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Nuestra Implacable Educación (V)

en Grandes Series

5: LOS PRIMEROS CAMBIOS.

            No todos los días podía haber esos encuentros con las criadas: la disponibilidad no era siempre la misma. A pesar de eso, yo siempre lo intentaba, buscando un hueco, un lapso de tiempo que me permitiera estar con alguna. El hecho de que pasaran algunos días entre escarceo y escarceo, jugaba en mi favor; porque las pobres mujeres siempre terminaban con sus genitales escocidos, tan intensos eran los encuentros. Y así se recuperaban.

            Era por ello que todas las mañanas me levantaba bien erecto, mi pobre pene pidiendo desahogo, en un lamento sordo que no era atendido. Y esa mañana, no era menos. Como la noche la había dormido de un tirón, permanecía dormido cuando amaneció. Así que la eficaz Milagros me tuvo que despertar. Ni siquiera la oí cuando tocó la puerta de la antesala, ni tampoco cuando lo hizo con la de mi dormitorio. No me enteré de su presencia, hasta que no estaba a mi lado, zarandeándome, para sacarme del sueño. Al fin abrí los ojos, perezoso, hasta reconocer a mi sirvienta.

            —Buenos días, Milagros –saludé medio dormido–.

            —Buenos días, señorito, ya veo que ha dormido muy bien –respondió ella–.

            —Demasiado bien, si yo te contara… –aludí–.

            —Venga, venga, señorito, no me sea perezoso, y levántese –se impuso, retirándome las sábanas de la cama–.

            Y claro, pudo ver lo que era un grito en silencio de mi empinado pene, que formaba un tremendo bulto en la zona.

             —¡Señor! –Suspiró la mujer–. Usted siempre tiene ganas, hay que ver. Todas las mañanas su cosa se despierta bien despierta, pidiendo guerra, y mortificando a esta pobre criada que sufre viéndole así.

            Yo sólo sonreía, y, en un gesto de pillería, me despojé con rapidez del pijama, dejando mi verga recta a sus ojos.

             —¡Ay, Señorito! Es usted un provocador: me tortura –comentaba Milagros–.

            —Pues ven aquí, y no sufras más –dije yo, atrayéndola contra mí, haciéndola perder el equilibrio, cayendo ella sobre mí–.

            La manoseé por todas partes. Apresé sus tetas, igual que sus muslos, y todo lo que pude acariciar. Con el revolcón sobre la cama, se le había subido el vestido, y mi polla, alegre, en posición de firmes, se rozó por sus piernas. La joven suspiraba, se resistía, se sentía llena de mis manos, amagaba con aflojar, y se debatía de nuevo. Hasta que en un momento de presteza, se pudo deshacer de mí, poniéndose en pie.

            —Ay, señorito –decía fatigada, con la ropa y el pelo revuelto–. No hay nada más ahora mismo que me apetezca, que echar un polvazo con usted, pero ninguno de los dos tenemos tiempo; así que no insista, que ya sabe que no hay nada que hacer, aunque me arrolle el flujo hasta las rodillas.

            Y yo sabía que así era. Por muchas ganas que tuviera Milagros de follar conmigo, no iba a ocurrir, si sus obligaciones no le daban tiempo. Me sonreía, sin embargo, del lenguaje que ya usaba conmigo, tal era el grado de confianza entre ambos. Sin embargo yo no di el brazo a torcer. Me puse de pie, y la ataqué por detrás, asiendo sus pechos, lamiéndole el cuello, el lóbulo de la oreja, notando como ya mi sirvienta era botín de mi actuar, con los primeros síntomas inequívocos de excitación. Estaba poniendo su resistencia verdaderamente a prueba.

            —Señorito, se lo suplico, si le queda algo de sentimientos en su alma –rogaba ella desesperada–, no siga o lamentaremos las consecuencias para siempre.

            Me asusté de su tono, y recobré la fuerza de voluntad necesaria para deponer mi actitud. Y luego me disculpé

            —Perdóname, Milagros, tienes razón, como siempre. Por una vez en mi vida, no pensé.

            Ella había posado sobre mí una mirada de amor eterna. Sonreía con una dulzura que casi me derrite, antes de decir:

            —Señorito, no quiera ser perfecto, nadie lo es. Su polla le va a reventar, porque hace varios días que no folla; no se exija tanto, que bastante es que entre en razón si se lo advierten. Me sigo sintiendo orgullosa de usted, señorito; porque sólo con una vez que yo se lo haya dicho, usted ha parado. No quiera ser tan duro consigo mismo.

            Y quizás tenía razón. Era un ser humano, no un robot, sujeto a mis debilidades. Lo importante era saber rectificar a tiempo, no ser esclavo de los errores. La besé en la frente con cariño, y me fui al baño donde me aseé.  Después, volví a mi habitación, y me vestí. Me costó un triunfo introducir mi tiesa polla en mis vestimentas. Milagros me veía, y sonreía maliciosa ante tal escena.

            —Yo no le ayudo, señorito, que creo que será peor si se la toco –se burlaba divertida–.

            Al fin conseguí estar listo y bajé al comedor. En él ya estaban mi hermana y mis primas, dispuestas a desayunar. Al descubrir a Araceli y Encarna, reaccioné, como si me hubiesen lanzado agua fría; y mi compostura y modales fueron los más distinguidos que mi aprendizaje me permitió exhibir. Mis primas, que los primeros días habían sido muy ariscas con nosotros, se habían vuelto mucho más corteses, al comprobar que nuestro aprendizaje evolucionaba con más rapidez de la que ellas esperaban. Así que entre esa exquisitez, desayunamos; tras lo cual, despidiéndonos con la etiqueta exigida, buscamos el camino del saloncito de enfrente, donde ya nos esperaría doña Severa, o lo que era lo mismo, nuestro suplicio matinal diario. Y mi erección no había desaparecido aún.

            Como cada mañana, y esa no fue una excepción, resultó una tortura. La única diferencia era que doña Severa ya no usaba la fusta; la fue dejando de usar poquito a poquito, porque nosotros aprendíamos rápido y bien. Pero el nivel de exigencia no había disminuido lo más mínimo. Al final, ya a la hora de la comida, dio por finalizada la sesión. Por mi parte seguía empalmado, habiendo procurado disimularlo lo mejor posible.

