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Siete días de abril (3: En un arenal)

en Amor filial

3: EN UN ARENAL.

Seguíamos viaje hacia el sur, abajo del todo, en la costa onubense, cerquita de la frontera portuguesa. Lo que yo ignoraba en ese momento, era que Paula, mi hermana inmediatamente mayor, no me había quitado ojo desde que salimos de Salamanca; que se había visto tentada por venirse a mi lado mil veces, cuando paramos a comer en Badajoz; que otras mil veces le sucedió lo mismo cuando nos detuvimos en Sevilla; y que tampoco se atrevió a hacerlo al llegar a Matalascañas, pero no dejó de seguirme de cerca, y de no perderse detalles de todo lo que yo hacía.

Era tarde ya. La noche nos había envuelto hacía algunas horas y nos apresuramos por llegar a nuestras habitaciones. Los demás salieron a divertirse. Yo no lo hice. Estaba demasiado excitado con todo lo que me había sucedido, y prefería quedarme en la cama. Tuve la vana ilusión de que Sonia me buscase, o de que tuviese otro encuentro con ella esa noche. Pero no fue así. Ella había decidido irse de juerga también. Aún estuve despierto un buen rato, deseando un milagro que no se produjo, y al fin, me venció el sueño.

Desperté temprano, aquella mañana que amaneció soleada. Casi todos aún dormían, por la velada anterior, así que me puse una camiseta y un pantalón corto, y me fui a dar un paseo. Llegué hasta la playa, desierta, y aunque no iba preparado, me adentré en ella. No hacía excesivo calor, pero el sol asomaba coqueto, y me situé junto a unas rocas, sentándome en ellas. Podía sentir el perezoso astro en mi rostro, y una leve brisa que acariciaba mis cabellos. Me quité la camiseta, y, con el torso al aire, seguí ensimismado en mis pensamientos, mientras disfrutaba de la temperatura tibia. Levanté la vista, y como observé que desde donde estaba, no se me pudiera ver, acabé quitándome toda la ropa, y me tumbé en la arena, dejándome llevar por un plácido letargo.

No recuerdo cuánto tiempo estuve así, pero sí recuerdo que una sombra se interpuso entre la luz y mi piel. Entre ocioso por el aturdimiento en que me hallaba, y sorprendido por una posible presencia extraña ahí mismo, delante de mí, abrí los ojos con precaución, por miedo a un posible daño en mi vista del sol, que no se produjo, pues esa sombra me protegía. Un segundo después, pude distinguir la figura de Paula, que me miraba desde arriba, muy cerquita de mí, sin la más mínima sorpresa por verme completamente desnudo.

—Es cierto lo que me dijo Sonia. No tienes un gran cuerpo, pero tienes una buena polla –dijo –.

Y yo no podía creer que ambas hermanas se hubieran contado esas cosas, y que ninguna de las dos hubiera sentido recato alguno; antes al contrario, eso les había provocado más deseo. Me preguntaba cuánto sabían todas…, me preguntaba en qué podía acabar todo eso.

Inconscientemente, llevé mis manos y tapé mi pene. Ella se sentó a mi lado, y me las apartó con suavidad.

—Déjame admirártela –me pidió –.

Yo dejé que ella posase sus ojos en mi pene, mientras que por su cabeza pasarían mil ideas. Parecía que me la comía con la vista.

—Me encanta que te guste, pero no es justo que mientras tú recrees la pestaña, yo no tenga oportunidad de hacer lo mismo –me aventuré en mi osadía –.

Ella al principio dudó, se acarició levemente el cuerpo por encima de su ropa, amagó con empezar a desnudarse, volvió a dudar, se acarició de nuevo por encima de su camiseta, y al fin, repentinamente, se la quitó de un solo movimiento, quedándose en sujetador. El sol hacía su rubio más intenso, y su escote pálido reflejaba toda la luz de la mañana. Mi pene se movió levemente en un incipiente erguimiento, al ver sus senos aplastados con su sostén. Al comprobar mi reacción, se quitó la falda, con la misma rapidez que se había desprendido de su camiseta. Ahora podía contemplar su cuerpo cubierto sólo por su ropa interior: un sujetador blanco y unas bragas del mismo color. Había encogido las piernas sin quitar ojo de mi pene, y podía ver justo el sitio donde se hallaba ese tesoro aún cubierto.

