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María y Marina

en Grandes Series

Mi nombre es María y la historia que os voy a contar se inicia unas semanas antes de mi decimosexto cumpleaños. Yo vivía con mi padre, Víctor, en una gran casa a las afueras de una ciudad costera española situada en el norte.

De mi madre, Isabel, apenas tenía recuerdos y si no fuera por las fotografías tan bien conservadas que guardaba celosamente mi papá, tampoco me acordaría de su aspecto. Un accidente de coche nos la quitó a los dos cuando yo contaba 4-5 años de edad. Meses después, mi padre y yo cambiamos la calurosa costa sur española por la fría costa norte.

Desde ese momento, mi padre se convirtió en mi referente, guía y protector. Me cuidaba y me daba todo el amor y cariño que necesitaba pero también me imponía disciplina, valores y actitudes. Él era el mejor padre que podía tener.

Por suerte, mi padre era la mitad de mi vida, la cual completaba mi mejor amiga: Marina. Las dos teníamos la mejor amistad del mundo y no solamente porque coincidiéramos, más o menos, en los mismos gustos y aficiones. Varios detalles que, al parecer, escapaban a nuestro control se habían entrelazado para dar como resultado nuestra amistad.

Ambas teníamos la misma edad pero nuestras fechas de cumpleaños se distanciaban en el calendario por unas pocas semanas. Yo era la mayor y la más madura de las dos pero Marina llevaba la iniciativa en casi todo lo que hacíamos. Además, nos incorporamos, casi al mismo tiempo, a la mitad del último curso del mismo jardín de infancia. Encajar en un grupo ya formado, aunque sean niños y niñas, siempre es difícil, así que hablar y relacionarse en la escuela la una con la otra casi fue instintivo. Aparte, yo sólo tenía a mi padre y ella sólo a su madre y, por último, existía la casualidad de casi llamarnos de la misma forma: sólo una “n” de diferencia (Marina-María).

Todo ello, hizo que las dos, ya al acabar preescolar, fuéramos inseparables.

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Quedaban pocos días para que finalizara abril y después de varias semanas de grises nubarrones, lluvias y fuerte viento; el Sol comenzó a ser una presencia frecuente en el cielo de la ciudad. Era una verdadera satisfacción ver como el tiempo meteorológico por fin se acompasaba con la época del año en que la que se vivía.

Aquella mañana recuerdo que me quedé hipnotizada mirando para el espejo de mi habitación. Mi reflejo me devolvía la imagen de una chica de piel blanca, un 1,70 de altura, de ojos verdosos y pelo castaño ni liso ni rizado, mas bien ondulado. Mi ropa, la de todos los días de lunes a viernes: camisa blanca y jersey azul oscuro para ocultar un buen pecho y una falda y medias también de color azul oscuro bien puestas hasta unas generosas caderas.

Unos pasos subiendo la escalera y, segundos después, unos toques de nudillos en la puerta de mi habitación me hicieron reaccionar:

-          María, cielo – decía mi padre - ¿ya estás lista?

-          Sí, sí, papá – respondí, saliendo de mi ensimismamiento con el reflejo del espejo.

Me puse el abrigo, cogí la bandolera, fui hasta la puerta y la abrí. Mi padre esperaba al otro lado. Como cada mañana estaba, no existían otras palabras para describirlo, imponente y, en mi opinión, muy, muy atractivo.

Mi padre: un hombre de casi 50 años pero muy bien llevados, con una estatura de  alrededor a 1,90 centímetros y cuerpo musculado bastante trabajado. Sus rasgos mejoraban lo anterior: cabello negro con alguna cana que hacia juego con su corta barba grisácea y unos ojos color azul claro. Todo lo anterior se enmarcaba, de lunes a viernes, con traje, corbata, camisa y zapatos. Esa mañana tocaba traje azul marino con camisa blanca, corbata gris y zapatos (como siempre) negros brillantes.

-          Hay que estar lista antes, María – me regañó mi padre -. Justo hoy a primera hora tengo citado a un cliente bastante importante.

-          Lo siento, papá – me disculpé.

Mi padre era director de una oficina bancaria en la ciudad. A él le encantaba su trabajo y se sentía muy agradecido de conservar su puesto de trabajo. En los últimos años, la crisis financiera había hecho desaparecer muchos puestos laborales en el mundo bancario español y mi padre había capeado el temporal como pudo.

A pesar de ello, tanto él como yo sabíamos que cuanto más cerca estuviera de los 55 años, la sombra de una jubilación anticipada se cernía sobre él. Hace unos meses ya le había llegado la propuesta: una pensión más elevada que su sueldo actual y tendría todo el tiempo del mundo para dedicarlo a sus aficiones. Pero a mi padre le gustaba su trabajo y hasta que no fuera casi obligatorio no iba a dar su brazo a torcer.

Salimos por la puerta principal de casa y nos dirigimos hacia el coche situado delante del garaje. El día amanecía tranquilo, con unas pocas nubes y sin frío ni calor. Subimos a los asientos delanteros del Audi plateado, mi padre accionó con el mando las puertas, salimos del recinto que limitaba la casa, esperamos a que las puertas se cerraran detrás de nosotros y comenzamos el trayecto hacia la ciudad.