En la salida, nos encontramos con Trinidad. Ella percibió nuestros rostros agotados, porque los habría visto un ciego. En mí había algo más que agotamiento. Vio una mueca de tristeza, cuando nos miró levemente, haciéndonos ver que ella era consciente de lo que habíamos pasado, que se solidarizaba con nosotros. Eso nos animó a los dos, que, mirándonos, sonreímos al unísono.

El almuerzo fue el más aburrido del mundo. Guardábamos unas formas tan amaneradas que casi se diría que aquello era una función teatral en la que sobreactuábamos. No ignoraba que así deberían ser las cosas ahí, que esa era la vida que habían elegido, y que sólo me quedaba cómo única salida aceptarlo todo. Supuse que, conociendo a mi hermana, también habría llegado a la misma conclusión. Y, como todas las tardes desde que mi tía nos acogiera, mientras las damas iban al salón, yo me disculpé alegando cansancio, y me retiré. No era descansar precisamente lo que quería, sino ahogar un grito que ya rayaba en la afonía, tan prolongado que estaba siendo. Cuando me levantaba para irme, aún pude oír a mi prima mayor, que hablaba con el mejor de sus principios, desde su ubicación.

            —Nuestro primo se está convirtiendo en un caballero, y eso es algo que todos celebramos en esta casa –comentó enigmáticamente Araceli–.

            Tal y como estaba, mi cabeza no se hallaba en la mejor de las disponibilidades para descifrar metáforas de las que no estaba seguro, así que, agradeciendo sus palabras, me alejé.

Allí las dejé a todas, sin que su porte se hubiese inmutado lo más mínimo; igual que mi erección se mantenía firme. Desconozco si lo habían notado, y, ciertamente, en ese instante no me importaba Recorrí el pasillo que daba a la gran escalera, camino de mi habitación. Tan sólo deambulaba por ahí el siempre dispuesto Ernesto, a la espera de que sus servicios fueran requeridos. Seguí mi camino, dejando a Ernesto deambular por el pasillo. Antes de llegar a la gran escalera, me tropecé con Leonor, que salía de alguno de los salones.

            —Buenos días, señorito Daniel –me saludó–.

            —Buenos días, Leonor –contesté–.

            Y me quedé como una estatua delante de ella, sin saber ni qué decir, ni qué hacer. Estaba cansado por las clases de doña Severa, y me costaba tener ideas.

             —¿Necesita algo, señorito? Le veo con mala cara –Interrogó la criada, al yo haberme quedado ahí quieto y notar ella mi expresión–.

            Si ella supiera lo que yo necesitaba… Estuve a punto de insinuárselo, pues la mirada de la sirvienta era realmente encantadora. Pero de nuevo mi cualidad acudió a mí, y en forma de pensamiento diáfano, supe que lo mejor era no hacerlo.

            —Eres muy amable, Leonor. Pero estoy bien, gracias. No quiero que te molestes por mí, ni interrumpirte en tus quehaceres. Voy a subir a mi aposento, muchas gracias.

            —El señorito siempre con una palabra agradable en los labios. Ojalá todo siempre sea sí en esta casa –dijo con amabilidad–. Entiendo que usted esté contrariado, tanto tiempo de no tener compañía –continuaba Leonor, de forma enigmática–. Yo me voy a tumbar un rato. Ya han quedado todos los salones listos, y estoy agotada.

            —Que descanses, Leonor, seguro que lo necesitas después de todo tu trabajo.

            Y la criada se sintió halagada.

            —Si siempre que lo hiciera recibiera el reconocimiento a mi labor que usted me otorga, la fatiga sería menos, señorito, se lo aseguro. Habían dicho que usted era la dulzura personificada, no han errado quienes así lo afirmaban. Gracias por toda su amabilidad, y cuando necesite cualquier cosa, aunque no sea mi labor, no dude en acudir a mí… Y ahora, con su permiso, me retiro.

            —Por supuesto, Leonor, no dudaré en buscarte. Y tienes mi permiso, te puedes ir a descansar.

            Y haciendo una reverencia se giró para irse; pero al hacerlo, me rozó la entrepierna con su mano, justo encima del pene, con certera puntería. Y no había sido un accidente; y no había sido sin querer, porque la había dejado ahí un par de segundos. Ninguno de los dos dijimos nada, pero la vi cómo sonería al alejarse. Si mi calentura ese día era especial, el acto de Leonor había conseguido que se incrementara; y mi pene, crecido sin pudor desde la mañana, se comprimía entre mis ropas. Subí las escaleras bufando, con el pensamiento de masturbarme para calmar aquello, convencido de que ese día me lo pasaría en blanco.

            En las escaleras estaba Rosario, ultimando su trabajo. Al llegar a su altura me sonrió, y me saludó.

            —Buenos días, señorito. ¿Está teniendo una buena mañana? –Interrogaba ella, quizás al advertir mi gesto contenido–.

            La miré sin hablar, pero mi cara debía de ser todo un poema. Muy despistada tenía que ser Rosario para no darse cuenta, aunque, por su condición bien aprendida de criada, no hizo comentario alguno. Quise contestarla, quise decirle todo lo que en ese momento me afligía, quise hacerle ver que sufría de una erección que me mataba, que me iba a desahogar como un loco, porque no tenía otra forma de soportar aquello. Rosario sonreía al ver que me quedaba mudo. Y yo opté por ser amable con ella, haciendo caso de nuevo a mi intuición, resignado a que sólo había una solución, que iba a adoptar.

            —Si no contamos el esfuerzo de mi instrucción con doña Severa, y otras cosas que ahora mismo suceden, sí, estoy teniendo una buena mañana, Rosario. Deseo de corazón que tú también la hayas tenido, así como tengas el resto del día, tan luminoso para ti, como estás dejando esta escalera.

            —Muchas gracias señorito. Palabras como las suyas, hacen que mi día sea tan luminoso como usted me desea. Le noto compungido, pero imagino que después de toda su incontinencia estos días, es normal que no lo esté pasando bien. La pena es que yo aún no estoy disponible, no he terminado –respondió ella, muy tranquila, a pesar de todo a lo que se había referido, mirando a un lado y a otro, segura como estaba desde su atalaya, que podría divisar a cualquiera que se aproximase–.

