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Secretos de pueblo (15/16). Ana.

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Secretos de pueblo (15/16). Ana. “In fraganti” bueno. “In fraganti” malo.

Las personas, descripciones, hechos y localidades de este relato son pura ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia… o no.

Comprobé que solamente me contemplaba él y, sin ninguna vergüenza, seguí masturbándome mientras percibía cómo no me quitaba el ojo de encima.

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Domingo, 4 de marzo de 2018.

 

11:02 am. Casa.

Aquel primer domingo de marzo tocaba nuestra tradicional limpieza mensual de casa y, después de haber desayunado los tres juntos en la cocina, había asignado la primera estancia para cada uno. Andrés, el salón. Daniela, su habitación. Y yo, el dormitorio.

Toda la ropa limpia que había encontrado por él, la guardé en los armarios y los cajones mientras que la ropa sucia, acabó dentro de la lavadora. Luego deshice la cama para mudarla, quitando las sábanas y las fundas de la almohada y del edredón. Antes de volver a hacerla, aproveché para pasar la aspiradora y recoger la gran cantidad de polvo existente en el suelo. “Como se notaba que, de la limpieza del dormitorio del mes anterior, se había encargado Andrés…”.

Ya sólo me faltaba la parte del suelo de debajo de la cama. Secándome el sudor de la frente con la manga de mi camiseta, flexioné las rodillas para intentar llegar, por lo menos, hasta la mitad de la misma. En ese momento, sentí como la aspiradora dejaba de emitir su ruido característico para sustituirlo por otro ahogado e intermitente. Algo la había atascado.

Después de chocar un par de veces el tubo rígido contra uno de los laterales de la base de madera de la cama, pude observar como la boquilla de aspiración había atrapado una especie de camiseta azul. Estaba asquerosa, toda llena de pelusas de polvo. Debía de llevar allí debajo bastante tiempo.

Apagué el motor de la aspiradora y cogí la camiseta con sumo cuidado, intentando evitar que cualquiera de las pelusas se desprendiera de la tela y acabara de nuevo en el suelo. La desplegué pudiendo leer: Golden… State… Warriors… Aquella camiseta no era mía, ni de Andrés, ni de Daniela: ¿qué hacía allí? Para completar el misterio, me la acerqué a la nariz y confirmé que estaba impregnada con perfume. Perfume que parecía de mujer. Decidida, fui hasta el salón, donde estaba Andrés, en busca de respuestas.

-          Andrés.

-          ¿Sí, cariño?

-          ¿Me puedes explicar que hace ESTO debajo de nuestra cama?

-          Eso… ¿y eso qué es?

-          Pues parece una camiseta de baloncesto…

-          ¿De baloncesto?

-          Sí, Andrés, de baloncesto… ¿me quieres decir YA lo que hacía debajo de nuestra cama?

Escuché pasos y noté a mi espalda la presencia de Daniela, quien se asomó al salón. Había venido alertada por el aumento de mi tono de voz.

-          Ana, cariño…

-          ¡Ni “Ana, cariño”, ni NADA! ¿¡De quién es esta camiseta!?

-          Mmm… verás… es de… ¡¡¡Manuel!!!

-          ¿De Manuel?

-          Sí, de Manuel… me la prestó para… para un partido de baloncesto… pero al final no pude ir y ahí quedó…

-          ¿De baloncesto?, ¿y tú desde cuando juegas al baloncesto?

-          Me insistió Manuel, cariño y no pude decirle que no… y ahora si me disculpas… voy al baño…

En un abrir y cerrar de ojos, Andrés ya había salido del salón y, a los pocos segundos, escuché cómo cerraba la puerta del baño. Fue en ese instante cuando Daniela, ajena a mis sospechas, soltó un comentario inocente que hizo que me saltaran todas las alarmas.

-          Se parece mucho a una camiseta que tiene Andrea…

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Domingo, 18 de marzo de 2018.

 

16:17 pm. Madrid. Paseo de la Castellana.

