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Ana, la buena esposa (3)

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Ana, la buena esposa (3)

No hay nada peor que la terapia que no tiene efecto sobre el paciente. Es una pérdida de tiempo y de dinero. Es lo que siento en relación a la terapia de parejas a la que voy con mi esposo. El doctor Cantoná es un profesional muy destacado, recomendado por varias amigas de renombre. Se supone que con la ayuda del terapista mi matrimonio debía salir de la mala situación en que está. Pero no ha sido así: mi esposo sigue desconfiando de mí.

Lo he dado todo en las sesiones semanales. He hablado con la sinceridad que me permite la cordura, he escuchado las duras palabras de mi esposo e incluso las violentas críticas del doctor Cantoná. He soportado estoicamente su escrutinio, he derramado demasiadas lágrimas y me he tragado mi orgullo. Sin embargo, no ha habido progreso. Mi matrimonio sigue en medio de una tormenta y no soy capaz de saber si naufragará. Además, creo que el doctor tiene alguna manía conmigo, de alguna forma le ofusco. Suele decirme que no me arrepiento con sinceridad o que no soy del todo sincera. Pero si me arrepiento, lo juro. Amo a mi esposo y le entregaría mi vida con gusto. Es por ese motivo que no puedo contar todo lo puta que he sido durante el año y medio que he estado en mi nuevo trabajo. Le estoy ahorrando una pena y un enojo innecesario. Para que contarle todo lo puta que fui. De todos modos hicimos nuestros votos los hicimos ante Dios y son sagrados. Y esa promesa es hasta la muerte. Incluso si Tomás se enterara de todas mis aventuras sé que seguiría conmigo. Así que nos ahorro un mal rato.

Al menos, gracias a Dios, Tomás ya no habla de divorcio en voz alta. Algo es algo. Pero no sé si este progreso se lo debo a la terapia o a mi esfuerzo por agradarle a mi esposo. Juro que me he transformado en la mejor esposa, una buena esposa. Lucho día a día con mis demonios: con mi jefe que no termina de acosarme, con uno y otro amante que no se da por vencido, con el estrés laboral, con mis necesidades. Realmente estoy haciendo un esfuerzo.

Incluso he tenido que reinventarme, ser ingeniosa y muy astuta. Es la única forma de mantenerme cuerda. La clave es liberar tensiones poco a poco. Esa es la solución. Para no cometer otra vez perjurio contra mi matrimonio he decidido por conclusión iniciar una serie de proyectos. Son misiones en solitario, cruzadas para mantener a la bestia recluida en su lugar. Hasta el momento estos proyectos han ido surgiendo espontáneamente, de forma muy lenta. Aquí comienzo a enumerar algunas formas que he encontrado para focalizar mis necesidades.

I. Nacimiento del Proyecto numero 1.

Aquel fue el primer método que pareció conveniente activar de forma prudente y discreta. La idea es, como bien sabrán, siempre tener el control. El plan se me ocurrió un día miércoles. Recuerdo muy bien ese día. Luego de una eterna jornada laboral, regresaba a casa. En el camino, pasé a un supermercado naturista y compré la cena. Además, me traje cosas para el desayuno. Eran bastantes bolsas, pero debía seguir las indicaciones de mi nutricionista y modificar poco a poco la alacena.

En camino otra vez, hablé con mi esposo por teléfono y planificamos la cena. Tomás pasaría a comprar un par de cosas que yo no encontré. Me sentía feliz pues las cosas estaban mejorando y habíamos vuelto a tener sexo luego de unos meses de sequía.

Tal vez por la ambivalencia que vivía, yendo de la tristeza a la felicidad y viceversa, la ansiedad era más profunda que nunca. Sentía un peso en mi pecho y sólo quería llegar a casa. Además, en mi trabajo no había tenido un buen día. Todo debido a mi jefe. Jorge Larraín había vuelto a acosarme. Después de un tiempo alejado, mi superior había vuelto a pedirme que me acostara con él. Por supuesto, lo rechacé. Él intenta que yo vuelva a ser la antigua Ana, esa mujer infiel y de constantes excesos. Pero me he mantenido firme. No volveré a follar con él. Pienso que mi jefe cree haberme comprado de alguna forma. Pero yo le he devuelto la mano muchas veces. He hecho muchas cosas por él, por el puesto que ocupa. He tenido mis éxitos en el estudio, éxitos que se traducen en mucho dinero para la firma. Yo no le debo nada a Jorge.

