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Nuestra Implacable Educación (X)

en Grandes Series

10: CUMPLEAÑOS FELIZ: LA CUEVA.

Esa mañana, Milagros me había venido a despertar muy temprano. Refunfuñé y censuré su hacer, pues esa semana no había clases, ni teníamos por qué ponernos en pie tan pronto. Recordé, no obstante, que para ese día estaba prevista la llegada de nuevos invitados, después de que lo hubieran hecho los Montero pocos días antes.

—No se queje, señorito –me aclaraba ella–. No es mi capricho el venir a despertarle a esta hora, sino una orden de doña Virtudes. Los señores Montero tienen por costumbre levantarse temprano y la señora dice que por educación hemos de estar levantados ya para desayunar con ellos en el comedor. Así que tendrá que levantarse, asearse, y vestirse.

Milagros había descorrido las cortinas y toda la luz matinal llenó mi cuarto. Aún holgazaneando, seguí arropado en mi lecho, aunque ya despierto, saboreando los recuerdos de Eulalia la noche anterior. Pero mi asistenta tenía disposiciones claras, y estaba más que dispuesta a cumplirlas; así que retiró la sábana y manta que me cubrían. Y ya no había nada que hacer. Resuelto a levantarme, obsequié, no obstante, a mi sirvienta, con mi desnudez, y por supuesto, con mi erección, colocándome bocarriba.

 —¡Qué vigor, señorito! ¡Quién tuviera su edad para presumir de ese brío! Y eso que este tiempo usted está siendo muy bien atendido por las señoritas, incluso con la visita de doña Eulalia –me hacía ver, con sarcasmo, mientras me guiñaba un ojo–. Aunque yo sabré si usted se ha portado bien con la señorita, cuando la vea la mirada –me retaba la mujer–. Pero por Dios, sea usted bueno, señorito, y déjeme de tentar con tal maravilla. Levántese de una vez por todas, y asese, se lo suplico –rogaba finalmente la criada–.

Y no quise prolongar su espera mucho más. La joven doméstica ya se estaba poniendo nerviosa. Así que, me levanté, y me dirigí al baño; no sin antes pasar muy cerquita de ella, casi rozándola.

—Es usted un diablo, señorito, lo que me hace sufrir –la oí aún decir mientras me perdía en el aseo–.

Cuando salí del baño aseado, ya Milagros se había ido. Me vestí con la mayor presteza que pude, y dejé el cuarto libre. Aún había que hacer la cama, y limpiarlo. Yo sabía que esa semana ella tendría mucho trabajo, por eso procuraba facilitárselo lo mejor podía.

Al llegar al comedor, ya se encontraban allí mis primas y mi hermana. Aún los invitados no habían llegado, aguardaríamos por ellos. Las niñas estaban sentadas muy quietas, y las sirvientas mantenían una pose de espera, de pie. Todos guardábamos un silencio solemne, y en mi mente aún flotaba lo sucedido con Eulalia.

No tardaron mucho los demás en aparecer. Cinco minutos más tarde aparecían por el salón los Montero, que saludaron con cortesía, a los que les contestamos con la misma porte. Iban acompañados de nuestra tía y doña Severa. El desayuno fue aburrido y monótono. Los mayores se dedicaban a hablar de sus cosas, y nosotros manteníamos la discreción que se esperaba.

Pero al fin aquel hastío finalizó, y quedé libre. Aunque el que yo quedase libre era como si siguiera prisionero de aquellas costumbres; porque las niñas debían acompañar a las mujeres al saloncito, para seguir charlando, mientras que don Moisés montaría un caballo y se dedicaría a seguir recorriendo la finca, con la compañía de Ernesto, de Alfredo o de Benito, y las criadas estarían demasiado ocupadas como para prestarme atención. Así que, resuelto a estar solo toda esa mañana, salí de la gran casa, y me dirigí hacia donde iba siempre.

En la casa había mucho revuelo: todas las criadas iban y venían alocadas, intentando que todo tuviese el mismo orden de siempre, aún cuando había más trabajo que hacer. Yo me cruzaba con ellas, y ellas me lanzaban miradas de complicidad, lastimosas por no tener cinco minutos conmigo; y yo les devolvía las mismas miradas. Afuera la cosa no era diferente. Trinidad iba y venía aprisa, sujetándose los faldones, y cuando me divisó me saludó con cortesía: pero en sus ojos había mucho más que eso, casi había deseo. Seguí mi camino y perdí de vista a Trinidad. Y ya cuando creía que no me encontraría a nadie más, casi pasada la casita donde habitaba el servicio, saliendo de ella me encontré con Milagros. Si bien es cierto que por su gesto se adivinaba que tenía prisa, ella me paró poniéndome la mano en el pecho, y muy cerca de mí, me habló.

—Es una pena que no disponga de unos minutos, señorito Daniel –comenzó a decirme–. Usted se va a aburrir mucho esta mañana, y mi coño hace mucho que no disfruta de su maravilla.

Me había colocado su mano en mi entrepierna según pronunciaba esas palabras

—Es una pena que no dispongas de unos minutos, Milagros –respondía yo–. Tu rajita iba a disfrutar de lo que tanto desea, y todo lo que se merece.

—Estoy segura de eso, señorito –atinó a decir, mientras entornaba los ojos, y apartaba su mano–.

Y ya sin más, ella se fue. La vi alejarse a toda prisa: en la casa la esperaban, seguramente.

Mis pasos me llevaron a donde siempre acababan llevándome. Allí me senté de nuevo en una de las piedras, y dejé que mi mente vagara. Para hoy estaba prevista la llegada de otros invitados. Desconocía si sucedería lo mismo que con Eulalia. Tampoco me quise preocupar mucho por ello; sólo deseaba que su llegada no se demorara, así no me aburriría tanto, aunque sólo fuera por esa novedad. Estuve largo rato sentado pensando en todo: lo que había sucedido y qué era lo que aún estaba por venir. Lo más inmediato eran mis primas, eso ya lo sabía yo, me lo habían hecho saber una y otra vez. Supuse que hasta que no transcurriera la vorágine de la celebración de la efemérides de su madre, no habría nada.

En medio de mi cavilar, me sorprendió mi hermana.

—Qué solo está nuestro semental –la oí decir tras de mí–.

Enseguida me giré y ella llegó hasta mí sentándose muy cerquita.

 —¿Qué haces tú aquí? –Pregunté, sabiendo que no era normal su presencia ahí, pues debería estar con las demás niñas.

—Les dije que estaba indispuesta –me contestó–, y sabía que te encontraría aquí. Dentro de un rato volveré con ellas; pero me daba pena que tú estuvieras tan solo, y nosotras hablando de algo que seguro que a ti te encantaría oír.

