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Ana, la buena esposa (7)

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Ana, la buena esposa (7)

1

Llegué a la mesa donde almorzaríamos con Aldo Kotto después de pasar al baño de mujeres. No pensaba separarme un minuto de Julieta y María Luisa, así que cuando salimos a la terraza del Country Club al que habíamos ido a comer, Jorge ya estaba sentado a la mesa. También estaba Aldo Kotto, con su cabello gris y bien peinado y tan elegante como el día en que lo había conocido. Lo que no esperaba era la presencia de una guapa morena sentada también en nuestra mesa.

—Al fin —dijo Jorge al sentarnos—. Vaya si se han demorado.

—Hay que lavarse bien las manos. Cosa que no sé si haces —bromeé.

—A mí me gusta comer las cosas como se dan —dijo mi jefe, en un comentario un poco asqueroso para un hombre de su posición.

—Hola. Soy Ana —saludé a la mujer que no conocía.

—Soy Sandra. Mucho gusto —saludó la desconocida, sin pararse de su asiento.

Era una mujer de unos treinta años, de ojos azules y cuerpo atlético. Yo me sentí tentada a interrogarla, para saber con quién estaba tratando. Pero de inmediato trajeron el menú y hubo que concentrarse en la elección de la comida.

Estábamos los seis en una amplia terraza amplia, llena de mesas blancas y sombrillas que arrojaban generosas sombras sobre nuestros cuerpos. A esa hora el sol estaba muy arriba y hacía bastante calor. Tuve que dejar la chaqueta en la silla y quedar en la blusa de seda plateada con la que había ido a trabajar. Había elegido un conjunto elegante y funcional, nada que pudiera considerarse inapropiado en el club. Por supuesto, no podía evitar que mis grandes senos (llevaba sostén de encaje blanco muy cómodo) o mi estrecha cintura destacara. Pero era lo normal.

Al otro lado de la mesa, Sandra la desconocida también se quitó el saco negro que le cubría la espalda y dejó a la vista el escote generoso de su vestido azul marino. La prenda hacía juego con el color de sus ojos.

—El calor trae a la vista lo mejor del mundo —dijo mi jefe mirando a Sandra.

Algunos rieron, pero yo no. Aldo Kotto irrumpió por primera vez, preguntando si nos gustaba el ambiente del country. La conversación fluyó hacia las virtudes de los emplazamientos y los hogares que armonizan con los entornos naturales. Luego, misteriosamente, el empresario torció el tema hacia la música que preferíamos escuchar y en qué ocasiones nos gustaba oírla, y luego los gustos por el arte moderno. Por suerte, trajeron los platos y pudimos liberarnos de aquel martirio. Dejamos de hablar un minuto y empezamos a comer.

A mi lado, notaba como mi jefe y Sandra conversaban entre ellos, señalando detalles de la comida o del vino. Realmente parecían estar coqueteando. Había pensado que la desconocida era la novia de Aldo, o al menos una conocida. Sin embargo, luego de un rato de interacciones, estaba segura que la treintañera no estaba ahí por Aldo. Era tan obvio que era Jorge quien la había traído.

Traté de ignorar a la parejita y concentrarme en la tediosa plática que dirigía Aldo hacia múltiples y complicados temas. Para demostrar que no estaba prestando atención a mi jefe, trataba de intervenir en la conversación de Aldo tanto como podía, aportando algún dato o haciendo preguntas pertinentes. El problema es que la cháchara paralela de mi jefe me hacía ruido. No podía evitar prestar atención al coqueteo que se practicaba al otro lado de la mesa. Aquella zorra no dejaba de sonreír y hablar al oído de Jorge. Y mi jefe no dejaba de darle atenciones o halagarla. ¿Por qué no se iban a otra mesa esos dos tortolitos?

No sé por qué estaba ofuscada. A mi lado, Julieta no dejaba de escuchar cuanto yo decía. Para la becaria yo era una especie de profeta. Incluso, María Luisa y Aldo Kotto se mostraban de acuerdo con mi opinión, especialmente en transporte público y economía. A pesar de tener el interés de buena parte de la mesa, creo que estaba molesta porque no contaba con la atención de Jorge. Mi jefe siempre había estado loco por mí. Desde que yo había roto nuestra relación, Jorge no había hecho más que rebajarse por las migajas de mi amor. Y ahora estaba coqueteando con una puta en la mesa.