            —No te preocupes, Rosario –dije–. Has sido muy amable y es de agradecer. Voy a mi dormitorio…

            Y pasé por su lado en dirección a mi objetivo. Pero cuando ya casi la rebasaba, ella me habló.

            —Para amabilidad la suya, señorito, y ya imagino a qué va a su dormitorio. –Me decía, bajando la voz y sujetando con descaro mi miembro con toda su mano–. Con gusto correría tras de usted, para ayudarlo, pero no puedo.

            Y ya no hablamos más. Los toques de esas mujeres, me habían dejado en un estado de ansiedad que me mataba. Y necesitaba aliviarme, pero ya. Así que subí presuroso a mi cuarto. No habría mujeres, pero me aliviaría definitivamente. Pero esta mañana los dioses estaban en mi contra, y justo cuando iba a abrir la puerta, oí que me llamaban:

             —¡Daniel!

            Me giré, y ahí estaba Encarna, mi prima pequeña, caminando hacia mí. Con la cortesía debida, esperé a que llegase a mi altura. La recibí con una sonrisa, que ella me correspondió.

             —¿Cómo te encuentras, Daniel? –Me preguntó con amabilidad–.

            —Muy bien, gracias, Encarna. Eres muy amable. Deseo que tu día también esté siendo envidiable –contesté con amabilidad–.

            —Así está siendo, Daniel, gracias. ¿Qué te parece si entramos hasta tu escritorio, y charlamos un poco? –Me pedía–.

            Hubiera preferido un insulto, un desaire, cualquier cosa, antes que Encarna me siguiese privando de lo que tanto necesitaba. No tenía salida, tenía que aceptar, o mi desplante me costaría mucho más a la larga. Eso era lo que me estaba diciendo mi mente, y supe lo que tenía que hacer. Con todo mi pesar, maldiciendo por dentro la ocurrencia de aquella chiquilla, accedí.

            —Claro, Encarna, será un enorme placer para mí. Pasa y toma asiento –la invité, cediéndole el paso–.

            La adolescente pasó rozándome. Su perfume entró en mis fosas nasales como la mejor caricia, y sus vestidos rozaron los míos. Y tal y como estaba yo, no era lo mejor que podría suceder, porque mis hormonas hacía rato que ya estaban en ebullición. Mantuve la calma, empero, con gran esfuerzo, y me senté enfrente de mi prima, cerrando la puerta.

            Si cualquiera de las criadas fuera la que estuviera en lugar de mi prima, y alguien lo hubiese descubierto, el escándalo sería mayúsculo. Pero yo era un caballero y Encarna era una dama; o eso se nos presumía. Y el estar los dos solos, suponía un trance más de la vida familiar, como si estuviéramos en uno de los salones, pues se daba por hecho que nada natural ni sobrenatural impediría que guardásemos las formas.

Hablamos de cosas intrascendentes, de temas que me sacaban de quicio. No porque no me gustasen, no porque no fuera capaz de seguir su conversación; sino porque eran temas sin importancia, que me impedían realizar algo que ya casi necesitaba: porque no había perdido ni un centímetro de mi erección. Afortunadamente nada es eterno, y ella decidió poner fin a nuestra conversación. Nos levantamos con la cortesía exigible, y le abrí la puerta para cederle paso. En el umbral aún me dijo algo:

            —Me alegro mucho de todo lo que estás aprendiendo, Daniel. Cada vez te pareces más a un caballero, y pronto tu distinción estará completada.

            —Muchas gracias –respondía yo, al tiempo que ella hacía una corta reverencia–.

            Me mantenía en silencio, y aquello no dejaba de resultar tenso. La jovencita lo notó, y quiso saber si algo me inquietaba

—      ¿Te preocupa, algo, Daniel? Te has quedado mudo –Inquirió–.

            Yo aún dudé. Temía que pudiera decir algo estúpido que al final la acabara incomodando, y estropeara su intento de acercarse a mí, tal cual me lo estaba demostrando ahora.

            —Vamos, no temas. Puedes confiar en tu prima sin problemas –me animaba–.    —Solo no entiendo por qué vosotras no necesitáis instrucción –balbuceé finamente–.

            Y aquella muchacha no pudo reprimir su risa. Lo hizo a gusto, y yo me azoré aún más. Ella lo notó.

            —Disculpa, Daniel –comenzó a decir–. No era mi intención reírme de ti, solo que me has hecho gracia. Si no lo sabes, es porque supongo que nadie te lo ha dicho –continuaba ella hablando con franqueza–. Verás, nosotras acudimos a un profesor particular en la villa. Alfredo nos lleva después de desayunar, y estamos toda la mañana, Él mismo nos trae a la hora de comer. Tenemos libres los fines de semana y vacaciones de navidad, Semana Santa, y en verano, por supuesto –detalló finalmente–.

            Me quedé aún pensativo, antes de reflexionar en voz alta.

            —Nosotros solo libramos los domingos.

            Y quien estaba conmigo sonreía.

            —Eso es porque os falta mucho por aprender –trataba de explicar–, aunque vuestro progreso se nota. Ya verás cómo todo al final es menos exigente –apuntó–.

            Y asumí esa explicación como algo verosímil. Y me sentí respondido. Así se lo hice ver.

            —Gracias por explicármelo –dije–.

            —De nada –contestó ella, sin perder la sonrisa, repitiendo la reverencia–.

Fue entonces cuando pudo ver, cuando se fijó. Porque era de mala educación en una dama mirar para según qué partes, pero al agacharse levemente, lo había visto con claridad. Se puso como un tomate ella; y luego yo, dándome cuenta de su percepción. Algo dentro de mí me dijo que debería quedarme mudo. Y así lo hice.

            —Te sientan muy bien esas ropas, Daniel –dijo tan sólo Encarna, con un volumen de voz casi imperceptible–.

