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Secretos de pueblo (5/16). Ricardo.

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Secretos de pueblo (5/16). Ricardo. Polvo navideño.

Las personas, descripciones, hechos y localidades de este relato son pura ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia… o no.

Al no decir nada, bajé mi cara hacia la suya y comencé a besarla. Primero suavemente. Luego, viendo que ella no me detenía, más fuerte.

Presentación

Buenos días. Mi nombre es Ricardo Hidalgo, tengo 45 años y soy dueño y director de la constructora Hidalgo SA, fundada en los años 70 por mi padre, Santiago Hidalgo, en Roble, un pueblo gallego de la provincia de A Coruña. Mi padre: un Amancio Ortega a pequeña escala. Acabada la carrera de Arquitectura, se puso a trabajar como autónomo diseñando chalets para gente “pudiente” del pueblo. Se le podría considerar un arquitecto ambicioso pues, cansado de tener discusiones, broncas y algún que otro amago de agresión con las cuadrillas de obreros contratadas para hacer palpables sus bocetos, decidió alquilar la suya propia y dar un servicio más completo a los clientes.

Ante los resultados positivos cosechados, mi padre constituyó su propia empresa. Mediante esa nueva cara y respaldado por algunos de los personajes más importantes de la sociedad del pueblo, siempre lograba ser el principal candidato del alcalde de turno para todo concurso destinado a la construcción o remodelación de edificios públicos.

Yo me uní a la empresa en enero de 1998. Al enero siguiente ya era subdirector, teniendo sólo por encima a mi padre, al que tenía que consultarle toda decisión que tomase. A pesar de ello, le convencí para ampliar el negocio apostando por la construcción de bloques de pisos para personas de clase media. Me dio “luz verde” y fue ahí cuando la empresa empezó su expansión por los alrededores del pueblo.

El negocio vivía su época dorada teniendo a su director al frente de la vía pública y de la privada “rica” y a su subdirector al frente de la vía privada “obrera”. Mi padre me dejó su puesto en enero de 2007, tomando yo todo el control y quedando él como asesor externo. Al año siguiente, 2008, se jubiló definitivamente. Una jubilación corta ya que, a finales de agosto del mismo año, su corazón de 66 años no aguanto más.

La fecha en la que nos dejó fue como una especie de augurio pues, en los meses siguientes, todo el país y, en particular, la empresa, sufrió las consecuencias de la crisis financiera surgida en Estados Unidos. Pudimos capear la tormenta diversificando el negocio y, en la actualidad, tocamos, en mayor o menor medida, todos los palos relacionados con la construcción: chalets, pisos y edificios públicos; junto con obras menores como remodelaciones y mantenimientos.

De este modo, puedo asegurar que trabajo no me falta y dinero tampoco. La salud la mantengo de forma satisfactoria gracias al ejercicio, a cuidarme de excesos y a chequeos médicos cada seis meses. Sí, lo reconozco, el repentino infarto de mi padre me ha dejado huella.

Sin embargo, en la vida no se puede tener todo y en el amor me pegué el batacazo. Después de años de mucho sexo y poco compromiso tanto en el instituto como en la Universidad, conocí a Diana en mi último año de carrera (ADE y Derecho). En el tiempo que duró nuestra relación, hubo tiempo para una boda y para el nacimiento de mi primer y único hijo, Christian.

No obstante, desde que se quedó embarazada, ella se centró totalmente en el niño, dejándome de lado a mí y a mis necesidades, sobre todo, las sexuales. Intenté darle tiempo pero cumpliéndose justo un año del nacimiento de Christian, no pude contenerme y “estallé” con Ana, una candidata a un puesto vacante de comercial en la empresa. Ahí comprendí que mi amor por Diana como esposa y compañera se había transformado en un simple afecto como madre de mi hijo.

Desde ese momento, fui satisfaciendo las demandas de mi cuerpo con numerosas mujeres como había hecho en el pasado. De entre todas, destacaba precisamente Ana, con la que había tardado casi dieciséis años en follar por segunda vez…

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Viernes, 23 de diciembre de 2016.

 

17:33 pm. Mi casa.

Desde que empezó la crisis, había decidido organizar, cada año, una comida de Navidad para los miembros más representativos de la empresa y así celebrar la supervivencia del negocio una temporada más. Ese año, mi residencia, un chalet a las afueras del pueblo, era el lugar para realizarla.