Pedí disculpas, me paré y fui al baño para mojarme la cara. Sentía el cuello tenso y el cuerpo pesado. En el baño y frente al espejo observé mi atuendo. Era demasiado simple y al lado del vestido de Sandra no conseguía destacar. Si hubiera elegido algo más sexy todos los ojos estarían apuntando en mi dirección. Soy más bella que Sandra, mis curvas son más armoniosas. Necesitaba compensar un poco el “asunto” de alguna forma. Decidí acomodar un poco mi sujetador, desabotonarme dos botones de mi camisa y subir un poco mi falda para exhibir la porción inferior de mis muslos. Saque el lápiz labial y di volumen a mis ya carnosos labios; un poco de delineador a mis ojos para resaltar mis ojos turquesas y listo. Ahora era cosa de tener la actitud correcta. Femme Fatale Mood.

Regresé a la mesa y noté que la marea cambiaba. Los ojos se pasearon por mi cuerpo y mi rostro.

—Hace calor —comenté mientras me sentaba. Justificando así los ligeros cambios en mi vestimenta.

Hasta ese momento, sólo había bebido agua mineral con limón pues hace meses había dejado de beber alcohol. Sin embargo, estaba aún ofuscada y pedí al mozo una copa de champaña para relajarme. Estaba rompiendo una promesa con mi marido, pero sólo sería esa vez y sólo una copa.

A mi lado, Julieta no dejaba de mirarme y Jorge, que había estado dedicado a Sandra, me escudriñaba ahora de reojo. Con aquella atención, pude concentrarme en Aldo y su pesado interrogatorio. El tipo era guapo y no le faltaba cultura y elegancia, pero era demasiado intenso en sus temas. ¿Quién hablaba de la infancia de Mozart y luego empezaba a contar anécdotas del poeta Bukowski en su vejez? Dios, como alguien tan atractivo podía ser tan aburrido.

Por suerte el almuerzo llegó a su fin y empezamos a abandonar el country club. Mientras esperábamos que trajeran mi BMW, Sandra se me acercó. Tenía realmente un buen cuerpo y era alta, aunque no tan alta como yo. Se puso a mi lado, contemplando el paisaje de los campos verdes, los bosques lejanos y el cielo claro y azul.

—Ha sido un agradable almuerzo —me dijo.

Ciertamente era un día agradable y el restorán del Country servía una comida deliciosa. Incluso, si se estaba atento se podía escuchar el canto de los pajarillos.

—Sí, he disfrutado la comida y la compañía —dije, tal vez mintiendo en la mitad de lo que decía.

—¿Sabes? Me has sorprendido, Ana —confesó Sandra.

—¿Sorprendido? ¿Cómo? —pregunté.

Julieta estaba cerca, pero no lo suficiente para escucharnos. Mantuve la voz baja, intuí que este intercambio de palabras no sería del todo agradable. Sandra meditó un poco y respondió.

—La forma en que cambiaste la balanza. Al principio parecías incómoda, incluso pensé que Jorge era tu novio y que sentías celos. Pero después fuiste al baño, te arreglaste y cambiaste de actitud. Sólo cinco minutos en el baño y eras otra mujer. Realmente sabes cómo hacer que la atención se centre en ti. Lo sé porque es algo que yo también se hacer.

—Tenía calor —mentí—. No era nada más que eso.

—¿Calor?

—Es un verano caluroso —contesté.

Sandra curvó sus labios rojos y sus ojos azules lanzaron un brillo de astucia. Supe que no me creía.

—No me has vencido, Ana —dijo Sandra, bajando la voz—. Yo tengo también mis armas y tengo más experiencia. Ya verás, Jorge será mío. Lograré que te olvide.

—¿Qué me olvide? Él no es mío y no necesito que me olvide. Estoy casada. No quiero a Jorge en mi vida —aseguré.

—¿Y entonces por qué los celos? —preguntó la muy impertinente.

Realmente esa mujer tenía mucha imaginación.

—No tengo celos de ti ni de nadie —afirmé—. Mucho menos por Jorge.

—¿Es verdad lo que dices? —Sandrá sonrió, y sin decir más se alejó lentamente al lado de mi jefe.