El trayecto desde casa, a las afueras, hasta el instituto, en el centro de la ciudad, comprendía uno o dos minutos, un tiempo bastante corto, el cual se alargaba bastante si se iba andando. Al instante de haberme acomodado en el asiento del copiloto, mi padre estacionó delante de la puerta del instituto:

-          Que tengas un buen día, cariño – me dijo.

-          Tu también en la oficina – le respondí yo-. ¿Me recoges aquí mismo a las cuatro y media?

-          Sí, María, como siempre – dijo mi papá sonriendo mientras le daba un beso de despedida en la mejilla.

Cerré la puerta del coche y me encaminé hacia la entrada. En aquel mismo instante, sonó el reloj de una iglesia cercana que indicaba que eran las ocho de la mañana. El “madrugón” era el único inconveniente de que mi padre me trajera al instituto. Siempre llegaba, más o menos, a esa hora y tenía que esperar en la recepción hasta las ocho y cuarto que es cuando abrían las aulas y permitían entrar en ellas.

Mi colegio era privado y se componía de diferentes edificios dedicados a los distintos niveles educativos: segundo ciclo de Infantil, Primaria, ESO y Bachillerato. Constaba cada curso de dos grupos (A y B), cada uno con 20 plazas de máximo por lo cual, la totalidad del alumnado del centro era “relativamente” bajo (comparado con otras instituciones de similares características).

Yo y Marina estábamos en 4º de ESO grupo A. Desde que coincidiéramos en mitad de aquel último curso de preescolar habíamos ido siempre en la misma clase de ese mismo colegio.

8:26, 8:27, 8:28 y… ¡8:29! Siempre llegaba a clase en ese preciso momento, un minuto antes de empezar la primera asignatura del horario (para el alumnado de ESO y Bachillerato). En cada ocasión que le pedía que madrugara más para poder hablar más tiempo antes de empezar las clases me comentaba ella: “ventajas de vivir a un par de calles del centro”.

Marina apareció por la puerta del aula con su descripción habitual: 1,66 centímetros de estatura, pelo perfectamente liso de un tono rubio dorado, piel blanca bronceada (por recientes visitas al solarium) y ojos azules muy claros. El uniforme era el mismo que el mío y que del resto de alumnas del centro, no obstante, yo sabía que cubría un pecho un poco más pequeño que el mío y unas caderas menos destacadas. Ella, al igual que otras muchas alumnas, llevaba la falda subida unos cuantos centímetros más de lo estipulado como acto de desafío hacia la dirección y cuerpo docente del centro. Aunque Marina iba más allá y era la que más arriba la llevaba de todas y, encima, siempre se dejaba el último botón de la camisa sin abrochar.

Normalmente aguantaba unos segundos en el umbral de la puerta, haciendo que no me encontraba, para que los chicos se fijaran en ella. La verdad es que, con esa actitud, provocaba todo lo contrario: que la mirasen más chicas que chicos. A Marina, ese detalle, le producía más diversión que preocupación.

Esta vez, para variar, entró de forma directa, sin esperar, dirigiéndose hacia donde estaba yo:

-          Adivina – me retó sonriéndome, dejando una mochila, su bandolera y abrigo encima de su pupitre.

-          ¿Qué? – pregunté, mientras la miraba de arriba abajo.

-          Ésto – respondió señalándose las medias-. Último día con esta… mierda - bajando el tono de voz en el último término-.

-          Emmmm… - balbuceé yo, sin saber muy bien de lo que estaba hablando.

-          Aiisshh María – me dijo suspirando - . Veamos, norma 8ª de vestimenta, apartado c: “En los meses de mayo y junio, las señoritas que lo deseen, podrán sustituir las medias largas por las cortas siempre conservando el debido decoro que se le atribuye a la institución”.

Marina recitó la norma de forma cantarina y del tirón, como si la estuviera leyendo de un libro.

-          Conclusión, – finalizó ella – a partir de esta tarde: piernas al aire… que ayer ya me las depilé en casa. A ver si mi madre “se estira” y me empieza a pagar las sesiones láser.

Apenas acabó de decirlo, cuando sonó la campana y el profesor de Historia, don Casimiro, se presentaba puntual como siempre. “¿Qué mejor forma para comenzar una jornada de clases que con una clase de Historia?”; fue mi pensamiento irónico del día. No sería el último.

Las clases de Historia no es que fueran difíciles, sino que temas como guerras, asesinatos, reyes y demás; se volvían, sorprendentemente, aburridos y más aún con don Casimiro con su lectura monótona, voz baja y sin apenas interrupciones a lo largo de la clase.

A esas alturas del curso hasta a mí me costaba seguir la materia. En cambio, la mayoría de clase, incluida Marina, ya no hacían caso. Guardaban silencio pero estaban sumergidos en las profundidades de sus smartphones e iPhones de última generación.  