            Y luego se fue, aludiendo que la esperaban en el saloncito. Ya solo, cerrando todas las puertas a mi paso, me tumbé apesadumbrado en la cama. Un potente sentimiento de impotencia se apoderó de todo mi ser, y noté la pena en toda su dimensión, que me acariciaba fugazmente. Me quité las ropas, y desnudo, con mi verga apuntando al techo, me decidí a calmar todo aquello. Descargué en una jofaina que siempre había en el baño, que luego Milagros se encargaba de limpiar. Más tranquilo, me metí en el lecho y me quedé dormido.

            No sé cuánto tiempo transcurrió, hasta que noté unas manos que me tocaban. Primero lo atribuí al sueño, pero luego, cuando ya mi retina recibía la luz de la ventana, las seguía notando. Abrí ligeramente los ojos, heridos por la luz de fuera, y pude ver un cabello casi rubio que revoloteaba delante de mí, y unas manos que me seguían acariciando el pecho. Cuando me acostumbré a la luz, descubrí que la intrusa era Leonor, la joven criada que se encargaba de los salones y comedores, con la ayuda de Rosario, cuando el trabajo era excesivo. No pude evitar la sorpresa, porque no estaba permitido que una criada que no fuera Milagros se aventurara en mi alcoba. Ciertamente si mi tía lo supiese, sería realmente perjudicial para ella. Supuse entonces que había algún tipo de connivencia entre las dos criadas, y me tranquilicé. Me desperecé y la miré a los ojos.

            —Espero que no se enfade conmigo el señorito por haberle despertado –fue lo primero que me dijo cuando nuestras miradas se encontraron–.

            —Tranquila, Leonor, si yo en realidad no suelo dormir la siesta, aunque sí me suelo tumbar a descansar –dije–. De todas formas despertarse así, es tan bonito que el enfado no debería estar permitido.

            La joven seguía con sus manos rozando todo mi pecho, lo que, indudablemente me estaba conduciendo por una vía que era única y sin retorno.

            —Es usted tan gentil, señorito, que llena el pecho a cualquier mujer con sus palabras –decía ella, muy cerca de mí, con su aliento sobre mi rostro como caricia cálida–.

            —No creo que sea para tanto –repuse yo, intentando quitar importancia–.

            Y quien me acompañaba en esos momentos sólo sonreía, mientras sus manos empezaban ya hacer el efecto que era inevitable que harían. Y mi expresión debía de evidenciar las sensaciones que iban naciendo, porque la sonrisa de Leonor se incrementó, y me preguntó:

             —¿Le resulta agradable lo que le hago, señorito?

            —Mucho, Leonor –le confirmé yo algo que ella ya sabía–. Tienes unas manos maravillosas.

            —Me alegro, señorito –dijo ella, con su boca casi rozando la mía–.

            Podía notar su aliento, cada gramo de aire que respiraba, podía notar su mirada de lujuria buscar la mía, deseosa. Leonor sabía muy bien lo que hacía, y lo que quería: era un reto muy serio a mi apetito. Seguimos así en silencio durante un buen tiempo, hasta que ella lo rompió, al ver que permanecía mudo.

            —Cuando entré en su dormitorio, tuve miedo, señorito –me confesaba–.

            —Ya ves que no hay motivos, Leonor, no me he enojado porque me hayas despertado –intentaba yo que no tuviera desazón alguna–.

            —No, si no era por eso, señorito –me corregía, sin dejar de actuar con sus manos, que nunca iban más allá de la zona del diafragma–.

            —Entonces, ¿por qué, Leonor? No creo que yo te haya dado motivos –quise saber preocupado por si hubiese yo tenido algo que ver en su temor–.

            —No, no, señorito, si usted es un santo… Es que… –y lo dejó todo en suspenso, presa de un repentino pudor que hasta hizo que dejara de acariciarme–. Pensé que me iba a atrever a decírselo al señorito –admitió finalmente–.

            —Vamos, Leonor –intentaba tranquilizar yo–. Sé que no ha habido mucha comunicación entre nosotros, y también sé que eso dificulta que exista confianza, pero si me das el beneficio de la duda, yo te demostraré que se puede confiar en mí.

            La joven guardó silencio. Abría los labios, los volvía a cerrar, se debatía en la duda… Pero al final, habló.

            —No, si eso ya lo sé, me lo han dicho Milagros y Ascensión, que en el señorito se puede confiar como el mejor de los confidentes. Más que un problema de confianza es que, no pensé lo que iba a decir, y me di cuenta que sería un poco delicado para el señorito.

            —Si ese es todo el problema, Leonor, entonces no hay problema; porque yo jamás reaccionaría de forma que te pudiera herir. No va conmigo. Pero si estás más tranquila callándotelo, yo te voy a comprender y respetar en esa decisión. No voy a permitir que te sientas abatida por nada –la contesté, esperando que con esas palabras la tranquilidad volviese de nuevo a ella–.

            A la asistenta le recorrió un escalofrío desde los cabellos hasta las uñas de los pies, haciéndola estremecer como una hoja por el viento.

            —Señorito, entre nosotras nos contamos muchas cosas, por no decir todo –se arrancó definitivamente ella–; y he de decir que su bondad goza de buena fama, y me ha demostrado ahora que con razones fundadas. Nunca jamás persona alguna, hombre o mujer, me habían hecho sentir tan confiada; es por eso que le voy a decir por qué sentía miedo cuando me apropié de su intimidad, sin reparo alguno. Antes del almuerzo, cuando se encontró conmigo en los corredores inferiores, usted tenía un bulto notable en su entrepierna; incluso me atreví a tocarlo, estoy segura de que usted notó que no fue accidental. Cuando fui consciente de la tremenda erección que tenía, me resolví buscarle después para ayudarle con eso, pues sabía de sobra, por lo que me habían contado, que a usted le gustaría y…, bueno que resultaba también ser muy buen amante. Pues bien, cuando me hallé ante su puerta, con la ayuda de Milagros para que nadie me descubriera, me asaltaron mil dudas, y se me vino a la cabeza que quizás usted estuviera ya con otra criada, aun cuando Milagros me había asegurado que tenía vía libre; y ese pensamiento me llenó de angustia. Acerqué mi oreja a su puerta, y no oía nada, hasta que me llegaron nítidos sus ronquidos. Lo más probable, imaginé entonces, es que estuviera solo, aunque cabía la posibilidad de que alguien yaciera con usted… Aún con ese recelo, me decidí a ingresar en su aposento. Felizmente estaba solo.

