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Ana, la buena esposa

en Grandes Series

Ana, la buena esposa

1

Me presenté al gimnasio temprano. La luz recién empezaba a iluminar el cielo y por la hora y el frío me sentía incómoda. Tal vez era la calza ajustada, las zapatillas o el sostén deportivo, o la chaqueta de pluma que se ajustaba mi torso. La que usaba ese día no era ropa que usara con frecuencia. Lo mío eran los vestidos de moda y el correcto maquillaje. Salir de casa casi como me había despertado me hacía sentir vulnerable. Sin duda hubiera deseado seguir en la cama con mi esposo. Sin embargo, creía que el deporte era la solución para ocupar esas energías que parecían sobrarme.

Entré a un amplio ascensor. A esa hora, otras mujeres también marchaban con ropa deportiva y actitud despierta. Parecían muy motivadas. Algunas conversaban animadamente de su fin de semana. No les presté demasiada atención pero ellas si me examinaron a mí. Una de ellas dejó de hablar y me miró fijamente. No creía conocerla, pero por educación la saludé.

— ¿Te he visto en algún lugar? —me preguntó la mujer

Tenía unos cuarenta años, los ojos de color café y un rostro corriente. Tan corrientes como la ropa que usaba. Definitivamente no la conocía.

— No creo que nos conozcamos —respondí.

— Creo que te he visto en la televisión —dijo, ignorando mi respuesta—. Trabajas en el canal 13, con ese animador famoso. Eres la modelo ¿no?

— No. No soy modelo, y no trabajo en la televisión —aseguré.

— Pero estoy segura que te he visto —insistió la mujer, hablándole a las otras mujeres más que a mí—. Tu nombre es… eres esa animadora bonita… esa que parece muñeca.

— Lo siento —repetí—. Creo que me confunde. No suelo aparecer en la televisión.

La mujer se calló y retrocedió con sus amigas, tal vez avergonzada o tal vez incrédula. El ascensor se abrió y yo bajé. Ellas también lo hicieron y se marcharon de inmediato, evitándome.

El vestíbulo del gimnasio era espacioso y extravagante. A un lado, en un área que daba a un ventanal, había un toro mecánico y generosas colchonetas alrededor. La bestia de metal era rosada, con la montura blanca y con estrellas moradas. Incluso, había un panel de control en una esquina, junto a la pared. Al parecer, el toro mecánico era funcional y se utilizaba. Observé el gimnasio. El espacio estaba muy bien iluminado, con espejos que ocupaban las paredes. Había una zona de recepción con tres muchachas vestidas de trajes de dos piezas verdes donde había un letrero que decía El Toro Domado, Gym and Spa. Por los pasillos pululaban mujeres y en los salones algunas clases ya habían comenzado. Había mujeres haciendo yoga, pilates o baile entretenido. Había mujeres en el amplio sector de máquinas, machacando sus músculos, y también en la cafetería. Mujeres bebiendo sus batidos proteínicos o con sus cafés; secretarias, instructoras, mujeres entrando y saliendo de los vestidores, o que se marchaban a sus casas o sus trabajos. El Toro Domado era un gimnasio exclusivo para mujeres y aquel día era mi primera clase.

La idea era hacer deporte en un lugar donde no me sintiera acosada y luego ir a trabajar. Quería gastar todo ese montón de energía que me sobraba. Tal vez así pudiera andar mejor.

—Mi nombre es Ana Bauman —le dije a la secretaria que me recibió—. Tengo hora para una evaluación.

La muchacha miró una tableta personal y comprobó mis datos. Luego me condujo hasta una oficina. Me ofreció agua y café; yo rechacé las dos bebidas. Poco después llegó una mujer muy alta, vestida de una ajustada malla deportiva, zapatillas y con una camiseta de manga larga. Lidia, como se llamaba la chica, tenía un rostro duro y unos ojos negros y pequeños. No me gusto su forma cortante de hablar y sus ojos que evitaba mi mirada.

La instructora realizó una larga evaluación. Me midió y me pesó. Me hizo correr en una trotadora con sensores en mi cuerpo y luego tuve que realizar un circuito de yoga y máquinas. Nada demasiado complejo pero que me hicieron sudar. Al final, habían pasado una hora y me sentía muy bien.

—Ana: tiene veintiséis años. Mide un metro con setenta y siete centímetros y pesa cincuenta y nueve kilos.

Abrí los ojos, hace mucho que no me pesaba y no sabía si ese peso era mucho. La instructora se dio cuenta de mi preocupación.

—No se preocupe por el peso —dijo Lidia—. Usted tiene un abdomen plano y con musculatura marcada. Su nivel de grasa corporal es óptimo. Su peso tal vez se deba a sus curvas o a su estructura ósea. Es usted una mujer sana y hermosa.