—Supongo que Eulalia os contaría con todo lujo de detalles su visita a mi alcoba la otra noche –dije–.

—Así es, hermanito –corroboraba ella–, y créeme que me sentí muy orgullosa de ti, y muy feliz por ti al mismo tiempo. Creo que te puedes imaginar los niveles de excitación que supuso esa conversación en todas nosotras. Si mis primas se llegan a enterar de que estoy aquí contigo, me matan, por no haber estado ellas también.

—Bueno, es normal que en todas os haya crecido el deseo al oír la narración de Eulalia –acerté a exponer–.

—Si no estuviéramos aquí, me quitaría todos los trapos que llevo encima y te haría notar cómo chorrea mi chocho ahora –explicó Adela–.

—Me lo puedo imaginar –indiqué, con una sonrisa–.

—La pena es que no podamos sentirlo los dos ahora mismo –suspiraba ella–.

—En vez de venir a donde estaba, deberías haberte desahogado en tu aposento –le dije–.

—Cierto, hermano –me respondía–, pero entonces habría sido una egoísta al no haber compartido esto contigo, y no es lo que tú me has estado enseñando.

—Eres un amor –supe decir, sólo–.

Y, acercándome a ella, le besé los labios, recelando de quién nos podía ver. Adela estuvo aún unos segundos en silencio, antes de hablar:

—Mejor será que me vaya, Daniel. Estoy muy caliente, y esto no ayuda… Y sabes de sobra que no hay tiempo para amarnos aquí y ahora.

—No te preocupes, Adela, yo lo entiendo. Ve, y desahógate. Probablemente yo haga lo mismo aquí y ahora. También me he excitado mucho.

—Así lo haré, Daniel.

Y, diciendo eso, se levantó, me regaló otro beso en mis labios, y la vi alejarse. Al cabo de poco tiempo, la perdí de vista.

Me volví a quedar solo y en silencio, pero esta vez con una tremenda excitación, tras la visita de mi hermana. Si al menos tuviera la compañía de alguna de las mujeres del servicio, como solía suceder casi siempre, sería todo mucho mejor; pero sabía que eso era tan improbable, como que el cielo se volviese negro en ese instante. Me calmé. Reflexioné bien en lo que me había dicho mi madre en aquella ocasión (me vino repentinamente a la cabeza), y no quise ser egoísta. Habría más tiempo después de esa semana, y no podía perder de vista que la clave de todo aquello era tener en cuenta el bien ajeno. Eso me ayudó a mantener mi cabeza fría, y a saber lo que tenía que hacer. Resuelto, me extraje la verga recta como una vara y separado de donde estaba sentado –aquel sitio lo usábamos para sentarnos y no quería que se manchase–, me alivié yo solito, con el mal sabor que al final deja saber lo que ya has probado y no poder hacerlo. Tras eso, volví mis pasos hacia la casa, busqué mi habitación, que ya estaba arreglada, y me tumbé sobre la cama a esperar acontecimientos. Sin darme cuenta, me quedé dormido.

Unos golpes en mi puerta me despertaron, y, a continuación, como si todo tuviera una velocidad vertiginosa, sin poder frenarla, Milagros estaba en frente de mí bastante excitada:

 —¡Vamos, señorito, que ya están aquí: los Quijano han llegado; así que haga el favor de levantarse e ir a recibirlos, por el amor de Dios!

Aturdido porque me acababa de levantar, y confundido por el nerviosismo excitado de mi asistente, me levanté de un salto y corrí a bajar la escalera todo lo deprisa que pude, con Milagros tras de mí, sujetándose los faldones para no tropezar y caer; no sin que antes la buena criada me mirase de arriba abajo, pero con presteza, queriendo aprobar mi aspecto. En el recibidor ya estaba dispuesto todo el servicio, uniformado de manera impecable, que me lanzaba miradas preocupadas, porque no estuviera ya aguardando en el saloncito al cual señalaban con la vista. No me detuve ni medio segundo, entrando con rapidez a donde me indicaban. Allí ya estaban todos esperando: salvo nuestra tía y don Moisés, que los recibirían a la puerta. Lo primero que me encontré nada más entrar fue la mirada de censura penetrante de doña Severa. No abrió la boca, empero, pero yo sabía que traería consecuencias ese despiste mío. Las niñas me miraban asustadas, por mi tardanza, y a la madre de Eulalia fue a la única a la que se le oyó un reproche:

 —¡Hay que ver! –Dijo–.

Y ya, nada más. Tomé el único asiento que quedaba vacío con la sensación de ser el mayor asesino del mundo, y con la seguridad de saber que todo eso traería resultas, pasada esa semana de celebración.

Podíamos oír con nitidez el ajetreo afuera, mas nadie movía un músculo. Apenas si se nos oía respirar. Distinguíamos con claridad las voces de doña Virtudes y de don Moisés, recibiendo la visita, y la de los otros, que nos eran desconocidas a Adela y a mí; pero supongo que no para el resto. El protocolo de las presentaciones, incluida la revista al servicio, harían demorar aún unos minutos más su entrada en el saloncito.

Así fue: unos minutos más tarde la puerta se abrió e hicieron su entrada con majestuosidad los nuevos invitados: los Quijano. Mientras el servicio llevaba sus bultos a sus aposentos, nuestra tía hacía las veces de maestra de ceremonia, efectuando las presentaciones, con don Moisés pegado a ella como si fuera su perro faldero. Unos metros más atrás con exquisita discreción, les acompañaban Ernesto y Trinidad. Nuestra tía iba uno por uno a cada uno de los presentes, sin perder su apariencia ni un instante, incluso al llegar a mí, aun cuando yo sabía que su enojo era mayúsculo por mi tardanza.

—Daniel –comenzaba a decir con la sonrisa más exagerada que yo la haya visto–, esta es doña Inmaculada, la señora de Quijano, su dueño, don Ismael Quijano, y la hija de ambos, doña Elvira. Sus otros hijos –continuaba–, han excusado debidamente su ausencia por tener dedicaciones inexcusables –finalizó–.

A cada uno de quienes me había presentado, les había saludado con la etiqueta que doña Severa nos enseñara unos días antes. Por la sonrisa que pude ver en ellos, supe que mi postura había sido de su total satisfacción; incluida su hija, que no había evidenciado el más mínimo gesto en su mirada. Elvira no aparentaba ser mucho mayor que nosotros, y sus modales estaban todo lo pulidos que en una joven de su edad y en aquella época se esperaba. Me preguntaba hasta qué punto conocía ciertos placeres prohibidos, igual que los conocía ahora Eulalia; y si su exquisita educación le haría asustarse o disfrutarlos. Era una niña sorprendentemente rubia y de una gran hermosura en su rostro.