Deseaba con todas mis fuerzas que se quitara el resto de la ropa, pero ella parecía estar demasiado absorta en mi apéndice, que había crecido un poco más, y temía que ya no reparase en quedarse desnuda.

Paula seguía muy cerca de mí, observando mi órgano, pero estaba absolutamente paralizada: ni decía ni hacía nada. Yo no le quitaba ojo de su cuerpo parcialmente desnudo, cubierto sólo por su ropa interior. La forma de sus pechos, no muy abundantes, la silueta de su cintura, y su pubis recogido en esa braguita, que deseaba más que nunca que desapareciese, igual que su sujetador.

Como si ella hubiese salido de un éxtasis profundo, como si volviese a la realidad después de haber deambulado eternidades en su imaginar, en su propio mundo, acercó la mano muy despacio y rozó mi glande con los dedos. Eso hizo que todas las descargas se produjeran al mismo tiempo y la erección fue inevitable. Ella me asió la polla con su mano, y comenzó un leve movimiento de sube y baja, mientras la excitación de Paula aumentaba paulatinamente, sin apartar la vista de mi pene, abstraída en su hacer.

— ¡Cómo se te ha puesto! –Tan sólo dijo –.

Me soltó la polla, para la que ya no existía gravedad, y se quedó apuntando a sus pechos, totalmente derecha. Ella aún la estuvo contemplando un instante, antes de que yo me acercara, y le acariciara con mi dedo entre sus senos. Cuando sintió el contacto, apartó sus ojos del falo y los clavó en mi mirada. No supe entonces si era una mirada de aprobación, o de pedir más. Tampoco me lo plantee, sólo me importaba que ella no me rechazaba, así que con la yema de los dedos, acaricié la cima de sus senos, por encima de la tela. Sólo la oí suspirar, y al mirar, comprobé que había entornado sus ojos. Yo quería más, deseaba que sus prendas íntimas desapareciesen, y que su desnudez quedase a merced de mis manos.

Me acerqué más a ella, tanto, que podíamos sentir nuestros hálitos, y en un momento en que percibí que sus suspiros se incrementaban, mis labios tocaron los suyos. No repudió el contacto, suave y somero, en un roce placentero y lleno de goce. Muy poco después, sin yo advertir cuál de los dos había abierto la boca primero, nuestras lenguas se enredaban y exploraban ambas bocas. Perdí la noción del tiempo que estuve así, hasta que nos separamos.

— ¡Qué caliente me has puesto, Rodri! –Exclamó ella –.

—No hace falta que te diga cómo estoy yo, creo que se nota más que de sobra –contesté, fijando mi mirada en mi erecto bálano, acompañándome ella en percibir, que estaba tan excitado como su coño empapado –.

Imaginé que sería hora de pasar a la acción, y me dispuse a quitarle el sujetador. Era la primera vez que intentaba desabrochar tal prenda, y sabía que mi torpeza sería evidente. No obstante, no dudé. Me acerqué, la rodeé con mis abrazos por detrás, apoyé su cabeza en mi hombro, para tener una perspectiva del broche, y aunque tardé muchos segundos hasta darme cuenta del mecanismo, al fin le despojé de su prenda. Paula no hizo comentario alguno a mi lerdo actuar, y sus pechos se ofrecían a mis ojos como dos flores imposibles de obviar.

Mis labios atraparon sus pezones, mientras sus suspiros de nuevo inundaron mis oídos. Mi lengua los acariciaba, recorriendo toda su areola, y ella ya me asía la cabeza, y me mesaba el cabello.

—Ufff, creo que hay inundaciones –dijo –.

Entonces me agaché y ella me facilitó toda mi maniobra. Sujeté sus bragas por el borde superior, y lenta, muy lentamente, mientras temblaba todo, se las fui bajando. Al principio apareció su bello púbico, de un color pardo claro, para después dejar que la tela recorriese sus piernas enteras y quedara su desnudez libre. Paula abrió las piernas en un gesto que no me esperaba, y me dejó ver su vulva rosada y sus labios mayores. Su respirar seguía agitado, y su mirar me imploraba casi, que hiciera algo para aliviar su fuego.

