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Secretos de pueblo (7/16). Artemisa.

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Secretos de pueblo (7/16). Artemisa. Sólo sexo, bien. Con dinero, mejor.

Las personas, descripciones, hechos y localidades de este relato son pura ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia… o no.

El nombre, fotos y número de teléfono de una mujer sexualmente activa en Tinder correría más rápido por los móviles de los hombres que el fuego por ríos de pólvora.

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Domingo, 21 de enero de 2018.

 

10:13 am. Mi piso. Cama.

Por fin era domingo. Único día de la semana en el que había renunciado atender a clientes. Mejor dicho, satisfacer.

No me apetecía levantarme de la cama, así que me di la vuelta buscando el lado frío de la almohada para seguir durmiendo. A pesar de las ganas, no lo conseguí pero opté por seguir allí. La melancolía me embargaba al recordar que quedaban unos pocos días para iniciar una larga sucesión de aniversarios.

El primero de todos ellos era mi 41º cumpleaños. El segundo era el 18º cumpleaños de mi hijo. Para él, dieciocho. Para mí, once. Once largos años en los que su padre, mi todavía marido, me había obligado a renunciar a él. El tercero era el primer año desempeñando la única “profesión” que había ejercido en mi vida…

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Mi niñez y adolescencia transcurrieron de forma normal, como las de cualquier otra persona. Fue a partir del primer año de Universidad cuando mi vida cambió de arriba a abajo.

Conocí a un chico mayor. Estudiaba el último curso de su carrera mientras que yo iniciaba primero de Psicología. Me enamoré de él como una tonta y le entregué mi virginidad aún sabiendo que se acostaba con varias chicas más.

Al curso siguiente, mi rendimiento académico cayó en picado. Sólo vivía para los pocos instantes en los que podíamos estar juntos ya que, acabados sus estudios, se había tomado un año sabático para viajar. Antes de finalizar el último cuatrimestre, ya tenía decidido abandonar la carrera y presentarme a él como la única mujer de su vida. Él aceptó. Mis padres no.

Roto todo contacto con mis progenitores, estuve viajando con él unos seis meses hasta que empezamos a vivir juntos en Roble, su pueblo natal. Al año siguiente, comenzó a trabajar en la empresa de su padre. Pasados dos más, ya estábamos casados y criando a nuestro hijo.

Ser madre cambió la perspectiva de mi vida. Sin embargo, concentrarme demasiado en mi hijo, hizo que perdiera a mi marido por el camino…

En 2007, pocos días después del 7º cumpleaños de nuestro hijo, me dio a elegir. Estaba cansado de compartir casa entre su mujer y sus amantes. Opción A: divorcio y un régimen de visitas al niño. Opción B: sin divorcio y una compensación económica por irme y renunciar a ver al niño.

Topándome con ese dilema me di cuenta, después de muchos años, de la auténtica realidad de mi vida: sin la fidelidad de mi marido, sin contacto con mis padres, sin amigos, ni amigas, sin estudios superiores, sin trabajo, sin casa propia, sin ahorros… Lo único que tenía era un coche a mi nombre, regalo de mis padres al empezar la Universidad.

Él fue muy astuto casándose conmigo en régimen de separación de bienes. Si elegía la primera opción, me quedaría en la calle, sin nadie a quien recurrir y sin la custodia de mi hijo. Tenía todas las de perder. No tuve más remedio. Opción B.

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Desde un primer momento, escogí trasladarme a un edificio de reciente construcción en las afueras de la ciudad costera más inmediata a Roble: A Coruña. Ciudad en la que había nacido y vivido con mis padres hasta el final de mi segundo curso de Universidad. Ya no me importaba no tener a nadie a quien recurrir. Por ello, quise contar con el menor número de vecinos posible.

La primera etapa fue muy dura. Realizaba grandes compras pero sólo de alimentos básicos que me permitieran encerrarme en casa durante largos periodos de tiempo. La idea de suicidarme estaba siempre en mi mente y, en algunos momentos, pensé que me moriría por inanición. Así estuve bastantes meses…

Mi segunda etapa consistió en recuperar el significado mínimo de mi vida. La esperanza de poder reencontrarme con mi hijo algún día hizo desaparecer los pensamientos suicidas. Pasear, ver series de televisión y películas, ir al cine, ir de compras y cocinar fueron mis actividades principales.

