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Expiación de Culpas 3: El origen del juego 1

en Sexo con maduros

Expiación de Culpas.

Tercera Parte: El origen del juego I.

Priscila se encontraba nerviosa, habían pasado tres semanas desde la trascendental visita del Padre Patrick a su casa, tres semanas desde que se había entregado por completo a otro hombre que no fuera su esposo.

Aquellas tres semanas en que había renegado de aquella mujer libidinosa, tiempo en que la culpa y el arrepentimiento se habían apoderado de su conciencia. Sin embargo, la rubia esposa y madre de dos niños, también había visto crecer la lujuria en ella día a día, semana a semana. Cómo un insaciable animal al cual no se le ha alimentado. Tres semanas en que lentamente había vuelto a caer en pensamientos impuros y en el carnal deseo que la trastornaba.

Trató de enfocar sus energías en su familia, en Fernando que todavía sufría la muerte de su tío. Trató de enfocarse en el trabajo, evitando situaciones que la hicieran recaer. Sin embargo, en los momentos de soledad su mente volvía al recuerdo de esa tarde con el padre Patrick, del deseo satisfecho al final de ese encuentro, de los momentos previos cuando sus cuerpos se rozaban sin cesar… y se daba cuenta que no dudaba ni dudaría en masturbarse recordando aquella tarde. Aunque jamás llegara a la excitación que le suponía el sexo real.

Situación por la que buscaba a Fernando cada noche, pero su marido a pesar de desearla y amarla como ningún otro hombre, no estaba de ánimo para hacer el amor todos los días, como mucho dos o tres veces a la semana. Y eso sumado a la baja creatividad e intensidad de Fernando a la hora de tener sexo con su esposa, tenía a Priscila francamente frustrada.

La mujer se arropaba más que antes, cubriendo ese cuerpo de piel suave y curvas sensuales que tantos ojos atraía. Priscila pensaba que su cuerpo era su bendición y maldición en si mismo.

Aquel breve encuentro con el padre parecía ser el centro de su idilio y su tormento, así que pensó que debía dejar ese singular momento atrás para que su cuerpo olvidara el dulce pecado experimentado.

Muy a su pesar, Priscila empezó a pensar que debía aclarar las cosas con el padre Patrick y decirle que había sido un error. La muchacha decidió que debía asegurarse que esto no volviera a pasar y para eso necesitaba saber que el padre Patrick no la buscaría, ni le causaría problemas en el futuro. Entonces la rubia tomó la decisión de buscarlo el lunes después de su media jornada de trabajo.

Esa tarde era calurosa y a pesar de que Priscila no necesitaba llevar el abrigo largo que usaba, pensó que sería mejor usar algo que ocultara la falda café y la blusa blanca que se ajustaban demasiado a su voluptuosa forma. Además no estaba segura por qué se usaba aquel calzado de estilete alto que favorecía su ya espectacular trasero, ni porque había arreglado con un collar de cuentas negras en su estilizado cuello y unos aros finos de plata, ni tampoco sabía el porque de su maquillaje especial.

Sin quererlo, se había vestido más sensual de lo habitual. Por semanas había tratado de que su cuerpo pasara desapercibido, pero para el día en que había decidido hablar con el cura para dejar las cosas en el pasado, había instintivamente vestido con cierto toque sensual. Cosa que le hizo notar Alex, el pillo compañero de trabajo que había tratado de besarla en una ocasión, con más de un piropo, e incluso Blas, su jefe, le dedicó más de una mirada al pasar aquella mañana.

Priscila estaba inquieta al salir de su trabajo, especialmente después de que Alex la invitara a almorzar y ella sin saber porque había aceptado. Llamó a su marido para decirle que iba a almorzar con varios compañeros de trabajo y, luego de sacarse el abrigo por el calor y colocarse unos grandes lentes de sol, se subió a la Ford Raptor roja de Alex.

En el camino la blonda se dedicó a escuchar a su compañero hablar de su camioneta, mientras observaba el camino y disimulaba no darse cuenta que Alex le miraba con frecuencia sus senos o sus piernas. El corazón de Priscila estaba acelerado y no podía evitar sentir una pequeña excitación.

El almuerzo había estado lleno de galanterías por parte de Alex y Priscila se daba cuenta que ella reía y miraba con coquetería cada ocurrencia de su compañero. Aún se preguntaba porque había aceptado almorzar con Alex, le observó disimuladamente: un hombre cercano a los cuarenta, cabellos cortos y negros, bien vestido y perfumado. Atlético y quizás atractivo sino fuera por unos labios muy gruesos y unos ojos pequeños para un rostro fuerte y cuadrado.