Miré hacia otro lugar, ofuscada otra vez. Aquella zorra podía decir o hacer lo que quisiera, a mi no me importaba. Por suerte trajeron mi BMW. Llamé a Julieta y María Luisa para que se subieran al auto. Quería marcharme, estar bien lejos de aquella mujer. Esperaba no ver a Sandra nunca más.

2

El pasado que condena (1)

Esa tarde, sentada en mi escritorio, me sentía melancólica. Desde que había llegado a este trabajo siempre había tenido toda la atención de Jorge Larraín. Mi jefe era mi superior y yo la nueva. Pese a eso, yo siempre sentí que yo era importante para Jorge. Siempre me lo dio a entender de esa forma. Es por eso que veo con confusión lo que pasó en el almuerzo: su coqueteo con Sandra y la forma de ignorarme.

En el pasado, en días negros y con el estrés cerrando sus puños sobre mí, yo no hubiera dudado en buscar alivio en un poco de cocaína. Con ayuda de la droga estaría enfocada en lo importante y luego hubiera buscado otra forma de relajarme, tal vez con mi esposo o tal vez con un amante. Seguramente Jorge hubiera sido una opción en el pasado. Pero ahora no puedo hacer nada de eso. La única solución que he encontrado hoy en día para zafarme de las garras del estrés y las malas emociones es la masturbación. Así que mientras me abstraigo del mundo comienzo a subir la falda hasta dejar a la vista el calzón de encaje blanco. Me encanta la tela con encaje. Toco y comprueba su suavidad, y mientras lo hago pienso en mi jefe.

Como dije, he estado muy unida a Jorge. No es solo el hecho de que fuéramos amantes, sino también son las cosas que aprendí con él. De una chica bonita y tímida me transformé en una persona segura y empoderada. Seguramente no es la forma de empoderamiento que aprobarían la mayoría de las mujeres, ni los modos que aconsejarían las personas de buen vivir. Pero fue la forma en que se dio. Y soy más fuerte gracias a lo vivido.

Es por ese motivo que me permito evocar esos días. Sé que Jorge también recuerda. Lo sé porque algunos días se presenta a mi lado, con esa cara de desesperado, y me dice: ¿Recuerdas cómo follamos en la biblioteca? ¿Por qué no lo repetimos? O me susurra en una reunión: ¿Nos escapamos al baño? Como en los viejos tiempos. ¿Vamos al departamento? Y yo, que ahora soy y debo una esposa leal, le digo que no recuerdo. Ni las folladas en la biblioteca, ni las mamadas en los baños, ni las noches de sexo y droga en su departamento. Miento para demostrar que ahora respeto mi matrimonio y hago lo correcto. Así logro que mi jefe me deje tranquila. Pero en el fondo si recuerdo todo.

Por ejemplo, recuerdo muy bien la primera vez que me entregué a Jorge. Y no me refiero a las primeras dos o tres veces que tuve sexo con él. Estaba demasiado borracha y también drogada y esos encuentran sexuales resultan borrosos. En cambio sí recuerdo muy bien cuando verdaderamente me entregué.

Me refiero al día que decidí ser infiel por propia voluntad y siendo absolutamente consciente de lo que hacía. Fui el momento en que, por primera vez, fui yo la que buscó tener sexo con mi jefe, sin mediación de alcohol ni droga, sin nada a cambio. Simplemente fui yo quien lo sedujo. Fue el día en que dejé de ser arrastrada en los juegos de un hombre.

Sucedió hace más de un año, durante un día nublado. Era el día de mi primera asignación importante. Presentábamos nuestra propuesta a unos clientes. Como entenderán, era bastante responsabilidad para alguien tan joven, y especialmente para una mujer. Me encontraba nerviosa. Estaba de pie, exponiendo todo lo referente a nuestra parte. Al frente, sentados en sillas y muy serios, estaban los directores de una empresa industrial. Por supuesto, no estaba sola en la reunión. Conmigo estaban Jorge, Carolina y Marcos. Mi jefe y otros dos abogados como yo.