Las clases del centro eran de 50 minutos y se repartían de lunes a viernes del siguiente modo (para el alumnado de ESO Y Bachillerato): dos clases, descanso de media hora, otras dos clases, otro descanso, otras dos clases y tiempo para la comida en el comedor. Ya de tarde, una clase a mayores y a las cuatro y media todo el mundo para casa.

Era un horario duro pero sólo hacía falta acostumbrarse. Lo bueno de esa última semana de abril es que el viernes era festivo y, por tanto, el ya habitual y típico fin de semana de planes con Marina se alargaba un día más. Lo malo es que ella también tenía algún plan propio y aquel jueves encontraría la oportunidad para llevarlo a cabo. Ese día cambiaría el tranquilo rumbo que llevaba mi vida con las dos personas que formaban mi mundo…

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El timbre sonó puntual y el barullo fue increíble. Algo más de 200 estudiantes salieron por las puertas del centro. Cuatro y media del jueves y ya les parecía tarde para empezar a disfrutar y aprovechar el pedazo fin de semana que se les presentaba por delante.

La forma de volver a casa de los adolescentes alumnos y alumnas del centro eran varias pudiendo desde ir andando (los que vivían en la ciudad cerca del centro como Marina), pasando por hacer uso del bus escolar o del bus urbano (para los de ciudad alejados del centro) o los afortunados/as que los recogían en vehículo privado. Yo, era una de las que gozaba de esa última opción. Ese día, Marina esperaba conmigo en la puerta a mi padre, pues venía a casa a dormir.

El cielo, donde hasta hacía unos instantes reinaba un radiante sol, se había cubierto de nubecillas grisáceas que amenazaban lluvia y un fuerte viento se estaba empezando a levantar. Parecía que el tiempo me quería avisar de lo que iba a suceder pocas horas después.

Cuando ya sentía un poco de frío, apareció el Audi plateado de mi padre por la esquina, paró en doble fila y se oyó su claxon. Bajamos las escaleras de la entrada ceñidas a nuestros abrigos, fuimos hasta el maletero, lo abrimos, dejamos nuestras bandoleras y la mochila y abrimos la puerta de atrás que no daba al otro carril de circulación:

-          Hola, papá – dije yo, entrando y moviéndome hacia el otro asiento para que Marina pudiera entrar.

-          Hola, Vic – dijo efusivamente ella.

Marina siempre era así: una total desvergonzada delante de adultos. Ella no se arrugaba y le divertía tratar a cualquiera como si fuera yo o cualquier otro amigo o amiga.

-          Hola chicas – nos respondió mi padre acostumbrado a ese saludo- ¿Qué tal el día?

-          Bastante cansado – me sinceré yo.

-          Un total aburrimiento – soltó con atrevimiento Marina.

-          No será para tanto – argumentó mi padre, mientras ajustaba el espejo interior del coche y ponía el intermitente, avisando de que su intención era volver a incorporarse a la circulación.

El Audi se paró en un semáforo rojo. La vuelta a casa en aquel horario de tarde siempre era más lenta que la ida.

-          ¿Qué plan te apetece hacer mañana? – me preguntó Marina.

-          Mmm… nosé… - respondí yo de forma cohibida. No me gustaba nada hablar de esos asuntos delante de mi padre.

-          ¿Qué te parece si hacemos… las 3c del 2c? – aventuró ella.

-          ¿Las 3c del 2c? – preguntó extrañado mi padre.

Creí morirme de la vergüenza. Mi padre mientras atendía a si cambiaba de color el semáforo, estaba pendiente de nuestra conversación.

-          Si, Vic, es como abreviamos el plan de “compras, comida y cine” en el “centro comercial” – explicó Marina de forma entusiasta.

-          Ah, comprendo… ¿y qué película vais a ver? – se interesó mi padre.

-          ¡Buena pregunta! – exclamó Marina.

Se recostó de nuevo en el asiento, sacó su iPhone 6 y se puso a teclear. Sus dedos iban de un lado a otro de la pantalla de forma casi mecánica.

-          A ver… estrenos… de mañana… viernes – iba diciendo con la vista fija en el móvil -. Nada… nada… a ver... nada… nada… oohhhh… ¡Vengadores: La era de Ultrón!

Fruncí el ceño. Nunca me gustaban las películas de explosiones, luchas y efectos especiales sin sentido ni control.

-          ¿Pero eso te interesa, Ma? – le pregunté extrañada, olvidando que mi padre escuchaba.

“Ma” era el diminutivo de Marina pero, al mismo tiempo, también era el mío. Llamarnos la una a la otra “Ma” era una forma divertida que teníamos para que la gente se quedase con cara de tonta, por lo menos, hasta cuando sabían o se enteraban de la razón de aquel apodo para ambas. De niñas entrábamos en bucle (Ma-Ma-Ma-Ma…) y muchas veces nos tenían que cortar ya fuera nuestros padres en casa o los profesores en el colegio.