 

Disfrutaba de mi caminata por el Paseo de la Castellana, ya volviendo al Hotel Aitana. Sin embargo, mi intuición femenina no paraba de repetirme que era el último viaje de placer a Madrid con Ricardo. Aquella reacción tan brusca y seca del viernes no era propia de él y, aún por encima, estaba el asunto de su gatillazo. En todos los encuentros furtivos en su despacho y escapadas anteriores a Madrid, jamás le había pasado que su miembro le “fallara”. Algo ocurría… y no era precisamente bueno…

Llegué a la entrada del hotel, la traspasé y me dirigí al mostrador de la recepción:

-          Hola, buenas tardes, dejé mi maleta guardada aquí. Venía a llevármela.

-          Muy bien, ¿el recibo?

-          Aquí está. Tome.

-          Ana Varela, número 378. Espere un momento, por favor.

La recepcionista, más joven y más bajita que yo, desapareció por la puerta de la pared que  se encontraba a su espalda. Pasaron unos segundos hasta que la puerta se abrió. No obstante, se quedó a medio abrir, como si alguien, por dentro, la estuviera sujetando y no se decidiera a salir o a volver a cerrarla. Agudicé el oído a ver si podía enterarme del motivo:

-          … sí, sí, esa… la “aventurera”… ya ves…

No sabía el porqué pero tenía el presentimiento de que hablaban de mí. Era lo que pasaba por repetir siete veces el mismo hotel desde septiembre. Siete reservas, una cada mes, siempre de viernes a domingo. Siete veces esperando a Ricardo en la recepción los viernes por la tarde para subir con él a mi habitación. Si alguien ataba cabos, no era muy difícil sospechar qué estaba pasando…

La recepcionista terminó de cotillear y salió por la puerta acompañada por mi maleta. La trajo hasta mi lado, por fuera del mostrador, y le quitó la pegatina. “Hasta pronto, buen viaje” me dijo con una sonrisilla pícara en el rostro. “Gracias” respondí yo mientras pensaba: “hasta nunca”.

Una vez fuera del Hotel Aitana, no me faltó tiempo para chillar: ¡¡¡TAXI!!!

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17:04 pm. Madrid. Aeropuerto de Madrid-Barajas Adolfo Suárez. Terminal 3.

Estaba sentada delante de la puerta de embarque de mi vuelo, esperando su apertura. A pesar de nunca llevar equipaje para facturar, llegaba al aeropuerto antes de tiempo por si se producía cualquier imprevisto. Esas horas, entre bajar del taxi y el despegue del avión, constituían la peor franja temporal de los fines de semana en Madrid. Siempre acababa haciendo cosas totalmente improductivas. Pero esa vez no fue así.

Tomé otro trago de mi cappuccino para llevar y lo volví a dejar en el asiento de al lado. Cogí mi bolso y saque de él, una pequeña agenda y un bolígrafo. Iba a repasar los datos ya pensados de la cena de despedida para Esther.

El viernes por la noche, había decidido acatar a medias las órdenes de Ricardo. Elegir restaurantes para una cena: vale. Redactar una lista de comensales: vale. Volver a Roble el sábado: ni hablar. Para hacer lo que me había encargado, daba igual que estuviera en Madrid, en Coruña, en Roble o en Pekín. Además, no pensaba molestarme en andar cambiando las fechas y horarios del avión de vuelta.

Fue todo un acierto no haberle hecho caso a Ricardo pues el día anterior, sábado, durante el desayuno en el hotel, ya había finalizado mis “deberes”. No fue difícil: escoger tres restaurantes de Roble, cada uno especializado en un tipo de cocina, y confeccionar una lista de invitados recordando a los “habituales” de las comidas de Navidad de la empresa. Familiares de Esther, por desgracia, no pude poner ninguno en la lista: sus padres habían fallecido en un accidente de coche cuando ella era pequeña y su abuela de un ictus en 2016. La única duda que me quedaba era la de avisar, o no, a su pareja actual pero no oficial: Brais, el nuevo médico de cabecera del Centro de Salud de Roble que había llegado desde Coruña el septiembre anterior.

