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Una casita de Castilla (5: Una visita inesperada)

en Amor filial

5: UNA VISITA INOPORTUNA.

Hasta esa noche no hicimos ningún comentario sobre lo sucedido. Ni siquiera cuando estábamos a solas. Éramos conscientes de lo peligroso que sería que nos descubriesen, y no queríamos correr ningún riesgo. Ni siquiera se producía ninguna mirada entre nosotros que pudiera delatarnos. Simplemente, nuestro comportamiento era como si nada hubiera sucedido. Después de cenar, con el pretexto de salir a jugar, nos fuimos al bosque. Queríamos esa intimidad para hablar.

—Me ha gustado follar contigo, Luis –me dijo de repente Rebeca, rompiendo un silencio que se prolongaba demasiado, sólo acompañado por los grillos –.

—A mí también, Rebeca –contesté yo, mirándola a los brillantes ojos –. Jamás pensé que lo pudiera hacer contigo, y te aseguro que desde que nos tocamos en nuestra casa lo he deseado. Me encanta tu coño y me pone muy caliente. Creo que mi polla no se cansará jamás de él.

Ella me miraba profundamente, clavando sus ojos en el fondo de mi retina. Me acarició la cara con ternura, sonrió, y dijo:

—Tu polla no se queda atrás. Es la primera que veo, y me derrite. Jamás pensé que la pudiera chupar, ni que me la pudiera meter en mi chocho, y, mucho menos que me cupiera; desde la primera vez que la vi, siempre creí que era demasiado grande.

Llevábamos todo el día deseando que llegase el momento de hacer estas confesiones. Y al fin nos lo habíamos dicho.

Al día siguiente, nuestra madre nos dio una noticia que jamás hubiéramos querido oír. Nuestra abuela, y la dueña de la casa, venía a pasar unos días de visita. Eso supondría el fin de todos nuestros juegos, porque, aunque nuestros padres siguiesen yendo los sábados al mercado de la ciudad, ya no estaríamos solos. Estuvimos todo el día entristecidos, pues ahora que empezábamos a disfrutar de lo recientemente descubierto, veíamos cómo se hacía casi imposible repetirlo.

Después de comer llegó la abuela. Vino con su hijo, la mujer de él, y sus dos nietas: unas gemelas rubias idénticas, un año menor que Rebeca.

— ¡Qué putada!, han venido todos –me susurró mi hermana en un momento en que nadie nos prestaba atención –.

Así era. Los visitantes ocuparían ya toda la casa. No habría ni tiempo ni espacio para nosotros. Como en la parte de arriba no cabían todos, nos quedamos en la bodega Raquel y Margarita –así se llamaban las niñas –; ocupando las habitaciones de dos camas, que eran nuestro sitio favorito para nuestros juegos, y yo; que me quedaría en la habitación con una cama, que daba a la parte delantera.

Nos besamos todos, nos saludamos, y después yo ayudé a las gemelas a llevar el equipaje a su cuarto. Al llegar, posé la maleta en el suelo. Ellas ya conocían de sobra la casa, y habían elegido esa habitación por su frescor. Se sentaron cada una en su cama, saltaron un poco sobre ellas y me agradecieron la ayuda.

Esa noche no pudimos estar solos, ni un momento, Rebeca y yo; porque las niñas se habían empeñado en jugar con nosotros. Nosotros no jugábamos, estábamos a solas, pero en esa ocasión sí tuvimos que hacerlo con los demás chicos de la urbanización. Sobre la media noche alguien nos llamó para que nos recogiéramos. Un poco más tarde, estábamos cada uno acostados.

Yo solía dormir desnudo. Y el hecho de que nuestras primas estuvieran conmigo abajo, no cambió mis hábitos. En la bodega no había baño y cada vez que tenía que mear, salía a hacerlo al huerto. Bien poco me importaba quién me pudiera ver.