-          Claro, Ma – respondió ella sonriendo-. Los vengadores, superhéroes con sus uniformes ceñidos, peleas cuerpo a cuerpo, la sonrisa perfecta de Chris Evans (Capitán América), los musculosos brazos de Chris Hemsworth (Thor)…

-          Vale, vale – intentándola cortar, viendo el tema al que derivaba esa enumeración y recordando que mi padre estaba allí.

-          … y su seguro que duro, muy duro martillo – finalizó Marina con una sonrisa pícara.

Yo intenté no ponerme roja pero fue en vano. Sabía perfectamente que mi padre lo había oído todo y no sabía que decir o hacer para rebajar la sangre que se acumulaba en mis mejillas. Marina, desde hace un par de años, era una verdadera experta en dobles sentidos sexuales y disfrutaba poniendo a la gente en compromisos de esa índole. Yo me divertía con ella, siempre y cuando, no fuera mi padre o su madre quien estuviera delante.

El semáforo, a diferencia de mi cara, cambió su color rojo por el verde, indicativo de que el tráfico se reanudaba y mi padre ponía de nuevo el coche en marcha.

Transcurrieron unos pocos segundos (para mí eternos), en los que mi padre tomó la carretera de salida de la ciudad y, por fin, se dirigió hacia nosotras rompiendo ese incómodo silencio formado después de la palabra “martillo”.

-          Escuchad chicas, ¿qué os parece si mañana después de desayunar os dejo en el centro comercial, coméis allí, de tarde vais al cine y luego os recojo? – propuso mi padre, haciendo como si no hubiera oído nada, ni hubiera pillado el doble sentido del comentario de Marina.

-          Perfecto, Vic – dijo Marina y se puso a teclear en el iPhone.

-          ¿Lo dices en serio, papá? – pregunté yo.

-          Sí, cariño – respondió.

-          Oohh, muchas gracias – le dije, inclinándome hacia delante para darle un beso en la mejilla.

-          Espera – dijo, buscando algo en la guantera del coche. Cogió el mando de las puertas y le dio al botón. Acto seguido me puso la mejilla a mi alcance y yo le di un beso.

No me había dado cuenta de que el coche estaba parado porque ya nos encontrábamos a las puertas de casa. Entramos en el recinto y mi padre accionó otra vez el mando, esta vez, para abrir la compuerta corredera (en vertical) del garaje.

Parado el coche y ya bajándose la compuerta del garaje, salimos los tres del coche. Nosotras fuimos al maletero a por nuestras cosas mientras mi padre encendía la luz del garaje y nos esperaba en la puerta que conectaba el garaje con la planta baja de la casa.

Pasada la puerta, nos encontrábamos en la recepción de la casa: un espacio cuadrangular dotado con alfombra, paragüero, lámpara y algunos muebles sencillos. Cualquier pared de la recepción tenía una puerta: la situada a la izquierda era la principal, a la derecha existían dos puertas correderas que daban acceso al resto de la planta baja y justo enfrente, entrando desde el garaje, estaba la puerta del despacho privado de papá.

Cuando mi padre edificó la casa junto al grupo de arquitectos, reservó ese espacio según se entraba por la puerta principal a la izquierda para ubicar su despacho, así podría recibir a gente importante sin que esa misma gente tuviera que ver más de la casa que su despacho y la recepción.

Las puertas correderas de la recepción casi siempre estaban abiertas por comodidad. A través de ellas, se llegaba al centro (también cuadrangular) de la casa: a la izquierda (siguiendo la misma pared que la puerta del despacho de mi padre), las puertas del salón, enfrente, la puerta que daba acceso a un espacio compartido por la cocina y el comedor y, a la derecha, estaban las escaleras para subir a la planta de arriba. Debajo de las escaleras, la alacena donde se guardaban los alimentos y conservas que tardaban más tiempo en caducar así como utensilios y productos de limpieza. Al llegar a la puerta de la cocina-comedor y girando la vista a la derecha, había una puerta, el baño de la planta baja, justo la lado izquierdo del inicio de las escaleras.

Marina ya estaba al final de las escaleras y yo iniciando su subida, cuando de repente me llamó mi padre:

-          María, – me dijo – yo voy para el despacho, estaré un rato y luego salgo a correr. Conecto la alarma interior así que no abráis ni la puerta principal ni la del jardín.

-          Vale, papá – respondí, confirmando que entendía todas sus instrucciones.

Le dí un beso en la mejilla y se fue. Seguí la subida por las escaleras comprobando que Marina ya no estaba.

Justo al terminar la ascensión de las escaleras, a mano izquierda, estaba la puerta del dormitorio de invitados (justo encima del garaje) que no tenía baño. Dirigiéndose a la derecha, había un pasillo con una ventana a la izquierda y, a la derecha, continuaba la barandilla de las escaleras. Asomándose por ella, se veía todo el tramo de escaleras y el suelo de la planta baja. Desde esa situación se podía ver quien entraba y salía del baño de la planta baja, de la cocina-comedor y, asomándose un poco más, del salón.

