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Siete días de abril (1: La salida)

en Amor filial

1: LA SALIDA.

Me quemaba el sueño en los ojos cuando mi madre me levantó de la cama. Apenas sin poder ver, sí pude percibir que no había amanecido, al subir la persiana y notar que la negrura de afuera seguía ahí. Maldije todo lo maldecible por tener que madrugar tanto; sin embargo, y a pesar de mi sueño, hoy probablemente sería el único día del año que no me importaría hacerlo.

Había sido un error beber tanta cerveza el día anterior, y hoy lo pagaba con creces en forma de náuseas y mareos continuos. No obstante, logré ducharme, tomar un café y salir cargando con mi maleta a la calle. Afuera el frío era evidente, a pesar de ser el mes de abril; porque en el norte, donde yo vivía, no se notaba la tibieza hasta bien entrado junio.

Enseguida pude distinguir a los demás, porque en el portal de mi casa, era donde preparábamos la salida, y donde ya toda mi familia se arremolinaba en la interminable espera. Me sentía excitado, sí, pero no era tanto como lo que yo pensé que sentiría ante tal acontecimiento. Y aunque había silencio, el grado de excitación también era fácilmente perceptible en los demás, por ese ir y venir nervioso.

—Ya ha llegado lo que tanto deseábamos, Rodri –escuché decir detrás de mí –.

Me giré y pude ver a mi hermana mayor Berta, la segunda de las tres, con su negra media melena, que se agitaba casi pegada a mí, con los ojos muy brillantes, casi húmedos. Podía sentir su aliento, y sus pechos rozaban el mío, mis muslos sintiendo sus manos, y su piel emanando un olor delicioso a mañana. Sólo con estirarme un poco, mis labios rozarían los suyos; sin embargo, no hice nada. A pesar de mi deseo, sentirla tan cerca, me paralizó. No obstante, contesté.

—Sí, ya está aquí el gran día, ya todo ha llegado, ya solo falta que papá llegue con el auto –dije-.

Berta, con una sensualidad que no entendí, abrió su bolso, extrajo un paquete de cigarrillos, y encendió uno para ella. Después me sonrió y se alejó. Me quedé solo, aspirando con calma el aroma mezclado con el humo de su cigarrillo y su perfume. Después mi padre ya apareció con el coche, dispusimos el equipaje en el maletero, y nos subimos todos.

El vehículo era familiar y grande, de ocho plazas. Delante iban mis padres, y atrás, en dos filas de tres asientos, dos de mis hermanas (en la primera fila) y Berta y yo (atrás del todo). Por fin mi padre arrancó. Las vacaciones de esa Semana Santa de 1.984, habían comenzado. Apenas iniciada la marcha me sumí en un sopor inevitable, y con ello, me venció el sueño: lo bebido la noche anterior hacía efecto.

No sé cuánto dormí, pero me desperté erecto y sudoroso. Berta, quien tan animadamente me había recibido aquella madrugada, estaba a mi lado, en la última fila de asientos. La miré, y ella me sonreía con una dulzura difícil de explicar: a mis catorce años, las hormonas van demasiado a galope y cada detalle cobra su propia importancia.

—Bienvenido al mundo real, dormilón –me dijo mirándome fijamente –. Ya era hora que te despertaras, tenías todo tu cuerpo apoyado en mi teta –prosiguió ella, sobándose el seno derecho –, y la pobre se sentía mal tratada.

Yo no supe qué decir, pero sí que detesté el haber estado durmiendo, y no haber podido disfrutar de la caricia en su busto, aunque fuera con mi espalda. Seguí en silencio, mientras ella continuaba hablando, casi riéndose:

—Tenías la cabeza apoyada justo aquí –dijo señalando para su cuello –, y tus labios me rozaban haciéndome cosquillas. Aunque a ti seguro que te estaba gustando, por el bulto que se nota en la entrepierna –concluyó, esto último en un susurro en mi oído, para que nadie nos oyera –.

Berta se reía y yo enrojecía al comprobar que, efectivamente, mi erección era evidente. No quise, sin embargo, hacer ningún gesto, pues serviría únicamente para delatar aún más mi situación; y con que, quien estaba a mi lado, fuera la única que lo supiera, bastaba.

—Supongo que tendrás que solucionar esto –me dijo susurrándome –, no es plan que andes así, se te nota todito –añadió, apoyando su mano encima de mi rígido pene, procurando que nadie le viera ese gesto –.

