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La auditoría

en Hetero: Infidelidad

La auditoría

Aquella mañana me sentía como si me hubieran clavado una aguja en mi cráneo. Mi mujer y yo habíamos salido de fiesta y habíamos terminados haciendo el amor en un motel de mala muerte (como en los viejos tiempo). Fue un estupendo fin de semana. Pero ahora, al despertar, el dolor de cabeza me mataba.

— ¿Dónde dejaste los painkiller, big love? —me preguntó Ariana.

Mi mujer es traductora y profesora de inglés; adoraba meter alguna palabra anglosajona en medio de sus frases diarias. Le señalé la mesa, sin hablar pues mi voz hubiera resonado en mi cabeza como un trueno. Con pesar, abrí los ojos. Ariana se movía con tranquilidad en su traje de dos piezas. Había subido un par de kilos, pero aún tenía esas curvas bien repartidas en su metro sesenta y cinco. Su cabello negro le caía hasta el cuello, alborotado a pesar de haberlo peinado con esmero. Mi esposa estaba de buen humor; parecía sonreír incluso el lunar bajo el ojo izquierdo.

Me fui a la ducha mirándole el culo a mi mujer. Aquellas caderas y glúteos me produjeron una inesperada erección. Lo que se tradujo en más dolor de cabeza. Esa mañana tenía conectada la verga con el cerebro. Una tortura. Además, estaba todo el estrés habitual del trabajo. No me sentía capaz de estar frente al computador. Esperaba que el agua fría de la ducha tuviera un efecto milagroso.

— Voy a buscar a las niñas donde mis papás, big love —dijo Ari desde la puerta del baño.

La escuché marcharse. No sabía cómo mi mujer podía aguantar la falta de sueño. Pensé en dormir otra media hora. Sin embargo, el trabajo me reclamaba. Me esperaban largas filas de números y cuentas que debía auditar. Además, debía leer los informes, contratos y balances de un estudio de abogados que facturaba varios millones de dólares al año.

— Feliz domingo —me dije y me puse manos a la obra.

En la biblioteca del undécimo piso de un moderno edificio, me sentía apesadumbrado. Había llegado temprano al departamento de fideicomisos y protección del patrimonio de Temple & Lyon, la prestigiosa firma que auditaba. Las oficinas eran amplias, con cubículos y despachos de diferentes tamaños, dos salas de espera, al menos tres salas de reuniones, varios baños y una biblioteca de buen tamaño.

Una secretaria me recibió y me informó de que podía instalarme en la biblioteca a trabajar. Me entregó un par de carpetas, un dispositivo de almacenamiento con datos financiero y un acceso temporal a la intranet del departamento. Todo muy ágil y con un trato profesional.

Me instalé en la biblioteca. Era un lugar bien iluminado, con dos sectores. El ala más amplia tenía una decena de estantes con libros y varios archivadores. La otra área, más pequeña, tenía dos largos mesones y una docena de sillas. Ahí, en una cabecera de mesa, me instalé y me puse a revisar números con desgana.

Pensar que tiempo atrás me había sentido fascinado por las cifras económicas y las finanzas. Había sido un tiempo en que creía que mi talento con las matemáticas y mis valores personales convergirían en algo provechoso para la sociedad. Tal vez ese cambio, del entusiasmo al tedio, se debía al peso del trabajo (aburrido y estresante). No tenía tiempo para hacer cosas que yo quería. Pero la causa no solo estaba en el trabajo, me afectaban también mis responsabilidades familiares. Por ejemplo, al día siguiente tenía que ir a la presentación de mi hija menor y, muy a mi pesar, sentía que aquella celebración escolar me quitaba tiempo de trabajo. Tener esos pensamientos me hacía sentir un mal padre. Pero no lo podía evitar.

Estaba reflexionando en esos derroteros cuando entró al salón una joven. Era una mujer preciosa, guapísima. Tenía un rostro muy bonito, de labios carnosos y ojos grandes de color muy claro (azules o verdes). La miré, seguramente como un bobo, mientras ella (cargando una carpeta en la mano) se alejaba hasta uno de los numerosos estantes de la biblioteca.

La seguí con la mirada. No solo tenía un rostro perfecto, la muchacha tenía un verdadero cuerpazo. Bajo la camisa blanca y la falda marrón hasta la rodilla, ambas piezas ajustadas, uno podía adivinar un buen culo. Todo realzado por unos tacos altos. Tenía una cinturita estrecha y unas tetas… dios mío, que tetas. Me di cuenta que la chica era bastante alta. Era como encontrarse con una de esas modelos de la televisión. Realmente era un bombón.

Desvié la vista para no parecer un pervertido. Ella continuó entre los estantes, buscando no sé qué. Traté de concentrarme en mi trabajo, en revisar las columnas y filas llenas de números. No obstante, mis ojos buscaban a la hermosa joven. Finalmente, ella encontró lo que buscaba y caminó indiferente hasta la mesa en que yo trabajaba.

— Hola. Disculpe no haber saludado, no lo vi al entrar —me dijo—. ¿Puedo sentarme en esta mesa?

