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Deambulando

en Hetero: General

Eran las nueve de la noche. Hacía calor y el cielo estaba estrellado. El calor porteño, húmedo, de Buenos Aires sofocaba.

Esa noche tenía cincuenta pesos. Me sobraba plata para realizar una fantasía pendiente, que tres mujeres en una misma noche me la mamaran. Las putas, cobraban diez ese servicio.

Tomé por la calle donde suelen estar y enseguida las empecé a ver. Las primeras que vi, estaban en un grupo de a tres. Dos eran putas viejas, de mirada perdida y cansada, de sonrisa gastada y presumible concha reventada. Vestían ambas pantalón de jean, una tenía camisa negra ajustada, y la otra blanca, marcándoles tristemente las tetas gordas, fofas, sin vida, caídas, atraídas inexorablemente por la fuerza de la gravedad. La otra puta era más joven. Y también era la más provocativa. Estaba muy bien. Sabía por su cuerpo privilegiado que tenía muchas más probabilidades de enganche que las otras dos viejas. Vestía un pantalón negro de cuero y un top también negro. Tenía el pelo abultado, ruliento. Su tez era blanca y contrastaba de maravilla con su negro pelo indomable. Sin embargo, como estaba explorando el área, decidí continuar el reconocimiento y ver otras putas.

Al llegar a la esquina, me detuvo el semáforo en rojo. A mi derecha, había una puta de espalda ancha y mentón cuadrado. Enseguida me di cuenta que era un travesti. El calor de la noche de verano hizo que tuviera las ventanillas delanteras bajas. El travesti me miró y preguntó: vamos a dar una vueltita, lindo? Le mentí, le dijo que no tenía dinero, que me encantaría. Al decirle esto, me sonrió, me dio la espalda, y se abrió de piernas mientras se agachaba con movimiento sensual. Pocas veces en mi vida sentí tanto asco.

A mitad de cuadra, en una parada de colectivo, había una morocha de pelo largo y lacio vistiendo una minifalda roja y una camisa negra entreabierta. El rojo caracterizaba su pasión, el negro, su fugacidad de la noche. La miré fijo a los ojos y ella me tiró un beso pícaro. Miré por el espejo retrovisor y me llamó con la mano. Paciencia, esta noche escojo a tres.

En la otra cuadra no había ninguna. Pero en la siguiente esquina, vi una negra, una negra de verdad. Sus labios africanos gruesos fue lo que más me sedujo. Su cuerpo, no era estilizado, sino relleno, aunque conservaba las curvas de su contextura atlética natural. No pude resistirme y paré a su lado. Se me acercó y me dijo, por diez mi boca es tuya, por veinte, mi cuerpo. Bien, vamos, esta noche alquilo tu boca.

No recuerdo su nombre. Soy muy malo para recordar los nombres propios. Es que, sinceramente, qué mierda me interesa su nombre. Me contó que había regresado de un viaje por Ibiza con un cliente. El tipo estaba bien forrado y se había llevado a dos putas. A ella y a una amiga. El tipo les había hecho pasar treinta gramos de cocaína a cada una en sus estómagos, y esconder otro tanto de heroína rociada de jugo de cebolla para que los perros no la olfateen en los tacos de sus zapatos. Su charla era abierta, sincera, y hablaba deprisa, con la agitación y exaltación caracterizante de los consumidores de cocaína. Yo le miraba sus labios morenos, amplios y carnosos. Eran una invitación al placer. Esa boca carnosa debería pesar medio kilo. Resultó ser no africana, sino uruguaya. Tenía veintiséis años y denotaba mucha vida encima, amplia experiencia; había vivido el triple o más que cualquier mujer socializada de setenta años de edad.

Me hizo agarrar una cuadra poca transitada y oscura. Cuando quieras, estacioná. Aparqué detrás de un Ford Falcón verde. Me bajé los pantalones hasta los tobillos, dejando al descubierto a mi fláccido pene. Primero bebé, me tenés que pagar, me dijo. Es que no confiás en mi? Si bebé, confió en vos, pero primero me pagás, después te la chupo. Para qué prolongar la demora del placer. Estiré mi mano hacia el bolsillo de mi camisa y y de mi billetera saqué un billete de diez. Luego guardé mi billetera en ese mismo lugar seguro.

