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Ana, la buena esposa (14)

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Ana, la buena esposa (14)

1

Ese martes, después de tantos imprevistos, me dormí entre borracha, cansada del trabajo y a gusto después de tanto masturbarme. Dormí profundamente. Pero de madrugada comencé a soñar. Fueron una mezcla de imágenes, malas y buenas. Pesadillas que de improvisto se convertían en placenteras visiones. Sin duda, incluso mientras dormía, un diablillo retaba mi cordura y tentaba mi ser con oscuros anhelos.

Estoy segura que soñé con mi esposo, con don Esteban y con mi jefe. No recordaba casi nada de lo que había soñado. Sin embargo, amanecí con profundas impresiones en mi cuerpo. Me sorprendió despertar mojada y muy caliente. Tanto que tuve que masturbarme antes de ir a la ducha.

Bajo la regadera seguí pensando en los sueños de la noche anterior. El soñar con mi jefe me había hecho recordar su propuesta. ¿Qué debía hacer?, me pregunté. Era sólo una noche de sexo por una vida de tranquilidad laboral. Por un lado si no aceptaba Jorge, mi jefe, transformaría en un infierno la oficina; por otra parte, si aceptaba tendría que ponerle los cuernos a mi esposo. Traté de no pensar en aquel tema.

Después de la ducha pude apartar esos pensamientos y empecé a esparcir una loción corporal sobre mi cuerpo desnudo. Por suerte desperté me sentía plena, sin resaca. Sequé mi cabello trigueño, fino y abundante. La generosa cabellera cayó a mi espalda, hasta mi cintura. Pronto tendría que ir al peluquero. Peine con esmero y concentrándome en dar forma a los dóciles rizos. Pronto estuve bien peinada y radiante. Estaba de un buen humor, sintiéndome muy positiva. A pesar de la ausencia de mi esposo me sentía muy empoderada. Capaz de hacer las cosas posibles. Era un día en que debía tomar decisiones.

Mientras me vestía, eligiendo la más sensual lencería de color negro, continué meditando acerca de la proposición de mi jefe. ¿Qué debía hacer? Ayer estaba decidida a negarme a tan indecente trato ¿Pero hoy? Hoy sentía que todo había cambiado. Sentía profundamente la ausencia de mi esposo, y la sentía como una tristeza y como una oportunidad. Además, Tomás estaba en Houston y ahí también estaba la italiana. Su ex novia merodeaba a mi esposo. ¿Quién sabía que haría mi esposo al reencontrarse con su ex novia? Sentí celos y mucha rabia, emociones que me convertían en una mujer vengativa y emocional. Sabía que debía evitar fantasear negativamente, pensar con la cabeza fría. Pero era imposible.

Además, estaba el tema de la proposición de mi jefe. En aquel trato existía la oportunidad de acabar con todos los problemas que tenía en mi trabajo, de tomar el toro por las astas. Quería ser dueña de mi destino. Odiaba estar en manos de Jorge Larraín. Al fin y al cabo, estaba forzada a bailar según los compases de mi jefe. ¿Y si aceptaba follar una última vez con mi jefe, cómo debía actuar? Jorge no sólo quería follar conmigo, también deseaba a Julieta. Por lo tanto tendría que seducir a mi becaria, prepararla para el momento de hacer un trío. El hecho de imaginarme seduciendo a Julieta me emocionaba, me hacía latir el corazón. Traté de controlarme, pero ya estaba excitada otra vez.

Resistí a mi instinto y continué preparándome para salir a trabajar. Me maquillé con esmero para borrar el rostro de muchachita y parecer más adulta. Tenía veintiséis años pero de mañana parecía diez años menor. Rápidamente espolvoreé mi cara, dando realce a mis pómulos y dando profundidad a la mirada de mis ojos color turquesas. En ropa interior, frente al espejo, me perfumé cuidadosamente el cuello, mi escote y los brazos. Un poco de fragancia también en mi vientre y en mis muslos. Sólo una gota en cada lugar. No quería parecer perfumería andante. Mi ropa interior era una lencería demasiado sensual, llena de transparencias y espacios que mostraban bastante piel. Me hubiera encantado usar medias de liga, pero era verano. Así que tendría que bastarme aquella lencería de tirantes que envolvían mis grandes senos y las bragas con escases de tela para mi voluptuoso trasero.

