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Ana.

El whisky tenía un sabor extraño, como si alguien le hubiera echado agua. Ana miró al barman con desaprobación. Había pedido el mejor whisky y aquel hombre sólo podía ofrecerle aquel líquido desabrido. A pesar de aquello, Ana bebió sorbo tras sorbo hasta vaciar el vaso.

Desde una mesa cercana, Diego la observaba. Lo primero que le llamó la atención fue aquellas largas piernas y el magnífico culo moviéndose con desenvoltura por el lugar. Rápidamente notó que la muchacha era muy hermosa. Era alta y elegante, pero sobretodo sexy. Debía de rondar los veinte. Aunque su traje ejecutivo, su pelo trigueño recogido y su actitud segura la hacían ver mayor. No es una veinteañera común y corriente, pensó Diego. Se sentó no muy lejos de la mujer. Desde ahí la espió mientras bebía y comía algo.

La mujer se levantó y fue al baño. El lugar estaba vacío. Frente al espejo observó su agraciado rostro. Las ojeras casi no eran visibles gracias al maquillaje. Había dormido poco los últimos días. El trabajo iba a terminar por ponerla vieja y fea, pensó la guapa abogada. Se desabotonó unos botones de su camisa y humedeció un pañuelo con agua fría. Colocó el pañuelo en la nuca y disfrutó de la sensación mientras se observaba frente al cristal. La camisa de seda color crema era ajustada, pero elegante. Sin embargo, aquello no evitaba que realzara la figura de sus espléndidos senos en el delicado corpiño de encaje. La falda de talle alto realzaba el abdomen plano y las curvas armoniosas de su cintura y cadera. Las fabulosas piernas estaban cubiertas con unas medias negras con liguero y eran realzadas por un elegante calzado de marca Jimmy Choo. Le fascinaban los tacos altos, la plataforma refinada y a la moda. Se sentía cómoda con ellos, como una bailarina en sus sandalias. Ana giró, observó su cola y se sintió satisfecha. Para ella la belleza y la imagen que proyectaba al mundo era  todo, el fundamental de la vida.

Mientras volvía a abotonarse la parte superior de la blusa reparó en que su dedo anular estaba desnudo. Rápidamente buscó en su cartera y volvió a colocar su anillo de casada. Lo observó con detenimiento. Se sentía extraño, frío. ¿Realmente estaba casada?, pensó.

- Si, Ana. Estás casada. Felizmente casada… y muy enamorada de tu esposo –le dijo a la hermosa mujer del espejo.

- Entonces, ¿Por qué le pones una y otra vez los cuernos? –escuchó el pensamiento salir a través de sus carnosos labios y hacer eco en el silencioso lavado.

No hubo respuesta. Ana esperó un segundo, quizás en busca de una epifanía. Luego, desechó esos pensamientos y empezó a revisar su maquillaje, ordenar su vestimenta y colocar una pisca de perfume en su cuello. Volvió al bar y esta vez pidió champaña. El espumoso líquido era su licor preferido. Sentir el gorgoteo bajar por su cuello le recordaba su niñez, una de las mejores épocas de su vida. Antes de descubrir que su padre golpeaba a su madre. Antes de descubrir que su madre engañaba a su padre. Mucho antes de descubrir que su padre a la vez engañaba sin disimulo a su madre. Ella había creído que su padre era un hombre integro. Cuando niña quería buscarse un esposo como su padre. Pero todo era un vil engaño. Su madre era una mujer sumisa y extraña, llena de secretos. En tanto su padre era un hombre soberbio, altivo y machista. El rey de su casa. Su madre, una mujer hermosa de cabellos rubios y ojos celestes, era la reina. Sin embargo, cuando la reina se revelaba y ponía furioso el rey, éste solía “corregirla”. Por las buenas o por las malas, tarde o temprano, la reina comprendía cual era su lugar. Y el rey era suficientemente astuto y golpeaba donde no dejaba marcas visibles. Quizás Ana había sido la única de los tres hermanos en descubrir el secreto de su madre. Callar aquello por petición expresa de su madre había sido terrible para una niña de once años. Pero no era aquel el único secreto familiar.

Sin proponérselo, Ana vació la copa de champaña y pidió que se la llenaran. Una copa más o una copa menos. ¿Qué más da?, se dijo. Ana quería espantar esos pensamientos. Sentada en la barra, se concentró en el pequeño televisor. Un hombre lanzaba una bomba molotov sobre un autobús. El conductor y una muchedumbre huyeron del interior, aterradas. El vehículo acababa envuelto en llamas hasta ser consumido por completo. Sus ojos esmeraldas se sintieron atraídos por las llamas como  una serpiente por la flauta de un encantador. A su mente vino la imagen de una mujer sobre el cuerpo de un hombre. Ambos estaban desnudos. La mujer parecía extasiada moviéndose a horcajadas sobre la pelvis del desconocido. La mujer giraba el rostro y descubría su presencia.

Mi madre nunca imaginó que su hija la descubriría con su amante. Mi madre nunca pensó que yo la seguiría hasta el chalet esa tarde. Los pensamientos de Ana eran oscuros aquella tarde.

Había pasado un año y medio desde aquel descubrimiento. Pero su madre había soportado sumisamente a su padre. Le había dado tres hijos y se había comportado como la reina que todos esperaban. Tal vez no era extraño que su madre hubiera buscado un amante que le entregara el cariño y el respeto que Mario, el padre de Ana, jamás le había entregado. Para Mario, Sofía era la mujer que Mario había tomado para cuidar de los hijos y la casa. La hermosa reina del hogar era para mostrarla a los amigos y luego tomarla en la intimidad. No era para entregarle amor.

Pero para Ana, criada en un ambiente machista, aquello no fue tan terrible como descubrir que aquella madre abnegada era también una mujer infiel. Aquello había sido traumático. Ana se había casado hace poco cuando lo descubrió. No quería repetir los errores de su madre. Tomás, su esposo, estaba lejos de ser su padre y ella creía que jamás sería como su madre, una dueña de casa y una esposa infiel. Ana se propuso ser todo lo opuesto a su madre. Había decidido cambiar su vida y conseguir un trabajo importante como el de su esposo. Ana ambicionaba ser parte de la elite profesional y estar sobre los demás. Quería ser mucho más que la gente común.

Aquella idea la obsesionó. Ana aún no comprendía a qué la había conducido aquella obsesión. Mientras terminaba su copa de champán observó al hombre de cuarenta y cinco años vestido con un traje oscuro, camisa blanca y corbata que la observaba con insistencia. Tenía el cabello ralo, oscuro. Sus ojos grises se paseaban por sus largas piernas. El vestido de talle alto que usaba mostraba buena parte de sus sensuales muslos, pero no volvió el vestido a su posición. Que ese hombre vea lo que quiere, se dijo. Le gustaba sentirse deseada.

- El caballero le envía otra copa –el barman puso más espumante sobre el cristal.

Ella observó al hombre y le sonrió, agradecida. El alzó su copa y brindaron de manera cómplice. No era todo lo atractivo que una mujer como Ana gustaba, pero el juego de seducción le encantaba. Disimuladamente midió al hombre. Era de su altura, tal vez un poco más alto. Era fornido, sin ser gordo. Sus manos eran grandes y gráciles, con un reloj caro en su muñeca. Tenía una mirada intensa y segura. Aquella mirada le recordó los ojos verdeazulados del amante de su madre. Fernand había sido como un tío para Ana hasta hace un año atrás. Era un hombre confiado y afable, tan diferente de su padre como el agua y la roca. Mientras Fernand podía adecuarse a todas las circunstancias, su padre parecía chocar contra los inconvenientes y las circunstancias adversas. La familia había acusado su mal humor, sus estallidos coléricos. Su madre y sus hermanos habían recibido la falta de indulgencia de su padre. Se habían estrellado a este muro de piedra una y otra vez. Ana en cambio era la preferida de Mario, su padre. Ella era preciosa. Una chica que todos miraban y mimaban por su belleza. Ella era otro de los tesoros de su padre. Un chiche que podía mostrar a conveniencia. Ella era tan diferente a sus hermanos, no sólo en apariencia, sino en su forma de ser.

Dejó los recuerdos y bebió otro sorbo de su copa. Diego la observaba desde su lugar y ella coqueteaba desde lejos. No sabía porque lo hacía. Era algo que le resultaba natural. Ana notaba que habían hecho contacto y aquello era como una ola que se había puesto en marcha. Pronto se estrellaría contra la orilla. Era una onda de calor que azotaba su cuerpo de improviso, lo sentía en su bajo vientre y en sus senos. Se sentía tensa y expectante. El hombre se sentó a su lado. Olía bien. Era un perfume que no había sentido. Un olor agradable.