Justo enfrente de la puerta del dormitorio de invitados estaba la puerta de mi habitación. El pasillo no terminaba ahí, torcía a la derecha junto con la barandilla hasta otra puerta, el dormitorio de mi padre y, al lado, en la misma pared de la puerta de mi habitación, la puerta del baño que utilizaba yo. Mi padre tenía su baño propio conectado dentro de su dormitorio.

-          ¿Qué te parece? – me preguntó Marina.

Estaba sentada en mi silla de escritorio inclinada hacia delante con las piernas medio abiertas y extendidas hacia mí. A sus pies, tirados en el suelo, los zapatos y medias del instituto.

-          ¿Y? – me insistió Marina.

Subía y bajaba sus piernas para que me fijara en ellas. Me acerqué y comprobé que la crema depilatoria del día anterior había cumplido su función. Marina lucía unas piernas medio bronceadas, por las sesiones de solarium, sin ningún pelo.

-          Creo que están perfectas – le comenté yo.

-          Lo están – puntualizó ella, revisándolas-. El lunes me toca exhibirlas en clase, creo que ninguna de clase las tiene depiladas aún.

-          Con el tiempo tan malo de las últimas semana supongo que ninguna – supusé yo.

En ese momento, oímos los ruidos que producían las pulsaciones de dedos sobre las teclas del la alarma de seguridad colocada al lado de la puerta principal. Poco después, oímos como mi padre la abría y, segundos después, se cerraba. Marina miró a través de la ventana, la cual daba a la parte delantera de la casa, y viendo a mi padre irse me dijo:

-          Tu padre ya se va a correr, – me informó – ahora ya podemos hablar con total tranquilidad. Por cierto, ¿no te molestarías por lo que dije antes en el coche?

-          Ya sabes Ma que no me gusta que comentes esos temas delante de mi padre.

-          Lo que tienes que hacer, Ma, es traer algún chico a casa de una vez y que tu padre vea que ya eres una mujer y no una niña – observó Marina -. Dentro de unas semanas cumples 16 años… en la Edad Media ya tendrías hijos tía – argumentó.

-          Aún tengo tiempo para eso, Ma, ahora en lo que hay que pensar es en los exámenes finales – me defendí yo para esquivar el tema.

-          Como digas Ma – dijo suspirando, con un tono de desaprobación.

-          Me voy al baño a cambiarme – rematé yo, después de unos incómodos segundos en silencio.

-          Vale, pero ya sabes que a mí no me importa verte desnuda – dijo bromeando pero de forma sincera Marina.

No le hice caso, cogí varias prendas de ropa, salí al pasillo y fui hasta el baño. Encendí la luz, entré, cerré la puerta y pasé el pestillo. Dejé la ropa encima del retrete y fui hasta la pila quedando mirándome en el espejo.

“Marina tiene razón” pensé. “¿Hasta cuándo rehuiría el tema de la pérdida de mi virginidad?”. Desde luego que con los chicos de mi clase no lo pensaba hacer. Todos eran unos críos superficiales, algunos bastante maleducados, que sólo querían dedicar el tiempo a sus gustos y aficiones, entre ellas, tirarse a la mayor cantidad de chicas y luego presumir de ello delante de los demás.

 Era muy cortada en ese tema. Una parte, por mi propia personalidad y la otra, por influencia de mi padre. No es que me dijera que el sexo fuera malo y que no lo hiciera; era todo lo contrario: me explicó todo lo relacionado con el periodo después de que me llegara por primera vez la regla y, pocos meses después, lo que era el coito y, sobre todo, los métodos anticonceptivos. Sin embargo, mi padre era protector y no se hacía a la idea de que había llegado a la edad en el que las chicas y chicos salían juntos y empezaban a “relacionarse”.

Me repetí a mí misma: “todavía hay tiempo, no me tengo que estresar con ello”. Me fui quitando el uniforme para ponerme más cómoda con la ropa de estar en casa.

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Minutos después, salí del baño con las prendas del uniforme en las manos. Me había puesto ropa interior nueva, una camiseta desgastada y un chándal. Llegué a la habitación y no pude evitar echarme a reír.

Marina aún seguía con el uniforme, bueno, con el poco uniforme que llevaba: la falda por el medio muslo y la camisa blanca desabrochada hasta la altura del escote. Estaba delante del espejo de casi cuerpo entero del dormitorio, adoptando diferentes posturas: piernas juntas rectas y tronco indinado hacia delante (para comprobar como se le veía el escote), luego en esa misma posición pero de espaldas (para comprobar que se le veía por detrás) y muchas otras…

Siempre lo hacía cuando estaba en mi casa y fijo que en la habitación de su casa lo hacía más. Para ser sinceros, casi todas las veces que se cruzaba con espejos tenía que “comprobarse” en ellos desde los de su casa y mi casa, pasando por los de los baños del instituto, los escaparates oscuros de comercios y tiendas hasta los espejos retrovisores de coches y motos cuando necesitaba su reflejo de forma urgente.

Ella no hizo caso de mi risa y siguió. Yo dejé la ropa estirada en la cama y detecté una luz parpadeando en su iPhone.

-          Ma, tienes un “whats” – le dije, reconociendo el color de la luz.