Por mi parte, el trabajo estaba hecho. Ahora sólo quedaba esperar al día siguiente y que Ricardo decidiera sobre cada punto de la cena-despedida. Guardé la agenda y el bolígrafo en el bolso, cogí mi cappuccino, me lo acabé y me quedé esperando, con las piernas cruzadas, a que la puerta de embarque se abriera de una vez.

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19:11 pm. Espacio aéreo de Castilla y León. Vuelo Air Europa UX 7237.

“Vamos, Ana, puedes aguantar hasta llegar a Roble…”.

Descruzaba la pierna derecha sobre la izquierda y cruzaba la izquierda sobre la derecha. Medio minuto después, realizaría la maniobra contraria y vuelta a empezar.

Me encontraba sentada en una de las filas intermedias del avión. Concretamente en la butaca más cercana a una de las ventanillas del mismo. En la butaca inmediata al pasillo, estaba un hombre trajeado durmiendo. Entre él y yo, una butaca de separación, sin ocupante.

-          Lo despiertas con cualquier excusa y antes de que se duerma otra vez, le señalas los baños con la mirada y te vas hacia unos de ellos a esperarle

-          Joder, ¡no! Esto no es “Diario de una ninfómana”para tener sexo con el primer desconocido que me siga el juego…

 

Me había acostumbrado a disfrutar de varios orgasmos los fines de semana en Madrid. Pero debido a la “pájara” que le había dado a Ricardo, aquel “finde” me tocaba volver a casa sin ninguno en el casillero. Por ese motivo, la parte lujuriosa de mi cerebro, desde el sábado después de desayunar, insistía en que me follara a casi cualquier hombre con el que me cruzara con el objetivo de alcanzar alguno.

La parte decente de mi cerebro se había defendido, durante todo el sábado y hasta ese momento del domingo, con la idea de que mis necesidades sexuales las resolvería Andrés al llegar a Roble. No obstante, esa estrategia mental poseía una gran fisura: no estaba nada segura de que él quisiera mantener sexo conmigo siendo yo la que se lo propusiera.

Desde el pasado verano y debido a mi sentimiento de culpa por la infidelidad con Ricardo, dejaba que Andrés me follara todas las veces que le apeteciera. Sin embargo, las pocas veces que lo proponía yo, eran una y otra vez rechazadas.

-          Te va a decir que no le apeteceque está cansado del trabajoque mejor otro díaque cuando pueda pide un día libre y os vais por ahí

-          Sólo tengo que pedírselo de forma convincente…

-          ¿Desde cuándo una esposa tiene que pedirle a su marido que se la folle…?

-          Cállate de una maldita vez.

Notaba como mi cuerpo, caliente, empezaba a sudar. Removí el panel de botones de encima de mi butaca para activar el ventilador pero sólo conseguí un chorrito de aire frío que apenas llegaba a la parte más alta de mi cabeza. No iba aguantar… no iba aguantar… Estaba empezando a pensar excusas con las que despertar a aquel hombre cuando la inspiración hizo que hallara la solución más fácil y natural a mi problema: masturbarme.

La gran cuestión era: ¿me atrevía a hacerlo en un avión?

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19:16 pm. Casa.

-          Papá, voy a dar una vuelta con Andrea.

-          De acuerdo. No llegues tarde que mañana hay instituto.

-          Descuida, a eso de las nueve ya estoy de vuelta.

-          ¡Eh, eh! ¿no se te olvida darme nada?

Daniela ya enfilaba el pasillo de casa cuando volvió sobre sus pasos y, dedicándome una sonrisa, fue hasta el sofá en donde yo estaba sentado para darme un beso en la mejilla. Poco después, oí cómo abría, para después cerrar, la puerta principal de casa.

Desde el altercado con Christian, volvíamos a estar tan unidos como cuando ella era niña. Por esa razón, me sentía más culpable ante lo que estaba a punto de hacer en los próximos minutos: violar su intimidad por tercera vez desde el verano pasado. 

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19:21 pm. Espacio aéreo de Castilla y León. Vuelo Air Europa UX 7237.