Me sorprendió que quisiera sentarse junto a mí, pues había otra mesa. Asentí (a duras penas conseguí verbalizar un claro como respuesta). Y ella se sentó a leer en silencio. Estaba a unos dos metros de mi posición. Pasaba hoja por hoja, una tras otra, con la delicadeza de unos dedos gráciles. De cerca la chica era la perfección encarnada. Debía rondar los veinte años; con un rostro de rasgos simétricos y bien definidos, unas pestañas largas y una bonita nariz. Sus labios (absolutamente carnosos y deseables) estaban pintados de rosa y sus ojos (que eran de color turquesa) tenían un brillo especial. Seguramente era una estudiante que hacía una pasantía en el estudio de abogados. Puede que suene repetitivo en mis descripciones, pero es que en ese momento estaba muy pendiente de repasar una y otra vez esa magnífica anatomía.

Bajé la miraba sobre lo que debía realizar. Me obligué a mantener la vista en los informes. Pero no me podía concentrar. Tampoco ella estaba demasiado concentrada; a los veinte o treinta minutos de silencio dejó de lado lo que leía y  me habló, sorprendiéndome con su voz de cariz grave.

— El día no está para permanecer encerrado en una biblioteca ¿verdad? —dijo.

Su voz era profunda, particular.

— Si. Es un día para estar afuera, bajo el sol  —le respondí con un temblor en la voz.

— Me encantaría salir a la calle y dar un paseo. Pero debo revisar algunos antecedentes para un litigio —dijo la muchacha—. Mi nombre es Ana Bauman. Soy abogada del departamento de fideicomisos.

Aquello me sorprendió. En verdad la mujer lucía muy juvenil para ser una abogada titulada. Pero no quise ser impertinente y preguntarle la edad.

— Soy Vicente Rojas —dije, más seguro—. Soy auditor.

— ¿Auditor? —preguntó Ana, mostrando cierta sorpresa—. ¿Están auditando el departamento?

— No puedo decir si estoy auditando este departamento u otro, señorita Bauman —indiqué.

Mi trabajo era un asunto delicado y estaba prohibido revelar asuntos de la auditoría con los empleados, era contra las reglas. Debía ir con cuidado. Especialmente cuando por falta de personal era el único profesional auditando una institución tan importante.

— Espero que mi presencia no le incomode —le dije—. Le aseguro que no la molestaré en su trabajo. No soy un parlanchín y de trabajo no puedo hablar.

— No. No me molesta su presencia, señor Rojas —dijo Ana—. La verdad es que es bueno tener un poco de compañía en la biblioteca. Me daría un poco de miedo estar aquí sola.

Le sonreí, sorprendido de que pudiera tener miedo. El lugar era apacible según mi criterio. Además, se escuchaba todavía el murmullo de la oficina cercana.

Comenzamos una conversación trivial y breve. Luego de un rato, como era natural, nos pusimos a trabajar, cada uno en lo suyo. Gracias a aquella conversación, me sentía más cómodo y pude concentrarme un poco más.

Al siguiente día, llegué a la misma hora y me instalé a trabajar en el mismo lugar. Poco después llegó Ana. Nos saludamos y tras una brevísima conversación nos enfocamos en el trabajo. Esa mañana debía avanzar. No quería demorarme con aquella evaluación.

Pese a todo, la presencia de Ana me distraía. Abrigaba en mí cuerpo la atracción que todo hombre sentiría cuando una mujer deseable en las inmediaciones. La miraba (con disimulo, claro está); mi vista se paseaba por el rostro y su privilegiado cuerpo. Había descubierta que tenía una estupendas piernas. Por suerte, ella parecía absolutamente concentrada en la lectura. Se mordía el labio inferior, rojo y carnoso. Llevaba un lápiz a la boca y lo mordía como una muchachita que tiene dificultad con algún ejercicio de matemáticas. No sé cómo o por qué, pero de pronto mi pene empezó a endurecerse. Justo en ese momento, ella se puso de pie.

— Voy por un tentempié —dijo con una sonrisa y jugueteando con el lápiz en la mano—. ¿Quieres algo?

— Si no es molestia un café, señorita Bauman —le pedí.

Ella hizo una mueca divertida y caminó hasta donde yo estaba.

— No me llames señorita Bauman, por favor. No soy tan formal —me corrigió (haciendo un gesto infantil de sus labios carnosos. Una especie de puchero)—. Llámame Ana, a secas, por favor. Yo te diré Vicente, si no te molesta.

— Claro, no me molesta.

— Ok. Volveré pronto con el café.

—  Gracias, Ana —respondí.

El lápiz que Ana sostenía en la mano cayó al suelo. Se inclinó a recogerlo, dándome la espalda. Su falda, blanca y entallada, marcó de forma asombrosa esos glúteos redondos y perfectos. El culo sobresalía de las cadenciosas caderas haciendo que mi erección se reafirmara. Sentí el calor subir por mi rostro. Ana se levantó, girándose  para mostrarme una sonrisa avergonzada.

— A veces soy una torpe —dijo, con esa entonación ronca al hablar.

El ronroneo de una gata, pensé (mis pensamientos corrompidos por mi excitación). Luego Ana se marchó, dejando los archivos que había estado leyendo sobre la mesa. Mientras repasaba las hileras de números, sentí una alegría juvenil. Ignorando mi pene endurecido contra el pantalón, seguí trabajando. Estaba muy concentrado en lo que hacía.

— Aquí está tu café —dijo alguien a mi lado.

Pegué un salto, asustado. Me encontraba demasiado concentrado, no había notado que Ana había entrado a la biblioteca.