La boca negra glotona comenzó a succionarme el miembro con vehemencia. Era una auténtica bomba de chupar. Arriba, abajo, arriba, abajo. Su intención era hacerme acabar lo más rápido posible, para luego ir a levantar a otro cliente, y ganarse más billetes en la noche. Su mamada era veloz, y me pajeaba a un ritmo aún más rápido. Esto fue así un tiempo y comenzó a impacientarse ante mi tardanza. Vamos amor, dame ritmo, dame ritmo... ah.... dale, vamos, muévete... ritmo cariño... más ritmo... me decía cuando sacaba su boca de mi miembro mientras me pajeaba y acariciaba los huevos peludos. Sentía en mis pendejos su saliva, y en un momento, se cansó de chupar, y solo me masturbaba y dejaba sus labios a escasos centímetros de mi glande, rozándolo, imperceptiblemente. Muñeca, te pago para que me la chupés, no para que me hagas la paja. Y bueno querido, apurate en terminar entonces. Su simpatía y romance de unos minutos atrás había desaparecido. Siguió con su succión acelerada, con su mamada turbo y empecé a moverme con fuerza, con un poco de bronca y rabia, y le embestía fuerte pijazos en la boca. Querías ritmo, puta, tomá ritmo, tomá, puta. Me la estaba fornicando salvajemente por la boca. Agarré su cabeza y le hundí casi toda la pija dentro de la boca. Un poco me molestaban los dientes, y eso hacía que me limitara. Pronto, llegué a mi clímax, voy a terminar, le dije. Ella siguió chupando y aumentó su ritmo, y esos instantes preeyaculatorios, fueron, sin duda, los mejores. Finalmente, cuando no pude contener más mis ansias, solté mi semen en una acabada interminable en su boca. La puta se chupó hasta la ultima gota. Luego abrió la puerta del auto, y escupió todo. La llevé a la misma esquina de donde la había levantado. En el transcurso, charlamos y su falsa cordialidad prodigiosamente resurgió. De todas maneras, la respetaba. Era valiente, inteligente, y ganaba más plata que yo.

Emprendí nuevamente la búsqueda de otra puta. Decidí esta vez, darle hasta el final de la calle, que eran aproximadamente unas diez cuadras más de putas, y no levantar ninguna, solo mirarlas, observarlas, y luego pegar toda la vuelta y volver a comenzar por la otra punta de la cuadra nuevamente, y tal vez levantar la atractiva puta de cuerpo privilegiado que estaba con las dos viejas.

Verdaderamente había muchas putas. La mayoría no era gran cosa. Solo cargaban con el don de la lujuria. Muchas eran petizas, de cuerpo no agraciado, otras eran de avanzada edad. Eran las menos las que estaban bien. Claro, estas eran putas callejeras. Las putas elegantes estaban en los cabarets y eran mucho más caras.

Cuando comencé nuevamente el recorrido, la puta de cuerpo privilegiado ya no estaba, solo estaban las dos viejas. A la media cuadra, había un kiosco y compré una cerveza. Una de las putas viejas logró verme y se me acercó. Y ya que estábamos, permití que subiera. Su rostro estaba golpeado por el tiempo y sus crueles adversidades y la estoica marginación de una cultura hipócrita. Tenía el pelo descuidado y medianamente largo. En la oscuridad de la noche, pude apreciar algunas canas estoicas. Me miró fijo a los ojos, y comprobé de cerca que sus ojos eran tristes y cansados. Sus cachetes, por el contrario, eran prominentes y graciosas, pero las arrugas les había robado la gracia. Y su boca, de aliento a vino, era carnosa, y parecía hinchada. Cuando me sonrió, sus dientes amarillos me saludaron. Y, no vas a abrir la cerveza? Me dijo. Aproveché el rojo del semáforo, y con mi encendedor, de un saque hice volar por los aires calurosos la tapita. La puta vieja le pegó un sorbo largo a la botella y luego me la pasó. Tomé tímidamente. Con un poco de asco. Fue solo un pequeño sorbo, y al tomar me pregunté cuántas pijas habría chupado esta puta de mierda. En el mismo lugar que me chupó mi hambriento pene la negra, estacioné. El Ford Falcón verde seguía estacionado allí.