¿Por qué había elegido esa ropa aquel día? No estaba segura. Supongo que deseaba sentirme sexy. Elegí entonces una blusa (escotada y azulina) y una falda (negra y estilizada). Eran prendas acordes a la ocasión, especialmente la falda a medio muslo. Mostraba bien mis largas piernas y la silueta sensual de mi culo. Sin duda, era una prenda que estaba al límite de lo apropiado para los estándares de la oficina. La había usado en los tiempos en que mi jefe y yo aún éramos amantes. Los días de la locura. Completé el conjunto con unos zapatos de taco alto, de color azulino, y con un collar de perlas y aros a juego. Joyas que me había regalado mi jefe y que esperaba que note ese día. Al verme al espejo, pensé que ese día recibiría muchos piropos. Seguramente causaría que muchos hombres y mujeres se giraran a mi paso. Algo que me encantaba. Fui a tomar desayuno y me preparé mentalmente para salir de casa.

Decidí que es día no asistiría al gimnasio e iría directo a la oficina. Estaba de humor para enfrentar lo que sucedería. Sabía que el día anterior, con todos sus detonantes, habían encausado mi camino en una única dirección. Era el momento de empoderarse y moldear mi futuro.

2

Ese día llegué a una oficina desierta, sin toda esa gente que transformaba aquel silencio en un murmullo constante y molesto. La vida del bufete de abogados todavía no comenzaba y yo estaba ahí sintiendo entre frío y calor. Me encerré en mi oficina privada y trabajé ahí una hora sin pensar en otra cosa. A eso de las nueve de la mañana ya el lugar volvía a ser el que yo conocía, con todas sus prisas y urgencias.

A esa hora volvía a estar excitada. No sé que me pasaba, era como si necesitara una cirugía en mi cerebro para corregir aquel estado de lujuria que no parecía dejarme. Sin embargo, no me preocupé. Al fin y al cabo, yo aún tenía el control. Me concentré en trabajar una hora más. Hice todo lo que podía hacer sin salir de mi oficina: a través del teléfono, de la red interna de la oficina, del correo electrónico y de vídeo-llamadas. Llamé a mi despacho a la secretaria y le pedí ciertos archivos de la biblioteca. Me concentré tanto como pude. Pero en algún punto sentí que necesitaba ese descanso, ese permiso. Me lo concedí. Cerré mi despacho y me masturbé mirando una escena porno en mi teléfono. Por suerte me corrí rápidamente con la visión de un trío dos mujeres y un hombre maduro.

Me calmé poco a poco. Me limpié en el baño. Salí a buscar un café afuera. Como esperaba, mi presencia, hasta ese momento invisible, se volvió un polo de atracción de miradas. Crucé de un lado a otro y las miradas sólo se multiplicaron. Sin duda mi falda acentuaba de forma extraordinaria mi atractivo culo. Me gustó sentirme el centro de atención, pero me hice la desentendida. Bebí mi café a sorbos cortos en la pequeña cafetería y observé la ciudad por el ventanal. Me sentía en la cima del mundo, en una completa soledad, como una diosa olvidada.

—Buenos días, Ana —escuché una voz—. Hoy estás más hermosa que ayer.

Era Marcos, otro de los abogados de la oficina.

—Hola, Marcos —saludé—. ¿Cómo estás?

—Bien —contestó—, mejor desde que te he visto pasar por el pasillo.

Sonreía, como si fuera una broma y tratando de no parecer coqueta.

—En serio, Ana —dijo Marcos—. Hoy luces fantástica.

