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Una casita de Castilla (3: Secreto Prohibido)

en Amor filial

3: NUESTRO SECRETO PROHIBIDO.

Los días siguientes, transcurrieron con normalidad, sin que volviéramos a repetir lo de nuestra llegada. Pero sí que hablamos de aquello, de cuánto nos había gustado esa experiencia nueva, de las sensaciones que nos habían producido, de la textura del semen en su piel; y de que aún ella me tenía que decir cómo hacerla correr, pues, según sus palabras, también las mujeres se pajeaban. No hacía falta decirlo, porque ambos sabíamos cuánto deseábamos tener la oportunidad para repetirlo de nuevo, sin límites, dejando que nuestros cuerpos pidieran, y nosotros sólo dándoselo. No hacía falta decir nada, porque ambos sabíamos que en cada encuentro que tuviéramos iríamos siendo más audaces, sin importarnos las consecuencias, ya que, ni siquiera pensábamos en ellas.

Cierta mañana, nuestros padres nos dijeron que se irían a la ciudad, que era día de mercado, y que querían hacer varias compras. No estarían de vuelta hasta la hora de la comida. Aquella era la ocasión que tanto habíamos estado esperando. Una mañana para nosotros solos.

Después de desayunar y de ducharnos, cuando ellos se fueron, enseguida buscamos la bodega. Era nuestro refugio, y nos gustaba estar ahí, pues no nos agobiaba el calor de fuera, que a esa hora ya empezaba a notarse, aún cuando era bien pronto. Estuvimos largo tiempo en silencio, mirándonos con complicidad solamente. Pero el deseo pudo más que nada.

—Sólo de imaginar tu polla soltando leche, me mojo entera –dijo Rebeca de repente –.

— ¿Te gustó ver cómo me corría el otro día? –Pregunté –.

—Me gustó tanto, que no aguanto más sin vértela de nuevo –dijo ella tajantemente, y llevó su mano a mi entre pierna –.

Mi pene estaba despertando, y al sentir la mano de mi hermana, se irguió del todo. Ella me miraba a los ojos mientras me sobaba mi sexo. Disfrutaba haciéndolo, y, sobre todo, imaginándose lo que vendría. Yo ya no aguanté más, me puse de pie, y me quité el bañador. Esas eran las ropas que casi siempre usábamos en ese pueblo. Mi miembro saltó como una catapulta, quedando muy cerca de su cara, absolutamente tieso.

—Ufff, Luis… –Dijo únicamente ella, mientras se mordía el labio –.

Su mano buscó mi órgano, y lo atrapó, igual que si hubiera agarrado un tubo. Lo masturbó levemente, mientras intercambiaba su mirada con mis ojos y lo que tenía en la mano.

—Desnúdate tú, Rebeca –pedí –.

Ella me soltó el pito, y se puso de pie, junto a mí. Con gran rapidez, se quitó la parte de arriba del bikini, y luego las braguitas. Su desnudez púber ante mis ojos me hacía casi enloquecer. Estábamos en la única habitación que había de dos camas, y la tumbé en la más alejada a la ventana. Elegimos ese cuarto, porque era el que daba al huerto, y nuestra intimidad sería mayor.

Me situé a su lado, y empecé a acariciarle los pechos. Lo hacía con parsimonia y sin prisas. Dibujaba toda la curva de los senos, para luego coronarlos hasta la cima puntiaguda. Cada vez que le rozaba los pezones, la oía jadear, así que me dediqué en exclusiva a rozarlos con la yema de mis dedos, notando su aguijón firme en ellas. La miré a los ojos, dudé un poco, y al fin me decidí a lamerlos. Aunque Rebeca era la primera chica con la que estaba, no desconocía las diferentes formas de acariciar a una mujer, pues mis compañeros del colegio me solían pasar material pornográfico.

Me agaché y primero uno y luego otro pezón, los recorrí con mi lengua, rodeándolos en su areola. Cada vez que ella sentía el húmedo contacto, sus jadeos se convertían en gemidos y en ayes ahogados, que me indicaban que iba pro buen camino.