- Hola. Mi nombre es Diego Fontaine –se presentó estirando la mano.

- Hola. Soy Ana –contestó con una sonrisa de dentadura perfecta. No reveló su apellido a propósito.

Empezaron a hablar. Afuera, había empezaba a anochecer. Sin embargo, no era tarde. El cansancio había dado paso a una sensación extraña. Un agradable sopor. Quizás fuera el alcohol que había ingerido o la agradable conversación con aquel desconocido. O solo era el hecho de sentirse escuchada por alguien. Aunque las palabras fueran vacías y no condujeran a conocerse, Ana deseaba hablar y reír junto a otra persona. Tomás, el esposo de Ana, viajaba mucho y ella se sentía sola. Ana no sabía por qué aquel vacío la hacía sentir tan vulnerable últimamente. No le gustaba sentirse así. Su padre le había enseñado a ser fuerte, como un oso en su caverna. Como un soldado presto para la guerra. Cuando se sentía tan frágil trataba de eludir sus sentimientos, darse valor de alguna forma. Antes hubiera apelado a su voluntad y sus valores, pero desde hacía un año y medio buscaba formas más fáciles de superar aquellos sentimientos.

- Puedes pedir otra copa –pidió Ana mientras se levantaba-. Voy al baño.

El hombre se levantó, galante. Ana sabía que no le quitaba la vista mientras atravesaba el salón, así que movió las caderas para acentuar sus formas. Desde la distancia y a pesar de la elegancia, el voluptuoso trasero y el vaivén de las caderas parecieron enviar un lujurioso mensaje al hombre. Diego recreó la vista en aquella hermosa mujer, en aquel sensual andar que la transportaba de un lado al otro del salón como si de la hija de un ángel y una diablesa se tratara. Se relamió los labios imaginándose oscuros y lujuriosos pensamientos.

En el lavado, Ana tuvo que encerrarse en un cubículo. Se sentía extraña y triste. Todo el esfuerzo y todos los sacrificios que había hecho para conseguir el importante puesto de trabajo que tenía y todo el éxito que había conseguido en este año no conseguía hacerla feliz. Sin duda, tenía más dinero que antes, era más reconocida en su profesión y era parte de la elite que tanto añoraba. Sin embargo, su matrimonio estaba naufragando. Tomás estaba extraño, menos cariñosa y taciturno. Quizás tiene una amante, pensó Ana.

- ¡Maldito hijo de puta! –gritó.

En el baño se escucharon murmullos y Ana se obligó a tranquilizarse. Los celos le nublaban la vista. Se sentía sofocada y temblorosa. Su marido era suyo. No imaginaba a Tomás traicionándola. Pero si era así ¿Qué haría?, se preguntó. La mataría.

- Mataré a esa perra –susurró en voz baja.

Aquel pensamiento traicionó sus fríos modales y se reveló la Ana celópata. Era chocante que una mujer infiel como Ana sintiera esos celos. Despojada de la seguridad y la altivez, dudando del amor de su vida, Ana se mostraba como una tigresa herida y entre rejas. Expuesta y vulnerable. Sólo había una forma de superar aquella aflicción, aquel dolor. Ana sacó un poco de cocaína de la cartera y aspiró. Llevaba aproximadamente un año consumiendo, pero la hermosa mujer parecía disfrutar de la vorágine de sensaciones que le producía aquel polvo blanco. Apoyó su mano en la pared y dejó que un escalofrío la atravesara. Sintió la sensación envolver su cuerpo, desde su nuca a los pezones. Un temblor bajó por sus grandes y firmes senos, como una caricia trémula que alcanzó su vientre y que lentamente alcanzó su depilada entrepierna. Era una sensación que la ponía alerta. Pero sobretodo era un sentimiento de invulnerabilidad que la cubría, como un manto protector.

Salió del cubículo y se miró al espejo. Ana era una beldad de rostro agraciado, labios carnosos y ojos turquesas. Con aproximadamente un metro setenta y cinco de altura llamaba la atención de los hombres y de mujeres. Era una belleza que despertaba lujuria. Pero también envidia. Dos mujeres la observaron mientras susurraban entre ellas. Sus ojos resumían envidia, pensó Ana.

- Debe ser una de esas putas de lujo buscando hombres de negocios -le pareció escuchar susurrar a la mujer de ojos grandes y cabello teñido de rubio.

- Si. Una de esas modelos fracasadas que buscan un hombre rico –susurró algo más fuerte la mujer de cabello oscuro, al estilo cleopatra.

Ambas mujeres tenían más de cuarenta. Su belleza había menguado. Como una potranca vieja y sin dientes, pensó la hiriente abogada. Las ignoró. Mientras pintaba de carmín los rollizos y sensuales labios, Ana podía sentir las miradas de las otras mujeres. Pero lo único que le preocupaba en ese instante era la tensión de la piel en sus senos y pezones. Una sensación que crecía y que bajaba por su vientre hasta su entrepierna. Sabía lo que significaba. Quería hacer alguna travesura. Salió del baño sintiéndose otra mujer.

En tanto, sentado en la barra, Diego pensaba en las putas que algunas veces había pagado cuando estaba lejos de su hogar. No eran muchas, pero le daban lo que su mujer no le otorgaba. Esa entrega incondicional. Ninguna de aquellas mujeres era tan hermosa como Ana. Deseaba que apareciera pronto, pero la chica se demoraba. Finalmente, la vio aparecer desde la zona de baños. Luego de largos minutos de espera el hombre había pensado que la sensual chica se había esfumado. Parecía más animada. Su rostro estaba sonrosado y exhibía una sonrisa coqueta que prometía. Diego notó que los hombres en el restorán estaban pendientes de la hermosa fémina mientras caminaba con elegancia y sensualidad hasta su lado.

- ¿Esta es mi copa? –preguntó risueña, tomando la copa de champaña.

- Así es. Salud –Diego alzó la copa.

Ana chocó la copa de su acompañante.

- Salud. Por nosotros –sus ojos turquesas dijeron algo más. Ana pareció dejar algo en el aire que provocó un estremecimiento en el hombre.

Bebieron en silencio, observándose. El lugar parecía haber cobrado vida, como si la noche llamara a animar aquel lugar. Pero también había demasiados ojos y demasiados susurros. Diego era un hombre casado, aunque sabía que era improbable que apareciera alguien que conociera en aquel lugar prefería ahorrarse peligros o algún comentario malintencionado. La situación de Ana no era diferente.

- Sabes, el ambiente está un poco… “denso” en el lugar –Ana asintió ante las palabras del elegante hombre-. Me alojo en este hotel ¿Quizás quieras tomar otra copa en mi habitación?

Ana simplemente sonrió. Se sentía inmune a la tristeza y confusión que últimamente la embargaban.

- Sabes, soy un buen negociante. Puedo ser persuasivo e insistencia cuando me lo propongo –Diego dejó una mano abierta sobre el femenino muslo y con atrevimiento acarició la femenina pierna. Fue un roce fugaz sobre la media oscura, pero un estremecimiento recorrió la piel de la hermosa veinteañera. Ana observó alrededor. Al parecer nadie había visto aquella osada maniobra sobre los bonitos muslos. Se sintió deseada, pero sobretodo deseada.

- ¿Sólo un rato y sólo una copa? –contestó Ana, muy seria.

- Lo que quieras, preciosa.

Ana dejó que Diego pagara la cuenta. Se levantaron y recogieron sus cosas. Sintió las miradas de las dos mujeres del baño. Susurraban palabras con una sonrisa sínica mientras la observaban. Ana creyó leer sus labios. Es una puta, susurraban entre ellas. Un viejo calvo vestido con ropas grises también la miraba con insistencia. Sus ojos repasaron su rostro, el área de sus grandes senos y la cola. La miró a los ojos mientras tragaba saliva y movía la lengua en su boca de labios enjutos. Su expresión decía “Quiero follarte, nenita” o algo así. Ana lejos de sentirse cohibida o intimidada por las miradas empezó a sentirse envalentonada. Quizás fuera sólo el alcohol o la cocaína, pero también notaba un apremio hormonal de su cuerpo. Era como una necesidad o un estímulo primordial que había empezado a crecer lentamente desde que se había sentado en el bar de aquel hotel.