Me tomó de la mano e hizo que me girara sobre mí misma. Lo hice pero me mostré avergonzada. Incluso logré ruborizarme. Nunca me fue difícil fingir ciertas emociones. A veces pienso que debí ser actriz.

—Basta, Marcos —dije—. No sé lo que intentas hacer, pero estamos en la oficina.

—Sólo quería mirarte con detenimiento —aseguró mi compañero de oficina—. ¿Qué tal si salimos a comer o a cenar?

—Me encantaría, pero no puedo —respondí.

—Pero dijiste que saldríamos a comer el otro día. Vamos, Ana. Sólo a tomar una copa.

Le aseguré que aceptaría otro día su invitación, pero hoy no. El sonrió con esa mirada de seductor que le caracterizaba. Marcos tenía treinta años, era aún soltero aunque tenía novia. Se vestía con mucha distinción, especialmente en el trabajo. Era guapo y varonil. Pero no demasiado de las dos cosas. Además tenía una buena opinión de sí mismo. Demasiado buena. Era de esos hombres que pensaban que podían seducir a cualquier mujer, lo que a veces los transformaba en una molestia.

Marcos insistió. Bromeaba, hablaba de otras cosas, pero luego volvía a arremeter. Quería una cita conmigo. Con cada minuto Marcos se ponía cada vez más insistente. Por suerte llegó Julieta y dijo que tenía una llamada urgente. Logré zafarme así del abogado. Mi becaria me salvó de aquel acoso. Cuando íbamos a mi oficina le pregunté a Julieta que de quién era la llamada urgente.

—De Nadie —dijo Julieta—. No hay llamada. Mentí.

La quedé mirando sorprendida. No sabía que mi becaria fuera capaz de esas cosas.

—Entonces… gracias por salvarme, mi caballero —bromeé.

—De nada, mi dama —contestó Julieta.

Entramos a la oficina y cerré la puerta. Entonces, vi la oportunidad de probar ciertas cosas.

—Esta semana te necesito sólo para mí, Julieta —le dije a la becaria.

Noté que la estudiante universitaria se ruborizaba. Julieta tenía veintidós. Era alta, bonita y pelirroja.

—¿Cómo? —preguntó.

—Tengo unos líos en la oficina, pero también en mi guardarropa —afirmé—. Quiero que me acompañes a hacer unas compras. A cambio almorzaremos y cenaremos juntas. Además, puede que un día tengas que quedarte en mi casa. ¿Te incomoda mi petición?

La curvilínea y joven becaria estuvo pensando unos segundos.

—Sólo tendré que modificar un par de cosas, pero no hay problemas —aseguró Julieta—. Pero tú marido…

—Mi marido está en Houston, en un viaje de trabajo —dije.

Al momento de hablar de Tomás recordé que la italiana estaba ahí también. Un acceso de celos me nubló la vista.

—¿Pasa algo? —preguntó Julieta.

Me recompuse rápidamente.

—Nada —afirmé—. Será una semana de chicas. Tú y yo.

Julieta sonrió. En su expresión pude notar cierta picardía propia de su edad, esa expresión que se adivina cuando una niña está a punto de hacer una travesura. Eso me dio ciertos indicios. No sólo de su complicidad y su confianza hacia mí, sino de la existencia de una Julieta menos formal y que yo desconocía. Ahora, era asunto de seducirla de forma adecuada. Todo era cosa de apostar en el momento correcto.

3

A eso de media mañana me presenté en la oficina de mi jefe. Iba con una carpeta abultada con papeles y una actitud muy profesional. Mi compostura contrastaba con mi vestimenta. Mi atuendo era menos protocolar de lo habitual. La falda era corta y mostraba claramente el relieve de mis voluptuosas, firmes y redondas nalgas. Traté de obviar ese detalle y mostrarme seria. La secretaria me hizo pasar y al entrar Jorge me observó enigmáticamente.

