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Secretos de pueblo (3/16). Ana.

en Grandes Series

Recordatorio. Nadie es perfecto y yo, mucho menos. Tengo que reconocer a mis lector@s la existencia de un par de errores en el relato número 2, en la parte de “Presentación”: Daniela estudia primer curso de Bachillerato (como ya indico en el relato 1) y Christian tiene 17 años, a punto de cumplir 18 (no 19 como pongo en el relato 2). Perdonad este par de fallos de un “escritor” amateur. Gracias.

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Secretos de pueblo (3/16). Ana. Entrevista de trabajo.

Las personas, descripciones, hechos y localidades de este relato son pura ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia… o no.

Ni en las más remotas suposiciones pensé que tendría que mostrar mi ropa interior para conseguir el trabajo.

Presentación

Hola a todos y a todas. Mi nombre es Ana Varela, tengo 44 años y soy jefa del departamento de ventas de la constructora Hidalgo SA. Vivo con mi marido, Andrés, y mi preciosa hija, Daniela, en Roble, el pueblo gallego donde nací y crecí con mis padres.

Realicé mis estudios superiores (carrera de Económicas) en Santiago de Compostela y, justo al finalizar, me llegó la ocasión de ponerme al frente de una pequeña empresa. Por desgracia, aquella oportunidad fue consecuencia de una de las peores noticias para una hija: la recaída de su padre en la enfermedad que padecía (cáncer de pulmón).

De pronto, con 23 años me tocó madurar y sacar adelante la panadería de mis padres. Pocos meses después, en diciembre, el sufrimiento de mi padre finalizó. “Dios no cierra una puerta sin abrir antes una ventana”. En su velatorio, conocí a Andrés, uno de los encargados de la funeraria. Me sorprendió su juventud (un año mayor que yo) y me atrajo el hecho de que fuera forastero en el pueblo, ya que toda su vida la había pasado en la ciudad de A Coruña.

Las frases de pésame llevaron a un interés sincero por su parte. Aquello derivó en querer verme a propósito y venir a visitarme a la panadería. Los cafés del principio se tradujeron en comidas, las comidas en cenas y las cenas en desayunos. Empezamos a salir de forma seria, nos hicimos pareja formal y dimos el “gran paso”. Casi nueve meses después,  Daniela se unió a nosotros.

Ahora, poco más de dieciséis años después, mi madre se ha reunido con mi padre y yo he cambiado la venta de pan, bollos, pasteles y empanadas por la de pisos y chalets. Daniela está en Bachillerato y le falta nada para la Universidad. Mi relación con ella es muy buena a pesar de estar en contra de su actual relación con Christian, el único hijo de mi jefe. Andrés sigue en la funeraria con sus turnos imprevisibles ya que su trabajo se basa en las fatalidades de otras personas. Siempre llega a casa agotado y muchas veces sólo pasa para ducharse, cambiarse de ropa y volver a salir. Eso, junto a mi propio cansancio, ha hecho que nuestra vida sexual haya ido menguando con los años, reservándola últimamente para nuestros cumpleaños y aniversario de boda.

Sin embargo, esa rutina ha cambiado por completo desde el pasado verano, cuando Andrés recuperó las ganas de mantener relaciones conmigo más a menudo. La verdad, no sé si es eso o, pensando mal, quiere “compensarme” por tener una amante. Estoy convencida de que es la primera opción. Aunque si fuera la segunda, me sentiría menos culpable porque… soy YO, la que vengo manteniendo relaciones con otro hombre desde diciembre de 2016.

Lo peor de todo es que la primera vez con ese hombre, fue justo una semana antes de casarme con Andrés.

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Viernes, 23 de febrero de 2001.

Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. El enorme reloj analógico colgado en la pared de la sala de espera hacía un ruido impresionante. Era eso o se mascaba demasiado silencio en el ambiente. Cinco butacas. Cada butaca ocupada por una mujer. Cada mujer vestida con un traje compuesto de chaqueta y falda, portando un bolso y un portafolio o similar con el que protegían su currículo, cartas de recomendación y otro tipo de documentación que yo ni siquiera llegaba a sospechar.

Tenía 27 años y me casaba la semana siguiente pero, sinceramente, me preocupaba más aquella entrevista de trabajo que decir un “sí, quiero” a mi actual pareja delante de un sacerdote y unas cuantas personas más.