La mesa se presentaba como la prueba tangible de que la comida había finalizado: platos de postre vacíos o con varios trozos de tarta sin comer, tazas de café vacías o medio llenas, cubiertos y palillos desperdigados por la mesa sin ningún orden, colillas y cenizas en ceniceros, corchos al lado de sus correspondientes botellas de champán ya vacías, chapas de botellines de cerveza ya retirados, copas, una cubitera con hielos convertidos en agua, manchas de todo tipo en el mantel…

-          ¿Señor?

-          Mmm…

-          ¿Señor?

-          ¿Qué?, perdona Pilar, ¿qué me decías?

-          Señor, ¿podemos ir recogiendo la mesa?

-          Mmm sí, empezad… lo último los vasos de los todavía presentes y las botellas que aún no estén vacías.

-          A sus órdenes, señor.

Le di un último trago a mi Gin Tonic y me levanté de la mesa mientras Pilar y Martina, mis dos empleadas de hogar, empezaban a recogerla. En ese momento, aproveché para tocarle, disimuladamente, el culo a Martina y apretárselo durante una fracción de segundo. Aquello era el recordatorio para que esa noche se pasase por mi habitación a la hora de siempre.

Fui hasta la ventana del comedor pasando a lo largo de la mesa. Una mesa con la mayoría de sus sillas vacías ya, quedando apenas unas pocas personas: mi secretaria Esther, unos miembros del departamento de ventas y otros pocos del de publicidad y marketing. Los demás trabajadores ya se habían ido bien para comprar los últimos regalos de Navidad, por tener planes para la tarde o porque simplemente querían irse.

Llegué hasta la ventana. La oscuridad se cernía sobre la claridad. Apenas eran las seis de la tarde y ya era más noche que día. Saqué mi iPhone y comprobé que no tenía llamadas ni mensajes de Whatsapp de Christian. Seguramente estaba con Andrea, su última “conquista” e hija de uno de mis trabajadores.

-          Mmm, ¿Ricardo?

-          ¡Ah! Hola Ana, ¿te lo estás pasando bien?

-          Sí, sí, muy bien. Perdona por ser tan directa, pero ¿tienes baño en el piso de arriba?

-          Sí, ¿por qué?, ¿no funciona el de este piso?

-          Supongo que sí pero lleva ocupado un buen rato, llamamos a la puerta pero no contestan.

-          ¿Y sabes quién está dentro?

-          Creo que es Toño.

-          De acuerdo, voy a ver… y sí, puedes subir al de arriba. Pasillo de la izquierda, puerta de la izquierda. Hay un dormitorio pero pasada otra puerta está el baño.

-          Gracias.

Acordándome de la hija, aparecía en escena su padre. Andrea era la hija de Toño, es decir, Antonio Pérez, uno de los capataces de las obras de la empresa. Antes de ir al baño a comprobar si se encontraba bien, le mandé un mensaje a mi hijo.

“Me da igual con quien estés. Hoy duermes en casa. Avísame de la hora y lugar para que Felipe te recoja”.

Felipe completaba mi plantilla de personal doméstico, ocupándose principalmente de ser el chófer de la familia y la persona responsable de la vigilancia y mantenimiento del chalet. Pilar y Martina se encargaban de las comidas (las tres diarias), de la ropa (lavadora, secadora y plancha), de la compra y de la limpieza general de las estancias de la casa. Tanto él como Pilar, fueron contratados por mi padre y llevaban en la familia desde que mi madre había muerto siendo yo adolescente. A Martina, de origen argentino, como a otras anteriores a ella, la había contratado yo más por “diversión” que para ayudar realmente a Pilar en las tareas de la casa. Cuando me cansase de ella, no le renovaría el contrato y vendría una nueva en su lugar.

Toc, toc.

-          ¿Toño?... soy Ricardo… ¿Toño?... Toño, abre la puerta… ¿¡Toño!?... ¡¡¡ABRE LA PUERTA!!!

Escuchaba como Toño vomitaba, luego abría el grifo del lavabo, lo cerraba y, por fin, estaba oyendo la cerradura de la puerta.