— ¿Tan fea soy? —dijo Ana.

— Discúlpame  —dije—. Estaba enfocado.

Miré a Ana. Ella esperaba algo. Lo hacía haciendo un gesto, estirando los labios.

— Aún no contestas —Ana me interrumpió—. ¿Soy fea? ¿Por eso te asusté? Mi perdón dependerá de tu respuesta.

Me descolocó su actitud vanidosa e infantil. La miré. Seguía con ese mohín de niña malcriada. Me demoré un poco en contestar.

— Claro que no eres fea —me apresuré a decir; y luego me atreví a decir—. Todo lo contrario.

— ¿Todo lo contrario? —me preguntó, mostrando en su rostro que no había entendido—. ¿A qué te refieres con todo lo contrario?

Tragué saliva, junté coraje y contesté:

— Eres bonita —dije, avergonzado—. Muy guapa… ¿Contenta?

Ella estiró su brazo y me ofreció el café. Tomé la taza. Ella sonreía. Era como una niña que ha hecho una travesura y que le ha salido bien. Su sonrisa hizo latir mi corazón con fuerza. Entonces, miré la hora. Ya casi era la hora de marchar. Mi hija tenía una presentación.

Sin embargo, por alguna razón extraña quería quedarme en la biblioteca y seguir trabajando. Soy un mal padre, pensé. Al final, tomé una decisión: trabajaría diez minutos más. Sólo diez minutos más. Luego, saldría a ver a mi hija.

De vuelta en casa, me sentí nervioso. Esperaba que Ariana no notara nada.

— Disculpa haber llegado tarde a la presentación de Mónica —le dije a mi esposa desde el baño.

— No te disculpes conmigo —dijo Ariana, salomónica—. Discúlpate con tu hija.

Tenía razón. Me quedé en silencio, sintiéndome culpable.

— ¿Qué tal el día, my love? —me preguntó Ariana.

Repasé los molares con el cepillo y aún con pasta de diente en mis labios le contesté:

— Como siempre —dije, esperando no sonar nervioso.

— ¿As always? —repitió Ariana en inglés—. ¿Qué quieres decir?

Escupí la espuma dental al lavamanos y le repetí la misma frase. Ella hizo un gesto trivial y sonrió.

— Los niños ya están en sus camas —dijo mi esposa con expresión pícara en el rostro redondo—. ¿Por qué no vienes a la cama?

Me limpié la boca y saqué un condón de uno de los cajones. Fui directo a la cama. Mientras Ariana se despojaba del sostén, dejando ver sus grandes senos, mi pene estaba listo para la acción (mucho antes de lo habitual). Fue una noche fogosa. Los dos, pero sobretodo yo, estábamos muy calientes.

Al día siguiente, llegué temprano a trabajar. Ana ya está ahí. Tiene la mesa llena de carpetas e informes. Incluso, ha traído un laptop. Sus dedos son un vendaval sobre el teclado. Teclea sin pausa. Esta hermosa esa mañana. Casi sin maquillaje. Sus ojos, vivos y expresivos, me hipnotizaban. Pero para ser sincero no es la principal virtud de aquella fémina.

Me pongo a trabajar, aunque a veces me detengo a observarla. En este momento, Ella está de pie, hablando por teléfono. Se pasea mientras habla y suspira apesadumbrada con una mala noticia. Da vueltas por el lugar. Hoy viste un vestido azulino de una pieza que cubre desde el cuello hasta la rodilla y unos zapatos de tacón de color negro. La tela del vestido es gruesa y lisa, cae adecuándose a sus curvas, insinuando unos senos impresionantes, una bonita cintura y un trasero más que generoso y tentador. Mientras me da la espalda no puedo dejar de ver ese provocador culo. Me imagino acariciándolo, manoseando la firme carne que desafía la gravedad.

Pienso, con pesar, que una mujer como Ana jamás estaría con un tipo como yo. Soy diez años mayor (tal vez más). No soy rico y tampoco tengo estilo. Además, estoy casado y tengo dos hijas. La verdad es que amo a mi esposa y me dolería hacerle daño. Sería terrible pensar en una separación. Tal vez, reflexiono, mis fantasías con Ana deben quedarse en el plano de la imaginación.

Ana corta el teléfono y camina hasta la mesa. Toma su café y lo termina de un par de sorbos.

— Debo hablar con Jorge, mi jefe —dice Ana—. Debo lograr que me quite algo de trabajo o tendré que amanecerme estos días en la oficina.

— Tal vez es lo que quiere —bromeo—. Tenerte secuestrada en la oficina.

Ella sonríe.

— Tal vez eso quisieras tú —bromea ella.

Yo sonrío… y trato de no sonrojarme.

Con los días la presencia de Ana me pesa. Es como si su presencia atrajera mi conciencia y mi mirada no pudiera evitar caer sobre su cuerpo. Me tiene desconcentrado. Levanto la vista y veo que se rasca con suavidad un muslo. Sin querer, ha subido un poco más su falda. Puedo ver bien ese par de piernas increíbles (muslos de músculos femeninos y sugestivos). Me gustaría grabar lo que mis ojos están viendo. Me imagino con la cámara de mi celular haciendo un acercamiento a sus muslos. Qué tontería; me recrimino. No soy un crío.

— Vicente, ¿Me prestas tu chaqueta? —me pregunta—. Tengo algo de frío.