Llevaban dos copas de vino para acompañar una porción pequeña de lasaña y el postre cuando una llamada entró al teléfono celular de Alex, que se encontraba en el baño. El teléfono sonaba en la chaqueta colgada en la silla. Priscila sintió curiosidad, tomó el aparato de la chaqueta y observó que se trataba de Valeria, la novia de Alex. Sin saber por qué apretó el botón de contestar, pero se mantuvo en silencio escuchando.

"Alex ¿Amor? Soy yo… ¿me escuchas? – decía la voz en el teléfono -. ¿Amor?… necesito que me vengas a buscar al aeropuerto… ¿estás ahí? ¿Me escuchas? Yo no te escucho… Te llamó luego…"

Priscila colgó, borró la llamada y se apresuró a devolver el teléfono a la chaqueta, mientras observaba en dirección del baño de hombres. Momentos después apareció Alex y se pusieron a conversar, pero fueron interrumpidos por una nueva llamada.

Alex contestó muy serio, asintiendo a lo que sea que le dijeran en el teléfono y con cara de molestia cortó. Se excusó ante Priscila diciendo que era Blas y que necesitaba volver a la oficina rápidamente. Priscila le dijo que no había problema, que podían almorzar en otra ocasión.

Alex pagó la cuenta y en la calle se despidieron con un beso muy casto en la mejilla, pero con cierta complicidad en sus miradas.

Priscila tomó un taxi y se dirigió a ver al padre Patrick, en el camino se sentía excitada por su comportamiento con Alex, su coquetería y su arrebato al contestar el teléfono. Se colocó su abrigo mientras su mente trataba de calmarse sin éxito, por lo que sin saber porque la Blonda mujer le regaló al taxista una buena vista de sus bonitas piernas mientras observaba al conductor enmascaraba su mirada a través de las gafas grandes y oscuras.

Llegó a la iglesia a la hora que tenía planeado, cerca de las 3 de la tarde. La hora que el padre tenía su siesta, la hora con menos parroquianos en aquella zona de la iglesia.

Caminó por la nave de la iglesia, hasta un pasillo lateral. Sus tacos altos y finos hacían más ruido del deseado, sin embargo, las miradas de la pareja de ancianos rezando en el lugar sólo mostraban a una mujer rubia cubierta por un largo abrigo dirigirse a una puerta lateral. Nada realmente sospechoso, pero Priscila estaba tan nerviosa que tenía la boca seca.

Avanzó hasta la puerta de los aposentos del sacerdote y escuchó música tras la puerta de la habitación donde dormía. En silencio y sin vergüenza se sirvió una copa del whisky irlandés del padre Patrick, aquel licor que tan bien conocía y que le traía tan fuertes recuerdos. Lo bebió de un par de sorbos largos y rápidos, entonces se dirigió a la puerta cerrada en donde dormía el pervertido clérigo. Y golpeó la puerta con fuerza.

"!Por dios! ¡Os he dicho que no me importunéis a esta hora! – Sonó muy molesta la voz del sacerdote- ¿Quien…"

El cura quedó sin habla al observar a Priscila delante de ella. La mujer sintió un calor en sus mejillas, una especie de vergüenza que se transformó en un extraño escalofrío que bajó por su espalda hasta sus glúteos y que subió por su entrepierna hasta su barriga. Era una sensación de lo más extraña, pero que le hizo avanzar sin ser invitada hasta la pequeña habitación donde un escritorio, una repisa y una cama eran los únicos muebles.

Priscila se quitó el abrigo y se sacó los anteojos de sol. Observó al padre Patrick que la observaba con una mirada extraña, mezcla de miedo y deseo. El silencio duro unos segundos hasta que el sacerdote cerró la puerta con llave y sin mediar palabra se desabrochó el pantalón negro que usaba.

Priscila observó al párroco mientras un calzoncillo anticuado quedaba a la vista, sentía su cuerpo reaccionar instantáneamente a aquel momento. Sus pezones estaban erizados y en su vagina parecía nacer una especie de comezón, entonces pensó que todo aquel deseo de enmendar las cosas era mentira y sus excusas le habían traído frente al padre de nuevo no para dar por pasado el impase con el párroco, sino para volver a colocar en marcha la lujuria prohibida y la satisfacción que sólo había sido capaz de lograr con aquel único encuentro con el padre Patrick.

