Me enamoré de ella nada más conocerla porque
aparte de dominante, estricta, dura y cruel, era también cariñosa, aunque
resulte paradójico. O precisamente por ello. Pero estaba casada. Así que no
la molesté y me alejé de ella, hasta que un día supe que había roto la
relación y que estaba sola. Era una mujer de altura y complexión media, con
la melena morena que le llegaba a media espalda, la piel clara y los ojos
azules, pero aparte de su físico su principal atractivo estaba en cómo te
dominaba, aunque tú no quisieras.
Tenía una voz sensual que mandaba y sometía sin dar gritos, con elegancia,
con una clase que te hacía ver que la única forma de estar con ella, de
relacionarte con ella, era siendo su más sumiso esclavo. No había otra forma
y tú mismo lo sabías y reconocías nada más conocerla. Fue muy fácil. Ella
intuyó que yo era sumiso y yo intuí que ella había nacido para dominarme,
para someterme, para suprimir mi voluntad y convertirme en su objeto de
placer, en su esclavo más sumiso. No hubo casi nada que hablar. Todo fue muy
fácil. Ella me dijo que debería obedecerla absolutamente en todo sin
preguntar jamás por qué.
Y le dije que sí. Ella me dijo que jamás podría penetrarla porque un esclavo
jamás penetra a su Diosa, que su coño es sagrada y que penetrarla sería una
profanación. Que me moriría sin haberla penetrado ni haber follado jamás con
ella. Y le dije que sí.
Ella me dijo que los cuernos no sólo serían la base de nuestra relación sino
que me los pondría, aunque no tuviera ganas, por el siempre hecho de que
podía hacerlo. Y también me dijo que si llegaba un punto en el que no los
pudiera soportar, por celos o por lo que fuera, me los pondría más aún. Que
eso era innegociable y que jamás dejaría de ponérmelos desde la noche de la
boda hasta el momento de mi muerte. Y le dije que sí.
Ella me dijo que me azotaría el culo o me abofetearía todos los días, sin
motivo, porque sí, porque podía, para demostrarme que tenía todo el poder
sobre mí y que esté era continuo y sin pausa. Y le dije que sí. Ella me dijo
que jamás podría tocar, lamer o besas sus pechos, porque esa parte de su
cuerpo sólo estaría al alcance de sus amantes que si podrían chupar sus
tetas, lamerlas o tocarlas. Y yo le dije que sí. Ella me dijo que sólo
podría lamerle el coño después de haber follado con otro, aunque tendría que
lamer su culo continuamente para excitarla y que así llamara antes a sus
amantes para satisfacerla. Y yo le dije que sí.
Ella me dijo que si le apetecía, tendría que besarle los huevos a sus machos
para darles a entender que ellos eran los machos dominantes y yo el marido
sumiso y cornudo. Y yo le dije que sí. Ella me dijo que a partir de ese
momento sólo levaría bragas para que me sintiera femenina, sumisa y más
puta, y al verme así, al sentir las bragas aún cuando fuera por la calle,
comprendiera lo lógico, sensato y natural que era que ella follara con
machos, al tener en casa una puta sumisa y femenina. Y yo le dije que sí.
Ella me dijo que si le apetecía, me azotaría delante de sus amantes para que
así ellos se excitaran con las escena y pudieran follarla mejor. Y yo le
dije que sí.
Ella me dijo que me pondría los cuernos con los compañeros de trabajo, con
algunos vecinos del edificio, con algunos clientes del bar en el que tomaba
el café e incluso con mi jefe, para que así me sintiera también humillado
cuando ella no estuviera. Para que me sintiera su sumiso cornudo y
humillado, en su ausencia, cuando fuera al trabajo, a tomar café bajara en
el ascensor o me entrevistara con mi jefe. También follaría con los amigos
con los que salíamos a cenar y de copas, es decir con los maridos de los
cuatro o cinco matrimonios con los que salíamos por ahí los fines de semana.
Y yo le dije que sí.
- ¿Quieres entonces casarte conmigo? -me preguntó, una vez que hubo
terminado de exponerme sus condiciones.
- Sí, sin dudar.
Y nos casamos, aunque antes tú habías celebrado tu despedida de soltera
follando con todos tus amantes y yo hice la mía sabiendo que estabas
follando con todos mis amigos. Creo recordar que en el banquete de boda no
había ni un solo hombre que no hubiera follado contigo y que no me hubiera
hecho cornudo. Bueno no. Había algunos, como tu padre y el mío, pero esos no
cuentan.