-          Ya estoy, ya estoy… baño libre…

La imagen de Toño en los últimos meses me empezaba a inquietar. El hombre que abría la puerta de uno de los baños de mi casa era más bajo que yo, calvo en la coronilla, quedándole un pelo negro con profundas canas blancas en el resto de la cabeza. Ojos marrones oscuros, casi negros, leves ojeras y barba de varios días sin afeitar. Conservaba unos brazos fuertes y musculosos pero la grasa había ganado la batalla en su vientre, formándosele una popularmente conocida “barriga cervecera”.

-          ¿A dónde te crees que vas, Toño?, ¿cuánto has bebido?

-          ¿A ti qué te importa? Déjame pasar…

-          No pienso permitirte salir de aquí hasta que no me digas todo lo que has bebido.

-          Lo justo y necesario, jajaja…

-          No estoy para bromas, Toño… ¿Toño?

Toño había parado de hablar al mismo tiempo que le desaparecía la sonrisa de su cara, cerraba los ojos y se inclinaba hacia delante. Yo estaba preparado para una posible reacción violenta pero no para el vómito que me echó por todo el jersey. “¡La madre que lo parió!”. Viendo que no tenía el convencimiento de que no fuera a vomitar más, se giró 180 grados y volvió a arrodillarse delante del inodoro. Ese panorama era lamentable, más propio de un universitario que no sabía controlar su ingesta de alcohol que la de un hombre ya maduro, con mujer e hija.

Decidí dejarlo allí. Cerré la puerta y volví al comedor. No encontré a la persona que buscaba y me dirigí hacia la cocina.

-          Pilar.

-          ¿Sí, señor?

-          Busca a Felipe y llévalo hasta el baño de la planta baja. Dile que entre, está Toño vomitando. Cuando crea que ha parado que le pase la ducha por la cara hasta que se despeje y luego que lo traiga hasta la cocina para que se tome unos cafés, manzanillas o lo que consideres más apropiado.

-          De acuerdo, señor.

Salí de la cocina y, procurando que ninguno de los demás invitados a la comida me viera con las muestras del estado de embriaguez de Toño (el jersey con su vómito), empecé a subir las escaleras hacia el piso de arriba. En ese momento, noté vibrar el iPhone en mi bolsillo. Era la respuesta de Christian. Un simple número: “11”. Respondí al momento.

“Felipe te esperará a las 9 y media en el portal”.

Tenía que reconocer que Christian me superaba en el terreno sexual durante la etapa del instituto. Aprovechando que era hijo del dueño de una constructora, se hacía con las llaves de pisos acabados y amueblados para llevar allí a chicas y follárselas, ya que el chalet donde vivíamos estaba bastante alejado del pueblo para poder recorrer la distancia a pie y, por tanto, dependía del coche (conducido por mí o Felipe) para ir de casa al pueblo o del pueblo a casa.

Cansado de que todas las comerciales lo hubiesen pillado mínimo una vez al ir enseñar un piso y viendo que su rendimiento académico iba cada curso a peor, decidí poner en práctica un experimento. En septiembre de ese mismo año, 2016, y comprobando que había aprobado todas las materias de 4º de ESO que había suspendido en junio, le propuse “independizarse”.

En un par de semanas, empezaría Bachillerato y quería que se pusiera las pilas, así que le comenté la posibilidad de vivir la parte lectiva de cada semana (tarde-noche del domingo hasta la mañana del viernes) en el pueblo, en un piso propiedad de la empresa. Solamente le exigí una condición: sacar una media de siete en cada trimestre de ambos cursos de Bachillerato. Él aceptó al instante.

A pesar de que el día anterior había visto en su boletín de notas varios nueves, ochos, sietes y seises; no estaba dispuesto a dejar que mi hijo me mangonease o perder el más mínimo grado de control en la relación padre-hijo que manteníamos. Así que recalqué la hora con un nuevo mensaje.

“9 y media”.

Llegué al piso de arriba y me quité el jersey, harto de aquella peste a vómito. Entré en mi dormitorio y, antes de coger otro limpio, fui al baño contiguo a dejarlo en el bidé. Accedí directamente, sin llamar, pensando que estaba libre pero me topé con Ana en el lavabo, delante del espejo y con muestras de haber estado llorando.

-          ¡Vaya! Perdona Ana… ¿estás bien?