—Necesito hablar con la señora Bauman, María Luisa —dijo Jorge a la secretaria—. No pase llamadas y que nadie nos interrumpa, por favor.

La puerta se cerró y Jorge se levantó de su escritorio. Caminó hasta el sofá de cuero marrón y tomó asiento ahí. Desde ahí me contempló. Yo giré mi cuello para observarlo, pero seguí de pie en el mismo lugar. Sabía que desde el sofá mi jefe tenía una perfecta visión de mis curvas y mis piernas. Por lo tanto quería que Jorge me admirara.

—Hacia meses que no te mostrabas así, Ana —dijo mi jefe—. Es algo agradable verte en faldas más cortas. Aunque me gusta que muestres mucho más piel.

—¿No me invitarás a sentar? —le pregunté, ignorando sus palabras.

Mi jefe, muy serio, se mordió el labio antes de contestar:

—Claro, siéntate aquí, conmigo en el sofá.

Me senté junto a Jorge, dejando que mi falda se subiera un poco más. Mis piernas quedaron a la vista, la piel más dorada por las tardes en la piscina.

—Traigo unos contratos que necesitan tu firma —dije—. Es necesario que enviemos los papeles a las empresas antes de que llegue el fin de mes. Aún quedan casi dos semanas.

—Tan diligente como siempre —dijo mi jefe.

Tomó la carpeta que le ofrecía y sin mirar su contenido la dejó en una mesa pequeña al otro lado. Luego me miró. Noté que mi jefe se contenía.

—¿Eso es todo? —preguntó.

Me quedé en silencio. Por alguna razón me había puesto nerviosa. Necesitaba tranquilizarme. Era necesario tratar el siguiente asunto con un ánimo especial.

—Quiero hablar acerca de tu propuesta —dije.

—Entonces, hablemos.

—Necesito que me repitas lo propuesto para que no haya dudas y quede todo claro —dije, nerviosa.

—Muy bien. Lo diré otra vez —dijo Jorge Larraín—. Simple. Tú, Julieta y yo. Una noche de diversión. Algo de baile, alcohol y otras cositas. Nos pondremos alegres. Disfrutaremos. Follaremos. Haremos un lindo trío. Para eso tú tienes que seducir primero a nuestra becaria, ofrecérmela en bandeja. A cambio yo dejaré de importunarte, de daré carta libre para desarrollarte como abogada en nuestro estudio. Además, te unirás a la cuenta de Ortega.

—¿Sólo será una noche? —volví a preguntar.

Jorge sonrió antes de contestar:

—Sólo una noche. Pero será una noche especial, en que me mostrarás la Ana que yo quiero. No quiero a la esposa ni a la abogada. Quiero a la mujer que me hacía ver estrellas, la que me tuvo obsesionado por tanto tiempo.

—Muy bien —respondí—. Será sólo esa noche.

—Sí, Ana, sólo esa noche y sus consecuencias —respondió otra vez mi jefe.

Tomé un largo respiro.

—Lo haremos este viernes en la noche —dije.

Y al tomar la decisión hubo una conmoción en mi pecho. Un peso sobre mi corazón. Como si hubiera explotado una bomba en un lugar lejano. Fue un instante, después me sentí muy ligera. Era como si cambiara de piel, quitándome una parte de mí que era molesta. Ahora, con cada segundo, me sentía más animada. Libre.

—El viernes —dijo Jorge—. ¿No es demasiado pronto?

—No —aseguré—. Tomás está fuera del país y mientras antes hagamos esto, mejor. Así después continuamos nuestras vidas como si nada hubiera pasado.

—¿Pero podrás tener a la becaria lista para el viernes? —preguntó mi jefe—. Hoy ya es miércoles.

—Lo haré —dije—. Pero necesito que tú hagas unos arreglos, preparativos que nos facilitarán las cosas.

—¿Qué arreglos?

