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Ana, la buena esposa (4)

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Ana, la buena esposa (4)

Después de lo sucedido con don Esteban, el portero de la urbanización, yo estaba segura que había descubierto algo, pero no estaba muy segura qué. Necesitaba idear un plan, una forma discreta de liberar a la hembra en celo que me carcomía desde adentro. Ya no podía dejar que se acumularan todas esas sensaciones en mi cuerpo. Debía liberar esa mala energía. Pero ¿Cómo?

Lo que había pasado hace un momento con el portero y la forma en que reaccionó mi cuerpo me dio una primera pista. No obstante necesitaba más que una pista para lograr desarrollar una estrategia. Necesitaba un medio para impedir que la lujuria explotara de golpe. Necesitaba salvar de un modo u otro mi matrimonio.

Proyecto numero 1: un tierno e inocente pretendiente.

Nuestro hogar queda casi en el corazón de la urbanización, en una suave colina en la que colinda con otras dos casas, pero separadas de estas por los altos muros y los extensos patios. Sin duda, la nuestra es una de las propiedades más grandes, confortables y la mejor ubicada. Tenemos una vista en altura en dirección al oeste y uno puede ver claramente la avenida central y uno de los parques con altos árboles. Al ver mi casa, a lo lejos, siento pura felicidad. Enfilo mi BMW del año, directo al pórtico de mi hogar. Ya quiero estar entre las paredes que comparto sólo con mi marido.

Al apagar el auto, descubro a un muchacho en patineta. Es el mismo de siempre, vestido con camiseta piqué, pantalones anchos y zapatillas de lona. Siempre se pasea alrededor de la colina, frecuentemente frente a nuestra casa. Cuando me ve aparecer siempre se detiene por ahí y me observa. Yo hago como si no existiera, así trato a la mayoría de los mirones. Además, no sé su nombre ni donde vive, nunca me he interesado mucho por mis vecinos. Sin embargo, y por mi estado de ánimo, hoy el muchacho llama mi atención.

Con todo ese paseo frente a la casa, siempre a la hora de mi llegada, debo suponer que tengo otro admirador en el barrio. No sería extraño. Desde que soy una niña siempre he notado que la gente de mira de forma especial. Ya en el colegio entendí que hay gente que siente verdadera admiración por la belleza. Les gustaba mi cara de muñeca, un rostro redondo, pómulos armónicos, ojos claros, pestañas largas y boca carnosa. O quizás se embelesan con el cuerpo que se ha desarrollado convenientemente con el tiempo.

Así funciona este mundo. Es un misterio por qué todos admiran a las personas bellas aunque sean seres vacíos y sin inteligencia. Es algo básico, primitivo. Es parte de nuestra biología. Al menos, lo entiendo así: las gente hermosa, como mi marido o como yo, somos un potente imán.

En mi opinión personal, y pudiendo equivocarme, tengo la sensación que los hombres (y algunas mujeres) no son más que bestias que a veces quedan atrapadas en mi campo gravitatorio. Muy pocos escapan a mi gravedad. No sé realmente cuál sea la razón de todo esto. Supongo que los hombres quieren una buena hembra para reproducirse. Seguramente un cuerpo como el mío (saludable, con caderas armoniosas, un voluptuoso culo o un par grandes de tetas) sea el prototipo ideal para la reproducción. O simplemente es otra cosa más primordial, como el olor de mi coño mojado o la necesidad de satisfacer nuestros bestiales y oscuros deseos, como si yo o ellos estuviéramos en celo y las dos partes lo supiéramos. A pesar de todos nuestros logros y conocimientos sólo somos animales, y no podemos evitar esa realidad.