Y como solía ser, y como así fue, de madrugada me despertaron las ganas de orinar. Y sin pudor alguno, salí en cueros de mi habitación, hasta el huerto, donde me desahogué. Al darme la vuelta, me llevé un susto de muerte, y no sé ni cómo no grité; pues sentí la respiración de alguien justo detrás de mí. Apenas pude reaccionar, cuando descubrí que las dos primas eran las que estaban tan cerca.

— ¿No te da corte andar en pelotas? –Me preguntó Marga, sin darle mayor importancia sobre su presencia ahí –.

—Siempre duermo desnudo –acerté a decir –, y para salir a mear y acostarme de nuevo, no me voy a poner nada. Lo que no sabía es que vosotras espiabais.

—No espiábamos –corrió a decir Marga –. Oímos ruidos y queríamos saber quién andaba por ahí, nada más.

—Bueno, lo mejor es que nos acostemos. Si nos oyen nos va a caer una bronca –dije yo, preocupado por si se pudieran despertar arriba –.

Y nos volvimos todos. Al entrar, encendí la luz, y cerré la puerta de la bodega. Fue cuando las dos hermanas pudieron ver mi desnudez a plena luz. Al principio no dijeron nada, pero no dejaron de mirarme. Justo cuando iban a entrar en su habitación, Raquel dijo:

—Eres el primer chico que vemos desnudo…, y qué grande lo tienes –aludía una de ellas a mi pene –.

—Sí que es grande –corroboraba su hermana –, me hace latir el corazón rápido y con fuerza.

Yo no dije nada. Pero mis temores sobre la reacción de ellas ante mi desnudez se disiparon. Y también las posibles sospechas de que se lo pudieran decir a sus padres. Estábamos los tres en el umbral del cuarto de ellas, pero nos habíamos quedado quietos. Parecía que las niñas no se iban a conformar con sólo mirarme.

— ¿Podemos tocarla, Luis? –Se aventuró a preguntar Marga, creo que sin pensarlo bien –. Nunca hemos visto un pene, y tú eres nuestro primo… Qué mejor que contigo para saber cómo es…

—Sí, por favor –se sumó también Raquel –.

Me quedé pensando unos instantes, aunque lo atractivo de la idea fue suficiente como para acceder.

—Está bien –dije –. Pero estaremos más cómodos en la habitación.

Y entramos todos. Nos tumbamos los tres en una de las camas. Yo en medio y ellas a cada lado. Y primero Raquel y luego Marga, pusieron sus manos sobre mi verga, que, como es lógico, se había puesto de pie.

—Joder, Raquel, mira: se ha empalmado –exclamó sorprendida Marga –.

Y la otra sólo asintió con la cabeza. Las dos siguieron palpando mi apéndice, hasta que asomó el líquido preseminal.

— ¿Si te lo seguimos tocando te saldrá la leche? –Preguntó Raquel al advertirlo –.

—Si lo hacéis como yo os diga, sí –confirmé –. Pero también me gustaría veros a vosotras desnudas, creo que es justo –añadí –.

Las dos se miraron, y como si hubiera un vínculo tácito entre ellas, sin decir nada ni hacer gesto alguno, se desprendieron de sus pijamas. Eran idénticas, no sólo en el rostro, sino en todo el cuerpo. Sus pequeños pechos ya asomaban, con sendos pezones color claro. Abajo, el incipiente vello púbico, tan rubio como su cabello, dejaba paso a unos labios vaginales ya dilatados, por el que asomaban sus clítoris; y su vulva se veía brillar por la humedad de sus secreciones.

Ellas seguían masturbándome tal y como yo las había dicho. Primero la una, y luego la otra, turnándose en una cadencia casi perfecta, sincronizadas ellas al máximo, expectantes ante mi más que próxima eyaculación. Habían aprendido rápido y mi orgasmo me apremiaba.

— ¡Me viene ya! –Exclamé reprimiendo los gritos –.

Y varios chorros de esperma salieron despedidos, ante su mirada.

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