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Sofía lo sabía (6: Confabulación para pecar)

en Amor filial

6: CONFABULACIÓN PARA PECAR.

Me quedé tumbado en la cama, después de haber estado con mi hija pequeña y finalmente, me dormí. No sé cuánto tiempo transcurrió. Sólo sé que en sueños oí la voz de Teresa que decía:

—Despertad a vuestro padre o se eternizará en la cama.

Y las dos muchachas se arrojaron a donde yo estaba, boca arriba y desnudo, intentando cumplir la orden de su madre. Las sentí zarandearme, sobarme todo el cuerpo, incluidos los genitales, mientras al unísono decían:

—Despierta ya papi.

Abrí los ojos. Mi mujer estaba de pie, observando toda la escena, y mis dos hijas encima de mí, sobándome por completo.

—Nos apetece dar un paseo –me decía Teresa –. ¿Te duchas y nos acompañas?

Las niñas me miraban con súplica, para que dijera un sí.

—Ya voy –dije tan sólo, mientras me incorporaba –.

Teresa se reía de mi lento proceder, y les habló a las niñas al respecto.

—Vuestro padre seguro que no se dejará, pero deberíais ayudarle a ducharse. A este paso no estará listo ni para la cena.

—No se dejará, mamá –decía Sofía –, pero nosotras le dejaríamos listo en un abrir y cerrar de ojos.

Yo miraba para mi esposa que sonreía cómplice de su propia idea, y las niñas me interrogaban con sus ojos muy abiertos, mientras, desnudo, yo me había conseguido levantar ya.

— ¿Creéis de verdad que me voy a asustar porque mis hijas me enjabonen los huevos? –Pregunté finalmente, en un arrebato de valentía –.

—Pues ya habéis oído, hijas. A la ducha con él –ordenó su madre, con una leve sonrisa en los labios –.

Y las niñas me agarraron de los brazos, de las piernas, me empujaron con las manos en mi culo, e incluso me agarraron del pene, para que acelerase mi paso a la ducha. Allí una de ellas, abrió el grifo, y me empapé con el agua. La otra ya tenía el gel vertido en la mano, y me lo extendió por todo mi cuerpo, sin dejar ni un centímetro; incluyendo mis genitales, y entre las nalgas. Y no desaprovecharon la oportunidad de hacer el movimiento de la masturbación, mientras me enjabonaban el pene, las dos, sin cortarse, delante de Teresa, que no se perdía detalle desde la puerta. Me llegué a asustar, pero ante la falta de comentarios por parte de su madre, me tranquilicé un poco, que no mi miembro, que se había espabilado ligeramente, en un leve despertar. Por fin terminaron, me aclararon e incluso me secaron. Luego se quedaron sentadas en nuestra cama, mientras yo me vestía, y su madre se acababa de arreglar.

—No te quejarás –me decía mi esposa, mientras soltaba una carcajada –, menudo magreo de polla que te han dado las dos.

Caminamos por el Paseo Marítimo, sin prisa, disfrutando de la leve brisa vespertina, y del ocaso que nos regalaba con un alivio en el calor. Yo iba al lado de Teresa, mientras que las chiquillas iban las dos por su lado. Mi mujer sonreía, con una satisfacción que no acertaba a entender, y yo caminaba complacido por ver a mi mujer feliz, y a mis hijas henchidas de alegría.

—Las niñas han aprendido bien tu anatomía –me dijo mi mujer súbitamente, despertando mi desconcierto –.

—Has sido tú, quien las ha provocado. Con su curiosidad púber, sus hormonas al cien por cien, y tu insinuación, bastaron para que se lanzaran a mí –contesté con aire diplomático –.

—No sólo he visto provocación en ellas, cuando te agarraron de la pija y te la sobaron hasta ponerla morcillota –me dijo enseñando la más pícara de las sonrisas que hasta entonces le había visto –.

—Reconozco que es aberrante que me empalme porque mis hijas me acaricien la polla, pero no pude controlarme. Supongo que eso será biológicamente normal –espeté, en un acto mucho más de defensa que de normalidad –.

Y Teresa se reía, con una carcajada diáfana, que incluso llegó hasta las niñas, que se dieron la vuelta para mirar. Me miró sin detener el paso. No era una mirada de reproche, parecía que ella misma era cómplice de todo ese proceder. No quise pensar más, porque estaba dándole demasiadas vueltas a algo que seguro era incierto. Levanté levemente la vista, vi que mis hijas iban delante, pero atentas a nosotros.

Nuestro paseo se prolongó hasta una colina próxima. Ahí había un mirador desde el que se divisaba toda la bahía. No parecía haber nadie, y la brisa nos reconfortaba. Nos detuvimos. Mis hijas iban de aquí para allá y mi esposa me hablaba.

—No debes sentirte inquieto porque el amiguito se haya despertado por los toqueteos de ellas. Es algo normal, ya son mujeres las niñas y a mí todo eso no me escandaliza. Es más, te confieso que me ha gustado ver cómo cobraba vida cuando ellas te la tocaban; casi me apeteció unirme y mostrarles cómo puede llegar a ponerse –dijo esto último riéndose –.

Apenas si podía creerme lo que oía. Atónito como estaba, confuso por lo que había oído, quise asegurarme de no estar soñando.

— ¿Estás hablando en serio? –Le pregunté, mirándola directamente a los ojos, mientras ambos nos sentábamos en un prado cercano –.

—Por supuesto que sí –confirmó –. Son nuestras hijas, y tarde o temprano descubrirán ellas el sexo. ¿Quiénes mejor que nosotros para ayudarlas a hacerlo? Además, estoy segura de que les gustará descubrir lo que escondes ahí –añadió, llevando su mano directamente al paquete –.

Di un pequeño salto al sentir la mano de Teresa sobre mi pene. Ella seguía luciendo una extraña sonrisa, mientras hacía crecer mi verga bajo mis pantalones. No contenta con eso, me bajó la cremallera, y me extrajo la pija, que ya se había puesto completamente dura.

— ¿Estás loca? Nos pueden ver –dije alarmado –.

Y Teresa seguía riendo. Parecía no importarle ser observada por las niñas.

—Nos están viendo, cariño –confirmó –.

Ante mi estupor, levanté la vista, y pude, efectivamente, certificar que ambas se hallaban de pie, no muy lejos de nosotros, sin esconderse, observando atentamente los toqueteos que mi mujer le dedicaba a mi miembro. Parecía haber una complicidad general y extraña en todas ellas; pero aún así, no me podía creer que mis pensamientos fueran ciertos.

Sin saber exactamente cuándo, mientras mi mujer seguía dándole el máximo placer con su mano a mi polla, ambas se acercaron sin pudor alguno, se sentaron en nuestras proximidades, y Sofía, la más ingenua, y, por ello, la más atrevida, preguntó:

— ¿Podemos mirar?

—Claro que sí hija mía –se adelantó su madre, antes de que yo pudiera pensar siquiera una respuesta –.

—Nos gusta lo que vemos –confirmó su hermana, mientras sus dos púberos ojos se clavaban en mi erecto miembro, sometido a la magistral masturbación que su madre me brindaba –.

Animada por la presencia de las niñas, Teresa, dedicó mayor empeño en la paja que me estaba haciendo, con movimientos más rápidos. Notando que me faltaba poco, les dijo a las niñas:

—Ahora veréis a vuestro padre descargar su leche en mi mano.

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