El caso que el chico estaba dando vuelta frente a nuestros estacionamientos. Yo, aun dentro del BMW, lo observé a través del espejo retrovisor. No parecía más que un adolescente, con cara de saber poco o nada de la vida. Es un caso perdido, pienso. Como uno de esos fans que jamás se atreverán de acercarse a su ídolo. Si quisiera podría transformar a ese muchacho en mi esclavo. Sonrío y me recrimino a mi misma ante semejante tontería. Ni el muchacho ni nadie más valen semejante pérdida de tiempo.

Sin embargo, al bajar del BMW recuerdo las bolsas del supermercado. Son muchas y pesadas. Estoy cansada y no quiero hacer el esfuerzo de cargarlas hasta la cocina. Miro al muchacho que está medio oculto tras el roble de la esquina y se me ocurre una idea. Camino a la calle y lo llamo. Él parece sorprendido y pone una cara estúpida. Dios, ¿es acaso un niño?

—Hola —digo, alzando un poco más la voz—. Me puedes ayudar con las bolsas del supermercado. A cambio te daré un vaso de jugo y algo de dinero.

El muchacho se acerca. De cerca noto que tiene los ojos verdes, el cabello castaño oscuro y una expresión de constante inseguridad. Su rostro se ha enrojecido y parece que va a salir corriendo a los brazos de su madre. Sin embargo, no lo hace.

—¿Cuál es tu nombre? —le pregunto.

—Juan de Dios —dice.

Juan de Dios, pienso. En que estarán pensando los padres de hoy. Es un muchacho flacucho y sin demasiada gracia. Espero que tenga algo de fuerza y pueda cargar las bolsas.

—¿Puedes ayudarme con las bolsas? —le repito.

—Si. Lo haré —dice. Y se apresura a tomar las bolsas del interior del BMW.

Me sorprende porque hace las cosas con cuidado y porque toma todas las bolsas, sin dejar ninguna. Es más fuerte de lo que parece. Abro la puerta de la casa y conduzco al muchacho adentro, por el pasillo y hasta la cocina. Juan de Dios me sigue, observando el lugar y también mi figura. A pesar de que sólo ha sido medio minuto o algo más, noto que el muchacho intenta espiarme el culo. Lo dejo. Es parte de su premio por cargar mis pesadas bolsas.

—¿Quieres jugo? —le pregunto cuando deja las bolsas en la mesa de la cocina.

—Sí, por favor —responde—. Me gustan todos los sabores.

Me hace sonreír. Su forma de hablar y moverse tiene algo de brusco y atento a la vez. Da la impresión de ser un chico muy inocente y franco. Tal vez sea virgen, pienso. Aquello me queda dando vuelta.

—Siéntate en esa silla —le ordeno.

El muchacho se sienta sin preguntar.

—¿Vives cerca?

—En la casa de atrás —contesta, mostrándome una dirección con su dedo—. Pero pronto nos mudaremos.

—Se van.

—Si, a otra ciudad.

Parece algo triste. Le entrego el vaso de jugo.

—Bebe tu jugo —le digo—. Está fresco y dulce. Seguro te gusta.

Juan de Dios prueba un sorbo y asiente, dándome la razón. Yo me sirvo agua con hielo. Es inicio del verano y el cambio de temperatura es cada vez más notorio. Me refresco y agradezco el buen clima. Hace calor y quisiera desabotonar mi camisa, pero no lo hago. Estamos en silencio. Noto que el muchacho finge admirar la cocina, girando su cabeza para examinar los muebles o los electrodomésticos. Pese a aquella artimaña del muchacho, lo que en realidad hace Juan de Dios es inspeccionar mis piernas y mi trasero. Que gracioso son los muchachos como él. Tan inseguros.

Miro la hora. ¿Dónde vendrá mi marido?, me pregunto. Le doy la espalda a Juan de Dios y le empiezo a escribir un mensaje a mi esposo: estoy ya en casa. Mientras lo hago noto la insistente mirada del muchacho sobre mi cuerpo. No me importa. Parece un buen chico, alguien obediente. Mi marido responde casi de inmediato: estaré en casa en 40 ó 50 minutos más, recién saliendo de la recepción del senador Luna.