Bueno, no podía culparla de tener frío. Está encendido en aire acondicionado y Ana sólo lleva una camisa azul sin mangas y una falda negra. Y las medias negras o los zapatos de taco que usa no deben abrigar gran cosa.

— Por supuesto —le respondo, como buen caballero.

— Gracias —me dice, con una pizca de coquetería que me desconcierta.

Avanza la mañana, ya es casi medio día. Ana ha estado hablando por teléfono en su asiento casi dos horas. Al rato, dice que se marcha a una reunión-almuerzo.

— Me has salvado la mañana, Vicente —me dice al devolverme la chaqueta y me da un beso en la mejilla.

Me sorprende el beso pero no alcanzo a decir mucho. Ella va apurada a su reunión. A la hora de almuerzo, me pongo mi chaqueta y entonces siento algo duro en uno de los bolsillos. Al revisar encuentro el teléfono de Ana. Se le ha olvidado en el apuro por salir.

Pregunto por Ana a la primera persona que encuentro. Me responde que llegará a media tarde de su reunión. Pienso en darle el teléfono a una de las secretarias, pero algo me detiene. Decido devolverle yo mismo el teléfono.

Almuerzo. Mientras como polo y ensaladas saco el teléfono y lo observo. Es, por supuesto, un Iphone de última generación. No podría imaginar a Ana con otro teléfono. El Iphone parece nuevo. Huele a nuevo. Aprieto el botón de encendido y la pantalla se ilumina. Sin querer, entro directamente a la pantalla principal. No hay clave ni patrón de seguridad. Estoy viendo directamente sus aplicaciones. No esperaba poder hacerlo, con lo importante que es la seguridad de un teléfono personal. Dejo el teléfono en el bolsillo y sigo almorzando. Pero una idea empieza a crecer en mi mente.

Regreso a la biblioteca y me pongo a trabajar. Sin embargo, pienso en el teléfono de Ana. Me pregunto, ¿Qué cosas habrá en ese teléfono? ¿Tendrá fotos de ella? ¿De su familia? ¿Tendrá novio? ¿Podría saber muchas cosas de ella a través de ese teléfono? Tal vez podría espiar un poco. Sólo un poquito.

Miro la hora. Aún es temprano. Observo la puerta de biblioteca, el pasillo. Nadie parece rondar cerca. Tomo el teléfono en mis manos y lo enciendo. Con las manos temblorosas, deslizo mis dedos por la pantalla. Correo electrónico, Facebook, Twitter, Instagram etc. Mi dedo se detiene sobre las aplicaciones y estoy tentado a espiar. Pero dudo. Finalmente, entro a Instagram. La cuenta se abre en la página principal. Es un perfil privado y casi sin seguidores (sólo uno). Está bajo el nombre de Ann BB Venturi. Empiezo a revisar las fotos subidas a la cuenta. Me sorprende lo que veo. Hay selfies, claro, pero hay un buen número de fotografías de ella en minivestidos y lencería. Son imágenes insinuantes y con cierto erotismo. En ninguna de las fotografías, sin embargo, se ve el rostro de Ana. Pero estoy seguro que es ella.

Reviso cada fotografía y envalentonado por la excitación reviso las otras aplicaciones y el resto del teléfono. Lamentablemente, no encuentro algo similar. Sólo un breve intercambio de correos llama mi atención. Es un tráfico de mensajes con un tal Marcos. En estos, Ana dice que su marido estará en casa ese fin de semana, pero que de todas formas cree que podrán verse y hacer algo “entretenido”. Le dice que últimamente anda “ganosa”. Todas esas palabras entre comillas tienen un doble sentido evidente.

No imaginaba que Ana estuviera casada, menos que fuera infiel. Ana me había parecido una señorita educada, casi virginal. Que ingenuo había sido. Era tontería pensar que una mujer tan hermosa y sexy no tuviera pareja. Como era de esperar, Ana tenía una vida sexual activa. Aquel descubrimiento me molestó. Sentí rabia, quizás celos. Pese a todo, aquel hallazgo, junto a las fotografías que había visto, me pusieron caliente.

Revise de nuevo las fotografías e indagué quien era el seguidor de Ana en Instagram, aquel con el que compartía información. Otra cuenta privada, a nombre Ana Beatriz Bauman Venturi. Era claro que la otra cuenta también era de ella. Era su cuenta real. Imaginé que tendría fotos de Ana y su marido. Quién sabe si tenía algún hijo pequeño.

Estuve un rato mirando las fotografías. Vaya si estaba buena la perra, pensé. Y bien puta. Le tiene hechos unos buenos cuernos a su marido. Me imaginé seduciéndola y llevándola a la cama. Las fotografías me habían puesto caliente y mi pene estaba empalmado. De pronto, recordé que tenía que trabajar y que Ana no tardaría en llegar. Con mi celular hice unas fotografías de las imágenes de Ana que más me gustaron. No salieron muy bien, pero era mejor que nada. Luego dejé el celular tal como lo había dejado.

Ana llegó un rato después y sonrió cuando le mostré el celular.

— Sabía que lo había dejado en la chaqueta —dijo—. Por eso no llamé. Es nuevo, lo compré hace un par de días. Confiaba en que mi Iphone estaría seguro en tus manos, Vicente.

— Tu Iphone estaba en las mejores manos —le dije, entregándole el teléfono.