Cerré la puerta del baño, caminé por el pasillo central del avión, superé al hombre dormido de mi fila y me volví a sentar en mi butaca. Llevaba la mano izquierda fuertemente cerrada en un puño. Un puño que contenía mis bragas convertidas en un ovillo de tela. Aún habiéndolas mojado un poco antes de entrar en el baño, no había conseguido ponerme lo suficientemente cachonda en él como para poder masturbarme.

Así, elevé el riesgo de mi masturbación aérea: lo haría sentada en mi butaca con pasajeros delante y detrás de mí, con el hombre dormido de mi lado y con las azafatas pasando, cada poco tiempo, por el pasillo central.

Había sido buena idea vestirme ese día con una falda negra de volantes que terminaba justo antes de llegar a mis rodillas. De ese modo e imitando a mi compañero durmiente, cogí, sólo con la mano derecha, mi chaqueta dejada en el asiento de al lado y, como si me la pusiera de manta para echar una cabezada, me cubrí con ella los muslos al mismo tiempo que subía mi falda hasta la altura de la cintura.

Aquello era puro morbo. Un morbo tan auténtico que notaba cómo mi coño empezaba a mojarse solamente estando en aquella situación. Y era que, aparte de la chaqueta y de las sandalias… ¡estaba desnuda de cintura para abajo!

Comprobé la hora: 19:26 pm. Menos de media hora para el aterrizaje. Tenía tiempo pero no debía distraerme. Sin más vacilación, metí la mano derecha por debajo de la chaqueta en busca de placer. Bastaron unos pocos roces de las yemas de los dedos índice y corazón sobre el clítoris para hacer humedecer por completo mi sexo.

Mantenía la separación justa entre mis piernas para que mi mano tuviera un acceso fácil y, al mismo tiempo, los muslos sostuvieran, por si solos y en equilibrio, mi chaqueta. El brazo izquierdo lo dejaba descansar sobre el reposabrazos con su mano correspondiente todavía guardando mis bragas en un puño. Cuando sentí que el líquido vaginal empezaba a manchar la butaca, deslicé mis dedos dentro de mi órgano sexual.

Dedos dentro. Dedos fuera. Dedos en mi clítoris. Dedos dentro. Dedos fuera. Dedos en mis labios. Dedos en mi clítoris. Dedos dentro. Dedos… dedos… dedos…

No tenía a un hombre susurrándome “guarradas” al oído. No estaba viendo ninguna escena erótica de una película o serie. Mi mente no divagaba recordándome una práctica sexual realizada en el pasado o una fantasía a querer cumplir en algún momento del futuro. No. Nada de eso. Solamente estaban mis dedos. Mis dedos índice y corazón estimulando miles de ramificaciones nerviosas.

Aquella maravillosa y deliciosa sensación, se multiplicaba cuando percibía los sonidos que producían todas las personas de mi alrededor, haciendo que recordara que me estaba masturbando en público.

La sensación se elevó exponencialmente cuando giré la cabeza hacia mi izquierda y abrí los ojos para descubrir cómo los ojos del hombre trajeado se mantenían fijos en los vaivenes de mi chaqueta, consecuencia directa de los dedos de mi mano derecha no parando de jugar con mi coño.

El hombre trajeado no me llamó la atención, ni avisó a nadie. Tampoco intentó ocupar el asiento existente entre los dos, ni me hizo ninguna señal para querer ser partícipe de mi disfrute personal. Simplemente se quedó en la misma posición que cuando estaba durmiendo pero con los ojos abiertos. Unos ojos que no paraban de mirarme. Se lo agradecí con una pequeña sonrisa a lo cual respondió con otra.

Comprobé que solamente me contemplaba él y, sin ninguna vergüenza, seguí masturbándome mientras percibía cómo no me quitaba el ojo de encima. El estar siendo visualizada por otra persona hizo que llegara al clímax en unos pocos minutos.

