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Sofía lo sabía (1: Comienza el deseo)

en Amor filial

1: COMIENZA EL DESEO.

Había soñado con el fin del mundo. Todos se morían en el sueño menos yo. Desperté envuelto en sudor por el calor del verano y la angustia de la pesadilla. La sábana se había revuelto, y mi desnudez era evidente, con mi pene erguido y orgulloso. Cuando abrí los ojos, estaba delante de mí Sofía, que advertía toda mi excitación sin inmutarse.

—Buenos días, papá –me dijo –. Me encanta que te levantes tan animado.

Teresa no estaba. Había madrugado para ir a la peluquería, así que la chiquilla y yo, estábamos solos en casa. No es que Sofía desconociese lo que era un pene (no ocultábamos nuestra desnudez al salir del baño o si alguien entraba en una habitación cuando nos vestíamos), ni lo que era una erección, pues me había preocupado por explicarle todo lo que a sus catorce años podía y debía saber acerca del sexo; pero ver a su padre con una erección era diferente.

—No deberías estar viéndome así –le dije, sin intentar ocultar lo evidente –.

— ¿Por qué? –Me preguntó con su total ingenuidad –. ¿Acaso no te he visto más veces desnudo, o no has procurado explicarme que eso que te sucede es normal?

Aún estuve unos segundos pensando la respuesta. Quería que ella lo entendiese sin que sintiese que la recriminaba por haberme descubierto así.

—Así es, hija –la respondí –. No es que sea nada malo que me hayas descubierto en plena erección, pero igual que cuando tú te excitas, o cuando te suceden otras cosas íntimas, esas circunstancias requieren cierta discreción.

No supe si lo había entendido, ni si la había hecho sentir mal con mis palabras. Quise que lo entendiera, aunque no logré advertir si lo había conseguido.

—De todas formas me alegra que hayas amanecido así –dijo sin más –. Me voy a la ducha.

Y, quitándose la camiseta delante de mí, orgullosa de sus pechos de adolescente, se dio la vuelta mostrándome su trasero en sus escuetas bragas, y salió de mi cuarto.

Intentando no darle mayor importancia, me levanté y me puse unos slips y una camiseta, y me fui a prepararme un café. Ese agosto caluroso que no madrugaba, me solía levantar más tarde de las nueve. Para ese día teníamos que hacer todos los preparativos necesarios, porque al día siguiente nos íbamos de vacaciones. Aunque yo prefería otra cosa, pensando en Sofía, había elegido una playa atestada de gente, con sol. Sabía que ella disfrutaba de ese estilo, en su aún maravillosa pubertad.

Sofía había salido del baño. Iba desnuda y entró a la cocina para hacerse también una taza de café con leche. El hecho de ir desnudos por la casa era natural para nosotros, especialmente en verano en que se agradecía ir sin ropa.

—No te habrás enfadado por haberte visto empalmado esta mañana, ¿verdad?, –me preguntó directamente, tras sentarse a mi lado, mirándome con una mezcla de preocupación y tristeza –.

Su cuerpo despedía un apetecible aroma a gel, y me enterneció la mirada que me había dirigido al hacerme la pregunta. Mientras aspiraba la frescura con la que había empapado el ámbito, la contesté.

—No te preocupes hija. Si no me he cubierto la erección cuando entraste, fue, justamente, para que no creyeras que me había molestado que me vieras así. Simplemente, que igual que a ti te gustaría acariciarte a solas, pues un pene empinado requiere la misma intimidad.

La chiquilla me siguió clavando su mirada, mientras su pecho subía y bajaba en su cadencia respiratoria, pensando muy bien lo que a continuación me dijo:

—A mí no me importaría que me vieras hacerlo, igual que ni me asusto ni me avergüenzo de ver a mi padre erecto. Si de algo me siento orgullosa es de la educación sexual que siempre nos habéis dado tanto mamá como tú.

Su aplastante lógica púber, me dejó sin palabras; lejos estaba de conocer excesivos prejuicios sociales, con los que chocaría sin duda al crecer. Le faltaba madurez para entender lo que le quería transmitir, y opté por no dar más importancia a todo aquello. La dediqué una sonrisa dulce, cuando entró en la cocina Lorena, su hermana; tan desnuda como lo estaba Sofía. Se lanzó a mi cuello y me besó dándome los buenos días, aplastando sus senos contra mis brazos, y pegando su pubis a mis muslos… No pude evitar que la erección con la que había despertado volviese, maldiciéndolo. Aunque estaba convencido de que ella lo había notado, esperaba que no hiciese los mismos comentarios que Sofía. Después saludó a su hermana. Lorena era dos años mayor que ella, pero las formas de ambas eran muy similares en su desarrollo.

—Me ha despertado el olor a café –dijo, y se apresuró a prepararse otra taza sentándose al lado de su hermana –.

Y mientras las dos hermanas desayunaban, yo me fui al baño, porque la erección se me notaba bastante, y no quería que la ingenua osadía de Sofía me preguntase en esas circunstancias. No me importaría explicarle mil cosas en otras distintas. Antes de meterme en la ducha, me masturbé, para aliviar la excitación, y para que mi pene me diese una pequeña tregua. Ahogué mis gemidos para que todo fuese lo más discreto posible. Lo que ignoraba era que ellas dos se habían quedado a solas, y su curiosidad púber, hacía que se lo contasen todo.

Las pude oír, cuando me iba hacia la habitación, también desnudo, pero sin exhibirme como las juveniles chicas.

— ¿De verdad que has visto a papá con la polla tiesa? –Oí preguntar a Lorena –.

—Sí… –Contestaba la otra entre risitas –, y tiene una buena polla, créeme, –añadía –.

—Cuando entré en la cocina y le besé –comenzó a contar la mayor –, al sentir mi desnudez, también se le levantó; y créeme que se me pusieron los pezones duros, y se me mojó el chichi –concluyó, mientras Sofía emitía una risa ahogada –.

—Yo también me excité al verlo empalmado –le confesaba la más pequeña a la otra –.

Y ya no quise oír más. No estaba asustado ni sorprendido. Era una conversación entre adolescentes normales, con sus hormonas haciéndoles la vida muy incómoda. Me metí en mi cuarto, y salí vestido, para no dar lugar a mayores comentarios entre las niñas.

Cuando salí de mi habitación ya ellas habían acabado de desayunar, habían recogido los cacharros usados, los habían fregado, y se habían metido ambas en el cuarto de baño. Yo jamás había interferido en su forma de compartirlo casi todo. Estaban en una edad que lo necesitaban y mucho. Ya les llegaría la edad de independizarse, no había por qué correr. Me sorprendí un poco, cuando, de camino a la sala, del cuarto de baño salían unos gemidos nítidos. Me pareció extraño, no que se masturbaran, si no que la compartiesen; y más aún la osadía con la que lo hacían. Se diría que querían que yo las oyese.

Sentado en la sala me dispuse a leer el periódico, que antes de irse a la peluquería Teresa había traído. Enfrascado en su lectura, no pude oír a mi esposa llegar. Sólo la algarabía de mis hijas al recibirla, me hizo indicar que mamá estaba en casa. Y ya nos pusimos a organizarlo todo, para la marcha al día siguiente.

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