— ¿Dónde has aprendido esto? –Me preguntaba mientras su excitación se disparaba –.

Yo no contesté. No hacía falta. Sabía que le gustaba, y que disfrutaba, y era todo lo que necesitaba saber. No podría contabilizar cuánto tiempo estuve lamiendo sus pezones. Sólo recuerdo que en un momento dado, ella me apartó con suavidad la cara, y me dijo que su vagina era humedad pura. Lo interpreté como una invitación. Así que me agaché entre sus piernas y estuve contemplando su sexo húmedo y abierto unos segundos. Lo acaricié por encima, empapando mis dedos, y haciendo que ella siguiese jadeando. Después, me decidí. Me agaché y apliqué la lengua a su sexo.

Cuando ella notó ese tacto ahí, se puso tensa, como si fuera a romper. Supongo que no imaginaba que iba a recibir tal cantidad de gozo. El sabor de su flujo, que no me gustó, no impidió que siguiese con mi proceder. El saber que ella disfrutaba era más importante que nada. Primero busqué la entrada de su vagina, cerrada por su virginidad. Ahí lamí despacio, pues al principio se quejó de que le molestaba. Luego fui ascendiendo hasta su clítoris. Me costó encontrarlo, no obstante, ella era la primera, pero Rebeca me ayudaba. Ahí me detuve y le frotaba con la lengua lo más rápido que podía. Mi hermana se arqueaba como una gata a punto de cazar una presa, y sus gemidos eran ya gritos.

— ¡Qué placer, Luis! Sigue que ya me corro –anunciaba –.

Y, espoleado por sus palabras, le di más velocidad si cabe. Su clítoris estaba hinchado y su líquido rezumaba por sus muslos. De pronto, Rebeca me aprisionó la cabeza con sus muslos, se puso muy tensa, y la oí gritar sin represión.

— ¡Me corro!

Se convulsionó durante unos segundos, como si fuera presa de un ataque epiléptico, y al fin se calmó.

—Ha estado de puta madre –me dijo con su sonrisa más dulce en los labios –. Te mereces que ahora te haga yo también correrte a ti.

A esas alturas mi pene estaba en su máximo tamaño y dureza, apuntando al techo bajo de la bodega. Ella me hizo tumbarme en la cama que había ocupado antes mi hermana, y se preparó para masturbarme hasta hacerme acabar.

Me sujetó el erecto apéndice con firmeza, y comenzó a masturbarlo, mientras mi gozo empezaba a crecer. Pero yo quería que fuese un poco más audaz, y así se lo hice saber.

— ¿Sabes lo que es una mamada? –Pregunté, por saber si había entendido mi indirecta –.

—Claro que sí, no soy una niñita –me contestó medio indignada –.

—Me gustaría que me lo hicieras tú a mí, igual que yo te lo hice a ti –pedí al fin, viendo que ella no se decidía –.

Rebeca no contestó. Quedó en silencio, con mi pene en su mano, como si todo su cuerpo se hubiera paralizado, sometido a la más profunda de las cavilaciones. Y, como si despertase de un sueño, me miró a los ojos. Pero tampoco dijo nada. Simplemente se agachó y besó mi glande con dulzura. Sentí una corriente eléctrica, cuando el tacto de su boca llegó hasta mi pene. Luego sacó la lengua, y comenzó despacio a hacerla resbalar por toda mi cabeza. Estuvo unos largos e increíbles segundos, hasta que, dispuesta, se lo introdujo en la boca. Se quedó con él metido, quieta, pero lamiendo la extremidad. Yo estaba a punto de estallar, y le expliqué como tenía que hacerlo, igual que lo hiciera la primera vez que me masturbó.

En pocos minutos mi miembro entraba y salía de su boca a mi entero gusto. El placer que sentía era inmenso, y la eyaculación avanzaba a mucha más velocidad de lo que yo quería. No la avisé. No quise hacerlo. Sólo descargué todo mi esperma en su paladar mientras me revolvía entre gritos de un placer hasta entonces inigualable.

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