Trato de quitarme esos amargos pensamientos de mi mente y me concentro en lo bonito del día. Ya casi estamos en verano y alrededor de nuestra urbanización hay frondosos árboles y muchas flores. El pasto se mantiene verde gracias al riego y las luminarias de la calle contrastan con el tono del cielo, que comienza a tornarse rojizo. Al entrar al exclusivo condominio donde vivimos, encuentro el portón eléctrico cerrado, flanqueando el paso del automóvil. Observo al interior del puesto del portero y ahí encuentro una oscura mirada. Don Esteban es un viejo de miraba canina y nariz aguileña. Parecía no quitarse nunca la camisa azul y el pantalón negro que lleva puestos. A esos trapos baratos, sumaba una chaqueta café que estaba colgada en el asiento. Don Esteban había bajado de peso y casi ya no tenía barriga. Quién sabe por qué se había puesto más flaco. Quizás estaba enfermo.

—Hola, Ana —saludó el vigilante desde la amplia caseta.

Me molesta su tono fuera de lugar. Tenía prendido las tres pantallas de las cámaras de seguridad y un pequeño televisor donde se escuchaba un partido de fútbol.

—Hola, don Esteban —saludó Ana, precavidamente—. Me abre el portón, por favor.

Puse la vista al frente e insinué que estaba apurada. No quería perder tiempo ahí, no me  gustaba que me vieran conversando con el vigilante. Pero don Esteban se demoraba y parecía observarme desde la ventanilla de la casilla. No abrió el portón al condominio. Para mi mala suerte, a pesar de la hora, no entraban ni salía ningún otro vehículo.

— Me abre, por favor —repetí.

—Claro —respondió al fin—. Le abriré…

El vigilante hizo amague de abrir el cerco metálico. Pero se detuvo. Se volvió y me sonrió.

—Sabe, Ana —empezó a decir—, tengo algo de cilantro y azúcar. Se lo hago saber por si le falta en su cocina. ¡Ah! Además, tengo caramelos. De esos que le gustan.

Mi corazón empezó a latir muy fuerte. No pude evitar ponerme nerviosa ante el comentario del conserje. Sabía lo que aquellas palabras significaban. Cilantro era marihuana, azúcar significaba cocaína y caramelos eran en realidad pastillas de éxtasis; todas drogas que yo había utilizado en aquella época oscura de mi vida. Y don Esteban había sido uno de mis últimos proveedores.

No supe responder. Tenía como un nudo en la garganta. Por desgracia abusé de la cercanía y del precio que me ofrecía el viejo vigilante. Debo confesar, con total vergüenza, que no pagué suficiente por su droga. Usualmente, tal vez debido a mis borracheras y al estado mental, le regateaba el costo de las drogas. Al final se transformó en una especie de juego entre don Esteban y yo. Y esta travesura me llevó a tener sexo con él. ¿En qué estaba pensando? ¿No entiendo cómo llegué a intimar con hombres como don Esteban? Realmente estaba loca.

Miré a todos lados para ver si alguien nos observaba. Por suerte no había nadie alrededor.

—Si quiere puedo le puedo dejar todo a precio especial, es cosas que conversemos el asunto. Incluso puedo ir a dejarle un poco a su casa, como muestra —continuó diciendo el guardia—. ¿O prefiere que nos juntemos en otro lugar? Los Smith se fueron de vacaciones a Europa y su casa está disponible.

Don Esteban parecía tener la costumbre de allanar las casas que estaban vacías. Quién sabe qué le atraía de los lugares desocupados. Después de una mudanza o con los moradores de vacaciones, don Esteban gustaba de entrar a las casas. Quizás el cincuentón guardia quería pasearse en las enormes casas, ver las posesiones de la gente rica y soñar que aquellos lugares le pertenecían. Yo le había acompañado un par de veces en esos paseos, cuando estaba desesperada por algo de droga. Había visto a don Esteban bebiendo el vodka o el whisky familiar, ocupando sus baños, comiendo sus bombones. Incluso el vigilante había falseado un robo para hacer sus fechorías.

—No me interesa, don Esteban —respondí—. Y por favor dejemos eso en el pasado y no me ofrezca más sus “productos”.