La puta vieja, sin apuro alguno, comenzó por dar besitos cariñosos a la cabeza de mi verga. Luego, sentí su lengua, como si fuera una vibóra recorrer el agujero. Gemía, disfrutando lo que hacía, y mientras, me pajeaba cariñosamente. Abrió su boca grande y se metió medio pene en su boca sin rozarlo, y luego cerro sus labios y succionó lentamente hasta arriba de todo, y volvió a repetir esto muchos veces. Fueron mis huevos, objetos de su succión después. Primero, uno, suavemente chupado, luego el otro, sin dejar en ningún momento de tocarme con su mano derecha el tronco de mi pija y con su mano izquierda fregando la cabeza que emanaba tenuemente unas gotitas de leche. Cuando mojó por completo todos mis huevos con su saliva, atacó nuevamente mi pija. Recorría con su lengua toda el glande, de punta a apunta. Fantaseaba dibujos en ella y cada tanto metía casi toda mi pija en su boca. Lo hacía de maravillas. Nunca nadie me había chupado así. Corrí el espejo retrovisor de manera que viera cómo me chupaba el miembro, y entre la poca luz que entraba al coche, podía distinguir por momentos como la lengua serpentina hechizaba mi miembro. Cuando ella sintió que yo había alcanzado una cierta calentura evidente, empezó a succionarme con una delicadeza majestuosa y aumentó el ritmo. La sensación de placer era máxima. En ese momento cerré los ojos y solo disfruté de la maravillosa chupada de esta vieja puta borracha. A medida que me iba calentando, iba moviendo mi cintura, y sus dientes gastados no me lastimaban, ni siquiera me rozaban, lo que hacía que le enterrara profundamente en su garganta mi pene. Y asi, en vaivenes suntuosos de placer, apreté fuerte su cabeza contra mi pija, y evacué un montón de semen, y dejé aprisionada la cabeza en la totalidad de mi miembro, y sentía como de la boca de la puta rebalsaba semen. Cuando finalmente me quedé quieto, y dejé libre su cabeza, la puta abrió la puerta, y como hizo la otra, escupió todo el semen. Luego, volvió a mi pija y chupó lo que quedaba de leche, que había rebalsado de su boca, y luego volvió a escupirlo, y luego repitió la operación, y limpió el semen que había quedado en mis pendejos.

Al dejar la puta vieja en su esquina, vi la puta joven de cuerpo privilegiado. Pero deseé prolongar un poco más la velada. Desde que salí de mi casa, recién había pasado una hora y ya dos mujeres me habían chupado mi virilidad. Además, tenía ganas de tomarme una cerveza, ya que la que compartí con la puta no pensaba seguir tomando, y otra, tenía deseos de pegarle unas caladas a mi cigarrillo de cannabis.

En otro kiosco, compré otra cerveza, de la misma marca, la marca que me gusta tomar a mi, la más sabrosa: Quilmes (algún día, esta marca me auspiciará y solventará mis vicios, seguro). Recorrí la calle de punta a punta mientras fumé un poco de mariguana y analizaba las putas. Hubo una rubia, veterana, de unos cincuenta años, de parada harto sexy, que me llamó la atención. Pero primero decidí terminar la cerveza. Esta vez no la compartiría con ninguna boca chupa pija. En la radio, estaba escuchando Piazzolla, y junto al alcohol y la mariguana y el paisaje contemporáneo de la noche y las putas clandestinas surrealistas, me encontraba en el paraíso. Así tendría que ser siempre la realidad: un mundo onírico de verdad.

En una calle paralela, que había agarrado para poder echarme una meada, en una esquina donde hay una parada de colectivo, veo una gorda, vestida no como puta, sino como una mujer normal, ama de casa, que me miraba y sonreía mientras yo meaba y sacudía mi ganso. Le hice señas y se acercó. Qué estás haciendo, le pregunté. Estoy trabajando, cobro cinco pesos el pete. Sin dudarlo, a pesar de que era una gorda que nada me atraía, la subí al auto. Volví a esa calle tranquila y estacioné nuevamente detrás del falcón verde y la puta empezó su labor. No tenía ninguna técnica más que chupar, y lo hacía con esmero pero sin imaginación y realmente no me excitaba. Mi pene respondía a su pujanza, pero no se calentaba. Estaba duro, pero no complacido, estaba dispuesto, pero no seducido. Yo veía que la gorda ponía esmero en su labor, entonces empecé a cojérmela por la boca y a moverme suavemente. La pobre gorda solo lograba mojarme todo de saliva. La chupada no me gustaba en lo más mínimo. Me concentré, busqué e indagué en los rincones más libidinosos de mi imaginación, y pude descargar, no sin gran esfuerzo, mi leche abundante en su boca. Le pagué y le dije que se bajara. Pretendía que la llevara a donde la había levantado. Le dije que no, que iba para otro lado.

Antes de llegar a mi casa, compré tres cervezas quilmes. Cuando llegué, recordé las andanzas y en la soledad de la noche me reía sólo, recordando las picardías. Luego me entró la melancolía, y sin saber qué hacer, me puse a escribir. Y esto, esto es lo que salió.

 

Fin

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Gabriel Soto Sautú