Tras esa ceremonia, intervino de nuevo nuestra tía, que para eso era la anfitriona:

—Ahora dejemos a solas a las mujeres hablar de sus cosas. Los caballeros seguro que querrán tomar algo en el saloncito de al lado, o, si lo prefieren, pasear por la finca acompañados de Ernesto. A la hora de la comida serán avisados.

Y así fue como nos levantamos los varones, pues más que unas indicaciones de doña Severa, aquello era una solemnidad. Con reverencias y demás gestos, se fueron todos al salón contiguo. Sin embargo, cuando yo procedía también a abandonar el lugar, una mano sujetó mi muñeca: era mi tía. Aunque lo había hecho con discreción, que interviniera así, evidenciaba el estado de enfado y disgusto que tenía conmigo. Con el mayor disimulo posible, me sacó de la estancia, me llevó a un aparte y me habló:

—Jovencito, no te imaginas el enfado y el disgusto que tengo contigo. Ahora quiero que te subas a tu aposento y te quedes ahí hasta la hora de la comida. No te quiero ver delante en toda la mañana. De no obedecer mis indicaciones, te aseguro que las consecuencias serán las más duras que te puedas imaginar, sobre todo, sumadas a tu total falta de educación con la llegada de los Quijano. Menos mal que no han notado nada, porque si no, te garantizo que no te lo perdonaba. Te excusarás diciendo que estás indispuesto, y que no te encuentras bien. Y si los cometarios que me llegan de los Quijano son elogiosos, me pensaré ser indulgente contigo. Ahora, apártate de delante de mí.

Y sin más, se dio media vuelta, recuperando su teatral sonrisa, y se volvió con las demás damas. Su gesto había sido el que más desprecio había desprendido desde que yo llegase a su casa. Aunque no había levantado la voz, su ira era diáfana, y lo mejor que podía hacer era cumplir sus instrucciones al pie de la letra, y rezar para que lloviesen sobre ella alabanzas por la caridad de haberme acogido y lo bien que había sabido educarme.

Me adentré al salón donde ya me esperaban y con una postura exquisita, me disculpé comentando que me retiraba a mi aposento, aludiendo a un malestar que, por supuesto, no existía. Después, cerrando la puerta tras de mí, subí a mi cuarto, me quedé en ropa interior, coloqué cuidadosamente el traje para que no se arrugara y me tumbé en la cama.

Supongo que nadie había notado nada. Mi tía había sido lo suficientemente discreta y hábil como para que así fuera; aunque en esos momentos lo único que yo echaba en falta era a las niñas: el resto me importaba bien poco. Me sumí en mis pensamientos, y un leve sopor me invadió, hasta dejarme dormido. El sueño debió ser tan efectivo, que no me enteré cuando tocaron a mi puerta, ni mucho menos cuando entraron, al no obtener respuesta, y, por supuesto, tampoco cuando se llegaron hasta mi misma cama. Unas caricias de una diminuta mano fueron las que me trajeron a la realidad, devolviéndome la total consciencia de la vigilia. Abiertos ya los ojos del todo, delante de mí estaban Araceli y Elvira.

—Han sido injustamente severos contigo, Daniel –me decía mi prima, mientras me acariciaba–.

Me había incorporado levemente en la cama. Ambas estaban una cada lado, y Araceli, no obstante, no había cesado en sus caricias, y ahora las efectuaba, sin recato alguno, directamente sobre la entrepierna, consiguiendo una considerable erección que ya era evidente en mi ropa interior. Yo no salía de mi asombro, y tampoco podía quitar ojo de cada reacción de Elvira, que se mantenía discreta al lado de mi prima, pero sin perderse detalle de las maniobras de la otra, y del crecimiento de mi miembro. El hecho de que la hija menor de unos invitados estuviese en mi cuarto, suponía un escándalo mayúsculo, que de saberse, supondría unos resultados de dimensiones inimaginables.

 —¿No es muy arriesgado que las dos estéis aquí? –Supe preguntar únicamente–. Tu madre bastante enfado tiene ya conmigo por haberme retrasado. Además, estoy casi desnudo, cosa que a mí no me importa, y a ti tampoco, lo sé; pero no sé si a tu amiga le parecerá bien.

—No debes preocuparte, Daniel –tomó la palabra esta vez Elvira, para mi total sorpresa, y para acabar de confundirme absolutamente–. En realidad propuse poder ver el que será mi dormitorio; y pedí que Araceli con gran amabilidad me lo mostrara, con todo ello bien planeado. Y el hecho de que estés tumbado en tu cama en ropa interior el efecto que me produce es de excitación, por lo prohibido de la situación. Sí, cierto es que estoy educada como se supone que una señorita de mi edad debe estarlo; pero es menos falso que tus primas y yo hemos compartido demasiado como para que me asuste por verte así. Descubrirás, y lo sé por lo que me han contado ellas, que todos participamos del mismo gusto por el sexo.

Elvira me sonreía y yo no salía de mi asombro.

 —¿Cómo habéis podido encontrar un hueco para hablar de todo eso, con los adultos delante? –Fue lo primero que se me ocurrió preguntar–.

—Hace dos años que tuvimos nuestra primera experiencia –se arrancó a hablar Araceli–. Desde entonces, no nos hace falta hablar entre nosotras, muy explícitamente de ciertas cosas para que nos entendamos; pues hay una confianza y una complicidad muy alta. Y sí, mi hermana Encarna participa de esos juegos –concluyó mi prima, adivinando en mi mirada lo que me estaba preguntando–.

—Desde el primer momento en que te saludé, me pareciste un joven encantador –proseguía ahora Elvira–, pero yo había de disimular lo más posible ese efecto que me habías causado. Solo deseaba volver a verte y a ser posible a solas, para conocerte más y mejor. Y así se lo trasladé a tu prima. Por eso pusimos en marcha todo el plan. Nosotras ya sabíamos que no te sucedía nada –me seguía contando Elvira–. Doña Virtudes fue muy discreta al llevarte a un aparte. Pero yo me di cuenta de y pude oír lo que te decía. Luego se lo conté a tu prima, y lo ideamos todo.

Guardé un breve silencio reflexionando antes de seguir hablando.

—Me preocupa que descubran que no estéis donde se supone que deberíais estar. No es que no me guste que estéis aquí, no es eso, todo lo contrario: me encanta teneros, y que tú me acaricies así, Araceli, sólo que…

—No debes preocuparte por eso –repuso de inmediato mi prima, interrumpiéndome–. Milagros nos cubre las espaldas. Está en la antesala, y vigilará que nadie nos vea cuando salgamos.  El único peligro supone que mi madre, o los padres de ella nos busquen, cosa improbable. En realidad yo lo que quería era compartir el deseo de Elvira, que era estar contigo a solas, y mientras, ella te conocía más y mejor; además podíamos tener también esta delicia de la que ahora tenemos el privilegio de disfrutar –continuaba, aludiendo a una más que erecta verga que ya era totalmente evidente–. Elvira tiene ya quince años, y por culpa de la férrea educación de sus padres, aún no ha visto una buena polla, ni mucho menos hacer todo lo que se puede hacer con ella. Saber sí lo sabe; porque Encarna y yo nos hemos encargado de que sepa todo lo que nosotras sabemos –concluyó–.