No me contestó al instante. Intentó quitarse las lágrimas de la cara con las manos para aparentar que no le pasaba nada, pero era una tarea inútil.

-          Sí, perdón, ya me voy.

Entré de forma completa, cerré la puerta y dejé el jersey en el bidé.

-          No, no estás bien, ¿qué te pasa?

-          Nada, de verdad, Ricardo.

-          Ana, nos conocemos desde hace bastantes años y eres una magnífica profesional pero ahora no me puedes “vender” que no te pasa nada. Venga, confía en mí y cuéntamelo.

Me coloqué detrás de ella. Observé como terminaba de secarse las lágrimas con las manos. Cuando lo hizo, no se giró y me miró a través del reflejo del espejo.

-          Hace unos días… se cumplieron veinte años de la muerte de mi padre y… mi madre ya no está… Andrés trabaja mucho y no se acordó… en realidad… nadie se acordó… sólo yo… Daniela cada vez me necesita menos… no sé… me siento sola… muy sola…

Mientras expresaba todo, sus ojos, rápidamente, volvieron a llenarse de lágrimas. Cuando no pudo articular más palabras, las lágrimas se desbordaron y volvieron a extenderse por sus mejillas.

-          Tranquila, Ana, tranquila. Ven aquí.

Me sentía raro. En realidad, me sentía muy raro. No consolaba a una mujer desde que Diana me había confesado que estaba embarazada. Aunque esa vez, ella lloraba de alegría. La última vez que consolé a una mujer llorando por tristeza, dolor, desesperanza fue… ¿nunca?

Ella me abrazó y hundió su cara en mi pecho, no parando de sollozar. Yo la abracé para intentar que se calmara. Vaya día llevaba: Christian, Toño y ahora Ana. Con aquel contacto físico, mi pene empezó a endurecerse… ¡Lo que me faltaba! Acaricié de forma rápida y fuerte los brazos y espalda de Ana como si intentase que entrara en calor. En realidad, pretendía que se tranquilizara para poder separarme de su cuerpo. Ella me abrazó con más fuerza y mi pene acabó el proceso completo de la erección. La situación me estaba poniendo muy cachondo.

Desde mi vuelta al “mercado”, hacía casi dieciséis años, follaba con muchas mujeres: “profesionales del placer”, algunas clientas de la empresa (solteras, emparejadas o casadas), Martina y las chicas anteriores contratadas para trabajar en casa, mi secretaria Esther, mujeres que conocía por webs y aplicaciones de citas… Sin embargo, con Ana, solamente había sido el día de su entrevista de trabajo. Nunca más lo volví a intentar. Hasta ese momento.

No sé si notaba o no mi pene totalmente erecto y duro, pero con un poco de delicadeza y esfuerzo conseguí separar su cara de mi pecho y hacer que me mirase a los ojos. Al no decir nada, bajé mi cara hacia la suya y comencé a besarla. Primero suavemente. Luego, viendo que ella no me detenía, más fuerte. La giré de nuevo contra el lavabo con un pelín de brusquedad y le levanté la falda que llevaba puesta. “¡Que poco glamour!”. Unas medias de color carne hasta la cintura protegiendo las típicas bragas blancas. “¡Qué diferencia con aquel culotte de lencería negro el día de su entrevista!”.

Describir aquellas medias como delicadas era un elogio. Las destrocé fácilmente hasta reducirlas a tres trozos. Uno quedó colgando de su cintura y los otros dos sirviéndole de poco más que de calcetines. Llegué a lo que me interesaba: sus bragas. Se las bajé hasta las rodillas. La sorpresa fue para mal. Sus glúteos antaño bien firmes, ahora estaban un poco fofos y medio caídos. Miré hacia el espejo y su reflejo me descubrió un coño peludo, sin muestras de depilación ni de cuidado personal. Ana denotaba una falta de mantenimiento completa, consecuencia seguramente de un marido pasivo sexualmente hablando.

Aún a pesar de todo, mi pene pedía salir de mis pantalones. Llevaba más de una semana sin echar un polvo y varios días sin masturbarme. Estaba bien cargado. Desabroché toda mi ropa de cintura para abajo y, para mayor comodidad, le quité totalmente sus bragas. Me acerqué a ella y, con un par de dedos, comprobé el estado de sus labios. Muy secos. Observé el lavabo en busca de alguna ayuda. Sólo encontré un dispensador de jabón. Opté por él y me eché tres “disparos” en la mano derecha. Rápidamente, llevé de vuelta mi mano a su coño.  