Llegado ese momento, cerré con fuerza los ojos, llevé el puño izquierdo a la boca para morder las bragas, evitando así gritar, y aprisioné, con las dos piernas, la mano derecha contra mi vagina. Mis oídos se ensordecieron, mi olfato sólo percibía el olor proveniente de mis bragas y mis mandíbulas ejercían tanta presión sobre la tela de las mismas que pensaba que se romperían la una contra la otra… En aquel instante, me dejó de importar la posibilidad de que me pillaran o el hecho de estar mojando con mis fluidos la mano derecha, el interior de los muslos, la butaca y la chaqueta.

Cuando el orgasmo se difuminó, me quedé sin fuerzas y me dejé estar sobre la butaca con los ojos cerrados como si estuviera durmiendo. Pasado un momento, los volví abrir para empezar a evaluar todas las consecuencias de mis actos. Noté la mano derecha, las piernas y la chaqueta bastante mojadas pero no eran nada comparado con la tela de la butaca. Calificarla de “empapada” era quedarse muy corta. Incluso parte de mis líquidos la habían traspasado, formando un pequeño charco en el suelo del avión.

Hice contacto visual con el hombre trajeado, quien, en ese momento, observó a su alrededor para, después, hacerme un asentimiento con la cabeza. Sabía lo que me quería decir: nadie a la vista. En rápidos movimientos, me sequé la mano derecha y las piernas con la chaqueta, me bajé la falda, me cambié a la butaca del medio y dejé mi chaqueta encima de la butaca que había desocupado para ocultar lo mojada que estaba.

Terminado el proceso, el hombre acercó su cara a mi oído izquierdo y, con una voz casi inaudible, me dijo: “has estado fantástica”. Yo, agradecida por su discreción y ayuda, le tendí mi mano izquierda, entregándole mis bragas: “un placer”.

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19:48 pm. Casa.

-          Vamos, vamos… venga, vamos… rápido…

Estaba en la habitación de Dani, delante de su portátil. Intentaba terminar la fase más crítica de todo mi plan. Si salía mal, me equivocaba o Dani me pillaba; se me caería el pelo. No tendría ningún argumento con el que poder exculparme.

Desde hacía más de un año, había descubierto, por casualidad, la contraseña del Gmail de Dani. Era bastante fácil: parte de su nombre y apellidos combinados con su fecha de nacimiento. Nunca tuve la curiosidad de acceder a su correo hasta después de haberme follado a Andrea el verano pasado. Sospechaba que Andrea era una de esas adolescentes que no paraban de colgar fotos provocativas en sus redes sociales.

Y, en efecto, lo era. Después de acceder un par de veces a su Instagram, lo pude confirmar. Menudas “fotitos” se gastaba: pronunciados escotes, pechos colocados bien arriba y pegados el uno con el otro, ombligos al descubierto, bikinis con muy poca tela, pantalones vaqueros convertidos en bragas, posturas casi sexuales… La primera vez que accedí solamente llegué a masturbarme. En la segunda, me atreví a efectuar varias capturas de pantalla y guardarlas para mí. Ahora, a mediados de marzo, ya necesitaba “material nuevo”…

-          Vamos, vamos… mierda de conexión a Internet, joder… venga, vamos…

Primer paso, acceder a Instagram y poner el correo de Dani. Segundo paso, darle en Instagram a la opción “Has olvidado tu contraseña”. Tercer paso, iniciar sesión en el Gmail de Dani. Cuarto paso, abrir el correo y copiar la contraseña facilitada. Quinto paso, mandar el correo a la papelera. Sexto paso, eliminar el correo de la propia papelera. Séptimo paso, cerrar el correo. Octavo paso, pegar la contraseña en el Instagram y entrar. Último paso, borrar el historial de navegación por Internet antes de apagar el portátil.

Estaba en el sexto paso, casi acabando, pero el (puto) correo no me aparecía en la papelera de reciclaje. El único indicio que quedaba de todo lo que hacía consistía en que, al volver a entrar Daniela en su Instagram, no le funcionaba su contraseña original, obligándola a realizar los pasos que hacía yo para establecer una contraseña provisional y, más tarde, poner una contraseña ideada por ella a su gusto.