            No pude evitar sonreírme interiormente, aunque me cuidé muy mucho que ella no lo notase. La miré con todo mi afecto, me incorporé en la cama, apoyando mi espalda, la abracé con una delicadeza, extrema, y mis labios besaron su frente con mi mayor cariño.

            —Eres un encanto, Leonor –le decía–. Pocas mujeres hubieran tenido tantas consideraciones con alguien.

            —Gracias señorito –murmuraba, toda ella un suspiro, mientras se dejaba abrazar y mimar por mí–.

             —¿Te puedo hacer una pregunta, Leonor? –Interrogué mientras su cabeza reposaba en mi pecho–.

            —El señorito puede preguntar lo que desee –afirmaba–.

            —Si hubiese sido cierto tu temor, ¿habría habido algún tipo de rencilla entre la persona que pudiera estar conmigo y tú?

            —En absoluto, señorito –respondió sin titubear–. Entre nosotras hay mucha camaradería, es posible que hasta hubiésemos gastado algunas bromas. El miedo lo tenía por la reacción de usted.

            —Atiende bien, entonces, que no quiero que se te olvide. El día que suceda eso, que se puede dar la circunstancia, no quiero que nadie piense que me va a disgustar o a molestar. Soy muy comprensivo en todo eso, y, si llegase a ocurrir, lo más seguro es que yo también riese las bromas que pudierais gastar al respecto. Y esto me gustaría que lo supierais todas; así que no me molestará que lo cuentes, al contrario.

            Leonor se ciñó más a mí aún, al sentir esas palabras en el fondo de su alma. Fue entonces cuando yo me percaté de mi desnudez, de que tenía el cuerpo de una joven mujer sobre mí. La sábana se había escurrido hasta mi pubis. Se percibía mi vello púbico y el bulto que mi pene ya formaba en la ropa de la cama, habida cuenta del placer que me estaba proporcionando quien yacía en mi pecho.

            —Es usted la bondad hecha hombre –la oí decir en un susurro, mirándonos fijamente a los ojos, mientras yo cavilaba–.

            Y la besé. Porque ya no pude resistir tener aquel rostro angelical, que desprendía infinita ternura, más tiempo tan cerca de mí. Fue un beso muy lento. Los dos marcábamos los tiempos, sincronizados. Nos acercamos despacio, pegamos nuestros labios, y los sentimos gozosos, antes de que nuestras lenguas explorasen cavidades ajenas. La suya era tremendamente cálida. No era atrevida en sus movimientos, pero sí era firme y decidida. Sabía dónde quería ir, y hacia allá se dirigía. Mi paladar la notó suave, mi lengua se vio envuelta como cuando uno se abriga cuando hace frío. Fue un beso largo, abandonados los dos a los mil efectos que nos habían producido.

            —Tienes un beso de diosa, Leonor –dije, ya sometido a su embrujo–.

             —¿Cómo lo sabe usted, si no ha besado a ninguna, señorito? –Preguntó ella, borracha de placer–.

            Y no contesté. No pude porque había quedado descolocado. Leonor bajó la vista y comprobó mi estado. Mi verga aún quedaba bajo las sábanas, pero su bulto era diáfano. Una mano de ella se perdió por mi paquete, hasta que encontró el enhiesto mástil. Lo asió suavemente, sin mover la mano, sopesando su dureza.

             —¿Era esto lo que habías venido a buscar, Leonor? –Pregunté en un murmullo, la voz sacudida por la efervescencia–.

            Y mi joven acompañante, jadeante por su calentura, respondió:

            —Desde que Milagros primero, y Ascensión después, nos contaran de noche cuando nos recogíamos, el tamaño de su polla, lo bien que la sabía utilizar, y lo gloriosa que era su lengua; decidí que a la primera oportunidad que tuviera, debería probarla yo misma –admitió–.

            —Si tanto lo deseabas, y sabías de mi complicidad por las palabras de las otras, ¿por qué nunca me lo comentaste? Sabrías que aceptaría –expuse–.        

             —No era fácil, señorito –narraba–; pues mis obligaciones no estaban físicamente próximas a usted. No le quitaba ojo cada vez que aparecía por los alrededores, y mi mente literalmente hervía si se aproximaba; pero nunca era el momento oportuno: nunca estábamos lo adecuadamente a solas.

            —Puedo entender cómo te sentías, si tenías tanto deseo de mí –le mostré toda mi empatía–.

            —Créame que desesperaba, cada vez que su polla estaba lo suficientemente inmediata como para alcanzarla con mi mano; pero usted siempre se alejaba, dejándome loca de ganas.

             —¿Y te quedabas así de cachonda? –Interrogaba yo–.

            —Cuando mi coño se derretía por el ardor, tenía que huir para atravesármelo con cualquier objeto, tan desquiciada como me hallaba. Pero no podía hacer otra cosa –exponía–.

            —De verdad que sé lo que es eso: yo también lo he pasado –exteriorizaba–.

            —Pero hoy

ç, ya no pude más –descubría ella–. Estaba usted tan próximo a mí, su pija al rojo y dura como nunca la había visto (era en lo primero que me fijaba cada vez que mi mirada le descubría, con tal disimulo que nadie sospechaba siquiera); que no pude evitar que mi mano se posase en ella, señorito.

            —He de confesar que eso me sorprendió, Leonor, y que maldije que se tuviera que ir tan urgentemente –declaré–.

            —No tenía prisa por irme –me explicaba–. Pero era muy arriesgado no hacerlo, porque cuando la sentí, mi corazón estuvo a punto detenerse en ese momento; mi chocho se hizo agua todo él: y si seguía ahí hubiera cometido una locura.

            —Me dejaste tan caliente, que subí a toda velocidad con el único objetivo de pajearme ferozmente: mi polla era hierro fundido ya –le contaba–. Aunque no pude, porque en la escalera estaba Rosario, que también me sobó, mientras mi pene ya me dolía; y al llegar a mi aposento me encontré con Encarna, que quería charlar. Fue un suplicio, hasta que acabamos de almorzar y me precipité aquí.