Caminaron separados por los pasillos del hotel. Pero lejos de las miradas indiscretas, Diego la tomó de la cintura. Él se sentía dueño de la situación. Se subieron al ascensor así. A la muchacha no le molestó el atrevimiento, le pareció grato sentir el brazo de un hombre en su cintura. Ana prefería a hombres con carácter (y atractivos) que los tímidos o apocados. Aunque los últimos eran más fáciles de manipular y a veces eran también más flexibles o sumisos. Supongo que en algunas ocasiones prefiero que sean sumisos, pensó risueña la hermosa abogada. A veces era más divertido cuando ella dominaba.

El ascensor se detuvo en el sexto piso. La pareja salió al pasillo. Ana se dejó guiar, con la mano de Diego firmemente afianzada a su cintura. Observó el corredor, desierto y silencioso. Sólo sus pisadas eran testigos de su presencia. Un hombre con el uniforme que usaban los empleados del hotel salió de una habitación. Era joven y llevaba un carrito con dos o tres bandejas llenas de plato, copas y tazas. El chico miró con disimulo a Ana mientras se cruzaban por el pasillo. Lejos de molestarse, Diego pareció disfrutar del espionaje encubierto. Era él quien llevaba a la bella mujer a su habitación. La mano de Diego acarició la cintura y con cierto atrevimiento bajó para tocar un instante la parte superior de la carnosa y sensual cola de Ana.

El chico se detuvo, un tanto sorprendido. Ana se hizo la desentendida y continuó caminando con el mentón alto. La elegancia de aquella hermosa mujer era indiscutible, pero la mano en la parte superior de su redonda nalga producía un efecto de morbosa lascivia. Ana dejó que los hombres jugaran, que vieran lo que querían. A pesar de su rostro serio e inmutable, aquel era un juego que le calentaba la sangre. Todavía sentía ese flujo de potencia en su interior producido por la cocaína y el alcohol. Se sentía excitada y traviesa. Diego miró al muchacho con una sonrisa en el rostro, como diciendo “Mira, niñito. Esta mujer es mía”. El hombre de negocios esperaba tal vez una bofetada o que lo increparan por su atrevimiento. Era algo que le había nacido hacer y tal vez tuviera sus consecuencias. Pero la bofetada nunca llegó. En cambio Ana caminó con un meneo exquisito y sensual de su cola y con la atrevida mano de Diego firmemente posada sobre su nalga.

En aquel momento, la mujer recordó algo que había ocurrido los últimos años de colegio. Ella y su novio de aquel entonces solían irse al salón de arte para besarse y toquetearse un poco. Ana era inexperta y aquellos habían sido sus primeros encuentros amorosos. Un día mientras se besaban con su novio descubrió a uno de los profesores observándolos desde una habitación contigua. Al principio se asustaron y huyeron. Pensó que el profesor les diría algo o los acusaría a sus padres, pero no lo hizo. La próxima vez que Ana y su novio volvieron al salón de arte a besarse y toquetearse no pasó nada. Así que volvieron a aquella atrevida rutina. Sin embargo, Ana descubrió que aquel profesor se escondía para verlos. Su novio no lo notó y ella no le advirtió de su presencia. Las manos de su novio hurgaban en su sexo mientras se besaban. Sin duda, los nervios y la excitación se combinaron para entregarle su primer orgasmo en manos de un hombre y bajo la atenta mirada de aquel profesor. Había sido una locura. Estuvo preocupada unos días, pero no hubo denuncias a sus padres ni advertencias. La siguiente vez que fueron al salón, dejó que el mirón observara todo lo que quisiera. Ana se hizo la desentendida. Aquello no había pasado muchas veces, pero era un recuerdo muy claro en su mente. La mirada del profesor se parecía mucho a la de aquel muchacho del carrito. ¿Era el Sr. Rojas o Riquelme?, se preguntó Ana. No lo recordaba. Aquel hombre no se perdía uno de sus partidos de jockey sobre césped. A pesar que Ana era reserva y usualmente salía unos minutos a la cancha. Seguramente le gustaba verme con las falda corta del uniforme, recordó Ana. Los últimos dos años sus notas habían sido sobresalientes en el ramo de aquel profesor. Dejarle ver un poco de sus largas y bonitas piernas, ofrecerle una sonrisa o un roce eran suficientes incentivos para obtener una calificación máxima el día siguiente. El recuerdo avivó el calor que recorría su cuerpo.

En el pasillo, el muchacho observó excitado a la hermosa hembra. Algo sorprendido, trató de reconocer su bonito rostro o sus curvas. Debe ser una modelo o actriz. O una puta de lujo, pensó. Pero no recordaba haberla visto en la televisión. Y al menos no era de las putas de lujo que solían frecuentar el hotel.

Entraron a la habitación, dejando atrás al mozo. Ana observó el lugar. Era limpio, amplio e iluminado. Era una bonita habitación, con una cama grande. Se sacó la chaqueta y la dejó en una silla junto a su cartera. Caminó hasta la ventana y observó la vista. Un pequeño parque, una pileta y el aeropuerto cercano. A su espalda escuchó a Diego pedir una botella de champaña y algo de comer. Ana se preguntó si era necesario pedir de comer.

En la habitación había un enorme espejo. Ana se miró, parándose con los brazos en la cintura como una modelo. Estaba más guapa que nunca, quizás un poco más flaca que hace unos meses. Pero casi nada. Su belleza no menguaba.

- Sabes –comentó Ana a Diego-, cuando tenía unos trece soñaba ser una modelo de pasarela.

- ¿Es verdad? –preguntó Diego que se aflojaba la corbata y la camisa.

- Si… -Ana recordó mordiéndose sensualmente el carnoso labio inferior-. Alguien como Gisele Bundchen, Heidi Klum o Adriana Lima.

- ¿Y nunca intentaste ser modelo? Sin duda eres hermosa –El hombre observó a Ana que se miraba al espejo.

- No, mis padres nunca lo hubieran consentido –dijo Ana, con las manos en la cintura-. Cada tarde, practicaba como caminar en mi pieza, observándome frente al espejo. Me colocaba diferentes vestidos y atuendos. A veces, colocaba un libro sobre mi cabeza e iba de un lado a otro de mi habitación. Era divertido fantasear.

- ¿Y todavía lo recuerdas? ¿Cómo lo hacías? –preguntó travieso Diego.

Ana no notó el tono de Diego, simplemente se fue a un extremo de la habitación y sin medir situación empezó a caminar. Los hombros derechos, la espalda recta y el mentó alto. Ana sin duda se acordaba como hacerlo. Diego podía observar el cuerpo de la sensual chica moviéndose armoniosamente por la habitación. Era un espectáculo bello. Ver moverse acompasadamente los senos y el leve meneo de los firmes glúteos. Observar el movimiento de las caderas y la firmeza de las femeninas piernas empezó a invocar lascivos pensamientos en el hombre.

- ¡Guau! –exclamó Diego mientras aplaudía-. Muy bien.

Ana se sintió admirada. Era el foco de atención del aquel hombre. Quizás por eso no dejó de caminar de un lado a otro de la habitación. Pero esta vez dio un toque más de sensualidad a sus movimientos. Sentía un calor en su cuerpo que le nublaba la mente. En tanto, el empresario empezaba a maquinar sus movimientos. Necesitaba llevar a esa hermosa mujer a la cama.

- Dime Ana –se atrevió a interrumpirla- Cuándo soñabas con ser modelo ¿Alguna vez desfilaste en ropa interior en tu habitación? ¿Sabes desfilar ropa interior?

Ana lo observó, cautelosa. Intuía para donde iba aquello, pero no quería pensar demasiado ni arrepentirse de nada aquel día. Recordó cuando era una adolescente y soñaba con ser una famosa modelo. Era una solitaria tarde y había sacado de un cajón la lencería sensual de su madre. En la amplia habitación de sus padres había improvisado un ermitaño desfile frente al gran espejo de su madre. Se veía y se sentía diferente con la ropa de su madre. Cuando guardaba la lencería y inspeccionaba los cajones de su madre había encontrado las revistas porno que su madre le había quitado a su hermano. Aquel desfile había terminado en una tarde de masturbación frente a las osadas revistas.

Como aquella vez, Ana se dejó llevar por los imprevistos y las sensaciones de su cuerpo. Se dio vuelta y caminó hasta la cama. Sin prisa, se sacó la camisa y la falda. Ana se sentó en la cama sólo con un sensual conjunto negro de encaje con transparencias y unas medias negras con ligueros. Bajo la atenta mirada de Diego, se volvió a calzar su caro calzado y caminó hasta su cartera. Con ella en la mano se dirigió al baño.

- Dame un segundo y te demostraré como se desfila ropa interior –pidió Ana con una sonrisa misteriosa.

