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Eran las cuatro de la tarde.

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Serían las cuatro de la tarde.

No sé porque es necesario que les diga el horario exacto, pero me parece que de esta manera van a enfocarse más en mi historia, que, de por cierto, no es gran cosa; una anécdota del tiempo.

Bien. Era mi primer día en la gran ciudad, también era mi primer día independiente, sólo, lejos de mi hogar y mi antiguo trabajo de fletero. Había almorzado unas porciones de pizza muy barata, y me habían caído mal al estómago. Debía ir al baño, que era compartido por más de treintas bolivianos y paraguayos constantemente, y aguardar pacientemente, con la mierda en la puerta de mi culo, hasta que los otros terminarán de cagar o vomitar. Luego pasaba y entre una gigantesca pila diarios apilados al lado del inodoro usados para limpiarse la bosta, y charcos de orín que uno inevitablemente debía pisar, y un olor nauseabundo y putrefacto que penetraban los sentidos, cagaba lo más pronto posible; pero mi cagadera era tal, que no pasaba mucho que debía regresar. Luego me acordé que mi tía, cuando era pequeño me había comprado unas pastillas negras como el carbón, justamente para frenar una diarrea. Me acerqué hasta el kiosco de la esquina y compré una tira de ocho pastillas y dos cervezas Quilmes. Cuando regresé al hotel una boliviana gorda, que habitaba la pieza vecina, me preguntó si podía acompañarme. No, le dije.

Me tomé las dos cervezas junto a 4 pastillas en menos de quince minutos, porque hacía mucho calor y a mí me gusta saborear la cerveza cuando está fría.

Bueno, serían las cuatro de la tarde.

El sol no se veía por los edificios altos. Pero se hacía sentir. Era una furia oculta entre el cemento. Una rabia ajena a la razón, incluso, ajena hasta al instinto, nuestra fuerza más pura y natural. Era demente aquello de estar allí. Había abandonado un trabajo, una casa, una hermosa mujer, todo lo poco que tenía, para estar allí, tendido, medio borracho, sintiendo el intenso calor de la humanidad, viviendo eso intangible e ilusorio que llaman libertad. Sin embargo, en ese hotel, en la misma ciudad gigante, sentía las vibraciones de la maldad ajena, y esas vibraciones, como ondas radioactivas tendidas en la atmósfera que todo atraviesa, también me atravesaba a mí y me contagiaban toneladas de maldad. Pero el bien y el mal son simples palabras que nada definen. Son meras suposiciones de una verdad absoluta que no existe. Por lo tanto, fui hasta al kiosco y regresé con dos cervezas más. Otra vez, en la puerta de su habitación estaba la gorda bolita. Nada me dijo.

Serían las cuatro de la tarde y me estaba emborrachando.

La desgracia era vivir. Simplemente eso. Era inevitable sufrir. Al menos, para los de mi clase social: la mayoría de la sociedad, sufre las penas que degeneran la pobreza y la miseria del sistema capitalista. Pero sentado, borracho, mirando el rostro oculto de un rascacielos, palpando la desgracia cara a cara, vegetando como un girasol monótono y rutinario, no iba a modificar nada. Eso no era la respuesta. Me paralicé. Me di cuenta que no había respuesta a nada. No había sentido. Todo estaba dado vueltas: las instituciones, las normas, la cultura, el enfoque de la realidad, la cultura otra vez, el bien, el mal, las recetas de cocina, el impulso materialista, la política, los diarios, la televisión, la moda, el machismo, el feminismo, la iglesia, absolutamente TODO. MIERDA!

Serían las cuatro de la tarde. Creo. No quiero insistir demasiado con esto.

La soledad pronto acudió. No era de noche, no reinaba el silencio, nada era tranquilo, el ruido del tráfico era insoportable, el olor de la chusma me llegaba, el calor me afectaba.

Serían las cuatro de la tarde y estaba sintiendo el efecto del alcohol y este me pedía más.

Y decidí no soportar más la intensidad de la vida, esta no valía la pena seguir viviéndola. Abrí la puerta de la habitación y miré por el pasillo en busca de la boliviana. Seguía inerte, sentada, como clavada al piso. Le pregunté si me ayudaba a terminar las cervezas. Al principio su orgullo degradado me dijo que no, pero luego ante mi insistencia aceptó y lentamente, muy lentamente, con la paciencia y las injusticias de los siglos que su cultura había sufrido, llegó hasta mi habitación. Ni bien cerré la puerta le aticé la botella de cerveza vacía con toda mi fuerza en su cráneo. La botella se partió. La boliviana pegó un grito y se desplomó. Mucha sangre salía de su cabeza. La pateé un poco, pero estaba inconsciente. La di vuelta y lo puse boca arriba. Le corté la garganta con la botella rota y mucha sangre empezó a saltar, luego le corté las venas y la degollé por todas partes. Finalmente, saqué mi glande, que por la situación se había excitado y estaba erecto mirando el techo.

Le bajé los pantalones a la gorda y un tufo a cloaca impregnó la habitación. Exploré con mis dedos su concha, y metí sin delicadeza todos mis dedos. Luego hice algo que nunca había hecho. Metí toda mi mano en su sexo, mi puño entero hasta la muñeca, y jugué en la dilatación extrema de la inocente mujer. Cuando saqué mi mano de su vagina se tiró un pedo de concha largo y recordé cuánto me gustaba el filete de merluza. Luego la monté y la cabalgué. Era asqueroso y agradable a la vez. El olor podrido de la sangre y su mugre de semanas me producía nauseas. Aceleré las embestidas y cuando estuve a punto de acabar saqué mi pija y largué la leche en su cara llena de sangre y en ese momento recordé cuánto hacía que no comía frutillas con crema.

Era la hora de mi muerte.

Fin

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Gabriel Soto Sautú