Así que sin más Priscila, poseída ya por la lascivia de su cuerpo, se acercó al cura, terminó de bajarle el calzoncillo y quedó frente a un pene que comenzaba con premura a tomar su erección y un tamaño que impactaba a la mujer hasta sus entrañas.

"No sabes cuanto te he extrañado, chiquita – le confesó el párroco con voz lastimera, mientras acariciaba el cabello dorado de Priscila-. He temido volverme loco si no volvía a verte"

Priscila al escuchar aquella confesión y sentir la mano del cura sobre su cuerpo, sintió que su respiración se agitaba y que un calor bajaba por su abdomen, forzándola a cometer un nuevo pecado contra su esposo, pues, tomó con fuerza la verga del padre Patrick, acariciándola y pasándola por su cara y labios con vicio, mientras observaba al voluminoso hombre a los ojos.

"Yo igual lo extrañaba, padrecito –dijo mientras la blonda pasaba repetitivamente el glande por sus labios, haciendo suspirar al sacerdote-. No se preocupe. Yo le voy a ayudar a estar en paz, como usted me ha ayudado a mi"

Momento en el cual Priscila se metió parte de la gran verga del padre Patrick a la boca, empezando con una mamada viciosa y desesperada.

El padre comenzó a suspirar, mientras la mujer se trataba de meter más y más adentro la larga y gruesa anatomía del cura. Pero la mujer tenía que retroceder y respirar, instantes que aprovechaba para lamer y besar el tronco cubierto de venas, o incluso chupar los testículos de su amante.

"Eres una diablesa, mi niña – jadeó el cura, mientras acariciaba los senos de la muchacha con ambas manos-. Que rico se siente tu lengua… siento tanto calor"

El padre trató de desabrochar la ajustada blusa blanca de la mujer, pero sus manos eran demasiado torpes, por lo que la muchacha empezó a sacarse la prenda mientras mantenía la mamada sólo con la boca. Cuando al fin se sacó la prenda, un sexy sujetador de copa blanco exhibía ese par de senos grandes que tanto gustaban al padre Patrick y a tantos otros hombres.

El párroco empezó a tomar ambos senos en sus manos y a jugar con sus pezones, mientras sentía que Priscila le lamía y masturbaba con lujuria. Aquella mujer le volvía loco desde que la vio entrar por primera vez junto al tío Beto, hacía mucho tiempo atrás, sin embargo, nunca había soñado con vivir aquella situación.

El sacerdote la separó de su verga, porque deseaba follarse a esa mujer y empezaba a sentir que podía correrse antes de lo que deseaba. Su poca experiencia en el sexo le volvía algo inseguro, pero el deseo le había llevado por el "camino correcto" hasta ahora.

"Desnúdate, pequeña" –dijo el padre agitado mientras se desnudaba el mismo.

Priscila no dudaba ya, con seguridad y sensualidad se despojó de cada pieza que cubría su escultural cuerpo. Sin embargo, ella sabía que tenía mayor experiencia que el padre en aquella lid, por lo que se acostó boca arriba sobre la cama y mirando sensualmente al sacerdote, mientras con dos dedos acariciaba su clítoris, le invitó a acercarse.

"Quiero que me comas aquí primero, padrecito – llevó ambos dedos a la boca, los lamió, llenándolos de saliva y luego se acarició todo el mojado coñito-. Quiero que me hagas sentir rico acá abajo con tus besos y tu lengua… quiero que aprendas a trabajar mi sexo antes que me penetres"

El padre Patrick le miró extasiado, pero confundido. Aquello le dio un poco de asco, sin embargo, la lujuria que corría por sus venas le decía que debía hacerlo. Debía probar aquel lugar prohibido para los de su clase.

La cama era pequeña para la blonda y para el alto y grueso cuerpo del pervertido párroco, por lo que mientras ella permanecía sobre la cama, apoyada sobre los codos y con las piernas abiertas, el sacerdote tuvo que arrodillarse en el suelo y apoyándose en las suave piel de las extremidades de la sensual rubia procedió a inclinarse en busca del sexo, como en una reverencia al altar sacrílego al cual ahora rendía adoración.

El padre Patrick vio los labios vaginales brillantes y el olor le provocó cierto rechazo. Eran largos años de castidad y negación que debía quebrar, largos años de convicción destruidos en ese momento por el deseo a esa mujer. Su cabeza y su cuerpo quisieron resistirse, retirarse de aquel lugar pecaminoso, pero las manos de Priscila le retuvieron ahí y con autoridad le condujeron nuevamente a esa impía zona.