—50 minutos todavía… —susurro tal vez demasiado alto.

—¿Cómo dice? —pregunta Juan de Dios.

—Nada, pensaba en voz alta —respondo—. Quédate aquí y termina tu jugo. Yo voy a cambiarme y regreso. Luego te vas a tu casa.

El muchacho asiente. Que obediente es, pienso. ¿Qué edad tendrá? Parece de unos dieciséis pero parece menor. Cruzo la casa, ignorando gran parte del espacio -las diez habitaciones, la desordenada sala de pintura, el pequeño gimnasio y el escritorio- y subo la escalera. En el segundo piso está la habitación matrimonial y entro a mi walk in closet. El espacio, de cuatro metros de ancho, siete metros de largo y con un gran espejo en el fondo; me encanta por lo amplio y bien iluminado. Tras las cajoneras y los estantes con puertas de vidrio están mis numerosos vestidos y prendas. Al fondo, hay un mueble especial para mi calzado (más de treinta pares) y también un espejo de cuerpo móvil que utilizo constantemente.

Me desvisto, sacándome la ropa de trabajo y quedando en ropa interior. Me observo frente al espejo, examinando mi piel en busca de imperfecciones. Por suerte ni siquiera un grano. Me saco el sujetador y observo mi abdomen plano y los pechos, dos formaciones redondas y prominentes, quizás demasiado para mi gusto. Llaman demasiado la atención y sé que debo ser precavida con las prendas y los escotes. Por suerte mis senos son todavía juveniles y firmes. Pero no estarán así por siempre. Saco una crema de los cajones y la froto por sobre mis senos y alrededor. Hacerlo produce una sensación relajante y a ratos placentera.

—Cuando llegues te voy a follar, esposo mío —susurro en voz alta.

A pesar de mi creciente excitación, recuerdo que el muchacho sigue en la cocina y me controlo. Me apresuro a buscar algo de ropa. ¿Un pantalón o un vestido? Quiero recibir a mi esposo con algo que lo provoque. Antes de cenar quiero que me folle, pienso. Si. Es lo que necesito, a Tomás tomándome y dándome placer. Decido usar un minivestido rojo que se abotona por el frente y unas sandalias livianas que dejan mi pie al aire. Me peino y me perfumo. Me calzo las sandalias, sin cerrar el broche para que mis pies se sientan libres.

Estoy lista. Al espejo, puedo apreciar que mis largas piernas destacan, con buena parte de mis muslos a la vista. Además, el escote es sexy. A mi esposo le encantará. Bajo a la cocina. El muchacho está de pie y cuando me ve aparecer abre mucho los ojos.

—Veo que terminaste tu jugo, Juan de Dios —digo, ignorando su forma de mirarme—. Gracias por ayudarme con las bolsas.

—Cuando quiera. Fue un placer, señora —contesta caballerosamente—. Si puedo ayudarle con cualquier otra cosa estoy a su disposición, señora…

—¿Cómo ayudarme en qué? —le pregunto.

—No sé… Tal vez con el jardín.

Entonces, me doy cuenta que el muchacho me ha llamado señora todo ese rato y recuerdo que yo no me he presentado. Que maleducada.

—Disculpa, Juan de Dios. No te he dicho mi nombre. Soy Ana. Ana Bauman.

Me acerco y a modo de nuevo saludo le doy un beso en la mejilla. El muchacho se queda rígido y sonríe con el rostro caído y rojo de vergüenza. Es al parecer muy tímido. Me hace gracia su timidez. Con una idea surgiendo en mi cabeza siento deseo de retenerlo un poco más.

—¿Quieres otro vaso de jugo? —le pregunto.

—Si, por favor. Me gustaría otro vaso.