Ana y me plantó un beso en la mejilla, casi en la boca. Cuando lo hizo noté su aliento. Tenía olor a Alcohol.

— Gracias —dijo Ana—. No sé cómo puedo pagarte todo lo que has hecho por mí.

Tragué saliva y no dudé.

— Pues invítame un trago y estamos en paz —le dije, sonriente.

Se mordió el labio, reflexionando.

— Puedo ir por un trago a eso de las siete —respondió Ana—. Me puedo permitir una hora. Luego debo hacer un par de asuntos familiares.

— ¿Debes juntarte con tu novio? —le pregunté, haciéndome el tonto.

— ¿Novio? —Ana sonrió.

Se abrió un botón de su camisa entallada y sacó una gruesa cadena de plata del que colgaba un anillo con lo que parecía un diamante. Era un buen anillo matrimonial, pero no era lo que llamaba más mi atención. Lo mío era alcanzar a espiar las buenas tetas que se veían al frente.

— Estoy casada —dijo Ana pero después agregó de inmediato—. Pero no estoy muerta. Nos vemos a las siete entonces, por ese trago que saldará nuestras deudas.

Asentí mientras Ana guardaba la cadena con su anillo matrimonial adentro de su camisa, entre las tetas. Luego, Ana se acercó y me plantó otro beso en la mejilla. Después, cada uno por su lado. Aunque esa tarde cruzábamos miradas. Sentía cierta complicidad entre los dos.

Vaya mujer es Ana. La salida al bar se extendió una hora y media. Ana estaba coqueta, especialmente con dos copas en la sangre. Ana se apoyaba en mi brazo y se acercaba a hablarme muy cerca (según ella porque no escuchaba con la música fuerte y las conversaciones en el bar). Podía sentir el roce de sus senos en mi brazo y su aliento cuando me hablaba. Y qué piernas tiene esa mujer. Después de la tercera copa de champaña, la abogada se había olvidado de acomodar su vestido. Incluso me ha dejado tocarle las mejillas, el cuello, las manos y las piernas para que yo comprobara la efectividad de un tratamiento dermatológico al que se había sometido. Había sido un buen rato. Realmente, había coqueteado con ella. Al despedirnos, junto a su audi, Ana me plantó un beso en la boca. No fue largo, pero si duró más de dos seguro (de eso estoy seguro).

—Nos vemos, querido —me dijo.

Se subió a su automóvil y se marchó. Y yo me quedé en la acera con una erección en cierne y muy caliente.

Al volver a casa, me muevo en silencio. Me acuesto cuidando de no despertar a Ari. Pero ella está despierta.

— ¿Por qué te has demorado, big love? —me pregunta Ariana—. Aurorita ha esperado que llegues y le leas un cuento. Al final, tuve que hacerlo yo ¿Qué pasó?

— Me he reunido con Ramón. La auditoría que hago no va del todo bien —Aquello era cierto, aunque no del todo—. Y Ramón ha querido que tomemos un trago y hablemos del asunto.

— ¿Cómo está, Ramón? —pregunta mi mujer.

— Bien —respondí volviendo a los terrenos de la verdad—. Serio como siempre. Preocupado de las horas extras. No quiere que alargue demasiado esta auditoría, a pesar que es algo necesario debido a la complejidad. Creo que en ese departamento tal vez hay desvíos de dinero. Algo incorrecto se vislumbra en los números.

Tal dije más de lo que debía decir. Pero me sentí en el deber de hacerlo. Mi esposa permanece en silencio. Pienso que el interrogatorio ha terminado y ha llegado el momento de dormir.

— Espero que no se repitan las horas extras —dice Ariana.

— No puedo prometer eso. Es una auditoría difícil —digo, preparando el camino para otra salida con Ana.

— Está bien. Pero llámame cuando sepas que llegarás tarde —pide mi mujer.

— Claro.

Ariana se acerca a mí y me acaricia el pene. Sólo entonces noto que esta desnuda.

— Te puedo perdonar, pero sólo si me follas bien —pide mi mujer—. Te perdonaré con la condición que me des al menos dos orgasmos esta noche.

Sonreí y empecé a desnudarme apresuradamente. Esa noche estaba muy caliente.

Al día siguiente, Ana no aparece. Así pasa la mañana y la tarde. No puedo trabajar, sólo pienso en ella. Preguntó a media tarde por su ausencia. Está en reuniones con su jefe, me dice una secretaria. Me voy. Regreso a casa para ir al cine con mi mujer y mis hijas. No puedo concentrarme en la película. Creo que no sé de qué se trató. Me acuesto y esa noche no tengo sexo con Ariana. Sólo nos dormimos, mi esposa en silencio y yo pensando en Ana y en el vacío que ha dejado su ausencia.

Al día siguiente, no aparece hasta el medio día, antes de almuerzo. Siento alivio al verla. Se me ha hecho muy largo este tiempo. No sé si ir a saludarla o esperarla en la biblioteca. Estoy en el pasillo, camino del baño a la biblioteca. Ella habla con algunos becarios, asignándoles tareas. Luego suspira aliviada al dejarlos marchar. Al girar, Ana me descubre en el pasillo. Me mira desde la distancia y sonríe. Luego camina en mi dirección. Hoy viste un entallado vestido hasta la rodilla de color rojo ladrillo. Su pelo cae largo y dorado sobre sus hombros. Se ha teñido un tono más rubio, tal como me gustaban las mujeres en mi juventud. Su atuendo no tiene nada demasiado revelador, pero sólo su presencia me excita.