Todavía el padre se resistía, así que la joven pasó sus delicados dedos sobre su intimidad, llenándolos de su fluido y sorprendió al padre llevando esos dedos impregnados a la boca y rostro del padre, que no pudo evitar probar debido a que la otra mano de Priscila le sujetaba del cabello.

"Prueba mis jugos, padrecito –dijo excitada la curvilínea mujer-. Esto lo has provocado tu, así que debes hacerte responsable, padrecito. Bebe de este cáliz"

El padre chupó los dedos de Priscila mientras sentía que el latir de su corazón se replicaba en sus sienes. Avanzó cauteloso, pero sin miedo. Cuando los labios del padre y la nariz se enterraron en la entrepierna mojada y deseosa, la rubia emitió un quejido largo que incitó al prelado a mover su lengua por el coño. El cura sentía una mezcla de asco y excitación, que poco a poco fue remitiendo a una sensación de lujuria total a medida que los gemidos y pequeños grititos de excitación salían de la boca de su juvenil amante.

Priscila sentía que la torpeza y poco experiencia del hombretón iban transformándose en movimientos desesperados y repetitivos en busca de darle placer, lo que a su vez le provocada un calor que se expandía desde su pelvis. Trataba de evitar hacer ruido, pero la celeridad del contacto en su entrepierna, aquella divina presión la enloquecía y no podía evitar vocalizar su excitación.

Cuando los dedos del sacerdote se unieron a la ardua tarea de dar placer a Priscila, la muchacha no pudo evitar un grito corto y fuerte, demasiado para aquel silencioso lugar. La situación asustó al cura que se paralizó al igual que la joven, expectantes y con el oído atento a intrusos en los pasillos. Sin embargo, nadie apareció. Nada de pasos o voces. Ninguna interrupción.

"Te estás portando mal, Priscila – dijo con una sonrisa maliciosa el cura, mientras con tres dedos de una mano renovaba el masaje en los labios vaginales-. Creo que tendré que darte un castigo"

"Padrecito… - balbució Priscila mientras dos dedos de la otra mano del párroco entraban a la boca de la muchacha, haciéndole probar sus propios fluidos vaginales- no fue mi intención. Es que Usted me calienta como nadie"

El libidinoso hombre le observó lleno de una obsesión que poco tenían que ver con sus santos oficios. Aquella mujer que le miraba con ojos celestes inundados en deseo esperaba porque él le penetrara, y por más que una parte de su mente decía que eso estaba mal, su cuerpo y su alma deseaban fundirse con aquel endemoniadamente voluptuoso cuerpo, para hacer gritar de placer a Priscila hasta que su propia semilla se alojara en las entrañas de aquella hermosa y femenina anatomía. Aquella impía tentación que no podía dejar ni olvidar, también le impedía dar marcha atrás.

Priscila lamió los dedos del sacerdote mientras le observaba, uno de sus manos alcanzó la verga del cura y le empezó a masturbar. Sentía que aquel sagrado instrumento del cura era lo único capaz de calmar el pagano deseo de su cuerpo, aquella larga y gruesa verga era la sagrada tentación que le permitía borrar esa malvada lujuria de su mente. Por lo que cuando el padre Patrick se movió sobre ella, dispuesto a hacerle el amor al fin, ella ya completamente entregada no tuvo problemas en ayudar con una mano a guiar el durísimo pene de su amante hasta su humedecido y deseoso coño.

El padre empezó a moverse con desespero y pasión, haciéndole daño a Priscila que tuvo que controlar con la fuerza de sus brazos y manos al sacerdote fuera de si, diciéndole al oído como debía moverse.

Priscila desfrutaba instruyendo a su novel amante en aquellas sensuales artes, sus palabras eran las de una joven profesora dispuesta a sacar todo el viril potencial de su alumno.

"Muévase más despacio padrecito… tranquilo… - decía Priscila mientras trataba de marcar el ritmo con sus propios movimientos de pelvis y cadera- que este cuerpecito no se mueve hasta que me de todo de usted… ahhhhh… si, ese es el ritmo"

El pérfido sacerdote se mantenía moviéndose en silencio, sólo su respiración fuerte y agitada se escuchaba en la habitación acompañando el chapoteo que producía el ir y venir de la verga del cura sobre le coñito mojadísimo de Priscila. Trataba de mantener el ritmo, pero poco a poco comenzó a apresurar la follada, desesperado por alcanzar el clímax.