Las demás mujeres no me sonaban de verlas por el pueblo. Posiblemente fueran de localidades próximas. Parecían más mayores que yo y, seguramente, contaban con mayor formación y experiencia profesional para el puesto ofertado. Además, se las veía cómodas con aquella forma de vestir. Quizá porque vistieran así de forma habitual.

Mi conjunto me lo había comprado el día anterior. Todavía me picaba en algunas partes y no terminaba de acostumbrarme a él al andar, estar sentada… Una señora mayor se acercó a la puerta y llamó a la primera mujer para que la acompañase. El juego había empezado. El premio era un puesto de trabajo bien remunerado consistente en la venta y alquiler de inmuebles. Se notaba que aquella empresa, con la reciente incorporación del hijo del dueño, despegaba y ampliaba sus horizontes.

Las candidatas fueron pasando hasta sólo quedar yo. No sabía si ir de última era mejor o peor para mis nervios. Quería ese trabajo. Mejor dicho. Necesitaba ese trabajo. Casi tres años antes y sintiéndolo en el alma, mi madre y yo no aguantamos la presión de una competencia cada vez más agresiva y tuvimos que echar el cierre a la panadería que ella y mi padre habían levantado de la nada muchos años atrás. Mi madre consiguió la prejubilación y yo empecé a tirar currículos de trabajo en cualquier oferta en la que pudiera tener posibilidades.

-          ¿Ana Varela?

-          Sí, yo.

-          Sígame, por favor.

Era el momento. A cada paso que daba, recordaba una cosa. Paso. Mi currículo de memoria. Paso. Puntos fuertes y débiles. Paso. Posibles trampas en las que caer…

La señora mayor llamó a una puerta, la abrió, escuchó a la persona de dentro y se hizo a un lado para que pasara. No podía creérmelo, el entrevistador era el propio hijo del jefe.

-          Buenos días, señorita Varela. Soy Ricardo Hidalgo, subdirector y el designado para hacerle esta entrevista. Puede sentarse.

-          Gracias.

-          Esto es todo por hoy, Lola. Cierre la puerta y puede irse. Hasta mañana.

-          Hasta mañana, señor.

“Recuerda Ana: complaciente pero decidida, decidida pero agresiva. No me voy a ir de aquí sin mi firma en un contrato de trabajo”.

El hombre que tenía delante de mí, aparentaba tener la misma edad que yo y, a pesar de presentarse como subdirector de la empresa, todo el mundo sabía que era el hijo del jefe. Intenté no prejuzgarle de “enchufado” porque aquello se me notaría y no sería nada positivo en la entrevista. Quise cambiar de perspectiva y empecé a valorar su físico para relajarme. Era bastante atractivo. Pelo castaño claro, ojos verdes, recién afeitado y, al contrario que yo, parecía que vestía trajes desde niño. Estaba sentado en un sillón con la chaqueta puesta y no se le veía ni incómodo, ni limitado en sus movimientos corporales. Mientras ordenaba papeles, yo no sabía si cruzar las piernas o mantener ambas en el suelo, bien pegadas la una a la otra. Opté por la última opción, pero tanto con una como con la otra, mi posición corporal era bastante forzada.

-          Bien, señorita Varela. He visto en su currículo que ha terminado la carrera de Económicas pero no ha tenido ninguna experiencia laboral relacionada con ella, ¿es correcto?

-          Mmm, sí. Digo no. Perdón. Quiero decir que directamente con mi carrera no, pero he sido encargada de una panadería durante un par de años.

-          Entiendo. ¿Estaba de manera temporal y no la renovaron?

-          Mmm, no. La empresa no funcionaba y tuvo que cerrar.

-          Vaya. Siento oírla decir eso.

Me sonrió pero cuando bajó la mirada a sus papeles, tachó con el bolígrafo. Mi explicación había sido muy negativa, tenía que reconducir la situación.

-          El… el dueño de la panadería era mi padre. Enfermó justo cuando yo acabé la carrera y tuve que ayudar a mi madre a mantener el negocio a flote.

-          Entiendo. Siga, por favor.

-          Mi padre murió a los pocos meses y yo junto a mi madre pudimos aguantar un par de años más con la panadería hasta que no hubo otra opción que cerrarla.