Estaba emocionada y ansiosa, pero me había preparado. Así que pude apartar el nerviosismo y hablar con desplante. Segura que con mi blusa de seda blanca e impecable, mi falda negra sobre la rodilla y mis zapatos de taco; con mi cabello rubio (teñido un tono más claro esos días) recién peinado en la peluquería. Llevaba mi maquillaje meticulosamente, haciéndome lucir tan madura como mi redondo rostro de muchachita permitía. Era la viva imagen de una joven y eficiente profesional.

Recuerdo que cuando terminé, empezaron las preguntas. Contesté como si llevara una década dedicada al derecho económico. Le había dedicado muchos días. Incluso, en casa, mi esposo me había ayudado bastante. Preparamos la presentación y la repasamos varias veces. Por lo tanto, al momento de exponer lo hice bien. Lo que no quitaba que hubiera momentos en que mi jefe tenía que salir en mi rescate.

Al final, todo salió muy bien. Mejor de lo esperado. Todos los asistentes a la reunión parecían satisfechos. Volvimos felices a la oficina. Yo estaba en las nubes y llamé a mi esposo para contarle del éxito de la reunión. Tomás me felicitó, pero también me avisó que esa noche tendría que trabajar hasta muy tarde. Quizás llegaría de madrugada, se disculpó. Yo quería celebrar mi éxito con él, pero ahora no sería posible. Le dije que comprendía. Esas cosas ya no me apenaban como antes.

No era sólo la comprensión de que mi esposo era un trabajólico o que tenía un trabajo con muchas responsabilidades. También era que empezaba a disfrutar de sus ausencias. Empezaba a ver la lejanía de mi marido como un espacio y un tiempo que podía disponer para mí. Podía hacer lo que yo quisiera. Y podía aprovechar esa libertad que me entregaba mi marido, de todas formas Tomás no iba a estar esperándome en casa.

Carolina me aconsejó que fuéramos a beber. Caro, que era en esos tiempos mi mentora en muchas cosas y mi mejor amiga, afirmaba que deberíamos ir a bailar, a celebrar. Justo Jorge me llamó a su oficina y no pude decirle si iría o no.

En la oficina de mi jefe, Jorge estaba de pie, esperándome. Sonrió al verme y yo cerré la puerta para que la secretaria u otra persona no fuera testigo de nuestro encuentro. En ese momento creo que empezaba a vislumbrar lo que pasaría.

—Lo has hecho muy bien, Ana —dijo Jorge.

—Gracias, Jorge —respondí, con una sonrisa diáfana—. Me has ayudado bastante.

—Nada que no pudieras responder con un poco de tiempo —aseguró mi jefe—. Sólo te quería ahorrar dudas y malos ratos.

—Y me los ahorraste —aseguré.

Yo estaba sonriendo, abiertamente. De inmediato, noté que era yo la que empezaba a coquetear con mi jefe. Pero a diferencia de otras veces no dudada. Me sentía contenta y libre. Jorge tomó un paquete de su escritorio y me lo ofreció.

—Un regalo por tu desempeño —dijo.

Lo tomé y lo abrí de inmediato. Era un collar de perlas hermoso. Lo saqué de la caja y Jorge me ayudó a colocármelo. Fui al baño de la oficina, donde había un gran espejo. Para apreciar bien el collar, desabotoné un par de botones de la blusa de seda. El collar sobre mi cuello era una cosa magnífica.

Volví al lado de Jorge y sin pensarlo lo besé. Sentí el abrazo de mi jefe, cálido y protector en ese momento, y me pareció que era todo lo que necesitaba. Cerré mis ojos. Mis manos descansaban sobre su pecho y mi boca presionaba los labios de mi mentor. La sorpresa de Jorge, que estaba acostumbrado a mi resistencia, no duró mucho y el beso se hizo profundo. De pronto, me acariciaba la espalda y yo decidí llevar mis manos a su cuello. Nuestros labios se hicieron un nido de víboras y las manos de mi jefe bajaron a mis nalgas.

—Me encanta este culo —dijo y apretó mi carne.

Yo no dije nada pero si actué. Eché un vistazo a la puerta, como esperando comprobar así que estuviera bien cerrada. Con esa débil seguridad, mi mano se descolgó del cuello y alcancé en un movimiento la entrepierna de Jorge. Palpé la zona y mi jefe hizo un murmullo. Nos separamos, dándonos espacio.

—¿Qué haces, Ana? —me preguntó el muy tonto.