Don Esteban sonrió, como burlándose de mis palabras. Hijo de puta, pensé. Yo seguía en mi vehículo sin poder avanzar a mi hogar. Aquello me estaba sacando de quicio. Yo había dejado la droga hace meses y ahora estaba limpia. Sería la buena esposa que mi amado Tomás necesitaba.

—Ábrame, Esteban —alcé la voz—. O haré un reclamo a la administración. Puedo llegar a acciones más drásticas.

El portero no dejó de sonreír.

—Se ha puesto irritable la gatita ejecutiva —soltó el portero—. Pero usted no hará nada de eso. Sé muchas cosas que su esposo no querría saber.

Esta vez logré replicar.

—Eso es chantaje, Esteban. No juegue a eso conmigo —advertí—. Yo no soy una niña a la que usted puede asustar. Yo también se muchas cosas de usted y su familia, pero mantengámonos en términos amistosos. Abra la puerta. Por favor.

La sonrisa de Esteban se borró. Y sin embargo no abrió de inmediato. ¿Qué podía hacer? Había dejado que aquel imbécil tuviera poder sobre mí. Don esteban sabía de mi pasado con las drogas y también de algunos amantes que habían pasado la noche en mi casa. Además, el propio Esteban se había aprovechado de mí, o yo le había dejado aprovecharse de mí. Ya no estaba segura que había pasado en aquellas ocasiones.

—Desde ahora tendremos un santo y seña —sugirió don Esteban—. Si quiere que le abra, deberá subir su falda y mostrarme sus muslos. Me gustan sus piernas, Ana.

—Maldito —bramé—. Usted no puede hacer esto. Respéteme, su sueldo viene de mi dinero.

Pero el hombre sólo movió los hombros en una expresión de displicencia. Miré al frente, al maldito portón cerrado y al camino que conducía a mi hogar. No quería seguir ahí. Respiré profundo, rindiéndome a aquel mal predicamento. De alguna manera le daría vuelta a aquel agravio.

Asentí. Miré alrededor, a todos lados, comprobando que no había nadie cerca. Entonces, levanté lentamente mi falda negra. La mitad de los muslos quedó a la vista de don Esteban.

— Otro poco, gatita ejecutiva. Por favor, hágalo todo muy lento y sensual —escuché decir al imbécil del guardia.

Lo miré con odio, pero hice lo que me pedía. Subí la falda hasta el límite de lo permitido, evitando mostrarle el calzón. No más. Respiré tres o cuatro veces, inspirando y espirando lentamente. En ese momento, el portón empezó a abrirse y yo me acomodé en el asiento del automóvil.

—Tenemos un acuerdo —dijo Esteban.

Yo no conteste. Apresté el auto y entré al condominio. Quería dejar atrás aquel lugar.

A medida que avanzaba en las calles amplias y conocidas, me fui relajando. A pesar de lo sucedió en el portón, a pesar de la vejación a la que me había sometido don Esteban, me sentí absolutamente tranquila. No lo comprendí de inmediato. Era como si hubiera liberado gran parte de mi estrés. Una paz y un calor firme me inundaron.

Iba manejando lento, esquivando las curvas con cuidado y observando los niños que jugaban en las áreas de hierba esmeralda y en las plazas. Había adolescentes columpiándose, muchachas paseando a sus perros provistas de bolsitas para los desechos. Nuestra urbanización parecía otro mundo, un lugar mucho mejor y más hermoso que el resto de la ciudad. Tal vez por esa sensación, una excitación fugaz que había sido colmada con premura, fue que maldije otra vez a Esteban, el maldito vigilante. ¿Cómo se le ocurría chantajearme y obligarme a subir la falda? ¿Cómo era posible que aquel acto indecoroso y bochornoso fuera capaz de devolver la paz a mi mundo?

A pesar de mi enojo, el fuego había arrojado brazas a otros lugares de mi ser y notaba un calor en mi vientre. Sin duda, el haber levantado mi falda para el portero había sido muy osado. ¿Por qué no dudé? ¿Por qué no me resistí más? Moví la cabeza negativamente, reprobando mis acciones y preguntándome hasta dónde era capaz de llegar movida por ese oscuro instinto que a veces me controlaba. La otra Ana todavía movía algunos hilos y necesitaba extirparla pronto de mi interior. ¿O tal vez no hubiera que extirparla? Tal vez sólo necesitaba mover la llave y llenar un poco el estanque. Sólo un poco. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Cómo mantener el control? La solución llegó como un milagro sólo unos minutos después.

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