Y no se conformó con eso. Ante la mirada de su cómplice Elvira, me desabrochó la bragueta y extrajo el pene, ya duro, y lo sobó a los ojos abiertos como plato de nuestra acompañante.

 —¿Te gusta? –Le preguntaba yo a la otra, con sus ojos vidriosos–.

—Es enorme –apuntaba la aludida, y mantenía su boca abierta evidenciando su sorpresa–.

—Es la primera polla que ve, Daniel –me explicaba Araceli–; solo está acostumbrada a nuestros chochos. Por muy grande que le parezca, aún no sabe lo descomunal que es, porque no la ha comparado con nada. Pero, con el tiempo, conocerá otras, y será cuando sabrá la inmensidad de la tuya; y volverá, créeme que volverá.

Mi prima, con gran dulzura, llevó su mano junto a la de Elvira; y le fue indicando los movimientos que debía de hacer. Cuando comprobó que ella ya los efectuaba con soltura, la soltó, y fue la invitada sola la que me masturbaba con especial delicia.

—Así, cariño, muy bien –la alentaba mi prima–. Estás tocando tu primera pija, y haciendo tu primera paja: y te aseguro que lo estás haciendo muy bien, y a él le estás volviendo loco.

Pocos minutos después de su hacer, de forma inevitable, una erupción de semen se precipitó al exterior, salpicándolas a ambas.

 —¿Eso ha sido su leche? –Preguntaba entre asustada y envuelta por toda su excitación–. ¡Menuda cantidad! –añadió finalmente–.

—Sí, cariño –le contestaba Araceli–. Le has hecho correrse. Y ya ves que lo hace de forma abundante. No está nada mal, tu primera polla, y la haces vaciarse. Los hombres te adorarán.

Yo, mientras, las contemplaba a ambas, bufando, recuperando mi respiración. Elvira me miraba con los ojos empapados en deseo, y supuse, sin equivocarme, que no sería lo único que tendría empapado. Sí, me había corrido: pero sabía que podía estar dispuesto a mucho más; así que me abalancé sobre Elvira, como si fuera una víctima. Pero Araceli, atenta, me lo impidió con sus reflejos.

—No hay tiempo para eso, Daniel, mi vida. Tenemos que regresar, y antes, limpiarnos tu marca de hombre –me decía–.

Y recobré la lucidez. Me di cuenta de mi estupidez. Y no por la falta de tiempo en ese momento, también lo sería en cualquier otro momento; porque a punto había estado de quebrantar la regla sagrada que mi madre me enseñara: jamás dejes de pensar en el prójimo. Y en aquel instante, no lo había hecho, lo había incumplido. Me di cuenta de todo enseguida, y supe que lo inmediato era disculparme.

—Perdonadme las dos –dije con sinceridad–. Me dejé llevar por la calentura, por el deseo que me provocaste, Elvira, y eso no es propio de un caballero.

La cara de las dos chiquillas era un poema. Araceli estaba a punto de lanzarse, besarme y entregarse a mí, olvidándose de todo; y Elvira había sufrido una repentina emoción, en forma de una débil gota que asomaba por su lacrimal.

—No tengo nada que perdonar, Daniel –se abría el pecho Elvira–. Tú reacción ha sido normal, y tu gesto posterior de disculparte te honran como hombre.

—Eres un encanto, primo –sumaba la otra–. Y te prometo que esta corrida rápida que has tenido se convertirá en algo que podrás saborear; pero no ahora: debemos irnos.

Sin decir nada más, Araceli tomó de la mano a Elvira, y la llevó al baño, para borrar las salpicaduras de mi semilla. No sé cómo lo hicieron. Sólo sé que oí el ruido de agua en la jofaina, y que, cuando salieron, estaban sin ningún rastro de lo que había sucedido minutos antes. Mi prima se acercó a mí y me besó con lengua. Elvira, testigo de esa escena no quiso ser menos y la imitó.

—Quédate con el sabor de nuestras bocas. Te prometo que nos veremos y que será más largo y pausado –me dijo Elvira, llena de una inopinada perspicacia–.

Y las dos abandonaron el cuarto juntas, de la mano. Milagros, afuera, se aseguraría de que nadie en los alrededores hubiera.

Hasta la hora de la comida no hubo mucho más. Nadie volvió a irrumpir en mi dormitorio, y yo me pasé las horas en un duerme-vela que me resulto excesivamente farragoso. Al fin alguien tocó mi puerta y oí la voz de la buena de Milagros tras los golpecitos.

—Señorito, ¿da su permiso? –Preguntaba con ceremonia, lo que me indicó que había gente por los alrededores–.

—Pase, Milagros –dije en voz alta–.

La puerta de la antesala se abrió, y la oí entrar. Al poco tiempo, hacía lo propio en mi dormitorio: esta vez no llamó.

—Ya se están preparando para el almuerzo, señorito Daniel –me anunciaba–. Me dieron orden de que le avisara a usted; y de paso, ayudarle a que se adecente como es debido –dijo esto último escrutando con sus ojos todo el ámbito con gran rapidez–. Y ya veo que se tiene que adecentar, que su prima de usted y doña Elvira le han hecho disfrutar –comentó jocosa, mientras colocaba mi ropa en mejor postura–.

Milagros había pasado al baño. Recogió la jofaina que habían usado las niñas, y, abriendo mi ventana, anunciando a gritos el vertido, arrojó el agua usada. Luego la volvió a llenar de nuevo, y me exhortó a que pasara. La obedecí, y esta vez ella no se fue. Me lavó la cara, me peinó, y me conminó a que me vistiera con la mayor presteza posible. Así lo hice, y, antes de salir, aún hubo ella de dar su última aprobación.

—Listo, señorito. Está usted impecable. Vaya, y con su comportamiento, ablande a su tía de usted, y de paso, haga latir los labios verticales de las niñas. Estoy segura de que lo conseguirá.

Bajé las escaleras con rapidez pero sin correr. Todo el servicio iba de aquí para allá, en una danza coreografiada, sabiendo perfectamente lo que tenían que hacer. Sólo al llegar a la planta de abajo, me encontré con doña Inmaculada y a don Ismael, que se quisieron interesar por mi mejoría. Yo les expuse que me encontraba mucho mejor, con gran apariencia, agradeciendo de igual manera su interés. Sabía de sobra que la percepción que los demás tuvieran de mi conducta y de mis gestos, serían mi mejor ayuda para la inflexibilidad de doña Virtudes; pues de los comentarios que le hicieran postreramente, dependía en gran medida lo que sucediera acabado ese acontecimiento.