Recorrí con mis labios todos los suyos, hasta notar la espesa humedad de su interior. Mi lengua la probó y su sabor no me agradó; pero la excitación era tal, que ya no me importaba a qué sabía su flujo. Aunque era la primera vez que chupaba un coño, sabía perfectamente dónde tenía que dirigir mi lengua. Entreteniendo a Paula, con lamidas en todo su sexo, me dediqué a buscar su clítoris, mientras la música de los gemidos de la mujer me llenaba los oídos. Lo hallé ahí arriba, justo donde se juntan los labios menores, hinchado, de un color casi morado, brillando por la humedad que en su coño llenaba su flujo y mi saliva. Sabía que era una zona muy sensible, así que lo besé con mimo, lo rocé apenas con mis labios, mientras Paula ya emitía gritos. Después mi lengua lo acarició suave y lentamente, para ir incrementando el ritmo, hasta frotárselo con frenesí. Paula aullaba, me tiraba del pelo, me pedía más, y yo, ahí abajo, feliz por saberme el hacedor de tanto placer, no cesaba en mi afán.

— ¡Métemela ya por Dios, no aguanto más Rodri! ¡Fóllame toda entera, quiero sentir tu polla hasta el fondo de mi coño!

Era la primera vez que oía tales palabras a una mujer. Dejé de lamerle el clítoris, y me incorporé con mi ariete al máximo tamaño para introducírselo todo lo que cabía. No había sido un error, no se había dejado llevar por la desesperación, como yo me estaba temiendo; porque ni se arrepintió ni me detuvo, y ella misma había extraído un condón de su bolso, que yacía en la arena. Con toda mi inexperiencia, no sabía qué iba a resultar de mi intento, suplicaba por dentro una pequeña ayuda de ella, si yo no acertaba, pero mi resolución no sufrió duda.

Estaba tan excitada, que su sexo se había anegado con su flujo. No sé cómo apunté, tampoco sé cómo empuje. Sólo supe que noté la textura blanda y empapada de su vagina, y que mi pene resbaló hasta el fondo, pese a mis temores inciales.

— ¡Ufff! –La oí exclamar –. ¡Fóllame y ni se te ocurra pararte! –Me exhortó a continuación –.

Como si toda la vida lo hubiera hecho, me moví adelante y atrás, y mi polla perforaba su coño, como si de un pistón lubricado a la perfección se tratara. Nuestras respiraciones eran ya fatiga pura, nuestros gemidos y gritos se mezclaban; y nuestros comentarios, dejados de nuestra absoluta lujuria, se intercambiaban sin pudor.

Y fue cuando caí en la cuenta de que mi pene había entrado con total soltura. Y fue cuando pensé en todo lo que me habían contado de la virginidad. Y fue cuando acerté a pensar que era imposible que ella fuera virgen, si la había conseguido penetrar con tanta facilidad.

Supongo que mi inexperiencia era excesiva para ella, así que en un momento dado, Paula tomó toda la iniciativa. Fue ella la que decía cuándo yo debía pararme; cuándo ella se debía sacar mi polla de su chorreante coño; cuando colocarse encima de mí, y clavársela de nuevo, cabalgándome con absoluto galope; o cuando volver a sacársela, para ponerse a cuatro patas, ofrecerme todo su coñito por detrás, e insertársela de nuevo, en medio de nuestra borrachera de gemidos. La oí correrse demasiadas veces, y al principio creí que fingía. Y la envidié, finalmente. Cuando me iba a correr después de haber estado penetrando a Paula, quise hacerlo de otra forma de la que lo hice: con el pene dentro de ella y en el condón. Pero mi inexperiencia, y la inminencia de la eyaculación, hicieron que no me diera tiempo a quitarme la goma, y eyacular sobre ella, tal como yo deseaba.

Tras eso, sin decir nada, ella se vistió y se fue. Me quedé tumbado en la arena, desnudo, con el recuerdo reciente de todo aquello, envuelto en la confusión y la incredulidad de lo que había sucedido. Si no fuera porque lo había vivido, sería imposible que me lo creyese. Intentaba ordenar las cosas, cuya inercia había hecho que fueran demasiado deprisa para mí.

Lo cierto es que había tenido contacto sexual con mis tres hermanas, y, lo cierto es que habían sido ellas quienes habían llevado casi toda la iniciativa. Todo había sido tan rápido, que casi no me había dado tiempo a asumirlo; y mucho menos entender cómo había sucedido. Al final decidí dejar de pensar en todo aquello, y me quedé tan sólo con el hecho de que había disfrutado al máximo. Y aunque me preguntaba qué quedaría por pasar, no quise buscar más respuestas: sólo dejar que las cosas fueran sucediendo.

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