En la tercera fase quise cuidarme y redescubrir mi propia sexualidad. Cosméticos, peluquería, depilación, gimnasio, piscina… Mi autoestima aumentaba a pesar de seguir sin vida social, ni vida íntima. Entre las dos, opté por intentar recuperar la última, aunque fuera yo sola.

A mitad de los treinta, me convertí en una adicta a la masturbación al descubrir los orgasmos. Eran la mejor sensación de mi vida junto a la primera vez que sostuve a mi hijo en brazos. En ese momento, llegué a la conclusión de que nunca había experimentado uno con mi marido.

Me sumergí en Internet y me convertí en una pequeña experta sobre ellos: noticias de expertos en salud sexual… partes de la anatomía femenina que intervenían… consoladores… vibradores… posturas sexuales más recomendadas… ¿!CUNNILINGUS!?

Alcancé una cuarta fase al cansarme de disfrutar en soledad. Me faltaban un par de años para cumplir los cuarenta y solamente un hombre me había penetrado. Necesitaba a alguien que me provocase orgasmos tanto con su miembro como con su lengua. Había llegado el momento de “socializar”…

Sin experiencia en ligar, recurrí a las webs de contactos. La que más me convenció fue Tinder. Me quedé alucinada. A cada minuto en esa web, me saltaban más y más y más mensajes de usuarios. Si todas las mujeres que entraban, tenían unos resultados parecidos a los míos, la conclusión era evidente: los hombres, en general, estaban muy desesperados por tener sexo.

No buscaba nada serio y me dejé llevar por las fotos que mostraban a los usuarios con mejores físicos. Cinco hombres distintos, cinco citas, cinco noches y… cero orgasmos. “¡Menudo desastre!”. A la mañana siguiente del último, me di de baja para siempre en Tinder.

Intenté seguir con mi vida pero me era imposible necesitando a alguien que me provocase un orgasmo. La última oportunidad. Si los hombres “amateur” fallaban, recurriría a los “profesionales”.

Para hombres heterosexuales existía muchísima oferta. Para hombres homosexuales bastante oferta también. Para mujeres heterosexuales como yo, poca oferta y ninguna me daba la suficiente confianza.

Estaba a punto de darme por vencida y volver a los consoladores y vibradores de forma permanente en mi vida, cuando encontré LA agencia. Una empresa con nombre de mujer que ya viendo el diseño de la web me daba cuenta de que era lo que buscaba.

Me cansé de darle a la rueda del ratón viendo todas las fotos de los “acompañantes” que ofrecía la agencia. “¿Cómo reducir el número de candidatos?”. Me fijé en una pestaña que indicaba las ciudades disponibles. ¿Santiago de Compostela? Ninguno. ¿Vigo? Ninguno. A Coruña ya ni aparecía. Tocaba buscar fuera de Galicia.

Me quedé con las ciudades más cercanas: Gijón, Oviedo y Valladolid. Comencé a revisar los perfiles de los “acompañantes”. Todos seguían una plantilla común y era bastante completa: años, altura, peso, color de pelo, color de ojos, ciudades disponibles, idiomas, aficiones… Todo bien hasta llegar a las tarifas. “Madre de mi vida, ¿son de verdad?”. Por una hora, sólo una hora: 150 euros… 200… 250… 300… ¡400!... ¡¡¡600 EUROS!!!

Desde que había renunciado a mi hijo y vuelto a mi ciudad, mi marido transfería a mi cuenta, de forma mensual, una generosa cantidad de dinero según lo acordado. Yo hice un trato conmigo misma, ahorrando todo lo que pudiera o, mejor dicho, gastando lo menos posible. Todo para poder ofrecerle algo a mi hijo en algún momento del futuro.

Sin embargo, esa esperanza materna fue bloqueada en aquel instante por mis necesidades físicas como mujer. Y fueron esas necesidades las que ganaron el pulso.

Ciudad: Oviedo. “Acompañante”: 28 años, ojos marrones, pelo negro, musculado y depilado pero con barba. Precio: 200 euros. Tiempo: una hora. Posturas: a cuatro, yo encima y misionero. Prácticas: sexo tradicional y sexo oral. Orgasmos: cero.

No sé qué pasaba. Si tuviera amigas y lo comentase con ellas, seguramente me dirían que me conformase con los orgasmos que me producía a mí misma y que no me quejara, que había mujeres que ni solas, ni acompañadas disfrutaban de uno.