Me sorprendió el halago. La mujer continuó y miró el ipad que cargaba.

—96 de busto, 60.5 de cintura, 96 de caderas y trasero. Esas son sus medidas y todo al parecer bastante firme y musculado —leyó en voz alta—.Ana, como ya dije, tiene un bonito cuerpo y un buen estado de salud. Dijo que en su casa tenía un pequeño gimnasio y que solía usarlo tres o cuatro veces a la semana ¿no?

Asentí. Aquello era verdad. No sabía por qué había entregado esa información durante el examen físico.

—¿Le puedo preguntar algo, Ana?

—Claro.

—¿Cuál es el motivo de venir al gimnasio? Por la evaluación creo que le ha ido bastante bien hasta ahora con su entrenamiento en casa.

No respondí de inmediato. No esperaba esa pregunta. Si tuviera que revelar el verdadero motivo que me traía al gimnasio me moriría de vergüenza. No podía decirle que quería gastar las energías que me sobraban. No podía decirle que cada día cargaba con un terrible ardor, con ese deseo que no se iba. Despertaba con ganas de follar y me dormía con las mismas ganas. Y follaba con mi esposo, a veces varias veces al día. El problema era que al rato de haber follado con Tomás tenía ganas de follar de nuevo. Aquello me desconcentraba, me hacía cometer errores en el trabajo y me hacía realizar estupideces. Necesitaba que mi cuerpo volviera a comportarse como era debido. No podía estar pensando en sexo todo el día. Y por eso había decidido ir al gimnasio, entre otras actividades que mantuvieran mi mente ocupada y lejos de los pensamientos relacionados con el sexo.

Así que no respondí de inmediato a la pregunta de la instructora. No supe responder. La pregunta de la instructora realmente me incomodó. Sentí que me sonrojaba y eso me hizo sentir vulnerable y molesta. Me di cuenta que no quería responder esa pregunta.

—El motivo es cosa mía —contesté enojada—. Tengo el dinero y el tiempo para venir al gimnasio.

Lidia se sorprendió de mi cambio de humor. Pero conseguí ponerla en su lugar. No me volvió a preguntar nada más. Me dio un tour de cortesía por el lugar y luego me dejó en los camarines.

—Ana, puede terminar el trámite de inscripción con las secretarias y luego asearse —dijo la instructora—. Le darán una hora para establecer un plan nutricional. Eso es todo. Que tenga un buen día.

—Adiós. Gracias y que tenga un buen día.

Había sido un final abrupto, pero necesario pues se hacía tarde y tenía que ir a la oficina. Ya en las duchas, era la primera vez en mucho tiempo que compartía lugar con otras mujeres. Las observé. Había muchos tipos de cuerpos, unos más bonitos y otros más feos. El pelo mojado colgaba en sus espaldas y el agua les caía por sus espaldas y sus culos. Había algunos culos firmes y tetas que desafiaban la gravedad. Cuerpos bonitos. Y sin embargo también había hembras de cuerpos dispares. Al mirarlas, con toda mi vergüenza y curiosidad, me sentí orgullosa de mi misma, de mi cuerpo y de mi belleza. Me comparé con aquellas mujeres, con los cuerpos más trabajados y hermosos. ¿Seré la más hermosa del lugar?, me pregunté.

De pronto, sentí un sobresalto y descubrí que mi mano acariciaba mi coño. Aparté la mano y volví a la limpieza. Debía irme de ahí, rápido. Debía estar en la oficina dentro de poco. Y sin embargo me lavé las largas piernas y mi gran busto parsimoniosamente, tomando vistazos de las otras mujeres, notando sus miradas sobre mí. Algunas mujeres, no pocas, me observaban con diferentes brillos y  matices. Sabía reconocer bien aquellas miradas: envidia, admiración e incluso deseo.

Sin poder evitarlo, salí de la ducha y tomé mi ropa. Me sequé rápidamente y me puse ropa interior. Con prisa me encerré en uno de los baños del gimnasio. Necesitaba masturbarme.