Estuvimos unos minutos conversando acerca de los arreglos para el viernes. El o los lugares donde iríamos, la mejor hora, la bebida, la comida, entre otros detalles. Mientras hablábamos me fui relajando, al punto de volver a sentir cierta intimidad con Jorge. Poco a poco, empezamos a sonreír, a bromear. Sin duda, había pasado mucho tiempo desde que mi jefe y yo nos sentábamos a conversar de esa forma. El ambiente entre los dos era distendido, íntimo. Incluso me atrevía a coquetear con él otra vez.

—Entonces el viernes —dije.

—Cualquier detalle me lo comunicas y lo soluciono —dijo Jorge—. Ven directamente conmigo, lo hablamos juntos. Me gusta conversar así contigo.

—A mi también —afirmé.

Mi jefe me tomó la mano y la acarició. Su mano estaba muy cálida en relación a las mía. Yo sabía que no debería dejar que me toque. Tenía reglas para mantener a salvo mi matrimonio. Pero no me atreví a rechazarlo. Me estaba congraciando con Jorge, no quería echar a perder nuestra frágil relación. Además, estaba un poco caliente. Quería jugar un poco. Sólo un poco.

—Tienes las manos heladas —dijo mi jefe.

—Tengo frío —le dije.

—Déjame ver —dijo él.

Estiró su otra mano y alcanzó mi muslo. La falda se había subido más de lo prudente y mostraba demasiada piel. Mi jefe acarició mi pierna, desde la rodilla hasta la porción superior, alcanzando los límites de la falda negra. Lo hizo con propiedad, como si mis muslos le pertenecieran.

—Pensé que esperaríamos hasta el viernes —dije.

—Lo haremos —afirmó Jorge—. Pero esto es un adelanto.

—¿Lo es?

Mi jefe sonrió. Yo sonreí. Me besó. Probó mis labios con delicadeza y luego presionó con su boca. No tuve más remedio que responder con idéntica pasión a su beso. Fueron quince o veinte segundos. Nada más. Suficiente para caldear mi sangre.

—Hacía tanto tiempo que ansiaba tus besos —dijo Jorge—. Esos labios gruesos son la perdición de los hombres.

—No sólo de los hombres —bromeé.

Nos volvimos a besar. Sus manos acariciaron mis senos sobre mi blusa, con suavidad. Pero cuando su caricia se hizo brusca lo detuve.

—No puedo salir de aquí con una falda y una blusa arrugada —afirme—. Esperarás hasta el viernes.

—Ana. Yo te deseo —aseguró mi jefe.

—Y yo. Pero no lo haremos en la oficina —afirmé, muy seria.

—Entonces, el viernes —dijo Jorge.

—El viernes —repetí.

Nos besamos y dejé que mi jefe me acariciara a placer. Su mano exploraba la suavidad de mis muslos, la estrechez de mi cintura, la firmeza de mis senos. Mi jefe me tocaba y yo le dejaba como si fuera una virgen. Yo estaba excitaba, sin embargo, tenía el dominio de la situación. Le permití continuar un poco más. Sabía lo que quería, así que me acerqué a él, besándolo. Me incliné para que tuviera acceso a mi culo. Su mano acarició mis glúteos, apretó mi carne. Jorge manoseó a gusto durante casi dos minutos todo mi cuerpo. Lo dejé. Le permití probar lo suficiente para que mi jefe recordara porque me deseaba. Le recordé por qué yo era su obsesión.

Al final, con cierto pesar, nos distanciamos. El intentó ir a más, pero logré mantener el control del escenario. Me separé y tomé distancia.

—El viernes —le dije. Era una promesa.

Jorge Larraín asintió. Lo dejé sentado en el sofá. Yo me arregle en el baño y procuré verme muy formal antes de salir.

Afuera, camino a mi despacho, me sentía empoderada. Volvía a tener a mi jefe en mis manos. Ahora era cosa de planear los siguientes pasos. El fin de semana sería una nueva mujer. Y solucionados mis asuntos en el bufete de abogados podría volver ser la buena esposa que mi marido quería.

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