Diego asintió. La visión de aquella hermosa y sensual mujer le había quitado el habla. Ana tenía un cuerpo precioso. No tenía una gota de grasa o estrías en el cuerpo. Sus senos eran generosos y firmes, como dos semiesferas enclavadas de manera magnífica en el femenino tronco. Sus glúteos eran generosos y de forma bellamente definida. Las líneas de su cuerpo parecían talladas en perfección. La sangre fluyó con vigor por el cuerpo de Diego, afianzando una poderosa erección.

En el baño, Ana corrigió el maquillaje de sus pulposos labios, aplicando color. Orinó. Mientras estaba sentada en el baño, observó la forma de su coño depilado. Era un coño de labios definidos y femeninos. No había asimetría o imperfección. Lo tocó y lo sintió extraño. Quizás porque en la mañana una profesional se lo había recortado. La manipulación de su sexo no le fue indiferente, en especial cuando pasó el dedo por el clítoris. Se sentía achispada. No sabía cómo había llegado a aquella habitación, pero estar ahí con un desconocido producía sensaciones encontradas en su cuerpo. Lo sentía en su respiración, en sus erguidos pezones y en la tensión que sentía en el vientre. Una sensación que bajaba por su pelvis hasta su coño. Era lo prohibido de aquel encuentro. La excitación y la culpa mezclándose en su cuerpo y en su mente. Ana deseaba acallar las oscuras voces de su mente. Las voces que la atormentaban. Frente al espejo, aspiró otro poco de coca. Se sintió exultante casi de inmediato. Se tocó el coño, estaba húmedo y caliente. Vio su reflejo en el espejo. Aquella mujer se mordía lascivamente el labio. Esa mujer en el espejo quería follar.

Volvió a la habitación y observó al hombre que la acompañaba. No era ningún adonis, pero en el momento no le pareció mal. Tenía cierto encanto. Estaba sentado en la silla con sus ojos claros prendidos en su cuerpo.

- Me mostrará como desfilas lencería, señorita –pidió Diego, tenía la boca seca y esperaba que no se notara su erección.

- Claro, señor –ronroneó Ana mientras caminaba al otro lado de la habitación, junto a la cama.

Diego se regocijó de la visión de aquel trasero firme y deseable. Ana giró y con sensual movimiento empezó a desfilar. Era una visión. Diego la observaba en silencio, con los ojos puestos en el subir y bajar de los grandes senos, con la vista en la piel desnuda y la lencería que escondía el manjar de aquellas carnes. Diego había visto mujeres en la televisión, comerciales de lencería y shows televisados de supermodelos en la pasarela y sabía que Ana no tenía nada que envidiarles a esas mujeres. Se sentía excitado y afortunado.

La sensual fémina se mostraba sin disimulos, sin pudor. Ana era una mujer admirada en lo profesional y lo familiar, pero aquella sensación de desnudez, de exposición frente a un desconocido era lo que más la fascinaba. Se sentía admirada y deseada. Podía sentir el deseo en aquel hombre. Se sentía hermosa, irresistible.

Ana repitió una segunda vez el recorrido, como si una multitud le pidiera que repitiera el magnífico acto. Sin embargo, esta vez se atrevió a marchar más cerca de Diego. Rodeó la silla e hizo algunas poses frente a él. Diego se llevó la mano a la boca, acarició su cuadrado mentón y tragó saliva. Su vista iba de arriba a abajo, examinando con detención las majestuosas curvas. Sin embargo, cuando la vio alejarse una idea se le vino a la cabeza, demasiado tarde.

- ¿Suficiente? –preguntó Ana, detenida con las manos en la estrecha cintura al otro lado de la habitación.

- No, por favor –la voz de Diego sonó a súplica-. Una par de vueltas más. Sólo un poco más, por favor.

Ana sonrió. Volvió a caminar, orgullosa y descarada. A su mente vino caprichosamente el recuerdo de cómo había ascendido en el estudio de abogados al que pertenecía. Como había sufrido del estrés laboral hasta que hizo “trampas” en su trabajo. Como había aprendido a consumir cocaína primero para resistir las largas noches de trabajo y después para divertirse en fiestas. Las imágenes de aquellas largas noches lejos de casa pasaron por su mente. Los días en compañía de Jorge, su jefe. Recordó cómo se dejó seducir por él. Como utilizó su belleza para avanzar en su carrera. Trajo a la memoria como Jorge la había convencido de ser su amante y la primera noche que le había mentido a su esposo para irse de fiesta. La noche que había terminado follando con un cliente en su automóvil o los días en que follaba en la oficina de su jefe mientras sus compañeros trabajaban. Mientras rodeaba a Diego el recuerdo se le hizo antojadizo, pero intenso. De pronto, sintió una caricia en su muslo. Diego parecía excitado, su mano atrevida subió hasta su glúteo y luego avanzó hasta su abdomen.

En aquel momento sonó la puerta de la habitación. Ambos miraron la puerta de la habitación.

- Lo siento –se excusó Diego-. No debí pedir servicio a la habitación.

- Ya está hecho –dijo Ana, sentándose en la silla que Diego dejó vacía al levantarse-. No te demores, campeón –ronroneó con voz ronca Ana.

Diego sonrió con mirada traviesa. Abrió la puerta. Ahí estaba el mismo muchacho del pasillo. Lejos de apurar el asunto, Diego dejó afianzar una lasciva idea en su mente y sonrió por dentro.

- Pasa muchacho, deja las cosas por ahí –le dijo al uniformado mozo.

El muchacho entró, pero se quedó inmóvil al ver a la hermosa mujer vestida sólo con ropa interior sentada en una silla. Era hermosa y se veía la imagen era tan erótica que se sintió nervioso. Miró a Diego, pero al hombre de negocios no parecía importarle que su mujer estuviera semidesnuda frente al muchacho. El chico estaba nervioso, pero no quería pedir detalle del angelical rostro o del voluptuoso cuerpo.

- ¿Qué haces? –preguntó Ana, divertida más que molesta.

- ¿Qué haces tú, preciosa? Sigue desfilando para “nosotros” –Diego resaltó esta última palabra. Era una orden con voz juguetona.

Ana se mordió el sensual labio, pensativa. El chico parecía indeciso. Quizás no estaría mal jugar un poco con él, pensó Ana. Se levantó y caminó con una lentitud que parecía desgano. En el extremo de la habitación giró con parsimonia, arreglando su ropa interior. “Dejando todo en su lugar”. Luego echó un vistazo a los dos espectadores y la puerta aún abierta.

Dios, ¿Qué estoy haciendo?, el pensamiento fue fugaz. Su cuerpo le pedía que complaciera a aquel hombre. Empezó a caminar, más sensual que nunca. Sus elegantes hombros hacia atrás, su cuello esbelto y sus senos exhibiéndose como dos joyas colocadas en un hermosísimo tronco tallado en marfil. El abdomen y la cintura cubierto en parte por el portaligas y la lencería resaltando las formas de su cadera y el triangulo de su sexo. Las medias y el calzado de taco alto parecían transportar a la hermosa mujer en su caminar, como un ángel vestida para el amor carnal.

El chico disimuladamente trató de sacar su teléfono móvil para grabar o tomarle una foto a aquella mujer, pero las manos le temblaban. Ya era muy tarde. La mujer lo observaba con ojos aquellos ojos turquesas. Devolvió el teléfono al bolsillo. El muchacho se sintió como un pequeño ciervo acechado por una pantera en medio de la pradera. Aún no entendía qué hacía ahí o cómo se había mezclado en aquella situación. Sostenía aún el carrito en las manos, pero era incapaz de moverse. La mujer caminó hasta él y lo rodeó. Giró alrededor del carrito. Lo observaba con ojos de depredador. La pupila de la mujer estaba dilatada, era enorme y turquesa. Su boca era una tentación.

Ana estaba caliente. Se sentía expuesta y lasciva. Su corazón saltaba en el pecho y sentía su sexo palpitar. Tal vez fuera sólo una sensación, pero era demasiado poderosa y dominaba todas su acciones. Se sentía casi tan caliente como sedienta. Necesitaba satisfacer sus deseos. Tomó la botella de champaña del carrito y se la pasó al muchacho.

- Ábrela –le ordenó.

El garzón tomó la botella con un temblor recorriendo su cuerpo. El libidinoso arrebato de la mujer se acentuó y avanzó hasta el hombre que la miraba con una sonrisa de triunfo. Ella lo empujó contra la pared y lo besó. Fue un beso profundo que se hizo más salvaje a medida que el femenino y deseable cuerpo de Ana parecía querer fundirse con el de su amante. Diego atrajo a Ana de la cintura, acariciando su espectacular cola. Los grandes y erguidos senos parecían querer ser oprimidos repetidamente contra el tórax masculino. El muchacho quedó inmóvil, digiriendo la suerte ajena.