Por fin, el correo llegó a la papelera. Con la máxima rapidez posible, lo seleccioné y lo eliminé. Cerré sesión Gmail y pegué la contraseña provisional en el Instagram. A ver con qué fotos me sorprendía Andrea esta vez…

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20:03 pm. Culleredo. Aeropuerto de Alvedro. Entrada.

-          ¡¡¡TAXI!!!

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20:06 pm. Casa.

Me masturbaba sentado en la silla de escritorio de mi hija mientras miraba una foto de su mejor amiga disfrazada de policía. Aunque siendo sinceros, había que reconocer que Andrea, si se quitaba la gorra, la placa y las esposas, se parecía más a cualquier prostituta de la calle que a una policía.

“¡Cómo estaba la niña, joder!”. De entre todas las fotos subidas por los Carnavales y por su último cumpleaños (a inicios de ese mes), había elegido, sin mucho tiempo dudándolo, una instantánea de Carnavales. Andrea se había fotografiado un reflejo del espejo de su habitación. Llevaba botas negras altas, unos shorts vaqueros azules oscuros cortísimos (seguro que era uno de esos de ir enseñando parte de sus nalgas) y una camisa vaquera de manga corta con la que se le veía el ombligo y un tremendo escote. Todo eso lo culminaba con unos morritos hacia el espejo y una postura corporal para hacer sobresalir su trasero.

A pesar de lo excitado que me ponía su foto, no me terminaba de concentrar en la “tarea” que tenía entre manos. Mi mente más pervertida (y enferma) tomó el control de la situación y dedujo que la foto en sí, no iba a conseguir que me corriese. Cuando la alternativa se presentó en mi cabeza como un cartel de neón, la rechacé por completo.

-          Eso es completamente asqueroso, joder.

-          Vamos, Andrés, conozco cada recóndito y oscuro pensamiento de tu alma. Más de una vez has pensado en hacerlo

-          Ya es bastante arriesgado lo que estoy haciendo. Si esta vez no me corro, no pasa absolutamente nada…

-          Muy pocas oportunidades te quedarán para poder intentarloAprovecha ahora

-          …

-          Lo deseaste mueres de ganas de probarlohazlo

-          No.

-          ¡Hazlo!

-          No.

-          ¡¡¡HAZLO!!!

-          Está bien… de acuerdo… ya voy…

“Puta mierda”. Sabía que, cediendo, aumentaba el riesgo de que algo fallara. Pero en esos momentos, pensaba más con mi cabeza de la entrepierna que con la que estaba encima de mis hombros.

Fui hasta la estancia de la casa donde teníamos el calzado, la lavadora y la secadora. Me agaché frente a la lavadora y abrí su compuerta. Su tambor estaba a medio llenar esperando la ropa sucia del viaje de Ana a Madrid. Miré a mi reloj: 20:19 pm. Debía darme prisa. Rebusqué un par de minutos hasta encontrar lo que pretendía: unas bragas usadas de Andrea (en realidad, de Daniela).

Regresé al cuarto de Daniela, me senté en la silla y removí un poco el ratón inalámbrico, haciendo desparecer el salvapantallas. La imagen policial de Andrea llegó de nuevo a mis ojos. Me volví a sacar la polla y comencé a masturbarme otra vez con la mano derecha mientras que con la izquierda me aproximé, a las fosas nasales, las bragas usadas de Andrea (Daniela).

“Menuda diferencia”. Antes de las bragas, sólo había conseguido media erección. Ahora, con las bragas, sentía el miembro completamente duro. Ese cambio hizo que la imagen de Instagram fuera totalmente prescindible y que, tras cerrar mis ojos, mi mente empezara a recordar distintos momentos de las dos veces que me había follado a Andrea.