Entramos en el comedor, con el rigor que exige el protocolo. Se fueron sentando todos, según la misma etiqueta, hasta que me tocó a mí ocupar el asiento que me habían asignado. Mientras lo hacía, me fijé en todas las miradas de las niñas. Sólo necesité un golpe de vista para darme cuenta de lo que expresaban. Sonreí y me sentí bien, pues notaba el apoyo de todas ellas. Me había sentado entre don Moisés y don Ismael, justo enfrente de doña Severa. Afortunadamente el horrible tedio de su conversación, y las continuas miradas de doña Severa, escrutando mi actuar al milímetro, tuvieron su fin. Acabado el almuerzo, y mientras salía del comedor, una vez que habían propuesto que las mujeres se fueran a un saloncito, y los hombres a otro, a degustar unos licores, aún doña Severa tuvo la última palabra conmigo.

—Me ha hecho saber doña Virtudes, que su deseo es que ni se te ocurra aparecer por el salón en donde los hombres beberán. Haz lo que quieras, pero lo mejor es que no te veamos en unas horas; nadie le echará en falta, ni preguntará por usted, créeme: eres sólo un crío mal educado –me dijo–.

No me hicieron falta más razonamientos, ni explicaciones para saber lo que tenía que hacer. Si querían que desapareciera, lo haría. Así que me salí de la casa, y me dirigí a espacio al que siempre quería ir: tenía ese encanto especial que me llenaba. Había rechazado también la idea de volver a mi dormitorio, pues ya había estado en él toda la mañana.

Hacía sol. Me daba directamente en la cara, mientras mantenía los ojos cerrados. Pensaba en mi tía, y en doña Severa. Y lloré. Hacía mucho que no lo hacía, y no me avergonzaba ahora de sentir esa necesidad del llanto. No hallé más conclusión que su desprecio hacia quienes no fueran de su condición. A sus hijas mismas las habría perdonado de haber tenido ese fallo. Sin duda, habría habido regañina, pero también perdón, sobre todo porque su imagen no se había visto afectada casi nada. Pero ese casi era la que la mataba. Y ese casi era yo, un acogido que ni mucho menos tenía ni su categoría ni jamás la tendría.

Así me hallaba cuando unos susurros y unas sombras me sacaron de mis reflexiones. Levanté la cabeza y las dos muchachas que había conocido recientemente, estaban frente a mí. No me importó que me vieran en ese estado. Ellas jamás hicieron alusión a ello.

 —¿Podemos sentarnos a tu lado, Daniel? –Preguntó Eulalia, casi sin esperar mi respuesta, pues las dos se apresuraron a hacerlo, poniendo sus pañuelos debajo–.

—Sí, claro –respondí yo, cuando ambas ya se habían acomodado, una a cada lado, cosa que les hizo reír–. ¿No se supone que deberíais estar con las demás mujeres? –Advertí luego–.

Pero no hubo respuesta. De repente ese silencio. Ése que llega cuando sabes que algo sucede pero que aún no le das forma, no lo percibes. Ése que existe cuando adivinas deseos y situaciones futuras, pero con el que no conjeturas. Llegó ese silencio porque, que las dos chiquillas estuvieran ahí, a mi lado, y encima sin la presencia de alguna de las anfitrionas, rompía toda norma ética establecida, y convertía aquel escenario en peligro auténtico. Y como todo silencio de esa índole, se rompió con una trivialidad: la tensión crecía demasiado.

—Se está bien, aquí, Daniel. Da el sol, y causa gozo recibirlo. Sabes escoger bien los sitios –comentó Elvira, ante el asentimiento de la otra–.

—Es cierto que cuando el día está soleado resulta delicioso recibirlo así –les respondía yo–. Pero no es menos cierto, que probablemente no sea del agrado de los mayores el que estéis aquí. Primero, porque estáis conmigo, segundo, porque no hay la presencia de Araceli o Encarna, y tercero porque insisto que se os supone con las demás mujeres –terciaba, buscando explicaciones–.

—Estás acertado en lo que dices –admitía Eulalia–. Pero no se ve un alma a la redonda, y es complicado que se vea, tan atareados como están todos en elogiarse mutuamente, cual bacanal vanidosa. Sé que siempre hay riesgo en ello, pero estate tranquilo: nadie nos echará en falta. Queríamos estar contigo, a pesar de que sabemos que no quieren que te acompañemos, a pesar de que no nos escolten tus primas, y a pesar de dónde deberíamos estar.

Y, según había dicho eso, su mano se posó en mi muslo. Ese gesto no pasó inadvertido para Elvira, que hizo lo propio en mi otro muslo. Y no se conformaron con eso, con dejar ahí la mano estática. La movían en ambos sentidos acariciando toda la longitud de mi muslo. Rozando sus propias manos al principio, y enlazando sus dedos, después, en un alarde de confianza y osadía. Yo lo sabía. Siempre lo adiviné. Aquello, que tan atrevido parecía, sólo era el principio. El recorrido de sus manos se fue haciendo más amplio, hasta que comenzaron a rozarme el paquete. De esos roces leves, como toques perdidos, pasaron ya a palpar directamente mi miembro, que no se supo estar quieto, y creció de inmediato.

—No obstante, aunque en realidad nadie hay por los alrededores, y es improbable que lo haya, convendréis conmigo que el riesgo es evidente –insistía yo en alertar, con la respiración ya afectada, porque ya no existía la excusa del muslo: ambas manos se disputaban mi pene de manera abierta, pero sabiéndolo compartir de manera perfecta–.

—Se te ha puesto muy dura, Daniel –dijo únicamente Eulalia–.

No hubo respuesta. Pero sí hubo acción. Y tajante. En un momento dado en que mis suspiros eran ya irreprimibles, debido a que las caricias de las muchachas habían hecho su total efecto, ambas se miraron, y al segundo siguiente, se detuvieron y se levantaron. Yo no podía salir de mi asombro, pero si esa era su decisión, tal vez alarmadas por mis palabras, eso debía de aceptar, aunque me quedase como me había quedado: con una erección importante. Resoplé, y me dispuse admitir la nueva situación.

—Vamos, Daniel –me invitaba Elvira con un gesto para que me levantara, desorientándome por completo, y obedeciendo por mecánica–.

Ya de pie, cada una me cogió de una mano, y anduvimos.

 —¿A dónde vamos? –Pregunté yo completamente confundido–.

Al principio no contestaron. Pero al ver que yo no insistía, sí hubo una explicación.