"Así… siga así… padrecito… - salían las palabras de la boca de Priscila, acompañando los gemidos que ya no podía retener para si-. Fólleme así… mmmmmhh… fuerte… así… ahhh… más rápido… más a fondo… meta bien esa vergota en mi, padrecito"

El sacerdote instintivamente llevó una pierna de la rubia a su hombro, besando la musculatura y la suave piel de aquella extremidad mientras penetraba más a fondo a la muchacha, cuyos carnosos y rígidos senos se movían acompasadamente.

"Que puta eres, pequeña… - soltó el padre Patrick mientras cargaba cada vez más rápido contra el coño, sacando grititos de la curvilínea mujer- ¡Te gusta tentar como un ramera a un hombre como yo! Te gusta verme así… rendido a ti, putón… te gusta ser una guarra"

"Siiii… mmm… me encanta su verga en mi, padrecito – reveló la mujer mientras con la pierna libre trataba de apresurar aún más el ritmo de la cogida -. Soy su puta, padrecito… ¡ay!… soy una puta… quiero verga, padre… más... ah! Ah! Ah! Aaaahhhh!... MÁAAASSS"

El padre continuó acelerando sus movimientos, su cara estaba cubierta de sudor y la habitación era una mezcla de respiración fuerte, gemidos y grititos que el cura trataba de apagar ahora con largos besos en la boca de Priscila. Sin embargo, se dio cuenta que la única oportunidad de terminar con aquello era llevar a ambos al preciado orgasmo.

El párroco comenzó a moverse sin piedad sobre el cuerpo de Priscila, que deseosa buscaba acompañar cada movimiento del cura, presa de un placer que crecía sin límites. El cura le mordía un seno, lamía su cuello y le llenaba su boca con su lengua. Priscila sabía que necesitaba un poco más, así que llevó sus manos a masajear su clítoris y a la verga que se deslizaba fuerte a su interior.

"Dame más, mi amor… -se le salió a la voluptuosa rubia, mientras realizaba frenéticos movimientos de su pelvis- Así…. Ahhhh… más adentro… más fuerte… siiii.. así…"

Aquella simple y corta fricción le empezaron a producir una serie de contracciones en su cérvix que se extendió por la musculatura de la zona, masajeando inesperadamente a su vez la poderosa verga del sacerdote, que empezó a soltar chorros de un viscoso y caliente líquido en el coño de la rubia.

"Siiiiiiiii… ¡que rico! Ayhhhh! – vocalizó en medio del orgasmo la rubia esposa, mientras con movimientos de su bajo vientre buscaba sacar hasta la última gota de semen del cura.

"Me corro, puta –soltó el lujurioso "hombre santo", sin poder reprimir el acento irlandés ni el volumen de su gruesa voz-. Hija de puta… fuckin’ daughter of the holly bitch… - aún con la respiración agitada el padre Patrick buscó la boca de Priscila para darle un largo y húmedo morreo- Quizás eres una enviada de Satán, pero que gusto me has dado…" – le dijo el cura al final.

A pesar de que no era precisamente un piropo, Priscila se sintió contenta y satisfecha. Había aplacado sus propios deseos y también los de su cincuentón amante.

Se mantuvieron unidos unos minutos, recuperando el aliento mientras se daban besos y caricias. El cura observaba con atención y curiosidad el cuerpo de la joven, mientras la blonda no podía dejar de observar lo grande que era el pene del sacerdote, a pesar de ya no estaba en erección.

"Dime, Priscila –preguntó el cura, con aquel acento inglés propio de su tierra- ¿te has portado bien estas semanas?"

Priscila sorprendida miró al padre Patrick. Había tratado esas tres semanas de portarse bien, no había causado desarreglos en su vida. Sin embargo, recordó el almuerzo de aquel día en que había coqueteado con cierto descaro con Alex, su compañero de trabajo.

"Padre… intenté portarme bien –confesó Priscila con voz infantil-, pero hoy quizás no he podido estar a la altura de la madre y esposa que debo ser"

"¿Lo dices por lo que ha pasado conmigo esta tarde?" – preguntó el párroco mientras acariciaba la cintura de la muchacha.

"No, padre – reconoció la sensual joven, mientras observaba como el pene del padre reaccionaba súbitamente a la confesión-. Hoy, antes de venir, me he portado mal" – continuó la rubia, ratificando la reacción que sus palabras causaban en la verga semierecta de su cincuentón amante.

"¿Qué has hecho, pequeña?" – exigió el clérigo, mientras sus caricias bajaban hasta la entrepierna de Priscila.