2

No sé qué me pasa últimamente. No puedo evitarlo. A pesar de ser una mujer educada y de buena familia, a pesar del buen ambiente laboral, de mi esposo, de las cosas que debo atender hacer (asuntos importantes), incluso a pesar de mi misma, no puedo evitar dejarme llevar por esta lujuria. A veces, sin reprocharme, dejo todo y voy a aliviar esa urgencia. Pasó el otro día en el gimnasio y ahora también en la oficina. Voy y subo al treceavo piso; me encierro en el baño de mujeres. El lugar casi siempre está vacío porque en aquel piso casi todos son hombres. Sin esperar, me subo la falda celeste y me bajo mi calzón negro. El culotte de encaje, una prensa sexy y amoldada a mi figura, queda a mitad de mis largos muslos. En esa urgencia no importa que la falda o la camisa se arruguen. Ya habrá otro instante para esas preocupaciones. Bajo mi mano y acaricio mis labios vaginales, rozo con dulzura la carnosa zona de la vulva. Me masturbo. Debo frotar, en círculos, mi clítoris por sobre la tela del pequeño calzón. Pero de inmediato, como si la esposa decente cediera terreno a la hembra en celo, advierto la urgencia del cuerpo. Entonces, afanosamente, comienzo a acariciar mi sexo. Y así empezar a sentir un alivio. Quiero saciar esa urgencia. Pero esa saciedad no llega y mis manos desabotonan mi ajustada blusa para acariciar mis grandes senos. Para amasar mis tetas, sin delicadeza, y pellizcar mis pezones.

En ese momento, empiezo a percibir mi propia lujuria, un fuego que me quema por dentro y que me invita a buscar el placer. Y el placer llega cuando arremeto contra mi sexo, recorriendo mis labios vaginales y jugando con mi clítoris. Estoy mojada. Muy húmeda y caliente. Sin darme cuenta, empiezo a jadear. Quiero más, pienso. Si. Quiero tener sexo. Una parte de mi evita que mi voz suba, que alguien me descubra en el baño. Sin embargo, ya no puedo detenerme. Sigo masturbándome. Quiero más. Mis dedos penetran mi coño. Se mueven adentro y afuera, produciendo un sonido apagado. Noto que estoy muy caliente. Los fluidos en mi mano permiten una penetración mayor, más profunda.

—Aaaahhh… Quiero una verga —susurro.

Ha salido de mi boca sin querer. Espero que nadie esté en el aseo. La pulcritud desaparece pronto a medida que sigo frotando con mis dedos mi clítoris, acariciando mis labios vaginales y metiendo dos dedos en mi coño. Sólo tengo en mente darme satisfacción.

—Como me gustaría una verga en lugar de mis dedos —pienso. O tal vez lo dije en voz alta.

Pero mi macho no está cerca. Mi esposo no está ahí. Y prometí ser fiel. Sí, quiero ser una buena esposa otra vez. Quiero ser la mejor esposa para Tomás. Eso es lo que quiero. Pero también quiero una verga grande en mi coño. Una verga que me quite esta urgencia. Que me arranque esta dulce aflicción. Los dedos de una mano se hunden en mi sexo, mi otra mano aprieta un seno y estira un pezón. Estoy a punto de correrme. Necesito algo que gatille mi orgasmo. Quiero explotar. Pienso en mi esposo, en su hermosa verga. Imagino que me está follando. Eso me calienta pero no me permite correrme. Sigo penetrándome con dos y luego con tres dedos; masajeo repetidamente mi clítoris. Estoy jadeando. Quiero correrme pronto. Quiero alcanzar mi preciado orgasmo. Un deseado final que no alcanzo con el recuerdo de mi guapo y varonil esposo.

— ah ah… Dios… ¿Por qué? —me lamento.

Entonces, en mi desesperación, pienso que debo correrme a cualquier precio. Mi mente divaga entre rostros y cuerpos diferentes, entre fantasías y recuerdos. Intencionalmente, al fin, me quedo con una imagen. Invoco la imagen de Jürgen Killman, uno de los compañeros de rugby de mi esposo. Tomás lo odia. Lo sé. Se llevan muy mal. No debería pensar en él. Es un hombre muy feo, de cabello castaño, largo, labios gruesos y huesos marcados en el rostro. Pero es grande y musculoso. Y tiene una buena verga. Lo sé. No debería pensar en él, mi esposo lo odia. No debería profundizar mis dedos en mi coño así, pensando en ese hombre. No debería hacerle eso a mi esposo, pero no puedo controlarme y fantaseo con Jürgen. Tomás, que no odia a nadie, detesta a ese hombre. Sin embargo, yo imagino a aquel musculoso rugbista sobre mi cuerpo, y fantaseo que estamos desnudos. Lo imagino acercando su grueso glande a mi depilado coño, penetrándome con brutalidad. Fantaseo y me habla con vulgaridad. Lo imagino diciéndome puta, amasando mis tetas, chupándome mis pezones. Y mientras fantaseo siento mis dedos más húmedos. Mi sexo está mojadísimo y voy a correrme. Alcanzo mi orgasmo en ese sueño infiel, imaginando a Jürgen (no a mi amado esposo) llenándome el coño de semen, un fluido blanco que también arroja sobre mi abdomen y mis tetas. Y así, en medio de un satisfactorio desasosiego, comienzo a sentir esa calma que me devuelve a mis cabales. Soy yo y estoy en control de mis actos.

— Dios —susurro—. Al fin…

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