De pronto, el sonido del corcho salir expulsado atrajo todas las miradas. Un chorro de espuma cayó al suelo y el muchacho se vio torpe tratando de evitar que el líquido se derramara. Ana se desembarazó de los brazos de Diego y corrió hasta el muchacho. Le quitó la botella y antes que cayera más champaña al suelo se llevó la botella a la boca y bebió su contenido. El líquido le refrescó la sed, pero parte también cayó afuera. El vino espumoso corrió por su mentón hasta sus voluptuosas tetas y bajó por su abdomen plano.

La mirada de los dos hombres sobre ella la hizo dar una carcajada. Ana recordó cuando dos adolescentes la descubrieron follándose al jefe de su esposo. El jefe de su esposo era un cabrón malvado. John era un gringo loco y libidinoso. Caliente como un perro callejero, pero con mucho dinero. Se había encaprichado con Ana y luego de seducirla en base a regalos y cocaína había decidido alejar a su esposo. Enviaba a Tomás a largos viajes o lo cubría de trabajo. Mantenía a su esposo en cursos o fuera del país. Ana había aceptado esta situación quizás sólo por la coca y los lugares que conocía con su amante. En uno de esos viajes, John y ella visitaron un pueblito aprovechando uno de los viajes de su esposo. Recorriendo viñedos había terminado borrachos y en la locura de aquella noche habían terminado follando en la escuela del lugar. Al parecer Ana había sido poco discreta y sus gemidos habían atraído a los dos adolescentes. Sus caras de sorpresa y excitación se parecían mucho a las de los dos hombres de la habitación.

Ana estaba igual o más caliente que aquella noche. Se subió a la cama. Dejó la botella en el suelo y Gateó sobre la acolchada superficie como una gatita en celo, insinuante. Podía sentir la tela del corpiño tensa sobre sus erizados y grandes senos. Podía sentir el portaligas en su vientre, sobre el redondo ombligo, y el pequeño calzón de encaje fundirse con su entrepierna. Se recostó y jugueteó, girando una y otra vez. Sus manos paseándose por su cuerpo. Sus dedos sobre sus tetas y por sus caderas. Un dedo lo llevó a la boca. Lo chupó como un biberón para llevarlo a la entrepierna. Jugó con su dedo bajo el calzón, justo sobre el clítoris. Los dos hombres paralizados, la observaban sin perder un solo movimiento. Ana está demasiado caliente. Ya no recordaba el anillo de oro blanco en su dedo o el por qué estaba en aquel hotel aquella tarde.

Diego está excitado. Aquella mujer es un sueño. Tiene un cuerpo de diosa y un rostro de modelo. Y lo mejor, está caliente, pensó Diego. Tragó saliva, ya no puede esperar más. Empezó a desnudarse. Sus ojos claros están encantados con lo que ven. Ana sigue jugueteando en la cama, su piel expuesta salvo la negra y sexy ropa interior. El hombre se sienta en la cama, a su lado. Sólo el bóxer blanco cubre su verga y su erección. Acaricia el muslo de Ana, musculoso y femenino. Lo recorre de arriba abajo. Sube por la cadera. Siente la suavidad de su esbelta espalda. Palpar las deliciosas formas y notar la sumisión de aquella mujer produce que su erección se acentúe.

En Ana, por alguna extraña razón las caricias le recuerdan los mimos de su padre cuando era pequeña. Su padre solía castigar duramente a sus hermanos, pero a ella no. Ella era la muñeca rusa su padre. Su matrioska. Sólo cuando a los trece o catorce empezó a revelarse a la disciplina familiar Ana recibió las primeras nalgadas. Él la había colocado sobre sus piernas, boca abajo, y con lágrimas en los ojos le había dado veinte nalgadas. Ana lloró también, humillada. Una parte de la niña había desaparecido aquella noche. Pero eso poco importaba ahora. Era sólo un tonto recuerdo.

Ana sintió a Diego acariciar su trasero, sus dedos reptaron por las curvas deliciosas de su glúteo hasta la entrepierna. Era una caricia que poco tenía que ver con las de su padre. Era una caricia de amante, pero Ana necesitaba rememorar. Su mente estaba hecha un lío.

- Dame una nalgada –pidió Ana, llevada por un instinto básico.

Diego se sorprendió, pero no la hizo esperar. Golpeó con cierta delicadeza el hermoso glúteo.

- Más fuerte –clamó Ana con voz ronca.

El sonido de la nalgada pareció romper el tenue silencio de la habitación. El muchacho se sentía excitado, pero indeciso. Todos sus sentidos estaban atentos a la mujer, pero era incapaz de actuar. La hermosa mujer recibió otra nalgada. El chico sintió que su cabeza se llenaba de lujuria rápidamente como una copa bajo una caída de agua, pero en su mente aún había un esbozo de razón. Puedo perder mi empleo. Debo salir de aquí, pensaba. Pero la visión de aquella mujer lo paralizaba, como un nuevo centro de gravedad en su mundo.

- Otra vez, más fuerte –pidió Ana.

Diego se sentía excitado. Nunca había golpeado una mujer, ni siquiera había dado una nalgada a sus hijas cuando se portaban mal. Aquello era una nueva experiencia. Bajo la mano y golpeó el carnoso y firme trasero. Sentía la verga inflamada y le dolía, pero deseaba complacer a esa mujer.

Ana en tanto no sabía que hacía. Las sensaciones eran muchas e intensas. Era capaz de sentir la lujuria y pedir lo que quería. El instinto primordial y carnal la guiaba, pero era incapaz de razonar correctamente. En su mente era una niña llorando mientras su padre la castigaba y a la vez una mujer gozando aquella vejación. Una pequeña parte de si no entendía como la excitaba aquel maltrato, pero sin duda su cuerpo lo deseaba. Un movimiento cerca de la puerta la volvió a la realidad. El muchacho del servicio a la habitación intentaba escaparse.

- No te atrevas a salir –clamó Ana.

El mozo se detuvo ipso facto.

- Cierra la puerta y toma esa silla –le ordenó-. Luego siéntate aquí.

El chico fue incapaz de contrariar a aquella mujer. Cerró la puerta y alisándose su uniforme tomó la silla. Luego se sentó a un metro de la cama, demasiado cerca de los amantes.

- Muy bien –ronroneó Ana y descubrió un pezón para llevárselo a la boca.

Diego reía mientras acariciaba el glúteo de Ana, tratando de darle alivio luego de las nalgadas. La lujuria parece desbordar en la habitación, afectando el raciocinio y la moralidad del empresario. Le encanta ese juego con Ana, pero necesita satisfacer sus propias necesidades. Diego guió a la mujer hasta su entrepierna y la miró intensamente.

Ana entiende el deseo en la mirada del hombre. Sus manos de dedos elegantes recorren la tela del bóxer, apreciando la erección con el tacto. Intercalando miradas con su amante, dejando que el chico vea en el asiento. Ya no hay control ni límites. Olvida por completo a su esposo. La argolla en su dedo no es más que un adorno cuando su mano toma el borde del bóxer para descubrir el pene de Diego. Cuando el pene grueso y congestionado salta a la vista de la abogada sus votos matrimoniales quedan en el olvido, archivados en un sitio oscuro y sin importancia.

El tacto de aquella verga es cálido, sofoca el deseo inmediato de llevárselo a la boca y lo sopesa con los ojos cerrados, como una sacerdotisa que toma en sus manos un objeto sagrado. La mano recorre de arriba abajo, descubriendo cada centímetro de la piel y palpando brevemente los arrugados testículos. Ana siente suspirar a Diego y abre los ojos. El hombre está complacido y ella también. Es un buen pene. Sin dudarlo, se lo lleva a la boca. Primero el glande, como catando el sabor de un buen vino. El sabor es diferente, no sabe a nada que ya hubiera probado. Cada pene es diferente, piensa. Se lo lleva entero a la boca y luego lo saca. Repite la operación hasta que se transforma en un ejercicio rítmico. La mamada comienza con movimientos lentos, pero sube en intensidad. Una mujer como Ana sabe como entregar placer. Sus labios carnosos parecen asir el pene con la maestría de una vieja amante.

- Aaahhh –escucha decir a Diego.

Ana continúa, siente las manos de su amante reptar por su cuerpo. Sus senos reciben las primeras caricias. Está caliente, muy caliente. Mientras retira un momento el pene de su boca y lo masturba con destreza, observa al chico en la silla. Sus miradas se encuentran mientras el chico se toca su verga por sobre el pantalón. Pobrecito, escucha una voz en su mente. El no sabe qué hacer y ella no lo va a ayudar. Que sufra un poco, le dice otra voz en la cabeza. Ana baja sobre el miembro erecto de Diego y reanuda con ahínco la mamada. Se produce como puede estar cada vez más caliente.