Priscila tomó el pene del cura y empezó a masturbarlo mientras contaba detalladamente lo sucedido ese medio día al almuerzo. El sacerdote pedía más y más detalles, hostigando a la mujer con caricias en el nuevamente mojado coñito, haciendo que la rubia empezara a exagerar el relato de su conqueteo con su compañero para exacerbar el morbo del sacerdote.

"¿Quiero que me folles?" – exigió la rubia contagiada totalmente por el deseo.

"No… -la sorprendió el cura-. Deseo otra cosa de ti, mi putita… Quiero que me comas el pene mientras yo te como tu vagina"

"Esta bien, amor – se dejó llevar la rubia-, pero esta vez yo estaré arriba suyo, padrecito"

El padre se extendió sobre la cama y Priscila colocó sus piernas al lado de la rubicunda cabeza del cura, empezando con un 69 perfecto, ambos lamiendo y probando el sexo del otro, llevándose nuevamente al filo del placer.

Finalmente, había pasado más de una hora desde que Priscila llegó a la iglesia y el padre se tuvo que retirar a cumplir las labores de su oficio.

Priscila pensó que debía llorar por haberse comportado así y haber traicionado nuevamente a su esposo y a su familia. Pero no se sentía eso en su corazón. No deseaba llorar y la culpa era remitida por la increíble sensación de su cuerpo después de aquel magnífico sexo. Pensó que aquella fogosidad merecía la pena el riesgo y los inconvenientes de su situación.

Se vistió lentamente, retirándose del lugar con cuidado y sigilo extremo. Sin embargo, estaba dispuesta a volver pronto a aquel lugar y a los brazos del padre Patrick. Necesitaba volver a experimentar nuevamente esa lujuria, aquella sagrada tentación en su interior.

Muy pronto supo como solucionar todo.

Priscila comenzó a asistir a un grupo de oración de la iglesia dos veces a la semana, tratando de coincidir con el padre Patrick en los horarios donde menos gente iba a la iglesia. Igualmente la muchacha había empezado a ir a la misa del viernes a las 20.00 horas, donde la concurrencia se limitaba a una veintena de personas que se retiraban rápidamente a su hogar.

A Fernando, su marido, no le había molestado la nueva actividad parroquial de Priscila e incluso le parecía una buena idea tras la muerte del tío Beto, aunque él llegaba demasiado cansado para asistir, por lo que Priscila dejaba a los niños con sus padres esa tarde y noche para pasarlos a buscar después de su visita a la iglesia.

Así la mujer había podido reunirse en más de una ocasión con el cura y conseguir aquella intimidad entre ambos que les dejaba satisfechos. Tal vez no siempre resultaba todo como planeaban, pues, en ocasiones el sacerdote era requerido a última hora para cosas que eran inherentes a su oficio, frustrando los planes de los amantes.

Sin embargo, en ocasiones, Priscila podía alcanzar aquellos orgasmos únicos junto al párroco hasta 3 veces por semana. Priscila que oficiaba como la experimentada y sensual maestra en lo referente al sexo, mostraba en cada sesión todo lo que había aprendido en su juventud y más tarde cuando ya era una mujer casada.

El padre Patrick había experimentado el sexo oral cada vez con más pasión, dándole a Priscila orgasmos que jamás hubiera imaginado por medio de una lengua en su entrepierna. El párroco parecía poseer una habilidad innata para el sexo, superándose constantemente a pesar de la inicial torpeza y llevando a la voluptuosa rubia a nuevas cuotas de sexo y pasión.

Priscila y el padre estaban perdidos en aquel juego de lujuria y secreto. Se deseaban con desesperación, pero hasta el momento habían sabido mantener las apariencias y coartar las ansias cuando no era prudente estar cerca, incluso tratándose con cierta indiferencia cuando estaban en presencia de muchas personas, especialmente conocidos de Priscila.

Sin embargo, muchas veces sólo era cosas de esperar. Y la espera hacía más gustoso el encuentro.

Como aquel atardecer, después de la misa del viernes. En una inhóspita bodega, abarrotada de bancas, sillas y mesas, la rubia arrodillada en el suelo le comía la extensa verga al cura, que con una mano en la cabeza y otra en un seno descubierto por sobre el casto vestido lila, marcaba el ritmo de la mamada. Era una noche en que Priscila, en el suelo sobre una manta veja, era poseída con tutela por el padre desde atrás, con la mujer boca abajo, apoyada en sus rodillas y con el trasero levantado. El cura afirmado de las caderas o cintura de la curvilínea fémina no paraba de meter y sacar la verga de aquel apretadito coño que tantas veces hacía derramar su semilla.

