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Descastados

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Descastados

Simón vivía en un barrio pobre, en los suburbios de una localidad perimetral de Buenos Aires, y vivía simplemente por las fuerzas azarosas que rigen al destino, que en su caso nunca fueron muy gratas y favorables. Sus vecinos, conocidos la mayoría de toda la vida, en el mejor de los casos eran asalariados con sueldos en blanco. Simón también era un asalariado, pero de sueldo en negro. Es decir, no cobraba vacaciones, ni se le pagaba horas extras, incluso si se enfermaba, él mismo debía costearse los medicamentos. Un pobre explotado más. Algo normal dentro de los parámetros del capitalismo.

Últimamente sentía un asco tremendo por su vida. Ni su mujer lo respetaba. Ella lo despreciaba, lo humillaba todo el tiempo. Una vez, una mañana lo siguió hasta el trabajo con su hijito recién nacido en brazo porque quería que él pidiera un adelanto, y como no se lo dieron, delante de sus compañeros le hizo un escándalo de novela y hasta le dio un puntapié en la canilla. Tal fue la vergüenza que sintió, que siguió a su mujer de regreso, como un perro sumiso y bien disciplinado sigue a su amo, y ese día no trabajó.

Otra día, al poquito tiempo que había nacido el niño, él llegó temprano de trabajar y trajo consigo a un compañero para que conozca a su bebé recién nacido. Pero a ella, por alguna razón irracional lo tomó a la tremenda, y echó a empujones y a gritos al amigo de su marido, y a éste le gritaba, para qué lo querés mostrar, si ni siquiera sabés si es tuyo.

Esa noche fue la primera vez que le pegó. Al irse su amigo, fue al almacén y se compró dos cervezas. Se sentó en la puerta de su casa con el bebé en brazos, y con calma, a pesar de la amargura que sentía por vivir, bebió despacio, como si cada trago aliviara una minúscula partícula de dolor. Todo este tiempo, su mujer miraba la tele en la cocina, ajena a la desesperanza de su marido. Por cierto, era la única televisión de la casa. Cuando hubo dejado a su descendencia en la cunita, regresó a la cocina y le preguntó a su mujer qué le iba a cocinar. Si querés comer, cocinate. Yo no tengo hambre. Le pegó con la mano abierta en la cara. Ella estaba sentada, echada hacia atrás en la silla, con los pies apoyados sobre la mesa, el fuerte golpe la tiró al suelo y cayó torpemente como caen los borrachos perdidos en el submundo de lo inconsciente. Esa noche durmió en la casa de su amigo del trabajo.

A los tres días, ella lo fue a buscar. El hambre la perseguía y debía combatirlo.

Fin