- Basta –escucha decir a Diego.

Ella lo observa. No quiera correrse demasiado pronto. Diego atrae a Ana y la besa con lujuria. Sus lenguas van y vuelven de un lugar a otro, como dos serpientes que van de un nido a otro. Ana se deja caer en la cama mientras su amante lame su cuerpo. Sus tetas, grandes y firmes, son probadas por Diego. Su lengua se regocija en los pezones, bajando por el abdomen, besando el ombligo y recorriendo la cintura. El sexo de Ana está cerca, Diego puede sentir el olor y el calor que emana como si la fuerza de una zona indómita se tratara. Lentamente besa la pelvis sin intentar sacar el calzón. Baja con su lengua hasta la parte inferior, repartiendo pequeños besos que se hacen cada vez más intensos.

- Aahh… mmmnnnnn… -Ana gime y se retuerce en las sábanas.

Las manos de Ana acarician la cabeza de Diego mientras observa al joven mozo con la verga en la mano. Sus ojos se encuentran y son incapaces de apartar la mirada.

- Fóllame –pide Ana. No sabe si pide eso a Diego o al muchacho.

Diego le baja el calzón y entierra su rostro en el sexo de Ana. Está mojado y el olor es fuerte. Su lengua prueba cada centímetro, recorriendo el depilado coño. Sus besos cubren aquella zona, sus dedos ayudan en la operación como obreros en una empresa cardinal.

- Mmmmmás… quiero más… -la voz de Ana trasciende el silencio de la habitación.

El chico se menea la verga y Ana no le quita el ojo. Diego sigue un poco más, con el rostro lleno de humedad vaginal antes de subir repentinamente sobre el cuerpo de Ana con la verga muy dura. La penetra con cierta violencia.

- Aaggghhh… -Ana resistió exaltada el primer embiste.

Diego se mueve impaciente, embistiendo el interior de la mujer y arrancando gemido tras gemido de la boca de Ana. La muchacha acompañaba cada penetración con suntuosos movimientos de su pelvis y sus caderas. Ana busca que llegue más adentro, que sus paredes vaginales rocen cada fibra de aquella gruesa verga.

- Aah… dios… más… así… dame… más a fondo… así, más fuerte… más… -pide Ana.

Pero lo que estimulaba a la sensual fémina no sólo son las sensaciones en su cuerpo, también es la verga del muchacho que crece en sus manos con cada sacudida mientras se masturbaba. Es como encontrar un manantial de agua bendita en el desierto. Hace tiempo que no ve una verga tan grande y vigorosa que le haga temblar cada parte de su femenino y sensual cuerpo. Ana desea aquella verga y aquel pensamiento le nubla la vista.

- Me voy a correr –anunció Diego.

Ana salió. Con una mano sacudió la verga y dejó que la corrida cayera sobre la cama. No era lo que hacía habitualmente con sus amantes, pero tenía prisa. No se había corrido aún y quería probar con su nuevo juguete. Quería jugar con el muchacho.

Desató el portaligas y se terminó de sacar el calzón que le incomodaba. Luego bajó de la cama y tomó la botella de champán. Entonces, avanzó hasta el muchacho.

- Te ves sediento –le dijo- ¿Quieres un poco?

El muchacho asintió con la vista en el sexo de Ana.

- Entonces arrodíllate –le ordenó.

Lentamente el muchacho cayó desde la silla al suelo. Sus ojos estaban prendidos en el cuerpo sensual de Ana, en el coño desnudo. La mujer se paró justo frente al mozo, separó sus piernas y empezó a derramar el líquido espumoso por su vientre. El licor empezó a correr por su ombligo hasta su sexo y desde ahí un chorrito caía al piso.

- ¡Vamos! Bebe –apuró Ana.

El muchacho, justo bajo el coño de Ana, abrió la boca. Entonces bebió lo que le ofrecía Ana. El líquido le caía dentro o en la cara, y parte caía irremediablemente al piso alfombrado. Su rostro estaba a centímetros de la entrepierna de Ana, con la lengua moviéndose en medio de la boca.

- Vamos, estás desperdiciando –acusó al muchacho Ana-. Acércate, no pierdas ni una gota.

El muchacho así lo hizo. Puso su boca sobre el coño de Ana y recibió el contenido que era arrojado lentamente desde la botella. Ana se mordió el labio, pues el muchacho lentamente comenzó a lamer su sexo. Ana tuvo que apoyarse en la silla para no caer de la excitación al suelo. La lengua de aquel chico se hundió en su coño y sus manos atrevidas agarraron con fuerza sus nalgas. La hermosa fémina se sentía fogosa y violenta.

Levantó al chico y lo sentó en la silla. Esta vez Ana se arrodilló entre las piernas del muchacho. Entonces, mirándolo a los ojos se sumergió en su sexo. Era grande y vigoroso, estaba tan duro que por un minuto recordó el pene de su esposo. Dejó un instante aquella hermosa verga para refrescarse o quizás para espantar el recuerdo. Tomó la botella y bebió un largo sorbo. Luego escupió parte del contenido sobre el pene del chico.

- ¿Cuál es tu nombre? –le preguntó

Ana empezó a menear aquel tesoro escondido en la entrepierna del chico. El anillo de oro blanco en el dedo anular relucía apoyado en la oscura verga.

- Mario –respondió.

Igual que mi padre y mi hermano, pensó Ana. Sin embargo, aquello no le impidió llevar el pene nuevamente a la boca y lamer con desespero aquel glande. Era rojo y oscuro, lleno de pequeñas venas y pelos finos. Dos alicaídos testículos apenas se veían tras tanto pelo, pero tal vez sólo era que la verga era exageradamente grande. Recorrió el miembro con esmero, ensalivando cada centímetro. Luego inició una felación primorosa, la obra culmine de una ardiente mujer que se siente plena tras cada amante en su vida. Le llevó tres minutos llevar el masculino sexo a su máximo esplendor. Cuando lo observó, extenso y macizo, se sintió una amante fogosa e impaciente.

El chico permaneció sentado. Ana se puso de pie y colocó sus piernas sobre el chico. Se sacó el sostén y dejó que el chico apreciara la firmeza de sus voluptuosos senos. Sin embargo, el chico estaba con la mirada fija en su sexo. Sabes lo que quieres, pensó Ana. Pues Tómalo.

Ana bajó sobre el pene. Con una mano lo acomodó en sus labios vaginales, repasando su sexo con la punta y uniendo su clítoris con el glande. Se sentía en las puertas del cielo. Tragó saliva y con cuidado, ubicó el pene en la entrada de su vagina. Entonces, descendió. La verga de aquel muchacho se abrió paso dolorosamente, abarcando todo el espacio en su interior. Ana dejó que su cuerpo se acostumbrara al tamaño. Respiraba largas inspiraciones y espiraciones. Su abdomen parecía irradiar aquella dolorosa sensación que iba transformándose lentamente en placer. Subió de nuevo, sin apresurarse. Sacó casi todo el pene de su interior, pero no lo dejó escapar. Luego bajo de nuevo, una y otra vez. Con una maestría que sólo se aprende cuando todos los sentidos están puestos en el placer. El goce le recorrió la espalda, irradiando un calor desde su coño cada vez más mojado.

Mario gemía quedamente, murmurando algo inteligible. Ana estaba gozando más y más, le acercó un pezón a la boca y el muchacho lamió como un crío lame la teta de su madre. Luego Ana le entrego el otro pezón, hasta que el muchacho aprendió a besar y lamer sus tetas como un hombre. Ana lo premió con un beso lascivo. La hermosa fémina sentía que deseaba en ese momento a ese muchacho más que cualquier otra cosa en el mundo, por eso le entregaba su lengua, su coño y su cuerpo. Ana no podía contenerse.

- Te deseo –Ana le dijo al oído mientras el pene se adentraba en su cuerpo.

- Yo también –respondió él.

- ¡Ah! Agggghhhh… ¡ay! Dios, Que verga… ¡oh Dios! Te deseo tanto –seguía Ana diciendo entre gemidos.

 - Yo también –repitió Mario, incapaz de decir otra cosa.

- Soy tuya… ah ah ah aagggrgggggghhhhh –alzó la voz Ana, tras un primer orgasmo-. Soy tuya, Mario… soy tu puta… aahhhh… sólo tuya.

- Vamos a la cama –pidió Mario.