Yo no dije nada. Sentía que si hablaba rompería el encanto. Me arrodillé mientras acariciaba la verga sobre la tela del pantalón. Miraba a Jorge a los ojos y le sonreía. Di un beso en su entrepierna y luego varios más. Mi jefe buscó la firmeza del escritorio y se acomodó ahí. Yo continué, progresando. Abrí su pantalón, primero el botón superior y después el cierre. Le bajé el pantalón con dificultad pero después continué. No tenía tanta pericia todavía y sin embargo la erección que se notaba en el bóxer negro hacía saber que no estaba fallando en mí actuar.

Observe a mi jefe. Alto, maduro, de complexión robusta. Seguramente había sido atractivo en su juventud, pero ahora la buena vida y la falta de deporte empezaban a cobrar su precio. A pesar de no ser un adonis como mi marido, Jorge tenía algo que me empezaba a gustar. Era como estar como una estrella de cine, o algo así.

Me desabotoné la blusa para que viera mis tetas en mi sujetador blanco. Sus manos se fueron rápidamente al lugar que ahora exponía; al principio por fuera acariciaba por fuera y luego con los dedos acariciando la piel y mis pezones.

—Que ricas tetas —escuché decir a Jorge—. ¿Me vas a dejar chupártelas después?

Asentí y al mismo tiempo le bajé la ropa interior hasta la rodilla. Apareció la verga de mi jefe y la tomé con una mano, meneándola con delicadeza. Era casi normal, yo diría, tal vez más gruesa del promedio. Pero eso no lo sabría hasta mucho después, cuando hubiera conocido otras vergas. Empecé a masturbarlo y le dejé acariciar mis tetas. Sin demorarme, se la empecé a chupar. Lo hice de la forma tímida y precavida en que sabía hacerlo esos días. Nada de buscar profundidad, nada de lamer demasiado ni llenar de saliva su miembro. Simplemente era dar besos sobre la superficie y masturbarlo con mi boca. Cuando me faltaba el aire, seguía ayudándome con mis manos. A pesar de todo, pude escuchar a mi jefe decir:

—Ana, eres la mejor. Sigue así, lo haces tan bien.

Por supuesto seguí, lo hice hasta que se corrió sobre mi cara. Fueron tres o cuatro chorros que limpié con un pañuelo. Después de eso, yo estaba caliente. Quería follar con él.

—¿Te deseo, Jorge?

Él me miró como atontado, tal vez aún recuperándose de su corrida o sorprendido por mi actitud y mis palabras.

—No podemos hacerlo aquí a esta hora —afirmó Jorge.

—Lo sé —respondí.

Ambos éramos conscientes que alguien podía entrar por esa puerta en cualquier momento. Había sido una suerte que nadie me encontrara arrodillada haciéndole una mamada al jefe. A pesar de racionalizar el momento, a mi nada ni nadie me quitaba la calentura. Jorge notó mi urgencia y no se hizo de rogar.

—Ve por tus cosas y espérame en el estacionamiento —ordenó—. Haré unas llamadas y voy contigo. Toma las llaves del Audi.

Tomé las llaves y le di un beso. Me arreglé con prisa en el baño y salí a mi puesto de trabajo. El cuerpo me ardía y tenía un nudo tensado en el estómago. Trate de disimular mi estado. Sabía muy bien lo que quería. Mientras ordenaba mi cartera y apagaba el ordenador apareció Carolina.

—¿Nos vamos de fiesta? —me preguntó con una sonrisa—. Vamos, Ana, que sea una noche de chicas.

Sonreí y luego confesé mis intenciones.

—Hoy no será noche de chica, amiga. Me voy ahora con Jorge. Y no creo que nos veamos hasta mañana.

Carolina abrió los ojos y se le borró un instante la sonrisa. Ella había sido también la amante del jefe. Pero lo había dejado hace mucho. Caro estaba casada y tenía una hija. Además, me parecía que tenía algo con Marcos, un compañero de la oficina. Mi mentora finalmente sonrió con complicidad.

—Me contarás todo mañana. Quiero muchos detalles.

Le tomé la mano, en la complicidad de las mujeres que comparten secretos. Luego tomé mi cartera y bajé al estacionamiento. Esperé a Jorge en su Audi Q7. Se demoró bastante, pero fue bueno que lo hiciera porque entró una llamada de Tomás.