"Dime, pequeña… - solicitó el cura, mientras con una mano tomaba un seno y lo apretaba con una mezcla de fuerza y delicadeza- ¿Te has portado bien?"

Priscila, que gemía con los ojos cerrados, con el rostro hacia el piso, escuchó nuevamente la misma pregunta. El padre Patrick la repetía cada vez que tenían sexo, pero ella no tenía mucho que decir. Las únicas ocasiones en que se comportaba como una puta era cuando estaba con el padre. Así que respondió lo de siempre.

"Padrecito…ah… yo me he portado bien… -Dijo sin pensarlo mucho, pero en ese mismo instante sintió que el padre aflojaba un poco la intensidad de su cogida- …más rápido, amor… quiero que me entierres más esa rica verga"

"Vamos puta… dime – repitió el padre con el acento irlandés muy marcado, sin aumentar el ritmo de su verga deslizándose por la vagina de Priscila- ¿Te has portado bien? ¿O has sido una puta también afuera? ¡Confiesa la verdad, perra! ¡No quiero mentiras aquí!"

La rubia iba a decirle que no mentía, que sólo necesitaba su verga. Pero de pronto una oscura suposición emergió en su mente.

"Padre, la verdad es que yo… – empezó a decir la sensual mujer, mientras sentía de inmediata que el párroco le presionaba las caderas con mayor fuerza- …Yo, padrecito… me he portado muy mal el otro día"

Aquella mentira contada por Priscila hizo que el ritmo y la fuerza de las embestidas del cura sobre su coño aumentaran radicalmente.

"Dime, pequeña puta… ¿Qué has hecho?" – fue la única frase del cura mientras con las manos bien sujetas a las caderas de la rubia empezaba a acelerar de una forma inusual, haciendo sentir a Priscila una mezcla de placer y dolor.

"Padre… aahhh… yo… mmmmmm… me he portado mal… -trató de hacer tiempo Priscila mientras se obligaba a pensar, pues, la excitación la tenía descontrolada- Yo… ay!.. Yo el otro día… oh dios!... así, padrecito… Yo dejé que un hombre me tocara el trasero en el metro"

Priscila se había acordado de una noticia en internet que hablaba de los manoseos a los cuales eran víctimas las mujeres a veces en el metro y no dudo en sacar su historia de aquella breve, pero útil nota.

"Y tú lo dejaste hacer ¿no es cierto?... no pusiste reparo en aquel manoseo" – dijo el padre Patrick con voz molesta, pero con la verga muy dura entrando y saliendo sin descanso del cuerpo de la rubia.

"Si, padrecito… oh!... estaba lleno el metro, pero a pesar que podía alejarme de aquel aprovechado hombre – inventó Priscila conteniendo el aliento ante el dolor y la calentura- mmmmmm… ay! Ah ah! Ah!... No quise alejarme… si, padre… me dejé manosear un buen rato… incluso pude sentir… ahhhh! Ay! Noooo tan fuerte, padrecito… pude sentir su verga pequeña en mis glúteos…"

"!Hija de puta! – Alzó la voz el párroco en perfecto castellano, mientras se erguía una pierna para ayudar en la desesperada follada- le moviste el culo al hijo’e puta ese ¿no?"

"Si, padre – siguió con el engaño Priscila, consciente que la excitación y la potencia del cura tenían origen en aquel fantasioso relato-. Dejé que el sin vergüenza me manoseara e incluso le moví el culo… ahhhh! Padre!!! Le moví el culo… mmmmm… incluso me atrevía a manosear yo misma el bulto en su entrepierna… ah!.. hasta que sentí la humedad en su pantalón"

"Oh dios! ¡Serás puta!" – lanzó en un grito el cura, ambos sintiendo el orgasmo atravesar sus cuerpos.

El cura inesperadamente salió y llenó la espalda de Priscila con semen. A la rubia, que le gustaba sentir los chorros calientes en su interior le molestó la situación y trató de meter la verga del cura, manteniendo la posición de perrito. Pero el cura, fuera de si, la tomó de un brazo y con brusquedad le dio la vuelta, dejando a la rubia boca arriba sobre el suelo.

Sin perder tiempo, se montó arriba de la mujer, que sorprendida sentía que el pene del sacerdote no había perdido un ápice de su erección y empezaba a follarla nuevamente.

"Te gusta ser puta, Priscila – aseveraba el cura-. Te gusta ser una guarra en todas partes y a toda hora ¿no?"

Priscila le observaba, sintiendo que la calentura volvía a ella rápidamente con cada nueva penetración en su vientre.