Pasaron las semanas y seguí investigando por Internet. Acabé con tres posibilidades. Primera. Probar otras posturas sexuales. Segunda. Probar a acostarme con una mujer. Si con una mujer llegaba al orgasmo, indicaba claramente que era lesbiana o, como mínimo, bisexual. Tercera. Practicar sexo en algún lugar público.

Viendo que no era una joven gimnasta y que dar con una “profesional” que atendiera a mujeres resultaría bastante complicado, me decidí por la tercera posibilidad. Tenía que conseguir aquel orgasmo fuera como fuera.

Misma ciudad. Mismo “acompañante”. Mismo hotel. La variable que cambiaba era el sitio donde hacerlo: un coche de alquiler. Quedamos en la recepción como la vez anterior pero el chico se extrañó cuando el ascensor no subió a la planta donde estaba mi habitación, sino que bajó al aparcamiento subterráneo del hotel. Logré sacarlo del mismo pero estaba muy reticente y desconfiaba de mis intenciones. No me acobardé y fui muy directa:

“Necesito hacerlo en un sitio con más morbo que una simple habitación de hotel…”.

“Por eso, he alquilado un coche. Solamente para poder hacerlo dentro…”.

“Te sientas detrás, me pongo encima y, si en veinte minutos no me corro, te pago y te vas…”.

“Piénsatelo. 200 euros por veinte minutos…”.

“Incluso puede que acabemos antes…”.

“Además, este parking es privado, propiedad del hotel, no creo que pase nadie en tan poco tiempo…”.

“Veinte minutos y me pagas” fue su respuesta. Lo había convencido. Fuimos hasta el coche. Él entró primero y se acomodó en el medio de la parte trasera del automóvil. Observé cómo se quitaba su reloj digital, programaba una cuenta atrás de veinte minutos y lo ataba alrededor de una de las bases del reposacabezas del asiento del conductor. Acto seguido, se bajó el pantalón y el bóxer hasta los tobillos. Cuando tuvo el miembro erecto por completo, se colocó un preservativo. Sin perder tiempo, accionó la cuenta atrás del reloj y me hizo una indicación para que subiera.

Me senté a su lado y cerré la puerta del coche. Cogí de mi bolso un pequeño frasco de lubricante. No llevaba puesta ropa interior, así que me remangué un poco la falda que tenía puesta y comencé a aplicarme el lubricante por todo mi coño. Después, cogí un poco más y se lo apliqué a él por toda la goma que recubría su glande.

Me fijé en el reloj. Ya habían pasado dos minutos. Me apresuré poniéndome encima de él, alineando su polla con mi agujero y dejándome caer sobre ella. Comprobé satisfactoriamente cómo el lubricante cumplió su cometido facilitando una penetración completa, húmeda y sin dolor.

No parar de meter y sacar de mi coño, la polla de un hombre sentado en la parte trasera de un coche era algo novedoso. No sólo por el lugar sino también por la postura. No obstante, lo que me estaba excitando de verdad era el no parar de mirar por los cristales, aunque no pasase ningún coche, ni ninguna persona. Ese riesgo por la posibilidad de ser descubierta, me estaba poniendo muy cachonda.

Mi “acompañante”, en cambio, se había vuelto gilipollas. No paraba de informarme del tiempo que restaba para el final de nuestro acuerdo. “Quince minutos”. “Diez minutos”. Notaba que estaba a punto de correrme cuando dijo “cinco minutos”. Perdí la concentración en ese crucial momento y me acordé, mentalmente claro está, de todos sus muertos.

Le puse un dedo índice en los labios y le dije que, desde ese instante hasta el final, no hablase para nada. Esperaba que captara la indirecta. Tardé más de lo que pretendía en recuperar el ritmo. El lubricante mezclado con mis propios fluidos vaginales, el movimiento encima suya, la dureza de su polla sintiéndola entrar en mi interior y el notarme tan expuesta a través de los cristales del coche a personas curiosas formaba un coctel de excitación que me estaba haciendo llegar a mi primer orgasmo practicando sexo…

Empezó a sonar la alarma de su reloj digital. Los veinte minutos se habían terminado. Mi “acompañante” abrió la boca para hablar pero tomé la iniciativa. “Ahora sí que no”. Con una mano le tapé la boca y con la otra le sujeté una mano. De ese modo, podía someterlo hasta que me corriera. Fue precisamente eso, el rol dominador que estaba ejerciendo sobre él, el último ingrediente para alcanzar mi primer orgasmo no provocado por mí misma.