Hablé con mi esposo. Tomás quería que le contara acerca de mi reunión. Estaba contento por mí, prometió celebrar mi desempeño el fin de semana. Yo le agradecí, incluso le di algunas ideas de lugares donde podíamos ir. Empecé a actuar normal, aunque sabía que estaría follando con mi jefe muy pronto. En ese momento, me di cuenta que me estaba poniendo caliente. Cuando vi a Jorge acercarse al auto, le dije a Tomás que necesitaba terminar la llamada por un asunto laboral.

—Lo comprendo —dijo Tomás—. Hasta la noche, Ana. Te amo.

—Hasta la noche, amor mío. Yo igual te amo —repetí las palabras de mi esposo mientras mi jefe entraba al Audi y se sentaba en el asiento de conductor.

Corté la llamada y me abalancé sobre Jorge. Tenía unas ganas locas de besarlo.

3

Realmente Jorge planea de forma rápida y eficaz. No solo había reservado una habitación en un hotel cercano a la oficina, sino también había hecho unos encargos. En el camino nos detuvimos en un restorán, en una licorería y en una florería. En el asiento de atrás llevábamos dos porciones de pasta, una botella de champaña y otra de vino, además de un hermoso ramo de rosas rojas.

El registro del hotel fue muy rápido y nos subimos al ascensor. Jorge llevaba las bolsas con los encargos y yo llevaba el ramo de flores. Junto a nosotros subían también dos ancianas, una niña pequeña y sus padres y otro hombre maduro que vestía un traje negro y un sombrero no dejaba de mirarme. Habíamos pedido la habitación en el último piso, con vista a un pequeño parque de la zona. Yo me sentía desesperada por estar sola con mi jefe. Nunca me había sentido así en mi vida, incluso con mi esposo yo solía ser prudente antes de follar. En ese momento, era muy consciente de todo mi cuerpo, de mis sensaciones en mi bajo vientre y de cómo apretaba mi sujetador sobre mis senos. Tenía ganas de arrancarme la ropa.

Primero se bajaron del elevador las ancianas, luego la niña y la madre. El padre de la niña se demoró y me miró a la cara antes de salir. Buenas tardes, se despidió. Y yo respondí también con un: Buenas tardes. Lo hice con una coquetería y un descaro que me sorprendió a mí y mi jefe. A nuestro lado, el maduro del sombrero se puso a mi espalda y estoy segura que me miraba el culo. Lo veía en el espejo. Hice a un lado el ramo de flores y me acerqué a Jorge. Él mi miró, nervioso por mi actuar. Entonces, sin razón le besé. Con los ojos entreabiertos podía notar nuestras figuras en el espejo del ascensor. Seguro que fue un bonito espectáculo para el maduro vestido de negro. Fueron mis inicios en el exhibicionismo.

Nos bajamos del elevador y se cerraron las puertas, dejando al maduro silente. Pero el recuerdo de sus ojos oscuros me acompañaron todo el pasillo. Muy pronto estábamos dentro de la habitación.

Jorge sabía que yo quería la iniciativa y no me presionó. Se desnudo, sin prisa, y se acostó sobre la cama. Yo también me desnudé, pero más lento. Movía mis caderas y bailaba muy coqueta y sonriente mientras entonaba una melodía inventada. La falda, la camisa y los zapatos de taco quedaron en el suelo; quedé sólo con el sujetador y el calzón de color blanco. Casi desnuda y moviéndome como una odalisca, mi mente planeaba el siguiente movimiento. Quería hacerlo como nunca lo había hecho, así que terminé de desnudarme y me subí a la cama. Gateé alrededor de mi desnudo jefe, acariciando sus piernas mientras deambulaba a su alrededor, arañando el pene todavía laxo, lamiendo su abdomen y el tórax ancho. Jorge no era un tipo atlético, pero si era fuerte e imponía presencia. Eso me gustaba.

Me monté sobre Jorge, dándole la espalda y mostrándole mi carnoso culo. Así, con mis caderas alrededor de su pelvis, empecé a mecerme sobre su verga. Iba a ponerla duro en base del contacto entre nuestros sexo. Me moví hacia adelante y hacia atrás, podía sentir la verga rozar mis labios vaginales. Poco a poco, su pene iba poniéndose tenso y Jorge ya no aguantaba el papel de amante sumiso. Sus manos agarraron mi trasero, me dio un par de nalgadas.