-          Míramelo tu, que yo estoy ocupada – me dijo sin desviar la mirada del espejo.

Activé el iPhone y me pidió la contraseña de cuatro dígitos para desbloquearlo. Introduje las cifras (el día y mes de mi fecha de cumpleaños). Yo, en mi smartphone, tenía el día y mes del suyo. Fui hasta el icono de whatsapp, lo pulsé y vi que tenía un mensaje de un contacto (“Alex 1ºB”), el cual ponía: “Marina t aptc si kdmos mnn en el cc y tmms algo??? ;)

-          Mensaje de “Alex 1ºB” – la informé yo -. Si tomas algo con él mañana en el centro comercial…

-          Mira que es pesadito – dijo Marina con un resoplido -. Ya no se cuántas veces me lo tiene dicho.

-          ¿Le gustas? – pregunté yo.

-          ¿A ése? – preguntó sorprendida Marina -. Supongo que sí, pero lo único que quiere es que nos volvamos a liar.

-          ¿Liar? – dudé yo.

Desde hace más de un año, sabía perfectamente que Marina no era virgen. Básicamente porque me lo contó con todo lujo de detalles después de haberlo hecho. Marina no sólo se dedicaba a soltar dobles sentidos de índole sexual sino que también era una practicante bastante activa de sexo. Ese tema, el sexo, era el único en el cual parecíamos agua y aceite. La duda que tenía siempre era con la expresión “liar” porque a veces era sólo besos y tocamientos con el chico en cuestión pero otras veces incluía felación y otras incluía tener sexo.

-          Me lo follé un par de veces hace unos meses, desde entonces no le doy bola – confesó sin vergüenza Marina -. Claro, probó lo bueno y... quiere repetir, pero ya paso de él.

-          ¿Le vas a contestar? – le pregunté, haciéndole ademán de pasarle el móvil.

-          ¿Está en línea ahora o estuvo hace poco? – preguntó Ma.

-          Ahora mismo “en línea” – respondí yo.

-          Bien – sonrió Ma  y me negó con la cabeza el acercamiento del móvil.

Marina era así. A veces, pensaba que tenía demasiada vida sexual, por lo menos a su edad, pero nunca se lo había dicho. Además, yo sabía que no me contaba todo lo que hacía y con todos con los que lo hacía.

-          ¿Ya tienes mi regalo de cumple? – le pregunté, intentado dejar atrás el tema del sexo.

-          Mmm… puede – dijo de forma enigmática Ma.

En aquel momento, se oyó un sonido de choque de metal con metal. Mi padre había vuelto de correr y entraba en el recinto de la casa. En efecto, poco después, se abría la puerta principal y sonaban las pulsaciones de las teclas del aparato de la alarma. Segundos más tarde, las pisadas de mi padre se perdieron más allá de la puerta de la cocina-comedor.

Admiraba a mi padre por la energía que demostraba cada día. Varias veces tuve comprobado a que se dedicaba mi padre en la oficina. En su despacho, recibía a bastantes clientes que le planteaban la petición de préstamos, hipotecas y seguros; entre otras cosas. Yo siempre, al primer momento, me perdía con tantos números, porcentajes y siglas. Cuando había mucha gente en caja y no había personal suficiente, se quitaba la chaqueta del traje y se ponía a despachar a la gente con el efectivo procedente de sus respectivas cuentas. Al cerrar la oficina, no se acababa su trabajo, revisaba documentación para el día siguiente y recargaba los cajeros de distintos tipos de billetes.

De lunes a viernes, siempre comía fuera de casa y luego pasaba a buscarme en el coche al instituto. Al llegar a casa, se ponía su ropa deportiva y se iba a hacer footing. En definitiva: por la mañana, desgaste intelectual y, por la tarde, desgaste físico. Mi padre era un verdadero todoterreno.

Se oyó cerrarse la puerta del cuarto de baño de la planta baja. Mi padre, después de correr, siempre se duchaba en ese baño.

-          ¿Sabes si tu padre ya te lo tiene? – preguntó Ma.

-          Emmm… ¿qué? – dije, sin haber oído lo que preguntaba Marina. Perdidísima yo, después de estar pensando en la rutina de mi padre.

-          ¿Si ya sabes qué regalo te tiene tu padre? – repitió más claramente.

-          Ah, no… aún no conseguí sonsacarle nada… - respondí yo.

 

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Mi padre, ya duchado, veía la televisión en el salón antes de ponerse a preparar la cena. Nosotras seguíamos en la habitación escuchando música y hablando de distintos temas.

-          ¿Vas a ducharte, Ma? – me dijo Marina.

-          ¿Prefieres que nos duchemos hoy de noche que mañana por la mañana? – pregunté yo.

-          Sí, casi sí – afirmó Ma.

-          Bueno, vale… ¿vas tu primero? – pregunté yo.

-          Naahh, mejor vete tu antes que me acabo de acordar que tengo que revisar mi correo a ver si me llegaron las promociones del mes de mayo de las tiendas donde soy socia – explicó Ma -. ¿Me dejas usar tu portátil?, sabes que mirar el correo en el móvil es un coñazo.