Todavía corriéndome, el chico, liberado de mis manos, me desmontó y me apartó a un lado de los asientos traseros del coche de forma brusca. Vi cómo bajaba la ventanilla de su lado, se quitaba el condón, lo tiraba fuera del coche, se limpiaba el miembro y se empezaba a vestir.

Aún me estaba recuperando del clímax del polvo cuando me solicitó el dinero. “El dinero, el dinero, el dinero, el dinero…”. Por su tono de voz, se deducía que estaba bastante alterado. No era para menos. Mi comportamiento desde que sonó el reloj hasta que le liberé la boca y la mano se podía considerar como una violación.

Le entregué el dinero. Acto seguido desabrochó la correa del reloj, comprobó por los cristales que ninguna persona estaba cerca y se bajó del coche. “Ni se te ocurra volverme a llamar” fue lo último que me dijo a través de la ventanilla bajada.

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El querer más orgasmos a través del sexo hizo replantearme qué hacer con mi vida. Las facturas totales de las dos visitas a Oviedo eran un capricho que, como máximo, podía permitirme una vez cada varios meses. Pero yo necesitaba un orgasmo como mínimo cada semana. Me replanteé volver a Tinder pero no me terminaba de convencer.

Ahí fue cuando tuve una duda razonable: ¿qué diferencia había entre acostarse con hombres de Tinder de forma casual a acostarse con hombres a cambio de dinero? Estaba convencida de que muchos hombres en Tinder pagarían por usuarias que les dijeran, de forma directa y sin rodeos, día, hora y lugar para pasar un rato agradable. Entonces, ¿qué diferencia existía? La única respuesta que se le ocurría a mi cerebro era una: el dinero.

Seguí dándole vueltas en los meses siguientes. Cada vez que lo pensaba, más ventajas le veía a la “opción de pago”. Entre ellas, destacaban dos:

Primera. El anonimato para mí y la discreción/vergüenza para ellos. El nombre, fotos y número de teléfono de una mujer sexualmente activa en Tinder correría más rápido por los móviles de los hombres que el fuego por ríos de pólvora. En cambio, no creía que muchos hombres confesasen que recurrían a prostitutas cada vez que necesitaban echar un polvo.

Segunda. Si no conseguía alcanzar el orgasmo, siempre me quedaría el dinero de mis clientes como compensación. Así, podría ahorrar y volver a Oviedo, Gijón, Valladolid o cualquier otra ciudad española donde ejerciera el “acompañante” que eligiera.

Quería orgasmos, me faltaban pocos meses para cumplir cuarenta años y no tenía ninguna certeza de poder volver a ver, hablar o tener una relación con mi hijo. ¿Por qué no atreverme si era lo que deseaba en ese momento?

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Febrero de 2017.

Habían pasado diez años de mi vuelta a La Coruña, ciudad que me vio crecer. Acababa de cumplir cuarenta años y estaba a punto de iniciar mi aventura como escort. Tan sólo me faltaba un apodo erótico y enigmático para mi anuncio virtual. Decidí darme un homenaje personal y recurrí a la mitología griega: A, r, t, e, m, i, s, a. Artemisa.

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Domingo, 21 de enero de 2018.

 

11:24 am. Mi piso. Cama.

Riiing… Riiing… Riiing… Riiing… Riiing… Riiing…

El ruido del móvil me despertó. Al final, había conseguido volverme a dormir. Era domingo. No trabajaba los domingos. Ignoré como pude el tono de llamada y volví a darme la vuelta en la cama.

Riiing… Riiing… Riiing… Riiing… Riiing… Riiing…

Algún cliente no había leído bien mi anuncio y no se daba cuenta de que los domingos no estaba disponible. “Aguanta… Aguanta… Aguanta…”.  Me pudo el insoportable ruido del móvil. Alargué la mano hacia la mesilla y, antes de cogerlo, paró de sonar.

Riiing… Riiing… Riiing…

Ya estaba prevenida. Esta vez cogí el móvil y me dispuse a revisar la pantalla: Juan. Mi mejor cliente desde que había empezado en el mundillo del sexo por dinero y el que más me visitaba. Sólo a él lo había incluido en la agenda de contactos del móvil y SÓLO con él iba hacer una excepción en mi horario. Pulsé el icono verde de descolgar y me acerqué el aparato al oído…

-          Juan, cariño, cuánto tiempo sin saber de…

-          Perdona, sé que no estás disponible los domingos pero es una urgencia, ¿a qué hora podrías recibirme hoy?

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