"Te encanta poner caliente a los hombre ¿no rubita? – Continuaba el párroco-. Te fascina ser una cualquiera… ¡Contesta puta! ¿Te gusta?"

"Si… me gusta" –señaló movida por el deseo.

"Claro que te gusta ser puta..." – hablaba excitado el cincuentón irlandés.

"Si… me gusta mucho… ay! - se escuchó decir a si misma, Priscila-. Me gusta ser puta… ah! Aha!... me gusta parar vergas como la suya, padrecito… me gusta que me follen… aahahhaaaahhhh"

El orgasmo le llegó repentino a Priscila, tan rápido que le dejó desvanecida mientras la verga del cura no paraba de entrar y salir de su intimidad.

Escuchaba al cura hablar. Decirle lo puta que era. Lo mucho que le gustaba ponerle los cuernos a su marido o lo promiscua que era. Ella, en medio del placer, se escuchaba responder a todo que si. Y cuando el cura le llenó de semen su inundado coño, siguió vociferando.

"Si… siii… si… - La voz de la voluptuosa blonda iba apagándose mientras se abrazaba al cuerpo del sacerdote- soy una puta… me gusta la verga… si… soy una puta"

Momentos después, mientras Priscila se vestía para ir a buscar a sus niños y llevarlos a casa, el padre Patrick se le acercó con actitud culposa.

"Priscila, hija mía – le confesó el padre- …no quiero que cambies. Lo único que no quiero es que me mientas… quiero que tu seas quien deseas ser conmigo… quiero que me cuentes todo, sin pudor ni vergüenza… no quiero que cambies, Priscila… Me gustas tal cual eres…"

Priscila observó al sacerdote marcharse. Su mente estaba muy clara y lúcida en ese minuto: <A él le gustaba que fuera una puta… al padre Patrick le excitaba que fuera una cualquiera con otros hombres>

Aquello le hizo tragar saliva. La rubia, dueña de un cuerpo envidiable y un bonito rostro de ojos celestes, caminó cansada hasta una salida lateral de la iglesia y salió amparada por las sombras. Su mente había comprendido claramente lo que había tratado de decirle el párroco, pero no lo creía posible y se lo negaba.

Camino a casa, con sus niños preguntándole mil cosas, no podía dejar de pensar en el padre Patrick. Saludó a su marido, ya en pijama, y conversaron un poco antes de acostar a los niños, sus pensamientos estaban en otra parte. Así que Fernando decidió acostarse mientras Priscila veía un programa de farándula y prensa rosa en un canal del cable.

La rubia no podía dejar de pensar en que pasaría si decidía tener sexo fuera de Fernando y el padre Patrick. Tal vez ella no lo necesitaba, pues, sentía que su marido y el párroco, sobretodo, le llenaban por completo, sin embargo, al parecer a este último le calentaba el hecho que ella se comportara como una cualquiera a espalda de todos.

Se preguntó si Fernando retomaría su pasión por el sexo si se empezara a comportar como una puta en la cama. Descartó de inmediato el pensamiento por miedo a que Fernando se molestara.

En la televisión mostraban la historia de un famosillo y sus aventuras amorosas. A pesar de ser un bueno para nada, sin fama real o profesión, tenía un cuerpo musculoso y un rostro atractivo. Priscila comenzó a imaginar que se sentiría estar con aquel hombre, como seria sentir aquel imaginario miembro viril introducirse en ella mientras su atlético cuerpo rosaba su piel.

Los dedos de la mano de derecha acariciaron su sexo y mientras se daba placer, su mente divagaba entre las habitaciones de sus hijos y Fernando para luego recordar las tardes de sexo con el padre Patrick y retomar la fantasía junto a aquel guapo modelo de los tabloides.

Escuchó en lo profundo de su ser al padre decirle <Eres una puta> y movió sus dedos con mayor avidez por sus labios vaginales, penetrando con soltura gracias a la humedad de su sexo. En su mente aquel hombre desconocido le follaba sobre una cama roja y le decía las mismas palabras soeces que decía el cura Patrick y ella respondía: <que era un puta… que le gustaba ser puta… que le encantaba su verga>.

Estaba a punto de correrse cuando el reportaje terminó. Apagó la televisión y continuó masturbándose hasta que sus dedos mojados se enterraban profundamente en su sexo y alcanzaba un orgasmo corto.

Sentía la extraña sensación de tener el gran cuerpo del padre Patrick a su lado, e incluso le escuchó decir con aquel acento extranjero: <Me gustas tal cual eres, putita>.

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