— Hola, Vicente —dice y me da un beso en la mejilla—.  ¿Cómo estás?

— Hola, desaparecida —bromeo—. ¿Dónde has estado?

— No he estado desaparecida —reclama Ana—. Pero mi jefe me tiene como Punching Bag.

Aquel comentario me hace recordar a mi mujer. Pero aparto aquel pensamiento.

— ¿Vienes a la biblioteca? —le pregunto, tratando que no se note la desesperación por estar con ella.

— Tengo unas cosas que hacer aún —me dice—. Jorge, mi jefe, me ha encargado a los becarios.

Pone cara de hastío.

— Pero te parece si vamos a almorzar —Ana lo dice con una sonrisa—. Y si puedes, en la tarde te escapas conmigo a hacer unos trámites. Me vendría bien la opinión de un hombre.

— Claro —respondo intrigado.

Ana me planta otro beso en la mejilla y se marcha. Se desliza a través de las personas en la oficina como un hada. Es extraño. Noto como los hombres la miran con deseo contenido. Muchos -hombres y mujeres- desean abordarla por algún tema importante. Pero Ana les dedica el tiempo justo o los ignora. En cambio, conmigo es diferente. Ella ha venido directo a mí, es generosa. Debe haber una razón: ella me desea. Es mi conclusión.

Ana me busca rato después y salimos juntos. El almuerzo ha ido muy bien, con cierto coqueteo y complicidad a medida que el vino fue haciendo su magia. Ya no pregunto si lo que pasa está sucediendo o me lo estoy imaginando. Sólo disfruto de la compañía de Ana y avanzo hasta donde me permitan las circunstancias.

Después del almuerzo, no volvemos a la oficina. En cambio, vamos al distrito comercial. Mi mujer y yo no solemos ir por ese barrio tan exclusivo, así que me siento tranquilo. Ana necesita ir a una notaría por unos papeles. Aprovechamos la espera para dar un paseo. Ana también necesita un regalo para su madre y aprovecha para ver ropa. La veo probarse abrigos, zapatos y vestidos. Prácticamente, un par de veces desfila para mí antes de comprarse un vestido blanco y negro muy sexy.

Lo que pasó con el pasar de las horas no estoy seguro como sucedió. Los papeles y las firmas se demoraron y gracias a eso vamos por una copa. Luego, con los papeles firmados, vamos por otro trago en un bar más retirado e intimo. A esa hora, mientras Ana está en el baño, llamo a mi mujer y le aviso que llegaré tarde. Termino la llamada justo en el instante en que Ana regresa. Se ha demorado. Pero viéndola comprendo la razón. Se ha cambiado de ropa y de zapatos. Ahora, lleva el vestido negro y blanco hasta medio muslo (el recién comprado). La prenda es ceñida, sin mangas, con un generoso escote en V por el frente y un espacio que deja ver la espalda. Las medias de rejillas y sandalias de taco de correas color piel le quedan perfecto al conjunto. Como accesorios están la cartera, su cadena donde cuelga el anillo matrimonial y unas cadenitas que lleva en el tobillo izquierdo. Nunca había visto a Ana tan sensual.

— ¿Me pediste una copa? —me pregunta al sentarse a mi lado.

— Aquí la tienes —le digo, mirándola de pies a cabeza—. Vaya cambio ¿Y dónde has dejado la otra ropa?

— He ido a dejar todo lo que me sobraba al auto —dice Ana con coquetería—. ¿Qué tal me veo?

— Preciosa —le digo—. ¿Hagamos un saludo?

Levantamos las copas.

— Por la mujer más hermosa de la ciudad —digo.

— ¿Sólo de la ciudad? —bromea Ana.

Reímos. Al rato, traen una botella de champaña y dos copas de cristal. Ana me pide que abra la botella. Mientras lucho con la botella pienso en mi mujer y mis hijas. Me odio a mí mismo, pero a la vez siento que merezco este momento. Me mato trabajando todos los días. Necesito un rato de diversión. No he hecho todavía nada malo.

Reparto el espumante en las copas, bebemos. Ana se acerca y me habla muy cerca. Siento su perfume embriagante y su aliento en mi piel, sobre mi oreja y mi boca. Poco a poco voy olvidando mis dudas y temores. Especialmente cuando Ana pone su mano en mi muslo al hablar y acaricia mi rodilla. Aprovecho ese instante de confianza y acaricio su espalda, primero a través del vestido y después por el escote de la espada. Su piel es suave. Ana cruza sus piernas una, dos, muchas veces. No puedo dejar de observar sus muslos. Quisiera tocarlos. Ella me sonríe y se pega a mi cuerpo.

— Puedes hacerlo —dice Ana en mi oído—. Acaricia mis piernas. Sólo si quieres.

Luego bebe de su copa como si no hubiera dicho nada del otro mundo. Yo dudo. Son largos segundos. Luego mi mano, temblorosa, atraviesa la distancia hasta su pierna más cercana. Toco la rodilla de Ana muy suavemente. Ella asiente.

— Ves —me dice al oído—. No ha sido tan difícil.