Por su parte, Ana no decía nada, ni a favor, ni en contra. Parecía estar en trance con su mirada perdida en el espejo. Unté sus labios con el jabón de mi mano. Al terminar y como ella seguía sin decir nada, atraje su culo hacia mí, orienté mi pene hacia su agujero vaginal y apreté para dentro. Se echaba en falta su lubricación natural. A pesar de ello, conseguí introducir bastante pene y empecé el movimiento dentro-fuera. Ella se dejaba hacer sin expresar ninguna emoción, buena o mala, en su rostro. De repente, volví a oír su voz.

-          Ricardo, no te corras dentro, por favor…

Ana había vuelto de donde fuera que estuviera. Sus ojos ya tenían “fondo” y miraban a los míos a través del espejo.

-          No te corras dentro, por favor… dentro, no…

No se resistía a que la siguiese follando pero no quería una corrida interna. Mi conciencia, desde el inicio de la penetración, también me aconsejaba que hacerlo era una locura. No existía preservativo y no sabía si tomaba la píldora. Ana, mi conciencia, el no-preservativo y la posibilidad de no-píldora contra las ganas de eyacular dentro de aquel coño. Cedí. Saqué mi pene de su interior y, con la mano derecha, comencé a masturbarme mientras sujetaba su falda con la izquierda.

No recordaba la última vez que terminaba un polvo masturbándome. Me costó pero, por fin, empecé a correrme en una de sus nalgas. Aún no había finalizado de expulsar todo mi semen cuando Ana se fue rápidamente al inodoro a por papel higiénico. Al acabar de limpiarse, se quitó todos los restos de las medias que llevaba puestos. Luego, sin decirme nada, salió del baño tan deprisa que olvidó sus propias bragas. Cuando bajé a la planta baja, ya se había ido.

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El lunes siguiente en la oficina, decidí devolverle en una cajita las bragas limpias y dobladas a Ana. Únicamente recibí un “gracias”.

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Durante todo el mes siguiente, enero de 2017, solamente intercambiamos frases de saludo, de trabajo y de despedida. Su rendimiento laboral no se veía afectado pero aquella relación tan fría entre ambos, después de lo que había pasado, no era normal.

Estuve rayado hasta inicios de febrero. Un día, a última hora de la tarde y ya cerrada la oficina, Ana llamó a la puerta de mi despacho. La hice pasar y ella me entregó una cajita de cartón. La abrí y lo primero que me encontré fue un envase vacío de pastillas. No me sonaba la marca del medicamento pero noté que eran muchas pastillas para solamente un envase. Conté siete en cada fila. Cuatro filas. Veintiocho en total. Comprendí el número con lo que quedaba en la cajita: unas braguitas blancas dobladas. Cuando levanté la cara para mirarla, ella se había quitado la falda y dijo:

-          Cuando quieras, podemos empezar…

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Sábado, 20 de enero de 2018.

 

18:55 pm. Madrid. Paseo de la Castellana. Recepción del Hotel Cuzco.

Había pasado casi un año desde el día que Ana me dio una cajita con sus bragas y un envase vacío de pastillas anticonceptivas. Casi un año desde que empezamos nuestros encuentros clandestinos en mi despacho hasta que nos pilló Christian la tarde de las hogueras de San Juan.

En ese momento, tuve que sobornar a mi hijo, convencer a Ana de que Christian no se iría de la lengua e idear un plan alternativo para continuar con nuestras “reuniones”.

Seguía contando con Esther, mi secretaria, para controlar los calentones que me dieran en la oficina. Así que con Ana opté por escapadas mensuales de fin de semana a Madrid. El plan se concretaba con una tapadera para su marido y para el resto del personal de la oficina (convenciones de constructoras) y con la reserva de un hotel para cada uno. El Aitana para ella. El Cuzco para mí. Los viernes en el primero. Los sábados en el segundo.

Precisamente era sábado y me tocaba esperar por Ana en la recepción de mi hotel como ella hizo el día anterior en la del suyo. Faltaban unos pocos minutos para que entrase, subiéramos a mi habitación y diéramos rienda suelta a nuestros más bajos instintos…

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