Aparentemente nadie miraba. Mis padres iban fijos con su vista hacia a delante, y el resto de mis hermanas dormitaban, ubicadas en la fila de asientos delante nuestro. Su mano no se estuvo quieta. Lo acarició todo él, como no queriendo dejar ni un centímetro sin ser escrutado por su tacto. A veces casi lo cogía, adivinándose diáfanamente su forma a través de la tela, como si lo quisiera masturbar. Todo eso no hacía más que conseguir que se pusiera aún más duro, mientras yo no podía reprimir mis suspiros, todo lo más disimuladamente que podía, para que nadie se percatase del placer que me estaban dando. Ella nunca dijo nada, mientras duró su hacer, tampoco me miró, fija la vista al frente, no queriendo llamar la atención; pero sí que sentía claramente los efectos que estaba produciendo, porque lo había notado crecer al máximo entre sus dedos, y porque mi respiración ya vibraba.

Quise corresponder de alguna forma a lo que ella me estaba regalando, y coloqué mi mano en sus muslos. Sin embargo, Berta, adivinando mi intención, me la quitó sin violencia pero con censura, advirtiéndome con su mirada, en la única vez que fijó su vista en mí, que sólo ella tocaba. Así estuvo un tiempo, hasta que apartó su mano, y permaneció en silencio durante largo tiempo.

Todo pareció sumirse en la más absoluta de las monotonías. Berta había abandonado el toqueteo que me brindara, pero yo permanecía erecto. La mañana ya era efectiva entre nosotros, y el sol se filtraba a través de los cristales de las ventanas. Me había quitado la cazadora, y la había colocado sobre mi entre pierna, con el objeto de tapar el bulto que se erguía ahí en medio.

El auto se detuvo. Habíamos llegado a Zamora, sin que eso fuese de especial relevancia. Lo que importaba, lo único que contaba, era que estábamos de vacaciones desde hacía ya unas horas. Se bajaron todos, incluido yo, para tomar algún tente en pie, el que quisiera, o simplemente estirar las piernas. Mi único objetivo en aquel momento era masturbarme, y aliviarme de una vez, la erección que Berta me había prolongado momentos antes.

Dejé, no obstante, la cazadora en el dentro, pues mi piel tenía verdadera hambre de sol, y donde nos encontrábamos en ese momento lo hacía, y me encaminé solo, y sin preocuparme de que lo estuviera, al bar donde habíamos parado. Lo primero que haría sería ir al baño.

— ¿Te persigue alguien, Rodri? –escuché una voz femenina detrás de mí –. Parece que llevas una prisa terrible.

Miré hacia atrás y pude distinguir a mi padre y a Berta. Iban riéndose pícaramente. Aun cuando nunca había tenido indicios de lo contrario, pensé que mi padre pudiera albergar alguna sospecha.

—Me meo muchísimo –dije –. Voy en busca de un baño con urgencia.

Mientras los oía reírse detrás de mí, aún pude distinguir la voz de Berta:

—Si puedes esperarnos e ir a nuestro paso, te acompañamos y te ayudo a sacarla –dijo en una carcajada, que mi padre acompañó también, buscando mi azoramiento –.

No me hacía ni pizca de gracia que me hablaran así, porque, después de lo que me hiciera en el coche, me hacía sentir cierto sabor de malestar. Pero, asumí la broma, y supuse que estos días serían de mucho desorden, y sólo había que aceptar lo que fuera viniendo. A mí me había llegado un sobeteo de pene, y no había estado mal, así que dejé de sentirme incómodo.

Al fin acabamos entrando todos a la cafetería. Nos sentamos en una mesa, y mientras yo dije que me pidieran una coca cola, me fui raudo al baño. MI pene seguía duro, y era hora de consolarlo.

No me demoré en exceso. A mi regreso ya tenía mi coca cola encima de la mesa, junto con las consumiciones de ellos. Poco después, nos quedamos unos momentos solos, les tocaba a los demás ir al baño. En el corto período en que estuvimos a solas, Berta aprovechó para hablarme.

— ¿Tanta prisa tenías, tonto? –dijo con tono irónico –. Sólo con que hubieras esperado un poco, habría sido yo quien te aliviara, y supongo que lo habrías preferido –concluyó con una sonrisa maravillosa en sus labios –.

Desconocía si Berta estaba jugando conmigo, o si me hablaba en serio. Mi sentimiento era bastante complicado, con aquella situación. Por una parte me parecía que Berta sólo trataba de reírse de mí, y por otra parte lo más suave que a mí mismo yo me llamaba era idiota, por ser tan impaciente, y haberme perdido la mano de Berta sobre mi polla; esta vez sin pantalones. Curiosamente no estaba dando importancia al hecho de que quien me ofrecía eso era mi propia hermana: el deseo era mucho, como para perderse en ese pequeño, entonces para mí, detalle.

No tardaron mucho en ir llegando todos. Mi desconcierto era absoluto, y en aquel momento me era imposible saber claramente si aquélla sólo tenía ganas de jugar. Si no fuera porque era una hermana mía, la habría llamado sin pudor alguno calienta pollas.