Mientras toma un zumo de frutas, yo paseo por la cocina, preparando las cosas para la cena con mi marido. Noto la mirada de Juan de Dios sobre mis piernas, y también sobre las curvas de mis senos. Me mira también mucho el rostro cuando le hablo. Tengo toda su atención. Poco a poco, ideas tontas se van formando en mi mente. Y me pregunto si Juan de Dios será virgen. No sé por qué me gustaría saberlo. ¿Cómo saberlo?, me pregunto.

—Tal vez te estoy demorando mucho acá —le digo—. Tal vez quieres ir a andar en tu patineta. O ir a juntarte con tus amigos, o salir con tu novia.

—No se preocupe, señora Ana —dice Juan—. No tengo compromisos.

—¿Y tu chica qué dirá? Tal vez se ponga celosa ¿no? —bromeo.

—No tengo novia —dice, sonrojándose por enésima vez.

Es muy mono cuando se pone así, pienso. Una idea se apodera de mí.

—Que raro que no tengas novia —le digo—. Eres un chico muy guapo.

Él no dice nada. Desvía la mirada y sonríe de manera infantil.

—¿Qué edad tienes, Juan de Dios?

—Casi 18 —responde—. El otro año estaré en la universidad.

Sonrío. Es grande a pesar de su actitud inocente. Tal vez si podría jugar un poco con el muchacho, sólo como estímulo para mis encuentros con mi marido. Además, es una buena forma de liberar a la otra Ana. El chico parece ser muy dócil. Podría controlarlo como quisiera. Pero antes necesito probar fehacientemente que Juan de Dios es tan sumiso como parece.

Recuerdo entonces mis sandalias desatadas. El broche hace que las correas asomen hacia cada lado. El broche es un muy fácil de colocar en su lugar; es cosa de meter, mover y apostar en la hebilla. La prueba surge súbitamente como un rayo en medio de la tormenta.

—Juan de Dios, ¿Te puedo pedir un favor? —le digo al imberbe muchacho.

—Dígame, señora Ana.

—Sabes, me duele un poco la espalda y me cuesta inclinarme. Es por eso que no he atado mis sandalias. Pero ahora pienso que me puedo caer ¿Puedes atarme las sandalias, por favor? —pregunto.

Lo digo sin dobles entonaciones, de forma muy seria. No quiero malos entendidos. Juan de Dios mira hacia abajo, hacia mis pies. Ve las sandalias y al comprender lo que pido me mira a los ojos. Parece confundido.

—¿Quiere que ate sus sandalias? —pregunta.

—Si —respondo, y luego agrego: Confío en que serás un caballero y te concentrarás en la tarea. Nada de mirar donde no corresponda.

El muchacho asiente.

—Yo jamás haría algo así.

—Entonces, ¿Lo harás? ¿Ataras mis sandalias? ¿O dejarás que esta vieja mujer sufra de su dolor de la espalda al intentar atárselas? —pregunto, medio en broma para relajar al muchacho.

Juan de Dios vuelve a asentir y empieza a arrodillarse. Noto que da una rápida mirada a mis largas y femeninas piernas, pero luego mantiene la cabeza gacha. Sus dedos toman la correa de la sandalia del lado derecho y con cuidado la abrocha. Sus dedos casi no tiemblan, en verdad parece que se comporta como un hombre. Por casualidad rosa mi pie, pero ha sido sólo un accidente. Luego, repite el proceso con el pie contrario. Se toma un poco más de tiempo y cierra el broche. Luego siento el roce de un dedo sobre ese pie, parece accidental también. Con cuidado, se levanta. En ningún momento intenta observar mi cuerpo de mala forma, menos alcanzar a vislumbrar bajo mi falda. Juan de Dios va por su vaso de jugo y toma un sorbo antes de mirarme a los ojos.

Las sandalias han sido atadas a la perfección. Un buen trabajo de un obediente trabajador.

—Gracias, Juan de Dios. En verdad me duele bastante la espalda, es un padecimiento que se debo a que paso mucho sentada en una silla en la oficina. En verdad, muchas gracias.