 —¿No has dicho que existía cierto peligro si seguíamos ahí? –Preguntó retóricamente Eulalia–.

—Así lo creo –Me reafirmé–.

—Pues vamos a un lugar más seguro donde sin duda nadie nos verá, a no ser que alguien entre ahí deliberadamente. Cosa que no ocurre hace demasiados años, Daniel –expuso Elvira–.

—O que alguien nos busque –proseguía Eulalia–, algo difícil de que ocurra a juzgar por lo atareados que estaban los adultos: ellos compitiendo en presunción, ellas sin dejar a nadie por señalar. Y aún habrá de pasar mucho tiempo, mientras haya licor y personas a las que criticar, y ninguna de las dos cosas ha de faltar.

 Los pasos de ellas, me habían llevado en dirección a la entrada de la finca. Si el alejarse así, prohibido como nos estaba, era su sentido de la seguridad, miedo me daba. Había sido un paseo largo, mas, con aquella compañía, me había durado lo que dura un suspiro. Porque sólo estaba concentrado en el aroma de las dos niñas y el contacto de sus manos con la mía, y el roce de sus ropas (y a veces de algo más). Poco antes de la valla de madera que da entrada, el terreno se volvía sinuoso, pues unas rocas grandes así lo hacían. Me asusté cuando las jóvenes se atrevieron a subir a la mayor, con sus vestiditos tan perfectamente colocados, y sus zapatitos, tan inmaculados. Aun cuando mi susto era alto, Elvira escalaba con admirable facilidad, parándose en muchas ocasiones a tender una mano a Eulalia, que apenas si podía ascender. Y una vez en lo alto, me apremiaban a que las imitase. Entonces lo entendí todo. Aquella roca era donde se ubicaba la cueva de la que había oído hablar a mis primas. Me costó más de lo que yo pensaba alcanzar la presencia de las muchachas, y me sorprendió aún más la agilidad con la que una de ellas lo había conseguido: sin duda su costumbre en ese proceder era mayor que la mía. Al final, estuve junto a las dos. Anduvimos unos pasos, con dificultad, salvo Elvira, que se seguía mostrando asombrosamente ágil, pues el terreno era rugoso, hasta que descubrimos una pequeña hendidura, cubierta de ramas. Las retiramos, y fue cuando pude divisar que aquello no era más que un pozo oculto. Al fondo, sólo se veía negrura. Al apartar la vegetación, Elvira la había dispuesto de tal forma que no se viese, desde abajo. Cuando todo quedó libre del follaje, mis ojos pudieron percibir una especie de escalones excavados. Un par de metros más abajo no se veía más, por la oscuridad. La primera que bajó fue Elvira. Conocía el terreno a la perfección, y apenas si le costó hacerlo. Vi cómo se agachaba, y extraía de la oscuridad una linterna, que a continuación encendía con una caja de fósforos que llevaba y que nunca supe dónde había estado guardada. Después, descendió Eulalia. Lo hizo con mucha mayor dificultad, e invirtió mucho más tiempo que su antecesora. Parecía que era la primera vez que lo hacía, al contrario que la otra, que demostraba conocer aquello muy bien.

—Ahora te toca a ti Daniel. Son tan sólo un par de metros lo que tienes que deslizarte, que luego ya hay suelo firme –me indicó Elvira desde abajo–.

Y así lo hice, y con ayuda del candil que portaba, pude hacerlo sin mucha dificultad.

—Sigamos –Pidió a continuación la que se había erigido en guía–.

Y así lo hicimos. El terreno era totalmente irregular, y con desniveles insalvables; de no ser porque existían escalones, pasarelas y barandillas de madera, que lo hacían transitable. Sin duda, alguien se había tomado muchas molestias para hacer de eso un lugar muy cómodo. Caminamos unos cientos de metros en el interior de la cueva, hasta que comprobé cómo ésta hacía una especie de sala. En el suelo había dispuestas unas mantas. Eulalia colocó el quinqué en un saliente de la roca, y nos sentamos en el suelo, sobre las mantas.

—Este es el único lugar de la cueva que no se ha retocado, salvo lo que podamos traer para acomodarnos, –comenzó a explicar Elvira–. Sirvió de refugio a mucha gente durante la Guerra de la Independencia. La roca excavada del principio se colocó encima de la entrada, para ocultarla. Aquí, era donde se aglomeraba la gente. Todo el acondicionamiento que has visto antes, no existía, originalmente. Son arreglos que ya me encontré hechos la primera vez que bajé con tus primas. Ellas aseguran, que la primera vez que se aventuraron, también existían. Sospechamos que llevan hechos muchos años. Sé que, de vez en cuando, hacen reparaciones cuando lo necesitan. Ignoro quién y para qué. Originalmente, los hombres (pues sólo eran ellos los que entraban para huir), tenían que salvar los desniveles que has visto, por sí mismos, sin las ayudas que ahora hay. Esta estancia en la que ahora estamos, la hemos adecentado tus primas y yo, en un hueco que hemos tenido. Las ramas y hojas secas que tapan la entrada, sirven para disimularla, aunque desconozco quién sabe de su existencia o quién la usa. Tus primas han descubierto todo esto, por su espíritu infantil de aventura, y luego han ido confiando su hallazgo a quienes han creído de confianza. Eulalia y tú, hoy mismo habéis pasado a formar parte de ese círculo. Ninguno conocíais su ubicación; y yo he sido la privilegiada de dároslo a conocer. Hay otras dos cuevas, una más pequeña que esta, y otra más grande. Pero son inaccesibles. Todo esto lo sabemos porque nos lo ha contado una criada ya muerta con la que teníamos la mayor confianza que nunca tuvimos con nadie.

 —¿No se molestarán mis primas porque estemos aquí sin ellas? –me aventuré–.

—No te preocupes –se apresuró a explicar Eulalia–. Fue precisamente idea de ellas. Hay mantas y toallas limpias, así como jofainas llenas de agua –dijo esto último señalando hacia la pared más próxima a nosotros–. Y me llena de orgullo que hayan confiado así en mí —agregó—.

—Supongo que son las criadas quienes bajan todo esto sin ser vistas –había pensado yo en voz alta–.

—Supones bien –me contestó Elvira–.

—      ¡Menudo trabajo! –Soltó luego Eulalia–.

Y así fue cómo de la mano de esas dos chiquillas conocí la misteriosa cueva.

—Aquí no nos ve nadie. Y nadie nos verá, porque nadie vendrá –dijo Eulalia con la lujuria ya dibujada en la voz–.