            —Pues yo me masturbé como poseída, y aún así el fuego me seguía quemando. Por eso me atreví a subir, señorito, aun sabiendo todos los riesgos que entrañaba –me relataba, ya sin temores, ya del todo abierta–.

            —No hace ni una hora que me he corrido, y tú puedes ver cómo sigo. Eso te indicará que aunque me haya pajeado, no me fue bastante tampoco –indiqué–.

            —Ahora ya estamos a salvo, pues en el improbable caso de que alguien que no seamos nosotras llame a la puerta, hay tiempo para esconderse; y solo las criadas mirarían en armarios o debajo de la cama: y no hay peligro si ellas me descubren.

            —Sí, Leonor, estate tranquila por eso. Ya puedes sentirte segura. Sólo espero que el resto de vosotras no estéis pasando una angustia similar –observé preocupado–.

            —Es una gran verdad que el señorito siempre piensa en los demás, antes que él mismo, esa autenticidad todos la saben ya. Y le aseguro, que lo que le he contado, no sólo me tiene subyugada a mí: todas las mujeres del servicio soportan lo mismo –me confirmó, para mi pesar–.

            —Si yo pudiera, haría lo que estuviera en mi mano para mitigar su congoja. Pero tendrán que conformarse con la autosatisfacción, al menos hasta que haya mejor oportunidad –pensé en voz alta–.

            —Tiene que ser usted testigo, alguna vez, de cómo son las noches en los aposentos de la servidumbre: una vorágine de chochos encharcados, corriéndose por usted –me desveló Leonor, para mi asombro, pues yo ignoraba que pudiera llegar a tal extremo–.

            —Créeme que me encantaría, Leonor. Aunque dudo mucho que lo único que hiciera fuera mirar –aclaré–.

            Entre tanto, la buena sirvienta había comenzado a mover la mano, en un suave masturbar, y lo que ella empuñaba ya estaba listo para ser fundido en el más apoteósico de los crisoles. Y yo comencé a quejarme levemente.

             —¿Le complace como se lo hace Leonor, señorito? –Me susurraba, rozando mi oreja con sus labios–. La verdad es que es un privilegio, poder darle gusto a semejante polla –añadía–.

            —Me estás llevando al límite –logré decir–.

            Me destapé. Le dejé el objeto de su deseo a su entera contemplación, y así facilitaba su acción, sin el estorbo de la sábana.

             —¡Oh, señorito, qué hermosura! –Exclamó ella cuando la pudo ver entera–.

            —Es tuya, Leonor –decía yo con dificultad, por el gusto recibido–, ya no sufras más por ella porque te pertenece, para hacer lo que se te antoje.

            Y, como en una carrera de caballos en la que acabaran de dar la salida, la joven criada se lanzó. Se agachó sobre mi miembro y pude notar cómo los labios resbalaban por toda la extensión, haciendo que todo empezase a tomar una velocidad de la que no se podía ya parar. Poco a poco intercambió los labios por su lengua, y las sensaciones que recibía, se multiplicaban. Ya profería gemidos sin cautela alguna, y eso no hacía más que estimular a quien me propiciaba tales síntomas. Era una inercia puesta ya en marcha, físicamente imposible de detener. No tardó mucho en estar mi verga ya en el interior de su boca. Jugaba con su lengua con ella dentro, subía y bajaba la cabeza, friccionándomela con los labios… Se encendieron todas las alarmas, yo no quería correrme todavía…

            —Detente, por caridad, Leonor, que me vas a hacer venir –pedía–.

            Pero como si hubiera predicado en el desierto.

            —Quiero notar cómo me llena la boca el señorito con su leche: dicen que usted se corre como una ola gigante. Y no se preocupe, señorito; ya me encargaré yo de ponérsela otra vez en forma, para que me atreviese con ella el coño.

            Fue todo lo que dijo. Porque de nuevo la engulló, sólo unos segundos más, que yo ya estaba a punto, para que chorros de esperma saltasen con regocijo a su boca. Yo grité, como siempre lo hacía cuando disfrutaba un orgasmo. Se la sacó de la boca limpia, y con la erección notablemente decrecida. Leonor levantó la vista feliz, borracha del sabor de mi venida en su lengua, con los ojos vidriosos.

            —Es cierto lo que dicen, señorito –argüía–: es usted un portento, le aseguro que nadie se corre como usted. Créame que se me ha puesto el chocho como un estanque –anunciaba–, pero estoy segura que usted sabrá solucionar eso.

            Se levantó de la cama y se quitó todas las ropas, hasta que su desnudez fue diáfana a mis ojos. Se irguió bien, para que yo no perdiera detalle de su anatomía. Sus senos eran tersos y pequeños, me cabrían en una mano, y tenía los pezones más claros, grandes y puntiagudos que hasta entonces yo hubiera visto. Sus caderas se arqueaban para alojar un vello púbico ligeramente más sombrío que sus cabellos, muy cerca del color oro. Me había quedado embelesado con semejante contemplación; y la joven asistenta sonreía ante mi mueca atolondrada.

            —Parece que al señorito le gusto –reía divertida–.

            —Túmbate aquí y te garantizo que comprobarás todo lo que me gustas –la reté yo–.

            Y ella no se hizo de rogar, aunque actuó con movimientos exasperadamente lentos, contorneando su figura para que la provocación fuese aún mayor. Al fin estuvo en el lecho, con una sonrisa de agrado que llenaba todo el ámbito. Me incorporé y le separé las piernas todo lo que pude. Y ahí estaba, ese brillo que tanto me hipnotizaba producido por el flujo que manaba de su entrepierna. Tenía los labios más finos y abiertos que jamás hubiera visto, con su vello, más pálido. Su jugosidad era tal, que yo ya no me pude resistir más tiempo a enterrar ahí mi lengua.