-          Ajam. Por casualidad, ¿no estará hablando de la Panadería Varela, verdad?

-          Pues sí, en realidad, sí.

-          ¿Usted es Ana Varela, hija de Rodrigo Varela?

-          Sí…

-          Vaya. Mi padre era amigo del suyo y muchas veces compraba allí las tartas y empanadas. Estaban muy buenas. Yo reconozco que nunca entré.

-          Si consigo este trabajo, le hago lo que quiera.

Justo al terminar la frase, me di cuenta de lo mal que había sonado. Él se rió pero no sé si era por el doble sentido de la frase, por mi intento de soborno o por una mezcla de ambas. Lo que sí noté, fue como clavó sus ojos en mi escote. A continuación, se levantó del sillón, se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo.

-          ¿Le importa si nos tuteamos?

-          Mmm, no. Como usted prefiera.

-          De acuerdo… Ana. A partir de ahora, en esta entrevista, yo seré Ricardo.

Se dio la vuelta y continuó hablándome pero mirando por la ventana del despacho.

-          Lo que yo necesito para este puesto, Ana, no es un tiburón que enseñe los dientes y las presas huyan despavoridas. Lo que busco es más bien un pulpo. Un pulpo que maneje a las presas de tentáculo en tentáculo para que, llegado el momento, no puedan pensar ni siquiera en la idea de huir. ¿Comprendes?

-           Mmm, yo…

-          En otras palabras, necesito…

Su móvil Nokia comenzó a sonar y vibrar encima de la mesa.

-          Si me disculpas un momento, Ana.

-          Sí-sí, por supuesto.

-          Dime, cariño… ajam… ¿hasta cuándo te dicen que…? sí… sí… de acuerdo… acabó aquí y voy para allá… ¿cómo?... está bien… como quieras… como y luego me paso… bien… hasta después… te quie… ro.

Había cogido la llamada pero se giró hacia la ventana de nuevo para hablar. Con cada respuesta que daba, a Ricardo se le notaba más confuso, más perdido, más abatido e, incluso, más enfadado. Colgó y suspiró profundamente. No se movió, ni dijo nada.

-          ¿Va todo bien?

-          Mi hijo que acaba de cumplir un año…

-          Oh, me alegro.

-          … y desde entonces sufre una gastroenteritis que lo tiene en un hospital de La Coruña.

-          Espero que no sea nada grave.

-         Tranquila, no lo es pero mi mujer se pone de los nervios. Desde que se quedó embarazada lo único que le preocupa es el niño, el niño, el niño y, por último, el niño.

No me esperaba tanta confianza por parte de Ricardo para que me llegara a contar ese tipo de intimidades. Me quedé en silencio mientas dejaba el móvil encima de la mesa, se sentaba en el sillón y se quitaba la corbata.

-         Te voy a ser franco, Ana. Las otras candidatas no viven en el pueblo y tienen un perfil y una experiencia profesional más de secretarias que de comerciales. Yo necesito a alguien que viva en el pueblo, que conozca a su gente y que sea ambicioso para vender o, como mínimo, alquilar los pisos que se construyan. ¿Entiendes?

-          Sí, creo que sí.

-          Hasta ahora mi padre ha limitado esta empresa a la construcción de chalets y adosados para gente rica o, diciéndolo de forma más eufemística, para gente en una situación económica desahogada. Yo pretendo expandir la empresa con la construcción de bloques de pisos. Siempre es mejor una venta que un alquiler pero siempre necesitaré que las viviendas se ocupen de una manera u otra. Para ello necesito un equipo que tenga mi misma ambición, ¿tienes tú esa ambición?

-          Mmm…

-          Perdona por la comparación, pero quiero que veas esta empresa como la panadería de tus padres. Seguro que cuando trabajabas en ella, te dejabas la vida para mantenerla boyante. Necesito esa dedicación para este puesto, ¿podrás?

Antes de entrar por la puerta, habría contestado un “sí” rotundo a todas esas preguntas. No obstante, notaba que Ricardo estaba poniendo el listón muy alto, como si tuviera que ser una agente de bolsa de Wall Street con un margen cero de pérdidas. Pero la comparativa con la panadería y el no querer convertirme en una esposa mantenida por su marido, me hicieron sacar el orgullo de dentro.

