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Una noche frente a la rosada

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Era un paisaje muy diferente. No eran solemnes montañas o ríos cristalinos que nos cautivaban y llenaban de paz; tampoco eran altos rascacielos que nos hacían mirar su cima atónitos, con la boca abierta, como unos verdaderos estúpidos admirando una avanzada arquitectura tratando de adivinar el valor de semejante inmueble; tampoco éramos ese turista agraciado por los designios del capitalismo, huyendo por un limitado tiempo de sus responsabilidades serviles, tratando de alargar lo bueno de las vacaciones y comprar recuerdos, ya que lo más probable es que nunca se vuelva a ese mismo lugar. Nosotros pertenecíamos al pueblo. Mi novia y yo.

El paisaje se trataba de un paisaje donde los hombres y sus ruidos y sus gritos que mucho y poco a la vez dicen (por ejemplo el canto general y el que más se oía era, que se vayan todos). La masa era el cuadro panorámico que nos regocijaba, vociferando a todo pulmón frente a la Casa de gobierno. El pueblo se sentía poderoso al haber derrocado una semana antes de este modo desorganizado y espontáneo, sin una conducción partidaria y con muchas cacerolas golpeadas hasta tal punto que no se distinguían de un pedazo de lata con formas surrealistas, a un títere radical que huyó de su pueblo que lo había votado, como un ladrón, en un helicóptero que nos hacía recordar otro fragmento de nuestra golpeada historia.

Lo que sentía mi novia burguesa, hija del confort y la tranquilidad, adicta a lecturas freudianas, y perteneciente a esa raza fascinante e incomprensible que son las mujeres, lo ignoro, pero me atrevo a adivinar que principalmente miedo y asombro.

El ruido ahora era ensordecedor y la multitud estaba exaltada, habían terminado de entonar el himno nacional y un patriotismo evidente como la moda se había apoderado de todos. Lo raro era, que yo había ido a manifestarme junto al pueblo, en contra de este sistema, en contra de este nuevo presidente justicialista, pero no sentía ninguna adherencia a ese grupo que se hacía llamar pueblo y golpeaba cacerolas haciendo mucho ruido. Porque justamente de eso se trataba, de hacer puro ruido, y lamentablemente, todo se resumía a eso, nada más que mucho ruido y pocas nueces. Se pedía un cambio, se pedía que todos se vayan, se pedía trabajo y mejor educación, se pedía todo lo imaginable, todo era admisible en la protesta, con tal de manifestarse en contra del gobierno. Sin embargo había algo que no me cerraba, se estaba pidiendo mucho pero nada en concreto. El cambio que pedían, no era nada revolucionario, si se iban todos, otros tan corruptos como ellos entrarían al poder, y el sistema continuaría siendo el mismo. Y así fue. El Cabezón, no era más que la otra cara de la misma moneda, corrupta y putrefacta

Nos limitamos a caminar entre la muchedumbre, a oír las protestas, a mirar los rostros de las diferentes clases sociales en la plaza, y a refugiarnos en determinados momentos bajo algún alero por la lluvia mientras que la ala izquierda, haciendo frente al tiempo, gritaba, llueve llueve llueve, el pueblo no se mueve, pero el pueblo no era zurdo y buscó como nosotros algún techo protector del diluvio, y solo ellos no se movieron.

Luego llegó, tal vez lo que más esperaba; los disturbios y la represión. Primero algunas corridas y mucha deserción concurrente. Estaba aún latente, el recuerdo de las muertes del 21 de diciembre. Hacía apenas unos quince días en la misma plaza y en los alrededores, por orden del presidente radical de turno, Chupete, la policía salió a reprimir, a evacuar una plaza llena de manifestantes pacíficos, y en la lucha murieron nueve personas. Y si agregamos las muertes del día anterior, día de saqueo masivo en todos los puntos cardinales de la nación, más los del 21 de diciembre en todo el país, llegamos a un total de treinta fatalidades.

Mi novia no me soltaba de la mano. La plaza había quedado vacía y la poca gente que quedaba estaba circundando la plaza. La policía hizo oído sordo al canto no violencia es fuerza, y comenzó a tirar gases lacrimógenos, pero fueron las balas de gomas las que nos hicieron correr rumbo a cualquier lado menos hacia donde habíamos dejado el auto. Para mi, fue una anécdota más del tiempo, presencié parte de una historia estéril, que nunca figurará en los libros pedagógicos de historia. Para mi novia fue una aventura única, digna de contarles a todos los conocidos, digna de mencionar los matices de peligro que ambos sufrimos, y que su novio, estoico e intrépido, a pesar de que corrió estratégicamente huyendo de la represión, era todo un valiente.

Delirios del amor.

Fin