ya lo verás. ¿Verdad, Santi? –Se dirigió a mí luego–.

—Tus deseos son mi voluntad, Evelina –contestaba yo–. Además, yo también tendré el privilegio y el gozo de probar a una jovencita como tú. Tienes tan buen cuerpo como tu madre. Cualquier hombre sentiría sus deseos llenos de tener a dos mujeres para él sólo: madre e hija.

Una sonrisa amplia de la chiquilla, me evidenció que le había gustado lo que había oído. Mientras, a su lado, su madre, le acariciaba con afección sus pechos turgentes.

Nos fuimos a desayunar. Los tres desnudos. No hacía falta que nos pusiéramos nada. Hacía calor y la confianza era ya tal, que esos actos resultaban naturales. Después del desayuno, las mujeres recogieron los cacharros y la cocina, mientras yo hacía lo propio con el dormitorio de Inma. Terminaron ellas primero que yo, y cuando llegaron hasta donde yo estaba, ya estaba colocando el edredón sobre la almohada.

— ¿No es excitante que un hombre desnudo nos recoja la casa? –Bromeó mi sobrina–.

—No sólo es excitante, cariño: es adorable –contestó su madre–.

Tras eso, nos fuimos a duchar. Lo hicimos los tres juntos, a propuesta de Evelina. La bañera permitía que cupiéramos todos. Estuvimos jugando más tiempo de lo que una ducha da de sí, acariciándonos, besándonos, y excitándonos de nuevo. Y todos nos masturbamos bajo el agua. Yo sobé hasta el orgasmo los chochitos de madre e hija, y las mujeres, me hicieron una sublime paja.

No nos vestimos. Seguíamos desnudos, y nos sentamos en el salón. Pero nos quedamos terriblemente callados los tres.

— ¿Hay algún plan en concreto para hoy? –Pregunté, intentado cortar ese molesto silencio–.

No hubo respuesta inmediata, pero al cabo de un instante, mi hermana sugirió algo:

— ¿Qué os parece si compramos comida preparada, y nos vamos a pasar el día a la playa? En dos horas estaremos en la costa del Pacífico.

Evelina saltó del sillón donde estaba sentada, y empezó a aplaudir. Su alegría era inmensa, y sus pequeños pechos subían y bajaban con cada salto.

— ¡Sí, mamá, qué buena idea! –Exclamaba mientras no dejaba de brincar–.

—Me parece la mejor idea que hayas podido tener, hermana –apoyé–.

Así que nos vestimos de forma ligera, con nuestros trajes de baño por debajo de la ropa, metimos en unas mochilas toallas, filtros solares y demás enseres, y lo subimos todo al auto de mi hermana. Ella manejó hasta el centro comercial, donde compramos bebidas y comida preparada, para el almuerzo y la cena, por si acaso. Después nos volvimos a subir al auto, y mi hermana puso rumbo hacia el oeste, los arenales del pacífico nos esperaban.

Inma y yo íbamos delante, mientras que Evelina se había dispuesto en el asiento trasero. Todo lo que duró el viaje fue fantástico. Los tres cantábamos y charlábamos muy animadamente. Mi hermana derrochaba felicidad de ver su vida llena, después de que la muerte de mi cuñado la hubiese teñido toda de negro. De vez en cuando miraba por el retrovisor, encontrando la cara de su hija. Y la felicidad de la madre se incrementaba al ver a mi sobrina como hacía meses que no la veía. Por unos instantes el bienestar volvía a la familia de la mano de un hombre; y el dolor de la ausencia parecía haberse escondido en la última esquina del cerebro de las mujeres.

Tal y como predijo quien conducía, en dos horas llegamos a una localidad de la costa del Pacífico. Aquello era bien diferente a lo que yo había estado viendo en el barrio de la capital, donde ellas vivían. Esa zona en la que ahora estábamos, salpicaba turismo por todas partes, parecían dos países distintos: la cara y la cruz de la realidad de muchos Estados de la zona.

Inma aparcó el vehículo, sacamos las cosas del coche, y nos dirigimos a la playa. El arenal era inmenso. Parecía un desierto con la mar al fondo. El sol caía a plomo, y las gotas de sudor ya resbalaban por toda mi piel. Las mujeres iban delante, como un nómada que sabe por dónde tiene que ir. Y yo las seguía, acalorado, intentado no ahogarme con esa humedad que asfixiaba. Caminamos casi media hora, hasta que llegamos a las proximidades de unas palmeras que daban una sombra que era el máximo placer que yo en esos momentos necesitaba. Dejamos las mochilas, sacamos las toallas, las extendimos, y dispusimos la comida y la bebida a la sombra de los árboles. Yo estaba exhausto.

—Descansa, Santi, no estás acostumbrado a este calor. Quítate esa camisa, que está empapada –me dijo mi hermana–.

Y así lo hice. Me deshice de mi camisa, del pantaloncito, y me quedé en bañador sentado en la toalla. No se veía un alma, a todo lo que alcanzaba mi vista. Tampoco se divisaba la mar, pero si me llegaba el ruido de las olas. Unas pequeñas dunas al frente, impedían divisar bien el azul marino.