-          ¡Sí! Soy la persona que buscas… y si no quedas satisfecho con mi trabajo, puedes prescindir de mí. Lo daré todo.

-          ¡Eso es lo que quería oír! Recapitulando, carrera de Económicas, con experiencia en ventas, vives en el pueblo y… ¿tienes carnet de conducir?

-          Sí.

-          ¿Y coche particular?

-          No, eso ya no.

-          Bueno, no es problema. La empresa siempre podría suministrarte uno. Verás, como comercial, convendría que te desplazaras por tu cuenta hasta los pisos, quedar allí con los clientes, llevarlos a ver varios inmuebles el mismo día, etc.

-          Entiendo. Pues si me proporcionáis el coche, no tengo ningún problema.

-          ¡Estupendo! Pues todo listo, solamente faltaría que pases una prueba práctica y el puesto es tuyo.

-          Mmm, ¿prueba?, ¿verme como digo las características de los pisos o…?

-          No exactamente. Es más bien una “prueba de imagen”. Tranquila la podemos hacer ahora mismo y así sabrías si el puesto es tuyo.

-          ¿Ahora…?

-          Sí, ¿quieres?

-          Sí.

-          Bien. Me gustaría que te levantaras y te quitases la chaqueta.

-          ¿Perdón?

-          Me gustaría verte de pie y sin la chaqueta, por favor.

No sabía muy bien a donde quería llegar a parar… pero lo hice. Me levanté y me quité la chaqueta dejándola en la silla que ocupaba hasta ese momento.

-           Bien. Da una vuelta completa sobre ti misma… despacio… eso es. Muy bien. Quítate la falda.

-          ¿Es una broma, verdad?

-        Pues… no, Ana. Entiende que cuando los clientes visitan un piso en el que están interesados, la mayoría de hombres hacen más caso de lo que les dice el vendedor, que del piso en sí. Si a eso le sumamos el dato de que más de la mitad de los fracasos en la venta de viviendas es por la negativa del varón… La conclusión es bastante obvia, ¿no crees? El vendedor debe ser mujer y cuanto mejor sea, físicamente hablando, mayor poder de persuasión en el hombre para alcanzar un acuerdo positivo.

Lo peor de todo aquello, es que tenía bastante probabilidad de cumplirse en la realidad. Me convencí a mí misma. Me bajé la cremallera y deslicé una pierna fuera y luego la otra, dejando la falda arrugada en la silla.

-          Eso es. Da otra vuelta… despacio… tienes buen gusto en tu ropa interior. Ahora acércate hasta aquí.

Para ese día, había escogido un culotte negro de encaje con un sujetador también negro a juego. Ni en las más remotas suposiciones pensé que tendría que mostrar mi ropa interior para conseguir el trabajo. Se retiró hacia atrás, siguiendo sentado en su sillón. Yo me fui acercando hasta quedar a un lado de su escritorio.

-          Mmm, acércate más… ponte justo delante de mí.

Avancé. Toda la situación empezaba a ser surrealista. “¿A más buena, más venta de pisos?”.

-          Eso es… ohhh… muslos suaves… maravillosos… gírate un momento… bufff… tienes unos glúteos impresionantes… y muy firmes… con unos pantalones apretados o una falda ajustada, se te marcaría un culo de escándalo…

El surrealismo de la situación se convirtió en comicidad con aquellos comentarios. No estaba para nada acostumbrada a ponerme en ropa interior delante de un desconocido y que éste me piropeara. Sin embargo, al empezar a tocarme y acariciarme las mismas partes que describía y elogiaba, la comicidad se transformó en excitación.

Se me había borrado de la mente el puesto de trabajo ofertado, la entrevista, el miedo por si alguien entraba por la puerta, el tener novio y el hecho de casarme con él. Todo eso, en aquel momento, desapareció. Sólo estábamos yo con mi cuerpo semidesnudo y él con sus palabras y sus manos. Empecé a calentarme y a notar un furor como nunca había sentido. Ya no pensaba resistirme, al revés, quería que me tocase más.

-          Tus bragas son preciosas… y me encantan las mujeres que se preocupan de cuidar su vello púbico…

Ricardo, al no mostrar yo ningún amago por hacer que parara, había empezado a bajarme las bragas por mis piernas hasta quitármelas. A continuación, apoyó sus manos en mis caderas, acercó su cara a mi pubis e inspiró de manera profunda.