La lámpara nos iluminaba de forma tenue, pero suficiente. Las sombras que se proyectaban en las paredes eran exageradamente grandes. Y en un momento en que todos nos callamos, las niñas gatearon hacia mí, haciéndome tumbar en el suelo. Ellas se habían dispuesto a mi lado. Aunque era cierto que la estancia era fría, la terrible ansiedad y excitación de todos, nos hacía no notarlo. Estaba vez no hubo rodeos, ya no hacía falta, porque los había habido antes, y porque ahora las intenciones eran diáfanas. Casi a la vez, las manos de ambas buscaron y se posaron sobre mi pene, y lo sobaron a gusto, sin tener que esconder nada.

—Tu polla nos quiere, Daniel ­­–mustió Eulalia que se había llegado a mis labios para devorarlos, mientras Elvira se afanaba en quitarme los pantalones–.

Y mientras una de ellas exploraba de mi boca hasta el último rincón con su lengua, la otra me iba desnudando con una pericia increíble, dada su inexperiencia con los hombres. No tardé mucho en hallarme despojado de cintura para abajo, y exponía mi miembro duro al máximo a los ojos de ambas. Me lo acariciaron brevemente, primero la mano de la una y luego la de la otra, para acabar de desnudarme.

—Está muy dura –exclamó Elvira casi en un ronquido, mientras sus ojos lanzaban chispas hacia el objeto de su admiración–.

—Así es Elvira –le contestaba su acompañante–, y es para nosotras solitas, para nuestro deleite y gozo.

Se miraron las dos, y ante mi entusiasta sorpresa se besaron con lengua, pudiendo yo oír con nitidez sus chasquidos. Tras separarse, entre jadeos y risitas, comenzaron a desnudarse mutuamente. Era su espectáculo, brindado especialmente para mí, dadas las miradas que me dedicaban en el proceso.

—A ver cómo os ponéis luego todo eso –sugerí yo, queriendo advertirles de la dificultad de vestirse luego–.

—No debe preocuparte eso –me contestaba Elvira–. Entre las dos nos ayudaremos, ¿verdad? –Inquirió dirigiéndose a la otra, que asentía con la cabeza, con una sonrisa especialmente dulce en los labios–.

Y, prenda a prenda, se fueron despojando de todas, hasta mostrarme su total desnudez. Las dos niñas eran contraste puro: mientras Elvira exhibía su rubio como un tesoro dorado (nunca había visto un vello púbico tan amarillo), Eulalia se afanaba en la oscuridad de su pelo, en una divergencia majestuosa. Los pechos de ambas también marcaban la diferencia: los de Eulalia eran más grandes, con los pezones de color terroso, mientras que los de Elvira casi eran dos bultitos, a pesar de ser un año mayor que la otra, con las puntas anaranjadas. Entonces no lo sabía, pero observando a su madre, no crecerían mucho más.

La excitación de los tres había llegado a su punto máximo. Y sin más, como si no fuera posible mayor resistencia, la boca de Elvira se apoderó de mi verga y comenzó a mamarla tal cual la había enseñado a hacerlo Araceli. Su melena rubia y lisa caía sobre mi pubis. Eulalia no se había quedado quieta. Había situado su sexo sobre mi boca, para que mi lengua degustase su néctar, mientras ella arqueaba la espalda, toda en tensión, recibiendo aquella oleada de placer. Elvira seguía entregándose totalmente en su hacer, y levantaba la vista para ver mi proceder. Cuando nos advirtió, se sacó mi verga de la boca para rogar:

—Dentro de un poco nos cambiamos, Daniel… Quiero sentir tu lengua en mi coñito así tal cual la está sintiendo Eulalia.

Ninguno de los dos dijo nada. Yo no quería detenerme, porque notaba que la chiquilla estaba muy excitada, dado era el riego de sus flujos sobre mi boca; y la otra no podía articular más que los quejidos agudos que salían de su garganta, tal era el caudal de placer que sentía. No duró mucho más aquella situación.

 —¡Me corro! –Se oyó a Eulalia chillar de forma aguda, rebotado ese sonido contra las paredes de la cueva, y repetido en un bucle infinito del que al final sólo quedó el penetrante timbre de su voz–.

Se había arqueado hacia atrás, en una curva inverosímil, todos los músculos en tensión, durante esos eternos segundos, mientras aplastaba su chocho contra mi nariz, cortándome casi la respiración, mezclando su caldo con mi saliva, en una mixtura que lo inundaba todo. Poco después se venció hacia delante, resoplando como una yegua fatigada. Hasta la propia Elvira había dejado de mamarme la polla absorta por el espectáculo del que acababa de ser testigo.

—Ha sido una corrida bestial –mustió la chiquilla, aún con mi cipote en la mano–. Pero ahora yo quiero sentirlo también –anunciaba–. Después de que Eulalia se recupere, cambiaremos, para que ella se encargue de tu polla –finalizó–.

—Todavía lo siento todo en mi chichi –indicaba la receptora de tal orgasmo–: me entran temblores. Ahora te digo cuando cambiamos, Elvira –se dirigió luego a la otra–.

Eulalia se había arrodillado, y yo seguía bocarriba, mientras que Elvira sobre mí, me seguía dando una mamada gloriosa, que me arrancaba gemidos que en lo absoluto quería reprimir. Sentía sus labios resbalar por todo mi tronco, subiendo y bajando, mientras que su lengua envolvía la cabeza cuando se hallaba dentro, y luego sentía la fricción de los labios en ella, cuando salía.

—Cómetelo todo ahora tú –le decía Elvira a la otra, mientras le tendía mi enhiesto miembro–.

Y las dos chiquillas cambiaron sus posiciones. Ahora era Eulalia quien hacía desaparecer mi cipote en su boca, en una extraordinaria felación, mientras el sexo de Elvira resbalaba sobre mi boca. La muchacha que sentía mi lengua en su intimidad, no ocultaba su placer, y sus gritos se dejaban oír por todo el entorno, mientras yo no cesaba de frotarle el clítoris con mi lengua. Y no tardó mucho más la muchacha en venirse en un orgasmo como el de su amiga, también anunciado con fruición.

 —¡Dios, Daniel, siento que me viene! –Aulló–.

Y mientras el orgasmo la poseía, se venció sobre mi cara, sin dejarme casi respirar. Eulalia había dejado de mamar, absorta como estaba contemplando la corrida de la otra.

—Ahora te toca follarnos, Daniel –dijo sin más preámbulos Eulalia–. Primero a mí, que Elvira acaba de correrse. Tengo el chocho empapado y quiero que me lo atravieses. He estado haciendo lo que tú me dijiste en tu dormitorio: no he dejado de penetrarlo con mis dedos, para que el incipiente desgarro que me hicieras en el himen, se mantuviese abierto. Después se la meterás a Elvira. Ella hace mucho que lo tiene desgarrado: tus primas se han encargado bien de ella; y a partir de estas fechas, estoy segura de que nos encargaremos todos de todos. La pena es que no podamos repetir las visitas con la asiduidad que quisiéramos –concluyó–.