Siento el alcohol en su aliento mezclándose con su perfume y el humo del lugar. Ella me mira con sus ojos encendidos en turquesa, observándome como una gata al ratón. No quiero parecer un tonto y menos un cobarde. Así que continúo con mi exploración.

Miro alrededor, sólo para asegurarme de que no haya nadie conocido. Entonces, sin espías, comienzo a subir por acariciar uno de sus muslos, rozando esa piel suave. Lo hago muy lentamente. Ella permanece atenta a la sala, bebe de su copa y se muerde el labio. Mi mano sube y luego baja, dos dedos rozando el interior del muslo. Me cambio de pierna y ella se acerca.

— Vas tomando confianza —me susurra Ana al oído—. Te tenía por oveja, Vicente, pero parece que terminaste siendo lobo.

Sus palabras hirieron mi orgullo pero también me azuzaron a ir más allá. Acaricié sus piernas ejerciendo presión, con cierta bravura. Ella continuó hablando, como si lo que hacíamos era una especie de juego infantil y sin consecuencias. Ana se saca la cadena que del cuello y la pone al frente, sobre su escote. Juega en el aire con el anillo matrimonial mientras yo le acaricio y le susurro que está muy bella. Desde mi posición puedo ver sus senos grandes, incluso creo vislumbrar un pezón.

Creo que Ana estaba borracha. Pero no me importaba nada. Me acerco a ella, a sus labios carnosos y la beso. No fue un beso largo, pero si intenso. Cuando nos separamos la miro a los ojos. Ana está muy seria.

— Eres todo lo que un hombre desearía tener y más —le dije—. Te deseo, Ana. Mi tienes vuelto loco.

Ana es ahora la que me besa. Es un beso más largo. Mis manos la estrechan y aprovecho de sentir sus senos contra mi pecho. Ella se separa y mira los alrededores. Nadie parece dar cuenta de nuestra mesa. Pero aunque alguien nos espiara o me conociera creo que ya no me importa.

— Si vamos a seguir —dijo Ana, al retomar ambos un poco la cordura— será mejor que sea en un lugar mejor. Tengo las llaves del departamento de una amiga ¿Vamos?

— Muy bien —respondí.

No tardamos en llegar al lugar. A poco de entrar, estábamos desnudos en la sala de estar. Su cuerpo, de piel dorada y suave, es excitante. Ana posee curvas y sensualidad pura: glúteos carnosos, cintura estrecha, caderas voluptuosas y senos magnos, firmes y naturales. Besé su abdomen raso, chupé sus pezones y lamí sus pies. Quería probar todo su cuerpo. Ana estaba entregada y se dejaba hacer. Era de esas féminas dóciles que se entregan sin reparo.

Cuando creía imposible que estaba ya en el cielo, sus carnosos labios se apoderaron de mi verga y fui transportado a un lugar mejor. Fui presa incauta bajo sus artes amatorias. Me dejé llevar y me corrí en su boca. Y es que Ana despertó un instinto primigenio en mí. Un instinto que me impelía a follar hasta soltar mi semilla.

Después de eso, ella me llevó al dormitorio. Ahí se abrió de piernas para que yo le comiera el coño y luego la penetrara con mis dedos. Ana pedía más y yo quería darle todo. Nos intercambiábamos en el dominio y en la sumisión. Ella era la depredadora y la presa. Yo me sentía conquistador y conquistado. La follaba, metiendo mi verga fuerte. La follaba, de perrito y en misionero; en todas las posiciones posibles. La besaba y ella me besaba. Me entregaba su lengua y yo probaba su saliva.

— Dame duro, Vicente —me pedía—. Hazme tuya… Hazme tu puta.

— Yo te voy a ser mía, putita —le decía al oído—. Ya verás. Tú abre bien tus piernas, Ana.

— Si… estoy bien abierta para ti, Vicente Rojas —contestaba Ana—. Así… métemelo bien adentro.

Escuchar su voz ronca decir mi nombre me calentaba. Quería darle más duro. Quería que fuera más puta. Mi puta.

— Me corro, Vicente —le escuche balbucear en mi oído—. Ah Aha ah aha ah ay ay ay ay aaaayyyyy… me corro… aaaaahhhh…

Yo le seguí dando duro. Ella gritaba, yendo de su voz grave a una exclamación aguda. Vaya escandalosa. Ana había empezado a gozar de nuevo y yo noté que podía alcanzar un nuevo orgasmo. La musculatura de su cérvix me comprimía la verga.

— Ahora me corro yo, puta —anuncié.

— Córrete en mi coño, Vicente —pidió Ana—. Préñame, cabrón.

Sentí que mi cuerpo se tensaba y vacié todo lo que tenía en el interior de Ana.

— Ahí tienes, puta —le dije agarrándole uno de los grandes senos—. Hagámosle un bonito regalito al carnudo de tu esposo.

— Que gusto, amor —respondió Ana—. Que gusto… que corrida.

Nos besamos y nos fuimos a la ducha. Ahí, tras algunas caricias y besos, empezamos a follar de nuevo. Ana estaba completamente desnuda y solo llevaba la cadena con su anillo matrimonial en el cuello. La joya colgaba entre sus senos, la podía ver muy bien mientras le chupaba los pezones.