—No hay ni un ser humano por aquí –dije, aún recobrando el aliento, y con las gotas empapándome las sienes–.

Evelina se reía a gusto, mientras Inma me miraba como asustada. Al fin, sonrió y me dijo:

—Es una playa muy grande. La gente se suele poner más hacia allá –me señalaba con su índice–. Aquí hay más vegetación y está menos cuidada. Pero a tu sobrina y a mí nos gusta este rincón porque estamos solas.

—Muy bien –dije empezando a respirar con normalidad–. Si a vosotras os parece bien, a mí me encanta estar a solas con vosotras.

—Así tendremos más intimidad –añadió mi sobrina, sentándose junto a mí en la toalla–.

Yo estaba en el medio. A mi derecha, se había situado Evelina, y a mi izquierda, Inma. Detrás estaba la sombra de los árboles, que cobijaban la bebida y la comida. Ambas mujeres se quitaron la ligera ropa que llevaban. Evelina tenía un bikini que sólo tapaba los pezones, dejando el resto de sus senos al descubierto. La pieza de abajo era un hilo que se incrustaba literalmente entre sus nalgas, con un pequeño triángulo que sólo tapaba su sexo y el monte de Venus (se había arreglado su vello púbico para que no sobresaliese). Todo lo demás estaba al aire. Yo la miraba con la boca abierta. Evelina sonreía por mi actitud y miraba cómplice a su madre.

—Ya te dije que le iba a encantar, mamá –comentó mientras se sentía triunfadora–.

—Así que habéis estado comprando cositas antes de mi visita ¿eh? –Comenté yo–. Ahora que estamos en intimidad, para ser sincero había visto ya de esos que se meten el raja –argüía, yo, señalando el tanga de mi sobrina–, por Internet… Pero tenerlo así, a escasos centímetros, es…, bueno hermoso.

Y las mujeres reían a gusto.

—No cielo –me corregía mi hermana–. Esto es parte de las compras a las que nos acompañaste tú. Evelina quería algo que tú no olvidaras. Y mi hija tiene muy buen gusto, como verás.

Mi hermana tenía un bikini muy excitante también, pero menos osado que el de su hija. La pieza de abajo dejaba parte de los glúteos al descubierto, y sólo cubría los labios vaginales y la zona del vello púbico (que también había recortado). La parte superior, hacía el dibujo perfecto de sus encantadores pechos. Y la presencia de esas mujeres tan próximas a mí, y casi sin ropa hicieron que mi pene creciese.

—Tú no hace falta que lleves un traje de baño sexy para que nos pongas a tono, sólo el ver cómo se marca semejante verga en el pantalón, ya hace que mi chochito sude –dijo mi sobrina, repentinamente, y carente de cualquier reparo–.

Y yo no supe qué decir. Me asusté, no porque no hubiera confianza para hablar así, sino porque no sabía que Evelina era tan perspicaz. Miraba para mi hermana, y ella se reía a gusto.

—Santi, que no somos de piedra, amor –ratificaba ella–. El ver tu polla tan dura, ha hecho que el coñito de tu hermana se abra de par en par como un libro.

Y las palabras de las dos mujeres, sólo hicieron que mi polla se empalmase completamente. Se marcaba erguida y dura en la tela del bañador.

—Mira mamá, ¡Por Dios! –Exclamaba mi sobrina–. Sólo hace pocas horas que nos hemos corrido a gusto en la ducha, y mira qué dura la tiene ya.

Mi hermana no me quitaba ojo, presa de la misma excitación que su hija.

—Sí, hija, si ya lo veo tan bien como tú –decía–. Estoy tan caliente que me va hervir el chocho –concluyó, deshaciéndose de la braga de su bikini–.

Abrió sus piernas, para que su sexo, que se ahogaba, respirase un poco. Sus labios estaban abiertos como una flor, y brillaba su interior por la humedad que ya destilaba. Su hija la imitó. Pero se desnudó completamente. Los pezones se le habían puesto muy duros, y la humedad de su coño era evidente también.

—Antes de nada, lo mejor es que nos pongamos filtro solar. Aquí golpea con más fuerza que en otras partes del planeta, y no es bueno estar sin protección –dijo mi hermana, quitándose la parte de arriba del bikini, y quedando también desnuda–.

Ahí estaba yo, en el medio de mi hermana y mi sobrina, desnudas, y tan calientes como lo estaba yo. Inma se levantó para alcanzar el protector solar, y Evelina se vino gateando hasta mi toalla. Me acarició el paquete por encima de la tela y yo di un salto. Después, con increíble delicadeza, me lo quitó, quedando yo también desnudo. Mi polla saltó a su cara como un resorte, rebotándole en sus labios.

—Déjalo libre, Santi –me dijo–. Me estaba dando pena el pobre ahí tan comprimido –continuaba, al tiempo que lo acariciaba en toda la envergadura de mi verga dura–.

—Ponnos la crema, hermano, que luego te la daremos nosotras a ti –me dijo mi hermana, ofreciéndome el bote, tras de haberse acercado hasta mí–.

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