Su pierna blanca extendiéndose hacia mí en medio de la noche oscura… lo suave que la tenía… sus pechos adolescentes al aire invulnerables a la fuerza de la gravedad… sus pantalones cortos bajando por sus largas piernas… el olor de su coño (aspiración fuerte de las bragas)… sus labios y pubis completamente depilados… lo bien que me sentía metiendo la polla en su agujerito tan apretado… “¡Dios!”. Todavía no me podía creer que hubiera gozado dos veces con el cuerpo de Andrea… con el cuerpo de una adolescente…

Notaba que la eyaculación que iba a experimentar era una de esas en la que los chorros de semen se elevaban varios centímetros por encima del glande, pudiendo acabar en el portátil, en el suelo o en mi ropa. No quería que su destino fuese ninguno de ellos, así que, cuando presentí que estaba a punto de correrme, llevé las bragas (las cuales iban a desaparecer misteriosamente) hacia mi glande para evitar salpicar nada.

La mano derecha sujetando la “manguera”, la mano izquierda tapando, con las bragas, la salida del “agua”, los ojos cerrados, la boca abierta articulando leves jadeos y el cuerpo encogido y echado hacia adelante en la silla como si me hubieran disparado en el estómago…

Cuando mi polla dejó de expulsar semen y comenzó a desinflarse, abrí los ojos y, a mi espalda, noté la presencia de alguien. Solamente existían tres posibilidades: que fuera Daniela, que fuera Ana o que fuera un ladrón. De forma muy suave, escondí, por dentro del calzoncillo, a mi miembro junto a las bragas manchadas. Me giré un poco y vi a Ana de pie, bajo el marco de la puerta, con una expresión seria y totalmente paralizada.

Hubiera preferido, un millón de veces, toparme con un ladrón que con ella…

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20:44 pm. Casa. Cuarto de Daniela.

-          Solamente… te lo preguntaré una vez... y-no-me… mientas… ¿quién es la mujer de la foto?

-          Es… es… es An… Andrea…

Apenas oí el nombre de Andrea cuando otro sonido llegó a mi conducto auditivo: el de Daniela abriendo la puerta del piso. Tan sólo tuve unos segundos para reaccionar:

-          Apaga el portátil y limpia… (“no puedo creer lo que voy a decir”)… lo que hayas manchado. Voy a llevar a Dani a la cocina. No tardes.

Sin darle tiempo a que me respondiera, salí a recibir a mi hija. Mientras recorría el pasillo, las neuronas de mi cerebro empezaron a conectar hechos aislados hasta ese momento: aquel día en la playa de Coruña con Andrea, la reactivación de sus ganas de sexo conmigo, la más que fijo camiseta azul de baloncesto de Andrea de debajo de nuestra cama, masturbarse viendo fotos de la propia Andrea…

Durante el abrazo con Daniela, las neuronas expresaron su conclusión más probable para todos esos hechos: Andrés sentía una gran atracción sexual hacia Andrea lo que le llevaba a masturbarse pensando en ella y, seguramente, a follarme imaginando que yo era ella…

No sabía el porqué me jodía tanto aquello cuando era yo la infiel con Ricardo pero no podía negarlo: estaba celosa de una cría de 17 años…

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23:14 pm. Mi habitación.

Desde ayer por la tarde, su foto de perfil en Whatsapp ya no me aparecía y los mensajes que le mandaba sólo obtenían un “visto”, lo que indicaba que yo los mandaba pero ella no los recibía. Seguramente me había bloqueado…

No desistí y lo volví a intentar llamándola. Marqué en el teclado del móvil, los nueve dígitos de su número de memoria. Pulsé la tecla verde de llamar… un pitido… y… fin automático de la llamada…

-          ¡¡¡¡¡JOOOOODER!!!!!

Me incorporé de la cama para lanzar el móvil contra el suelo. Me había bloqueado también las llamadas. ¿Es que no lo entendía? Yo la quería. No me importaba que ahora estuviera saliendo con ese médico nuevo del Centro de Salud. Se lo podía perdonar. Tenía que recordarle lo mucho que nos queríamos y para conseguirlo, lo prioritario era convencerla de que se quedase en Roble.

Mañana, después del turno en la funeraria, iría de nuevo a su portal para intentar hablar con ella. “Lo vas a conseguir, Manuel, lo vas a conseguir”.

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* Querido/a lector/a… ¿preparado/a para el relato 16? Si tienes alguna teoría, reflexión, idea o esperanza en mente sobre el final, compártela en la zona de comentarios.