-          Está bien – respondí yo-. Si hay algo interesante coméntamelo y, ya de paso, mira todas las películas que se estrenan mañana en el cine y luego elegimos.

-          De acuerdo, pero la peli de los “Vengadores” tiene muy buenas críticas… - dijo sacándome la lengua.

Quedaba Marina desbloqueando el portátil y yo me fui directa al baño pensando en que Ma podía haberse inventado una excusa mejor. A saber el regalo que me tenía preparado o que me estaba preparando...

No cogí nada de ropa porque, después de la ducha, me iba a poner la misma. Cerré la puerta y eché el pestillo. Levanté la tapa del váter, me bajé los pantalones y braguitas y me senté en la taza. Acabé, tiré de la cisterna y abrí el grifo de la ducha. Comencé a quitarme la ropa. Ya desnuda, comprobé la temperatura del agua. Aún estaba medio templada tirando a fría. Esperé un rato y la volví a comprobar. Ya estaba caliente. Puse un pie dentro de la ducha y cuando iba a poner el otro y cerrar la mampara, me quedé mirando al suelo. Allí faltaba algo. ¡La toalla de los pies!

Desde que hacía un par de años, me llevará un susto bastante grande al salir de la ducha y apoyar el pié mojado directamente sobre el suelo y resbalar (salvándome de caer hacia atrás dentro de la ducha gracias a haberme agarrado a la mampara), nunca me duchaba sin una toalla extendida en el suelo delante de la ducha.

Cerré el grifo, salí con cuidado, me sequé y, aunque sólo eran unos metros desde el baño a mi habitación y de ella al baño, me puse las braguitas, el pantalón y la camiseta. Salí del baño, fui hasta la habitación y me la encontré con la luz apagada. Me extrañé bastante. La encendí y entré. Marina no estaba allí. El portátil estaba cerrado y, por lo demás, la estancia estaba igual que hace unos minutos cuando había salido. No, no estaba completamente igual. Había un sujetador y unas bragas puestas encima de la cama. Fui hasta ellas. Sin duda, eran de Marina.

-          ¿Ma? – le pregunté a la habitación vacía, como esperando que Marina se apareciera allí al preguntar por ella.

Como era lógico, no obtuve contestación. Salí del cuarto y me asomé por la barandilla. Fue en el instante justo, para poder ver la coronilla del pelo rubio de Marina. Desapareció al instante. Fui hasta el fin de las escaleras de ese piso, me volví a asomar por la barandilla y vi como se cerraban las dos puertas correderas del salón.

Me extrañé mucho por aquel comportamiento de Ma. Aunque, al mismo tiempo, se me estaba ocurriendo que, tal vez, iba a hablar con mi padre para ponerse de acuerdo en una fiesta sorpresa de cumpleaños o, tal vez, para algún regalo especial que me harían los dos de forma conjunta. Pensando en ello, empecé a bajar las escaleras en una completa oscuridad. Había vivido bastantes años en esa casa para saber moverme por ella sin ninguna luz.

Fui bajando las escaleras poco a poco, procurando no hacer ruido. El único sonido que se oía era el de la televisión, amortiguado por las puertas cerradas del salón. Pisé el suelo de la planta baja. Tenía ante mí, las puertas (cerradas) del salón. Lo único que se veía era la luz que desprendía la pantalla de la televisión, que se colaba por las dos cerraduras para llaves antiguas que tenían las puertas y que iluminaba, muy débilmente, la parte central de la casa. Así, me fui acercando poco a poco a las puertas, alternando el color de la luz: blanco, morado, verde, azul…

Las puertas correderas del salón eran de madera gruesa de color blanco crema y, en cada una, desde la mitad hacia arriba, lucían un espacio rectangular cubierto con un cristal opaco de color ámbar. Llegué hasta ellas, me arrodillé, apoyé las manos en el suelo y acerqué mi ojo a una de las ranuras. Lo que vi, me dejó completamente de piedra: mi padre sentado en el sofá y Marina sentada encima de su colo… ¡a horcajadas!

Desde mi posición veía el perfil del sofá y de mi padre (con pantalón de chándal y una camiseta) sentado en él, mirando a la izquierda donde estaba el televisor de pantalla plana. Marina (vestida con la falda y la camisa del uniforme del instituto) estaba sentada encima de él, es decir, mirando hacia la derecha, hacia él. Les iluminaban los distintos colores que emitía la televisión.

Intenté evadirme de los sonidos que hacían los anuncios para oír lo que estaban hablando mi padre y mi mejor amiga:

-          ¿Estás nervioso, Vic? – preguntó tranquila Marina.

-          ¿Qué quieres, Marina? – preguntó serio e incómodo mi padre, evitando responder la pregunta.

-          Es que me da vergüenza – mintió Marina, fingiendo que lo que iba a decir le causaba vergüenza de verdad. (Eran muchos años conociéndola) -. Quiero… quiero que me hagas el amor.

Sentía los latidos de mi corazón en mis oídos.