—Mueve ese culo —ordenó.

Y yo lo moví en círculos para mi amante, sus manos acariciaban mis caderas y apretaban la carne de mis glúteos. Seguí así hasta que su verga estaba lista y sin esperar hice que me penetraba. No recordaba haber follado así con mi esposo, así que fue súper excitante. Empecé a gemir, sin dejar de moverme sobre la verga de mi jefe. Sentía en mi interior un roce excitante y el placer parecía inundarme.

—Sigue así, Ana —escuché decir a Jorge—. Mírate al espejo. Mira como se mueven esas tetas. Eres perfecta. Sigue así, cariño.

Me miré al espejo y en verdad me veía muy bella. Mi cuerpo desnudo parecía rejuvenecer sobre mi maduro jefe. Como era posible que alguien de veinticinco años estuviera disfrutando tanto con alguien de casi cincuenta. Estaría yo loca. Mi esposo tenía veintiocho años. Era muy alto y poseía un cuerpo musculoso, una gran resistencia y una verga privilegiada, sin embargo, la excitación que sentía en ese momento tenía algo diferente. Era especial e incomparable.

Jorge se incorporó para agarrarme las tetas y manosearme toda. Me moví con más brío, ordené a Jorge que me dejara hacer el trabajo. Me tomé mis senos y pellizqué mis pezones. Me encantaba lo que veía en el espejo, la cara de calentura de su jefe y su propia lujuria.

—Que rico —se me escapó.

—¿Te gusta? —preguntó mi jefe.

—Sí. Me gusta mucho.

Me corrí por primera vez, sólo con el roce, y caía a la cama, a un lado de Jorge. Me abrió las piernas y sentí la lengua de mi jefe en mi concha y después los dedos. Vaya forma de festejar, dije. El se rió y continuó un rato más. Luego me puso en cuatro y me penetró.

—Aaaaahhh —grité.

—Te voy a follar.

— Si, fóllame, jefe…

Me penetraba cada vez más rápido, con sus manos bien agarradas a mis caderas. Escuchaba su respiración, podía sentir su boca cuando besaba mi espalda, sus dedos cuando manoseaba mis senos. Me agarraba mi cabello rubio y me obligaba a mantener una postura sumisa. Yo estaba muy excitada y gemía y decía cualquier cosa.

—Jorge me gusta… dame… así… más, por favor… más.

Jorge ya casi no hablaba, concentrado en atacar mi concha. Dios, como lo disfruté en su momento. Estuvo follándome unos diez minutos más y de pronto se corrió.

Estábamos sudorosos y sedientos. Jorge abrió la champaña y bebimos directamente de la botella. Estuvimos bromeando, acariciándonos. Después, comimos un poco de las porciones de pasta que Jorge había comprado. La comida, el vino y también la cocaína que Jorge sacó de algún lugar nos ayudaron a continuar follando hasta muy entrada la noche.

Esa noche permití muchas cosas. Como lamer mi ano y entregarle después el culo. No era la primera vez, pero esta vez fue mucho más intenso. Casi al terminar, follamos bajo la regadera y luego nos vestimos para marcharnos cada uno a su casa. La celebración había terminado. Sin duda, había disfrutado todo, incluso el sexo anal. Por suerte regresé a casa un par de horas antes que mi esposo. Cuando llegó, yo dormía profundamente.

4

En la oficina y recordando aquel episodio con Jorge me masturbo y consigo un pequeño orgasmo. Llevo un cuarto de hora masturbándome, mis dedos están llenos de fluidos y mi sexo está aún mojado.

Estoy confundida y mi mente no piensa bien.

Voy al baño, me limpio, me mojo la cara. Me seco y me arreglo la ropa.

Frente al espejo trato de recomponerme; corrijo el maquillaje.

Soy una buena mujer, una buena esposa. Debo dejar atrás el pasado.

Debo olvidar el pasado y enfocarme en el presente. No hay espacio para Jorge o cualquier otro amante.

Yo amo a mi esposo. Si. Yo amo a mi esposo.

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