-          Hueles muy bien, Ana. Siéntate encima de mi escritorio.

Ya no existía tiempo para echarse atrás. Me giré y aparté varios objetos de la mesa para hacerle un sitio a mi trasero. Mientras, Ricardo se levantó del sillón y se quitó la camisa. Estaba más musculado de lo que aparentaba.

Avanzó hacia mí con su torso moreno y depilado y, al llegar a junto mía, empezó a desabrocharse el pantalón. Primero la hebilla del cinturón, luego el botón y, por último, la cremallera. En un movimiento rápido pero calmado, dejó pantalón y calzoncillo por sus tobillos. Al erguirse, no pude evitar fijarme en su miembro totalmente erecto y compararlo con mi actual referencia: un poco más largo que el de Andrés pero, sobre todo, más grueso.

Ninguno dijo nada más. Yo me agarré a sus hombros y abrí las piernas. Él se colocó entre ellas, se sujetó a mi baja espalda y flexionó un poco sus rodillas. El que nuestros genitales ya estuvieran bastante lubricados, favoreció la penetración. En la primera embestida, introdujo todo su glande en mi vagina. En la segunda, la mayor parte de su pene ya estaba en mi interior.

Empezó con un ritmo lento pero profundo. Yo no quería que su pene saliese mucho de mi vagina, por ello, crucé mis piernas por detrás suya, a la altura de sus glúteos. El despacho se evaporó a nuestro alrededor. Solamente éramos nosotros dos, disfrutando de la conexión de nuestros órganos sexuales. Las respiraciones entrecortadas de ambos se convirtieron en jadeos agitados. Más que unos desconocidos en una sesión de sexo esporádico, parecíamos una pareja de novios haciéndonos el amor.

Me estaba sintiendo muy mojada, muy caliente y muy excitada. Ricardo no paraba de bombear su miembro dentro de mí. Mantuve el lazo que formaban mis piernas alrededor de su cintura y hundí los dedos de mis manos en la piel de su espalda. Habían pasado un par de minutos desde que empezamos cuando noté una potente descarga dentro de mi cerebro. Abrí la boca al máximo sin soltar ningún sonido, cerré los ojos, apoyé mi cara en su pecho y apreté su cuerpo contra el mío aún con más fuerza, casi con una fiereza animal. Estaba experimentando uno de los mejores orgasmos de mi vida.

Mi orgasmo se evidenció por la salida de una gran cantidad de fluidos vaginales que empapó su miembro y su escritorio. Él ni se inmutó y siguió penetrándome. Era la primera vez que me corría antes que el chico con el que lo hacía. Me quedé sujeta a él, de forma pasiva, intentando recordar quién era, dónde estaba… Poco después, sus embestidas pararon, mantuvo su miembro dentro de mí y su cuerpo se puso rígido. Comenzó a gruñir con los ojos cerrados al mismo tiempo que sentí como su pene lanzaba, contra mis paredes vaginales, varios chorros de semen caliente. Cuando acabó, perdió las fuerzas, se inclinó hacia mí y dejó caer su cabeza en uno de mis hombros.

-          Estás contratada… pero no me malinterpretes. Estás contratada porque eres la mejor candidata de las cinco personas que se han presentado para el puesto…

Esas fueron las únicas frases después de que ambos nos hubiéramos corrido. Luego nos limpiamos, nos volvimos a vestir y yo salí del despacho con un trabajo y con un gran secreto que ocultar el resto de mi vida.

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Viernes, 19 de enero de 2018.

 

18:55 pm. Madrid. Paseo de la Castellana. Recepción del Hotel Aitana.

Quinto fin de semana, desde septiembre, que me reunía con Ricardo en Madrid. Desde que nos habían descubierto en su despacho el pasado mes de junio, nuestros encuentros se producían a quinientos kilómetros de distancia de Roble.

Mi tapadera para justificar, una vez al mes, aquellos viajes a la capital española consistía en la asistencia a convenciones de constructoras y, como ya era habitual los viernes por la tarde, esperaba en la recepción de mi hotel la llegada de Ricardo para, minutos después, acabar los dos en mi habitación…

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