-          ¿Có… cómo? – acertó a preguntar mi padre.

-          Quiero que me hagas el amor – repitió Marina.

Sin esperar respuesta, Marina se levantó en el sofá apoyándose en sus rodillas y fue andando sobre ellas hacia mi padre, para acercarse más a él. Acabado ese movimiento, volvió a dejar caer, de forma suave, el peso de su cuerpo en las piernas (y en otra cosa) de mi padre.

-          Tranquilo, Vic – prosiguió Marina -. Hace tiempo que ya-no-soy-virgen – confesó, dejando un segundo largo entre las últimas palabra para dejar claro el mensaje.

Las manos apoyadas en las baldosas del suelo me sudaban y las rodillas apoyadas me empezaban a doler pero no me podía mover.

-          Estoy cansado de hacerlo con chicos inexpertos – se sinceró Marina –, además, soy yo quien les hace disfrutar… ellos a mí… muy poco. Necesito un hombre que satisfaga mis necesidades…

Terminado ese “anhelo”, empezó a moverse de adelante hacia atrás muy poquito pero de forma constante: medio centímetro hacia adelante, medio centímetro hacia atrás. Mi padre estaba como en estado de shock, incapaz de reaccionar. Marina viendo que la táctica le estaba dando resultado, como un mago cuando trata de hipnotizar a un espectador, siguió hablando:

-          No creas que no me he dado cuenta de que en los últimos meses no has parado de fijarte mucho en mí… – soltó Marina – y (bajando mucho el tono de voz, haciéndolo casi inaudible para mí) que sepas, Vic, que sé que te recuerdo a ella.

-          ¿A… a quién? – preguntó mi padre, reaccionando.

Marina se inclinó hacia el oído de mi padre, mostrándome, desde mi posición, su amplia cabellera rubia. Le susurró algo a mi padre que no alcancé a oír y volvió a la posición en la que estaba.

-          ¿Por qué dices eso? – preguntó nervioso mi padre.

-          Tranquilo Vic, me enteré hace unos meses pero no se lo he dicho a nadie: ni a ella, ni a María ni a nadie de nadie… sólo… a ti ahora – dijo sonriendo Marina.

Cogió las manos de mi padre, las condujo a sus rodillas e hizo que fueran subiendo por sus muslos hasta acabar debajo de su falda, colocando cada una en cada una de sus  nalgas. Las dejó allí y volvió a colocar las suyas en el pecho de mi padre y a seguir con su movimiento de adelante a atrás. Mi padre no movió sus manos de donde las dejó Marina.

-          Relájate Víctor – ordenó de forma sensual y tranquila ella pero siguiendo con el movimiento adelante-atrás-.

-          Sé que te recuerdo a ella – repitió Marina, siguiendo un poco más rápido el movimiento.

-          Ahora… podrías… estar… dentro… mía… sino fuera… por… tu… pantalón… - susurraba Ma jadeando y empezando a agitarse rápidamente adelante y atrás encima de mi padre

Mi padre no decía nada, sólo miraba a la chica que tenía subida encima de él, oyendo lo que le decía y dejando suceder lo que le hacía.

Ahora lo pienso y me avergüenzo de mi ignorancia en el tema sexual. Fue en esa frase entrecortada por débiles jadeos de Marina, cuando me di cuenta de que mi mejor amiga… ¡ESTABA MASTURBANDO A MI PADRE CON SU COÑO!

-          Así Vic… que dura la tienes… que bien… – jadeaba Marina, mientras se desabrochaba la camisa y se la empezaba a quitar por los hombros dejando su torso desnudo delante de mi padre.

Se terminó de quitar la camisa que cayó al suelo. Mi padre tenía el pecho desnudo de una adolescente delante de su cara, con sus tetas moviéndose a cada rato. Sus manos seguían sujetando el culo de Marina y ella seguía rozando, de forma frenética, su coño encima del pene de mi padre.

Yo también me había dado cuenta de que el sujetador y las braguitas de encima de mi cama era lo que llevaba puesto Marina ese día. Fue a ver a mi padre sin ropa interior. La única separación entre sus dos miembros era una fina tela de chándal…

De repente, se oyó un fuerte gruñido procedente de mi padre, quien hundió las manos en las nalgas de Marina, cerró con fuerza los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Estaba empezando a temblar, yo me quedé asustada pensando que le estaba dando una ataque. Marina también se quedó parada encima de él.

Fue cuando ella reaccionó, poniéndose de pié delante de él, cuando vi lo que estaba pasando de verdad: mi mejor amiga, vestida con sólo una falda, delante de mi padre, sentado en un sofá con la cabeza hacia atrás, ojos cerrados y un gran bulto en la entrepierna coronado por una gran mancha de semen procedente de la eyaculación que le había provocado el roce del coño de la mejor amiga de su hija adolescente…

Yo seguía inmovilizada en la misma posición delante de las puertas correderas del salón de mi casa. Una postura adoptada para descubrir una posible fiesta o regalo sorpresa de cumpleaños… Menuda ironía.

Continuará.