—De nada, señora Ana.

Él toma de su jugo y yo bebo de mi vaso de agua. El hielo se ha derretido por completo y creo que debo seguir adelante con mi plan.

—Sabes, Juan de Dios —le empiezo a contar—, en la habitación de pintura tengo un gran desorden, verdaderamente es un gran caos. Quiero ordenar pero algunos muebles pesan demasiado. Le pediría ayuda a Tomás, pero mi esposo está siempre ocupado y no tiene tiempo para ayudar con el orden.

Hago un gesto de exasperación y consigo una sonrisa del muchacho. Luego continúo:

— Yo estoy llegando siempre más temprano y antes que te mudes con tus padres a tu nueva ciudad tal vez me puedas ayudar con el orden de la habitación. Por supuesto, te pagaría ¿Qué te parece?

Al chico le cambió la expresión de la cara. Casi se podía adivinar una sonrisa.

—Claro, señora Ana. Yo puedo ayudarle.

Sonreí al muchacho conservando la compostura pero afablemente antes de volver a hablar.

—Juan de Dios eres un santo. El asunto me tenía aproblemada.

Efusivamente le di un abrazo y un beso en la mejilla. Su cuerpo se puso rígido y Juan de Dios no tuvo el valor de abrazarme. Seguramente estaba muy nervioso pues mis senos tomaron contacto con su tórax. A pesar de su timidez, supe que el muchacho era feliz.

Yo también estaba contenta. Sería una buena forma de dar un poco de salida a la otra Ana. Seguro que podría manejarlo bien. Comenzó así el proyecto numero uno.

Despedí poco después a Juan de Dios. Unos diez minutos después llegó Tomás. Entra por la puerta cargado de bolsas. La camisa celeste se ajusta, marcándole el poderoso y musculoso torso. Deja todo en el suelo al verme y se acerca con una misteriosa sonrisa.

—Estás hermosa —dice, sorprendiéndome su espontaneidad.

—¿Si?

Giro en el lugar y el minivestido rojo se levanta un poco. Lo he desabotonado al marcharse mi joven vecino y ahora Tomás puede ver las formas de mis senos asomarse por en el escote que se ha formado, una zona de mi anatomía que no ha podido ver ni disfrutar Juan de Dios.

—Sí. Estás muy hermosa, mi vida —proclama con fervor mi marido.

Me asombra ese fervor y su fogosidad. Es como si hubiera olvidado nuestros problemas.

—Quiero que me folles —le digo.

Mi esposo se apresura a besarme. Es un beso lascivo y con mucha lengua. Su aliento huele a alcohol, se nota que ha bebido más de la cuenta en su reunión con el senador Luna. No me importa. Yo estoy caliente ya y se nota que él también está muy caliente. Me toma en brazos y me conduce a la habitación matrimonial. Pero lo detengo.

—No. Quiero que me folles aquí, en el piso —le digo.

—Pero las cortinas están abiertas —advierte Tomás—, alguien podría vernos.

—No importa, Tomás. Hazme el amor.

Mi esposo me observa un momento y luego me besa apasionadamente. Comenzamos a desvestirnos y mientras me desabotono el minivestido contemplo los marcados abdominales de Tomás, sus brazos largos y musculosos, sus muslos gruesos y varoniles, su gruesa y larga verga. Que espécimen maravilloso es mi marido, pienso.

Cuando penetra ya estoy muy excitada. Me olvido de la comida y de todo aquel día. Lo único que importa para mí es lo que me hace sentir la verga de Tomás. En ese instante, llena y ardiendo por dentro, soy muy feliz. Y en alguna parte de mi mente justifico todo lo que hago a espaldas de mi marido. Lo importante es ser físicamente leal a Tomás, lo que ocurra en mi mente, lo que haga para mantenerme fuerte, jamás me impedirá ser una buena esposa.

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