            Y así lo hice. Saboreé su agua con deleite, acariciando someramente sus labios verticales con los míos horizontales. Se empezaron a oír de su garganta, los primeros gemidos, que volvían a adornar con sonido el entorno, después de que mis gritos cesaran. Con los dedos, le abrí la geta todo lo que pude, y mi lengua se perdió en la inmensidad de sus pliegues. Paralelamente, el volumen de sus quejidos de placer, se incrementaba. Mi lengua se hundió hasta donde pudo, quedando empapada de su humedad íntima; y después recorrió todos sus genitales, hasta encontrar la sensible pepita de su clítoris. Lo rocé apenas, mas me detuve.

             —¡Ahí, señorito, ahí! ¡No se detenga por piedad! –Sollozaba la moza–.

            Claro que no me iba a detener. La lamí despacio, primero, para ir ascendiendo en mi fricción, hasta que ya frotaba todo lo deprisa que podía. Leonor se deshacía en quejidos, en toda clase de exclamaciones; pero sin dejarme de tratar como a su señorito jamás. Y la llevé al borde del colapso, y cuando la tuve ahí, cesé en el ritmo. La joven criada se creía morir, avanzando sin remisión hacia el orgasmo, pero con tan lentitud que fue un calvario de delectación inenarrable, hasta que explotó tan lenta como intensamente. Y chilló. Sus últimos estertores indicaban que todo había terminado ya. Estaba fatigada, su pecho bajaba y subía veloz; pero en su mirada quería más. Igual que yo. Y si de algo estábamos seguros ambos era que habría más. Me tumbé a su lado y dejé que recuperase el resuello.

            —Ufff, señorito, me ha hecho correr como no recuerdo, al menos en muchos años; y le aseguro que no tengo tantos, como todas nosotras –jadeaba–.

            Besaba su cuello con dulzura mientras la escuchaba.

            —Eso he notado, que todas apenas si pasáis de la veintena –comenté–.

            —Bueno, señorito, le habrán dicho que esta es una casa muy especial. No tenga prisa por saber algo de lo que sin duda se enterará –zanjó ella, enigmáticamente–.

            Y ya no dije más sobre el tema. Recuperado el ritmo normal de la respiración de mi compañera de cama, ella no perdía el tiempo; y había llevado su mano a mi pija, que de estar en un estado de semi erección, avanzaba hacia la dureza más densa.

            —Es usted toda una potencia sexual, señorito –indicaba ella, al comprobar que recobraba vigor lo que sostenía–. Se acaba de correr usted, por muchos catorce años que el señorito tenga, y ya está en plena disposición otra vez, para traspasarme el chocho hasta fundirlo –añadió–.

             —¿Y tú estás dispuesta a sentirlo lleno? –Le pregunté, pues su orgasmo había sido más reciente que el mío, y no sabía si quería reponerse más tiempo–.

            —Ya está tardando demasiado en clavármela el señorito –determinó–.

            Y no hacía falta decir nada más. Muchas veces las palabras sobran, y en aquella ocasión, todo el verbo ya estaba pronunciado.

            Me situé encima de ella, abriendo Leonor las piernas, y la hundí al primer golpe, tal era el estado de lubricación de su sexo.

             —¡Ufff, señorito! –Aullaba–. Parece que estuviera siendo follada por un tren. Es usted la mejor de las fantasías hecha realidad.

            La embestí con suavidad al principio. Quería que ella notase en todo su fondo, las dimensiones y la dureza de lo que ahora la estaba haciendo gozar. De sus cuerdas vocales, salían sonidos guturales ininteligibles; pero que denotaban el nivel de disfrute. Poco a poco, aumenté la velocidad, hasta que golpeaba mi pubis contra el suyo, rebotando mis testículos en sus nalgas. Proporcionalmente a esa evolución de las embestidas, los sonidos de ella ganaban en audacia y entonación.

             —¡Sí, señorito!, eso es: así, que mi pobre coñito está recibiendo lo inimaginable.

            Y la hice vaciar todo su orgasmo de nuevo. Y sin sacar mi pene, sólo había cedido un poco en los envites, volviendo pronto al ritmo de antes; me giré con agilidad hasta que ella quedó encima: toda mi carne aún incrustada en su interior.

            —Te había dicho que era tuya –anuncié–. Úsala hasta que te quedes agotada.

            No tuvo que oír de nuevo el mensaje. Ahora era la dueña del tempo y de las acometidas. Y me demostró toda su maestría en un sin fin de intervalos de saltos, más rápidos, más vehementes, sin moverse casi. Toda esa suerte de piruetas, conducían al único destino posible. Alcanzó primero ella la meta, y cuando yo gritaba desesperado que llegaba, con una habilidad que no sospechaba en ella, extrajo el ariete, y ya lo tenía en los labios esperando ansiosa el manjar. No abrió la boca. Lo quería rebotando en sus labios, empapando sus morros. Y así lo recibió, entre mis espasmos y mis gritos, chorros de semen rebotaban en labios y barbilla, y goteaban a sus tetas. Así estuvo hasta que de mi glande no salía nada más. Después con su lengua limpió los últimos restos que se esparcían por el capullo. Me miró con una sonrisa angelical y me dijo:

            —Espera, no tardo. Voy al baño por una toalla húmeda para acabar de limpiarnos.

            Y, levantándose, se fue con paso quedo, moviendo el culo ante mí, hasta que se perdió de mi vista. Regresó rápido, con una toalla en la mano. Se limpió delante de mí, todas las gotas que aún reposaban en su cara, todo lo que había resbalado hasta su pecho. Lo hizo con parsimonia, dejándome contemplarla por entero. Después escrutó entre mis piernas. Limpió el pringoso vello púbico, y algunos restos en mis muslos. Tiró la toalla al suelo y se tumbó junto a mí. Nos abrazábamos.

            —Me ha dejado el coño irritado, señorito. Hemos tenido una buena sesión de mete y saca. Poco podré meter durante una temporada tal y como me ha dejado usted el chochete –me confiaba riéndose–.

            Y se abrazó a mí, riéndose de sus propias palabras. Mi miraba a los ojos.

            —Es usted tal y como me habían dicho que era, señorito, quizás, mejor aún de lo que había oído –declaraba ella–. Me siento privilegiada de estar en sus brazos; esto es como un sueño, como el mejor encanto que una persona pudiera vivir.