Cuando salió del pene de aquel muchacho, Ana sintió que abandonaba una parte de ella misma. Necesitaba volver a estar completa. Ansiosa, caminó a la cama. Se detuvo sólo un segundo para mirar a Diego que la observaba con el rostro anhelante y el pene erecto.

- Sal de aquí, imbécil –fue lo único que dijo Ana antes de colocarse en cuatro sobre la cama.

El muchacho miró al maduro hombre, con su rostro descompuesto, y no supo que decirle. Sólo se encogió de hombros y se apresuró a desnudarse. Sin perder tiempo, se instaló atrás de aquellas redondas y deseables nalgas. Mario pensó que follar a esa mujer era igual que ganarse la lotería. Colocó su verga sobre los labios vaginales y jugueteó con ella en la entrada del coño.

- No, amor… métemela, por favor… -suplicó Ana-. No me hagas esperar, cariño.

El muchacho se sorprendió de lo caliente que estaba aquella mujer. Y quiso probar aquel dominio que parecía tener.

- Quiero que se la chupes a nuestro amigo –dijo Mario, mirando a Diego.

A Diego se le iluminó el rostro. Al muchacho le habían enseñado sus padres a ser agradecido. Si Diego no lo hubiera hecho pasar a la habitación jamás hubiera podido disfrutar de la angelical hembra que ahora se iba a follar.

Ana giró su cuerpo y tomó la verga media erecta de Diego y empezó a darle una mamada fogosa. Se sacó el pene de la boca sólo para decir:

- Métemela, Mario.

Y así lo hizo Mario. El muchacho la penetró, disfrutando como su pene se adentraba con calma en el coño de Ana. Era genial la sensación de aquel estrecho, caliente y mojado coño. El chico nuca había hecho un trío, con suerte había estado con su novia y una vecina caliente cuyo marido era marino mercante. Estiró los brazos y con sus manos tomó los grandes senos de Ana. Mientras empezaba a embestir, acompasadamente, sus dedos jugueteaban con los pezones. La redondez de las nalgas y la hermosa curva de la cadera le impulsaron a intensificar la penetración. Aquello era como follar con una supermodelo, pensó.

- Aaaahhhh …. Mmmmmmás… Que gusto, amor… ¡Ah! Mmmmnnnngghhh… Más fuerte… Así… -decía Ana cuando no tenía el pene de Diego en la boca.

Mario la folló con más ánimo. Se sentía en la gloria.

- Te amo… amor… te deseo… quiero más… más adentro –Ana estaba fuera de sí.

- Deja que Ana te monte –sugirió Diego, sabedor que Ana estaba hechizada por la verga del muchacho-. Muchacho, ponte boca arriba en la cama y que ella te cabalgue.

Mario hizo lo que le pedía aquel hombre. Salió de Ana y se acostó sobre la cama. Ana buscó de inmediato la vigorosa verga de aquel mozo. Se montó sobre ella y sin necesidad de una mano se la clavó en su sexo.

- Aaaahahhhaaammmmmnnnnnnnnggghhh –tuvo otro orgasmo y cayó inevitablemente sobre Mario.

Se besaron. El continuaba moviéndose lentamente en su coño mientras sus lenguas se enfrentaban en un morreo lascivo. Estaban tan inmersos en aquel encuentro que no notaron que Diego había buscado la entrada posterior de Ana. Ahora, con la verga en la mano, el cuarentón buscó el ano de aquella sensual fémina. El ataque fue sorpresivo.

- Dios ¿Qué haces? -reclamó Ana.

- Chico, retenla así. No dejes que se mueva –pidió Diego a Mario.

Mario así lo hizo, con sus brazos evitó que Ana se levantara. Al mismo tiempo, Diego empezó a penetrar lentamente en el Ano de la lujuriosa abogada.

- No, por ahí… no –suplicó Ana.

Pero Diego no se detuvo hasta que su verga estuviera totalmente adentro.

Ana se sintió desfallecer. Por largos minutos la embargó el dolor, haciendo que el placer del orgasmo y del pene de Mario en su interior pasara a un segundo plano. Una oscuridad la envolvió y no fue consciente de nada. Sólo al volver a sentir aquella agradable sensación irradiarse a parte de su cuerpo logró recuperarse. Levantó el rostro mientras sentía las dos vergas moverse en su cuerpo. No era la primera vez que tenía sexo anal, pero Ana prefería ser ella la que elegía el momento. Observó a Mario y se le antojó un adonis en ese momento. Lo besó con pasión. No había forma de detener aquella lujuria.

- Ay Dios mío… Ah… Más… Así… ¡Ah! Me van a partir en dos… ¡Oh! ¡Aah! –las palabras y los gemidos volvieron a la boca de Ana.

La penetraban por dos de sus orificios y Ana sólo pensó que deseaba tener otra verga. Deseaba tener otra verga en su boca. Con aquella pervertida idea tuvo otro orgasmo. Momentos después sintió que le ardió el ano cuando Diego salió y eyaculó en su espalda. Sin embargo, el muchacho no había terminado. Ana observaba embelesada como aquel chico venido en menos continuó infatigable moviéndose bajo ella, como un ser mitológico salido bajo los ropajes de un campesino.

Ana se levantó y luego se colocó de costado sobre la cama. Ofreciendo su coño y su culo a Mario. El muchacho siguió el movimiento de Ana e inmediatamente la volvió a penetrar. Aquello parecía una película porno, pensó. Ana se giró y buscó besar a su amante. La posición era incomoda, pero sus labios se encontraron en un morreo breve e intenso. La larga verga de Mario no descansaba. Ana parecía ver estrellas con cada embestida.

- ¡Oh dios! Más… más… más… -pidió Ana, mechones trigueños empezaban a caer desordenados sobre el rostro.

- ¿Te gusta, putita? –a Mario le salió el cabrón que todo hombre suele tener.

- Si, me encanta… fóllame más fuerte, amor… ah… si… mmmmnnnngghh… así –la voz de Ana sonaba cansina.

- Ponte de perrito –ordenó el muchacho, cada vez con mayor voz-. Quiero follarte desde atrás.

Mario hizo que Ana se pusiera sobre sus cuatro extremidades de nuevo. La penetró sin demora. Ana gimió de nuevo, aguantando las embestidas. Se sentía como en una nube de puro placer. Gemía y decía cosas sin pensarlo. Mario le hablaba y ella respondía lo que quería. Sólo quería sentir esa verga dándole placer.

- ¿Te gusta mi verga, puta? –preguntó Mario, cada vez más inmerso en el rol de macho dominante.

- Si, me encanta –respondió Ana mientras movía su cola hacia atrás, al encuentro de aquel falo.

- ¿Prefieres mi verga o la de tu esposo? –Mario indicó con la mirada a Diego.

- Ese no es… Ah… no es mi esposo… –contestó Ana con la respiración agitada.

- ¿Y dónde está tu esposo? –preguntó Mario algo sorprendido

- No sé… Ah… Nnnnnoogggghhh…No sé… En el avión… -Ana, con el cabello recogido cada vez más desordenado, respondía sin pensar.

El mozo apresuró el movimiento de su pelvis sobre el coño de Ana.

- ¿Y qué haces acá con este cabrón? –preguntó él, cada vez más dominante.

- No sé… Mnnnnngghhh… Así… –Ana era incapaz de pensar. Sólo quería disfrutar-. Sólo quería una verga en mi coño... Ah ah ah…. Más.

- ¿Y te gusta la verga que encontraste?

Mario quiso saber mientras hacía más profunda la penetración y el ritmo de sus arremetidas en el sexo mojado y caliente de Ana. La mujer estaba demasiado concentrada en disfrutar y tardó en contestar a Mario.

- Si… me encanta, papi… Que verga… ¡Ah! Más… Como me llenas, amor… Mmmmmnnngghhh… Sigue así, cariño… -suplicaba Ana casi gritando.

El muchacho se detuvo y sacó su verga del coño. Ana lo miró confundida.

- ¿Por qué paras, amor? –preguntó la guapa abogada, su rostro mostraba perplejidad.

- Recordé que nunca me han hecho “una cubana” –el muchacho sostenía su pene en la mano y lo meneaba frente a Ana.

- ¿Quieres que la ponga entre mis tetas? –Ana se mordió sensualmente el labio justo al final de la pregunta.

- Si, una cubana o rusa -Mario asintió.

Ana sentía muchas ganas de tener la verga en su coño y correrse de nuevo, pero quería complacer al muchacho. Mientras Mario se colocaba boca arriba sobre la cama, Ana se colocó a horcajadas sobre su rostro. Así, el mozo podía comerle el coño mientras ella colocaba la dura verga entre esas divinas mamas.