Yo me quedé como inmóvil, sin saber qué hacer ante las palabras tan atrevidas de Eulalia. Había una tensión altísima allí adentro, y la excitación rebosaba, sin poder ser contenida. Aún la que había acabado de hablar masturbaba levemente mi polla, llena de su saliva.

 —¡Cabálgale ya! –Instaba Elvira, como si no pudiese aguantar más la espera–.

Y ya no hizo falta más. Porque Eulalia se clavó mi herramienta de un solo golpe. Aún estuvo unos segundos quieta, sintiendo toda mi carne dentro, cómo palpitaba, prieta por sus propios músculos. Y después, comenzó a moverse. Lo hizo despacio, al principio. La lubricación era perfecta y mi verga resbalaba sin freno por aquella cueva anegada. Pronto la niña empezó a incrementar la velocidad, y nuestros gemidos comenzaron a ser diáfanos. Elvira, por el contrario, no se había quedado quiera. Besaba a su amiga, y luego a mí. Su lengua exploraba ambas bocas, loca como estaba por el juego sexual. Yo cerraba y abría los ojos. En un momento vi como la rubia lamía los marrones pezones de la otra, presa de mi polla, entregada a la penetración. Cuando Eulalia comenzó a incrementar el ritmo de su cabalgada, yo ya supe que su orgasmo era inminente, como así fue.

 —¡Me corro otra vez! –Se la oyó gritar, mientras rápidas sacudidas la dominaban, y aplastaba sus nalgas sobre ms muslos–.

Tras eso, se quedó quieta, como muerta. Elvira se acercó por detrás y extrajo mi polla, mientras que dejaba que quien tenía el cabello más oscuro se recuperase. Masturbó mi durísimo miembro un par de veces, empapado como estaba en los jugos de la que me había cabalgado antes, y luego se perdió en su boca: probando el flujo de su amiga. No me la chupó mucho tiempo: dos o tres veces nada más, como queriendo calibrar que el tamaño y dureza seguía siendo apetecible. Se la sacó, apartó a Eulalia, que cayó como inerte a un lado, y ocupó su lugar. Pero esta vez ella me dio la espalda, ofreciéndome todo su culo.

—Atraviésame por detrás, Daniel –pidió–. Quiero sentir mi coño lleno de tu polla así, por detrás –añadió–.

Me coloqué tras ella, acaricié su raja con mis dedos, que enseguida se empaparon; y, comprobando que estaba a punto, me dispuse a penetrarla. Ella se había agachado con la inclinación y la apertura de piernas exacta; por lo que deduje que ya había practicado esa postura más veces; aunque no hubiera una polla que meterse. Coloqué mi verga en la entrada, y empujé suavemente. El tronco se deslizó en un resbalar perfecto, hasta el fondo. Me quedé quieto sólo un par de segundos, disfrutando de esa sensación, pero ella no me dejó más.

—Fóllame, por Dios, Daniel –suplicaba–.

Y comencé a moverme, hacia delante y hacia atrás, en un mete saca perfecto. Su ruego debió despabilar a Eulalia, porque se acercó, y se colocó debajo. Su boca quedaba a la altura de su coño y mi verga, y su sexo quedaba a disposición de los labios de la otra.

—Lléname el coño con tu lengua, Elvira, por favor –pedía–.

Y vi cómo la otra se agachaba aún más, dejando que su melena rubia acariciase la piel de quien estaba debajo. Al oír los primeros gemidos de Eulalia, mezclados con los de Elvira, supe que la primera había cumplido los deseos de la segunda. Mientras, yo la embestía, haciéndola que se balancease hacia delante ligeramente; y la boca de que quien estaba bajo nosotros, lamía a su vez el sexo inundado de la rubia, así como el tronco de mi pija que entraba y salía. Pronto los tres éramos un solo sonido de placer. Y adiviné que las dos mujeres se iban a correr; porque los quejidos eran casi alaridos, hasta que estallaron juntos en un magnífico orgasmo, esta vez sin anunciar, pero igualmente audible.

Unos segundos después, se recompusieron, y se tumbaron junto a mí.

—Ha sido magnífico, Daniel –comenzó a decir Eulalia–. Ahora las dos te la chuparemos hasta que llenes la boca de Elvira con tu leche. Quiero que ella la pruebe, yo ya lo hice.

—Tal vez a ella no le guste –le hice ver mi temor–.

—Si no me gusta no lo haré más, Daniel, cielo –me respondía la mencionada–. Pero me has llenado de tanto placer que quiero probarlo. Además, he oído que a vosotros os vuelve locos.

Y ya no hubo más palabras. Ellas se habían adueñado del ariete, haciéndolo suyo, y comenzaron su labor. Pasaba de una boca en otra, cada una poniendo su mejor esmero en la mamada. Era suave y dulce, y yo lo sentía como una punzada en la médula espinal. No iban rápido, pues no tenían prisa: sabían que la sesión de sexo acumulada me habían acercado mucho al final; y no se equivocaban. Con ese ritmo, no mucho después noté que dentro de mí todo entraba en erupción, y la precipitación al exterior sucedería ya. Aunque lo advertí, no me hizo falta hacerlo, pues mis gritos lo habían evidenciado. Eulalia sujetó mi tenso miembro, mientras Elvira mantenía los labios apenas cubriendo mi glande. Y todo estalló. Como todas mis eyaculaciones, aquella fue también abundante. El semen salió en varios chorros veloces, y parte, lo dejaba escapar, escurriéndose por la comisura de los labios. Sin embargo ella no se movió un ápice hasta que brotó la última gota. Después, Eulalia apartó mi polla, y metió su lengua en la boca de Elvira, mezclando las salivas de ambas con mi esperma. Se besaron durante segundos, hasta que se apartaron, y me miraron.

—Es curioso, Daniel –comentaba Elvira–, lo llamamos leche y tu leche sabe salada –dijo, con su inexperiencia–.

Nosotros sólo sonreíamos.

—La de todos sabe salada, mi vida –procuraba explicarle Eulalia–. Yo sólo he probado la de Daniel, pero Encarna y Araceli me han dicho que algunas saben más saladas que otras–.

Y ya no hubo más palabras. Nos tumbamos durante unos minutos, hasta que, ausente el fuego sexual, nos quedamos fríos. Nos vestimos, y abandonamos la cueva. Por el camino, no me abandonó el miedo por si éramos descubiertos, en oposición a la gran tranquilidad de mis acompañantes. Regresamos como si nada hubiera sucedido. Sin embargo yo sí sabía que casi todos sabrían lo sucedido: primero porque había sido idea de mis primas, y segundo porque las dos niñas lo contarían con pelos y señales.

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