            —Me vas a poner colorado, Leonor –reconocía yo–. Me siento dichoso por poder disfrutar de todas vosotras. Cuando llegué a esta casa, creía firmemente que el mundo se me había caído encima eternamente. Nunca imaginé lo que me podría encontrar, y es fantástico, he de reconocerlo.

            —Y lo que le queda por descubrir –dejó en suspenso ella–.

            Y ya nada más. Nos quedamos abrazados. Pero era un peligro que Leonor se quedase. Y los dos lo sabíamos. Sin embargo fue ella la primera que reaccionó.

            —Tengo que irme, señorito –me advertía–, si me buscan y no me encuentran, sería el final de todo esto. Le diré a Milagros que le cambie las sábanas. Están manchadas, igual que la toalla y la jofaina, pero ha sido usted antes de que yo llegara –expuso pícaramente–.

            Y sin más, se levantó, se vistió, sin ponerse el corsé que lo escondió. No se lo podía poner ella sola, pero yo ya sabía que habría alguien que le ayudaría. A continuación me vestí yo; y salí primero que ella para cerciorarme de que nadie la vería irse de mi cuarto. A una indicación mía, la mujer se fue. Me sentía satisfecho y quería dar un paseo antes de la cena. Deseaba que el aire me diera en la cara, y ya tenía mi lugar favorito, entre los árboles, donde las hojas caídas se vuelven ocres, sobre una hilera de piedras que se asemejan a taburetes. Así que salí y caminé en esa dirección. Me relajaba el fresco, y llegué casi sin darme cuenta, ensimismado en todos los sucesos que estaba viviendo, lleno de sexo como estaba, merced de aquellas criadas. Me senté relajado y me dejé ir.

            Estaba tan abstraído, que me llevé un susto terrible, dando un brinco hacia delante, y gritando; cuando una voz femenina a mi lado pronunció mi nombre, para llamar la atención:

            —Daniel –se oía–.

            Cuando me repuse, ahí en frente tenía a Araceli, tan asustada como yo, al ver el efecto que había provocado. Calmado, intenté que ella también lo hiciera, y me volví a sentar donde estaba. El pañuelo donde sobre el que yo estaba, lo ubiqué ahora a mi lado, ofreciéndoselo a mi prima.

            —Discúlpame, no era mi intención asustarte –fue lo primero que dijo, una vez que los dos estuvimos sentados–.

            —No te preocupes, Araceli. No fue culpa tuya, sino mi atolondramiento, que me mantenía tan distraído –quise evitar que ella se sintiera culpable–. Además, ya ha pasado el susto.

            —Así es… No sabía que te gustara venir por aquí –cambió ella de tema–.

            —Lo suelo hacer a veces –replicaba–, cuando me quiero aislar un poco. Pero no debes sentirte inquieta, Araceli, no me molestas. A veces hasta se agradece compañía.

            —Gracias, Daniel, eres muy amable –mostraba sus formas ella–. Justamente, eso quería comentar contigo –se acercó al tema que a mi prima le interesaba–.

            —Dime, dime, soy todo oídos –invitaba–.

            Ella pareció pensarse muy bien lo que iba a decir. Ordenaba mentalmente las ideas, las estructuraba, las daba forma; y cuando creyó que tenía claro cómo decirlo, habló:

            —Últimamente hemos notado un gran cambio, tanto en ti, como en tu hermana. Habéis aprendido mucho, y estáis muy lejos de aquellos chicos mal criados que erais cuando os conocimos. Del mismo modo que nos burlábamos entonces, es justo que reconozca yo ahora vuestra madurez –expuso–.

            —Ha sido lo más bonito que me has dicho en todo este tiempo… Quiero decir, que tu amabilidad me ha llegado muy dentro, sinceramente –indiqué, en un lío absoluto, cuando en realidad sólo quería agradecer sus palabras–.

            —No debes turbarte –tranquilizaba ella–. Has dicho bien, cuando mencionaste que ha sido lo más bonito que habías oído de mí. No me molesta que me lo digas, es la verdad, y la verdad nunca debe molestar. Pero eso va a cambiar, Daniel, porque vuestro propio cambio se merece que nosotras también lo hagamos. Así que irás notando más acercamiento, más amabilidad, y más fraternidad en mí y mi hermana.

            Y esa salida de Araceli, absolutamente inesperada, me había dejado descolocado y me quedé durante un largo instante sin articular palabra.

            —Sinceramente, Araceli, perdona mi torpeza, pero me has dejado sin palabras, no sé qué decirte –me sinceré con ella–.

            Y la joven dama que se sentaba a mi lado sólo sonreía, como si un plan que hubiese trazado hasta el último detalle, se estuviese cumpliendo al pie de la letra.

            —Para empezar puedes decir que sí, a mi invitación de ir a la villa mañana. Vamos todos los sábados. Compraremos algo para la casa, y Encarna y yo aprovecharemos para adquirir algo de ropa. Hemos pensado que sería agradable que nos acompañarais Adela y tú –me volvió a sorprender–.

            Yo me mantenía boquiabierto, no sabía si aquello formaba parte de la realidad o no. Y, bajo ningún concepto, jamás esperaba que la amabilidad de mis primas llegase a tal extremo. Mi confusión era tanta, que seguía estúpidamente callado.

             —¿Vas a responderme, Daniel? –Inquiría ella, paciente–.

            —Disculpa, Araceli –desperté yo como de una ilusión–. Me había quedado pasmado, pues no me esperaba tal honor.

            —Ya te dije que todo iba a cambiar a partir de ahora… ¿Honor? ¿Eso es un sí? –Quiso saber–.

            —Pues claro que sí, Araceli, estaré encantado en aceptar, y estoy seguro que Adela también –repuse–.

            —Estupendo –se alegraba con sinceridad ella–. Iremos mañana por la mañana temprano. Nos veremos a la hora de desayunar. Y ahora lo mejor es que vayamos desandando el camino, no tardará en oscurecer –propuso–.

            Sin decir nada, me levanté, y, con toda la cortesía que había aprendido, ayudé a que ella se pusiera en pie. Recogí el pañuelo, le ofrecí mi brazo; y con mi mejor porte, nos dirigimos a la vivienda.

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