Diego, ya vestido, observó la pareja moviéndose fogosamente sobre la cama. Ya no tenía nada que hacer ahí, pues Ana estaba dedicada en cuerpo y alma a Mario. Sintió envidia del chico y salió de la habitación. No quería ser un mero espectador, pero no quería molestar a Mario. No era un mal chico, pensó. A pesar que le había robado a la hermosa hembra. Afuera, los ecos de la habitación se escuchaban de forma apagada. Diego sonrió y se alejó meditando su suerte. Estaba hambriento.

Adentro, la pareja apenas había comenzado. Mario, el mozo del hotel, se había olvidado de su trabajo y Ana había borrado de su mente que aquella noche debía recoger a su marido en el aeropuerto. La hermosa mujer de ojos claros y agraciadas facciones, con las tetas en las manos, masturbaba la vigorosa y larga verga de Mario mientras este le comía el coño. Ambos estaban cubiertos de sudor. El cansancio les robaba el aliento, pero eran incapaces de pedir un alto.

- Vamos puta, usa tu boca y tus tetas… quiero sentir tus labios y lengua en mi verga también –ordenó Mario justo antes que su lengua volviera a juguetea maliciosamente con el clítoris.

Ana se llevó el pene a la boca mientras con sus manos ejercía presión en sus senos, formando un ajustado canal donde se alojaba aquel masculino falo que la estaba volviendo loca. Mario observó los cuerpos desnudos en el espejo. Aquella hembra era una diosa. Nadie le había dado tanto placer como ella.

- Fóllame –escuchó decir a Ana.

Entonces, en un arrebato, Mario se puso de pie sobre la cama, mirando desde alto a la mujer que estaba estirada sobre las sábanas desordenas. Quería hacer sufrir a Ana un poco.

- ¿Quieres un premio mi vida? –la voz de Mario resonó en la habitación.

- Si –respondió Ana con la vista en la magnífica verga-. Dame mi premio, amor.

- ¿Lo quieres? –Mario se sentía y comportaba como un macho alfa por primera vez en su vida- ¿Segura?

- Si, papi… Segura… Dame mi premio… -suplicó la sensual mujer, arrodillada a los pies del muchacho.

- Entonces quiero que te masturbes –ordenó el chico con ojos brillantes -. Muéstrame como te tocas.

Mario tenía aquella fantasía. Le había pedido muchas veces a su novia que se masturbara frente a él, pero ella se había negado. Ahora tenía la oportunidad de que una hermosa mujer lo hiciera. Esta noche iba a cumplir todas sus fantasías.

Ana no demoró en decidirse. Lamió sus dedos y los llevó a su coño. Con cuidado empezó a darse caricias. Sus ojos no los quitaba de la verga de Mario mientras este de pié se masturbaba, observándola. Sus delicados dedos iban de arriba abajo, jugando con el clítoris. A veces metiéndose un dedo en el interior sólo para que el muchacho se excitara. La infiel esposa se masturbaba cuando estaba sola. Cuando adolescente lo había hecho de manera normal, pero hacía un año su apetito sexual había aumentado. A veces no tenía ni su marido ni un amante al alcance y tenía que liberar su excitación ella sola, generalmente mientras tomaba un baño de tina. Pero que un hombre la observara hacerlo era más excitante. Ana se abandonó nuevamente al placer y olvidó todo lo que existía fuera de esa habitación.

- Te gusta masturbarte, Ana –preguntó Mario con la verga en la mano.

- Si –Ana miró a su amante con voracidad-. Pero prefiero una buena verga.

- ¿Y prefieres una buena verga o la del impotente de tu marido? –le dijo el muchacho.

Ana notó que la timidez inicial del chico había desaparecida. Era así la mayoría de las ocasiones que se mostraba demasiado sumisa. Sólo unos pocos hombres no lograban adquirir el rol de dominador. A pesar que amaba a su marido y que seguramente lamentaría aquella infidelidad al día siguiente, Ana sabía que no podía parar. No quería parar. Mientras sus dedos retozaban sin detenerse sobre su coño, respondió lo primero que se le vino a la mente.

- Prefiero una verga dura y grande como la tuya que la verga fofa del impotente de mi marido –la voz de Ana era la de una mujer necesitada y sumisa.

- Así me gusta, preciosa –sonrió satisfecho Mario-. Ahora, quiero que me muestres tu anillo de matrimonio.

Ana mostró su bonito anillo de oro blanco.

- Si, nena. Ese mismo –la sonrisa Mario fue aún mayor-. Quiero que lo pongas en tu clítoris y te masturbes con él. Hazlo, nena.

Ana así lo hizo. No sabía porque, pero la morbosa situación la calentaba. Empezó a rozar el elegante anillo contra su clítoris. Se sentía cada vez más caliente. Cerró los ojos para disfrutar de aquella sensación.

- Ah ah… Soy una puta… -gemía la sensual abogada.

- ¿Te gusta ponerle los cuernos a tu marido? –con los ojos cerrados, Ana escuchaba la voz de Mario que se movía a su alrededor.

- Si… quiero ponerle unos cuernos muy grandes para que todos sepan que Tomás es mío… -susurró Ana, incoherente.

- Vamos a ponerle unos buenos cuernos, putita.

- Si… ah… que rico… -Ana jugueteaba no sólo con su clítoris sino con un pezón.

De pronto se escuchó un Clic. Ana escuchó aquel ruidito y abrió los ojos. Cuando lo hizo, observó a Mario con un teléfono móvil en la mano. Había tomado una foto de su coño, con el anillo justo sobre su clítoris. Sin quererlo Ana alcanzó en ese mismo instante el orgasmo y cayó con el cuerpo inerte sobre las sábanas.

- Vamos nena –Mario trató de desperezar a Ana, que había caído sobre la cama-. Ahora es mi turno.

Ana abrió los ojos y se encontró con la pétrea verga de Mario.

- Vamos quiero que me masturbes un poco con ese anillo –dijo malicioso-. Al parecer tiene un agradable efecto.

Ana tomó el pene de Mario. Su anillo matrimonial adornaba su dedo, destacando sobre la verga oscura y llena de pequeñas venas. Mario tomó una foto. Sólo entonces Ana empezó a mover sus aristocráticos dedos sobre la piel de aquel falo plebeyo. Se sentía cansada, incapaz de pensar. Sólo se dejaba llevar por las sensaciones y el momento. Mario no le daba descanso. Primero le tomó unas cuantas fotos masturbándolo. Consiguió que le diera una mamada que también inmortalizó. Luego, le abrió las piernas y con la verga tiesa la penetró. Ana empezó a gemir lentamente.

- Oh Dios… Estás muy rica, Ana… Eres como esas putas de la tele ¿Quieres más verga, nena? –clamó el mozo convertido en semental.

- Si… más… quiero más verga… penétrame más, amor… así… -Ana era incapaz de parar.

- Entonces, pídemelo más –ordenó Mario-. Esfuérzate un poco más. Quiero escucharte.

- Dame más verga… Ah… Aaaahhh… Te deseo… Te amo… Más… Más fuerte, amor… Conviérteme en tu puta… Entrégame tu verga… Aaggghhhh… Mmmmmmnnnnngghhh –Ana no pudo más empezó con una serie de orgasmos explosivos.

La vagina de Ana empezó a contraerse sobre el pene de Mario. El muchacho sintió que le exprimían la carne y sintió un placer insuperable que le recorría todo el cuerpo.

- Me voy a correr –informó Mario al fin.

- Córrete, amor… dame tu leche, cabrón… -suplicó Ana.

- Toma mi leche, puta.

Mario se corrió. Su semen llenó la matriz, inundándolo el útero con el líquido blanco. Pero lejos de decaer, continuó moviéndose hasta liberar hasta la última gota en el coño de Ana. La mujer sonrió, se sentía feliz. No sabía por qué. Atrajo al muchacho y lo besó. Se dejó acunar en sus brazos muy melosa.

- No te dejaré ir –le advirtió a Mario.

- Yo tampoco –le respondió el muchacho.

- Vamos a la ducha y luego comamos un poco –le dijo Ana, levantándose-. Todavía es temprano para dejarlo ¿no?

Ana se soltó el cabello que cayó sobre su esbelta espalda. Su cuerpo desnudo invitaba a muchas cosas. Mario la siguió con la mirada, observando su hermoso culito. Aquel culito prometía. La noche prometía mucho, pensó el mozo. Bajó de la cama y siguió a la sensual hembra. Tenía unas cuantas fantasías que cumplir bajo la regadera.

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