Salimos del local. Yo quise ir delante, intentaba esquivarla, para evitar más juegos suyos, después de lo que Berta me había dicho. Afuera nos quedamos un rato de pie, estirando las piernas, y sintiendo el sol. De repente, mi padre habló:

—Estoy un poco cansado para conducir: demos un paseo, ¿os parece?

No hubo respuesta, así que yo entendí que aún no nos iríamos. Desde allí, divisé un parque que podría satisfacer nuestro deseo de pasear pausadamente, sintiendo la tibieza de un clima que en nuestra región no teníamos. Les hice una seña a los demás, volviéndome hacia ellos, y vi como mi madre asentía con la cabeza.

Sólo cuando paseaba entre el sol y la sombra de los árboles, por el solitario parque, miré hacia atrás, para cerciorarme que el resto me seguía. Pero me volví a sorprender de nuevo, porque la única que continuaba era Berta.

— ¿Dónde han quedado los demás? –Pregunté atónito –.

—Se han ido hacia otro lado –me contestó –, pero saben que estamos aquí. Cuando se vayan a ir, vendrán a buscarnos; me han dicho que yo me quede contigo, cuidándote –continuó Berta sonriendo con malicia –.

Sin entender absolutamente nada, me puse a su lado, pues me parecía ridículo el que fuéramos uno delante y la otra detrás. No sé en qué momento sucedió, pero sí sé que la iniciativa la volvió a tomar ella. Me asió de la cintura y pegó mucho mi cuerpo al suyo, con lo que sus pechos rozaban mis brazos. Instintivamente, posé mi mano también en su cintura, y la noté con vida propia serpear en mi brazo. Con la mano, rozaba su trasero, a veces sin querer, a veces no tanto; pero sí disimuladamente. Todo ello no hizo más que contribuir a que tuviera otra erección. Cuando se tienen catorce años da igual que te acabes de masturbar: la calentura es una llamada que no cesa

—Vaya, Rodri, parece que estás otra vez en forma –dijo ella, notándolo –.

Y yo me encogí de hombros por toda respuesta. Entonces ella hizo algo extraño. Me dirigió hacia el césped, y se situó detrás de un gran árbol, lejos de las miradas que pudiera haber, aun cuando a esa hora yo no había visto a nadie por allí.

Me hizo apoyar contra ese árbol, y me dio un beso recorriendo toda mi boca con su lengua. Su mano se había apoyado en mi polla, por encima de los pantalones, y la notaba casi latir, palpitaba entre sus ágiles dedos. Mi respiración se había convertido ya en suspiro, cuando ella se apartó de mi boca, sin dejar de manosear mi miembro. No perdía la sonrisa y sus ojos brillaban. Sin decir palabra, se desabrochó la blusa y, sin quitársela, se quedó mostrándome su coqueto sujetador. Yo me mordía el labio inferior, y no me perdía detalle de tan apetecible anatomía, cubierta por tan escueta prenda; y ella no dejaba de acariciarme el pene, que ya estaba en su máximo tamaño.

De pronto hizo algo inesperado, que jamás me imaginé que se atreviera hacer, con tan poca intimidad como teníamos ahí. En un gesto rápido, se quitó la prenda que cubría sus senos, dejándomelos enteritos a mis ojos. Creía morir de gusto, entre la caricia que me estaba dando y la fantástica visión que tenía a escasos centímetros de mí. Intenté acariciarla, rozarle siquiera un pezón. Intenté sentir el tacto de tan exquisito sitio, pero ella me lo volvió a impedir. Y creí que de nuevo todo se acabaría ahí, como en el vehículo, una caricia por encima del pantalón, a pesar de su promesa anterior en la cafetería. Por aquel momento tenía claro que todo era un juego, aunque en esta ocasión, me había permitido ver sus pechos.

Pero nuevamente me equivocaba. Porque ella, siguiendo en silencio, se agachó con su cara delante de mi paquete, me desabrochó el pantalón, me lo bajó, me bajó igualmente los calzoncillos, y sujetó con fuerza mi inhiesto falo. Me empezó a masturbar despacio, en lo que yo creía que sería su promesa al fin cumplida.

Berta ya se limpiaba el semen con su pañuelo, tras mi eyaculación. Poco antes, su mano había estado subiendo y bajando en una cadencia perfecta, su mirada encendida y su deseo de hacerme vaciar. Sus pechos se movían al tiempo que ella actuaba con la mano, hasta que sentí que me salía todo disparado, y se lo hice saber:

—Me corro, Berta, me sale todo ya.

Ella aceleró el movimiento, y varios chorros de semen se precipitaron afuera. Los primeros, cayeron lejos, al suelo; y los últimos casi se depositaron en su mano.

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