Seguimos follando un buen rato hasta que no nos quedaban fuerzas. Ana se quedó en la cama; se desperezó antes de dormirse entre las sábanas. La observé a ella, desnuda y perfecta. Si. Pese a la edad, pese a su esposo y pese a la diferencia de estilos de vida había logrado follármela, pensé. Nunca creí poder cogerme a una mujer tan hermosa y sensual como Ana. Pero lo hice.

Tarde, muy de noche, me vestía para volver a mi vida, con mi familia. Pero no deseaba dejarla. Llamé a casa; hablé con Ariana y decidí mentir por primera vez para estar con Ana.

— Hola, amor. Disculpa la hora.

— ¿Dónde estás?

— Estoy con Ramón y Edgardo. Estamos trabajando. Se ríen porque ninguno quiere hablar a mi favor. Dicen que voy atrasado… Amor, nos tenemos que quedar. Seguramente, nos amanezcamos.

— Es muy tarde, big love ¿A qué hora piensas llegar?

— ¿Hasta qué hora?

— …

— Nos amaneceremos otra vez… disculpa.

— Bueno, sweethearth. Come algo y ten cuidado al regresar. Pide un taxi. No quiero que te quedes dormido al volante.

Nos despedimos y yo empecé a denudarme de nuevo. Ana está ahora despierta.

— Así que te quedas —dice con su voz ronca—. Que rico, mi vida. Me encanta tu verga.

Sonrió y me preparo para probar sus senos y hacerle el amor. Será una larga noche. Una noche sin igual.

Epílogo.

Durante casi un mes experimente un sexo sin igual. Ana me llevó a experiencias desenfrenadas, donde todo estaba permitido. Follábamos en la biblioteca haciendo horas extras. Follamos entre los anaqueles llenos de libre. Me cogí a Ana sobre la mesa de su oficina y en los baños del departamento. Follamos como locos en todos los sitios posibles: en lugares poco comunes, en la playa, en la calle, en un parque e incluso en un vuelo. Salíamos a bailar y a emborracharnos para después follar. Usamos drogas por diversión y así, en aquel estado, me la cogí por primera vez por el culo. Me corrí en todo su cuerpo.

Después, cuando pensé que nada más excitante era posible, Ana me presentó a Simona, una amiga. Con ella vi a Ana besar a una mujer y después hicimos un trío. Los tres empezamos a hacer más locuras. Follamos disfrazados y enmascarados. Follamos drogados o borrachos, a veces en público. Una locura.

Sin embargo, todo se acabó tan rápido como había sucedido. Yo estaba en la calle y un desconocido se presentó ante mí. Me mostró un video de Ana, Simona y yo follando. Era uno de nuestros últimos encuentros. En el video se veía droga y alcohol en una mesa. Obviamente, estábamos borrachos y drogados. Incluso se veía como yo esnifaba cocaína y me burlaba de mi jefe y mi trabajo. Incluso hablaba con desparpajo de la auditoría. En el video, Ana y su amiga llevaban unas máscaras de látex (de conejas, una negra y otra roja) que yo había comprado para la ocasión. Sólo yo tenía el rostro descubierto.

— Más vale que la auditoría del departamento de fideicomiso no muestre irregularidades —dijo el hombre que me chantajeaba—. Queremos que sea una auditoría limpia ¿entiende, señor Rojas? Una auditoría perfecta y sin problemas.

Yo asentí. No me salió la voz.

— Tenemos más grabaciones, señor Rojas, de usted y sus amigas —dijo el chantajista—. No nos obligue a mostrárselas a su familia o a su jefe. Ayúdese ayudándonos.

Asentí de nuevo. Y el tipo se marchó. Hablé con Ana y ella dijo que no sabía nada. Que esperaba que los videos no salieran a la luz. Por alguna razón me convenció de su inocencia. Seguramente había sido Simona o alguien más. Así que hablamos, Ana y yo, y decidimos hacer lo que nos pedía el chantajista. Cambié los datos de la auditoria y mostré unos números perfectos. Nadie vería el desfalco ni los huecos en las finanzas. Hice algo que jamás pensé hacer y que me podía costar mi trabajo y mi familia. Pero no dudé. Ana guiaba mis pasos.

Las cosas volvieron a la normalidad. Pero con el tiempo me di cuenta de la verdad. Ana me había engañado. Ella había sido quien había grabado nuestros encuentros. Ella y su jefe. Descubrí que Ana era una súcubo, extrayendo la vida (y el dinero o las influencias) de los hombres, sus esclavos sexuales. Ana tenía el poder de hechizarte. Sólo podía explicarlo de esa manera pues a pesar de saber la verdad no puedo dejar de desearla. Mi obsesión por ella es más fuerte que la razón.

Al final, no he dejado de verla. Terminé siendo en alimento de esta mujer vil que, sin embargo, despierta una lujuria insana en mí. Experimento la culpa y la lujuria en carne cada vez que pienso en Ana. Ella me usa aún, lo sé. Me tiene atado a su correa. Sin embargo, no puedo dejarla. Y paso los días esperando su llamado. Ahora mismo mi tele teléfono suena. Es ella.

— Necesito un favor, Vicente —me dice con su voz ronca—. ¿Qué tal si nos vemos en el lugar de siempre? Lleva las máscaras y la coca. Yo llevo la champaña.

Permanezco en silencio. Espero tener las fuerzas para resistirme. Escucho su respiración al otro lado, como la de una bestia hambrienta de mí.

— Nos vemos allá —respondo, sumiso. Quiero ser su alimento.

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