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Ana, la buena esposa (11)

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Ana, la buena esposa (11)

Mi semana no ha comenzado nada bien. Mi marido está fuera del país, dejándome sola y con un humor espeso. Me sentía falta de cariño. Necesitaba las caricias de mi esposo, su cercanía, es decir, necesitaba una buena verga. Era lo que se venía a la mente. Aunque era una forma vulgar y simplista de ver mi problema.

Además estaba el asunto de mi jefe. Jorge amenazaba con degradarme. Eso significaba perder parte de mi sueldo y mis privilegios. Pero había una forma de evitarlo. El trato que mi jefe me proponía era mantener mi sueldo y mejorar mis condiciones laborales a cambio de una noche de sexo con él. Mi jefe soñaba tener una especie de despedida de soltero. Pero no sólo conmigo, también quería incluir en su fantasía a una becaria que trabajaba a mi cargo. Era absurdo.

Pero todo se volvió más absurdo al no responder de forma negativa a su propuesta. Mi promesa de pensar su ofrecimiento me hizo parecer interesada. Para mi matrimonio hubiera sido mejor hablar claro y fuerte en contra de la propuesta de mi jefe. Pero antepuse mi ambición profesional a mi matrimonio y decidí dilatar mi respuesta.

Tal vez encontraría otra salida o lograría que Jorge, mi jefe, se calme y sea racional. Aquel fue dar un paso al abismo.

1

Llegué a casa cansada pero con un humor raro. El verano parecía haberse tomado en serio su trabajo y el calor me tenía mareada. No era buena idea acostarme aunque estuviera cansada. Tampoco quería leer o ver televisión. No quería pensar. Así que me puse un traje de baño, me preparé una jarra de agua con hielo y me metí a la piscina. Estuve un rato en el agua. Luego me acosté en una reposera bajo un generoso quitasol.

Así me encontró la llamada de mi esposo. Tomás estaba en su habitación después de un largo día de trabajo en Houston. Ni siquiera había almorzado. Sin embargo, había querido llamarme antes de comer y trabajar un poco más antes de dormirse. Conversamos unos quince minutos y lo que empezó por un llamado casual y breve, terminó siendo sexo telefónico. Gracias a Dios no tuvimos que conformarnos con el audio. Gracias a la actual mensajería pude ver como mi marido se masturbaba frente al teléfono. Vaya verga grande y hermosa. Y la forma en que la mano de Tomás se aferraba a esa carne, que yo tanto añoraba, era un goce visual. Mi esposo desnudo es un ser hermoso. Con pectorales perfectos, abdomen que marca cada músculo y un buen culo; con brazos fuertes y muslos que parecen esculpidos por un genio. Su rostro y su cuerpo son los de un adonis, convirtiéndolo en mi perfecto complemento. Alguien me dijo que la gente hermosa con naturalidad se atrae, y en nuestro caso es verdad.

Mientras mi esposo se masturbaba, yo acariciaba con deleite mi clítoris. Repartí caricias por mi esbelto cuerpo, masajeando mis pezones y exhibiéndome completa frente a mi marido; después de unos minutos ya mis tetas eran manoseadas y tenía dos dedos penetrando mi vagina. Me giré para mostrarme desde atrás, ofreciéndole tanto mi sexo como mi culo. En ese momento los dos estábamos ya completamente desnudos. Con la mirada de mi esposo sobre mí y la mía sobre su verga, no tardamos en corrernos.

2

Una hora después, aún estoy desnuda en la piscina. Estoy desvanecida, como desconectada. Incluso después lo sucedido con mi esposo, del placer que alcancé, no consigo estar plenamente satisfecha. He estado un buen rato masturbándome. La calentura ha sido tan grande que incluso he tenido que buscar mi consolador. No sé qué me pasa.

En aquel trance irremediable suena el timbre de la casa. Tengo que ponerme con rapidez el traje de baño y una bata de playa para salir a abrir la puerta. Al hacerlo me encuentro a Juan de Dios, mi joven vecino. Lo observo tras las gafas oscuras. Lleva un pantalón corto blanco, zapatillas, una camiseta celeste y la mochila que trae últimamente.

—Buenas Tardes, señora Ana. Sé que es más tarde de lo habitual, pero he venido a terminar de poner los libros en las cajas —dice.

Se refiere al orden de mi taller de pintura. Había olvidado que vendría. No sé si permitirle la entrada o decirle que se vaya a casa.

—Hola, Juan —le saludo—. Hoy día estoy cansada y voy a acostarme temprano. Además, ya te dije que no quiero que vengas tan tarde. No quiero que mi marido te pille en la casa. Quiero que la renovación del taller sea una sorpresa.

Lo de la sorpresa es una mentira. Simplemente no me conviene que mi esposo sepa que meto al chico a la casa en su ausencia. Tendría que parar mi juego.

—Entonces, ¿Me voy? —pregunta mi vecino.

Lo pienso un poco. No hará daño que el muchacho trabaje un poco en el taller mientras yo me relajo en la piscina.

—Puedes trabajar media hora en el taller. Luego vas a la cocina y bebes un jugo y te vas. Yo estoy cansada y hoy no te podré ayudar. Ni siquiera te voy a supervisar. Estaré en la piscina ¿Comprendes?

Juan de Dios abre los ojos y luego asiente. Es un adolescente tímido y muy obediente. Lo hago pasar y el sube las escaleras. Yo lo dejo. No estoy de humor para otra cosa que no sea mi propia satisfacción. Lo único malo de mi decisión es que no podré masturbarme. Al menos me premiaré con una copa de sangría. La preparo en la cocina y luego me voy a pasar el calor con un chapuzón.

Estando en el agua pienso que me vendría bien un porro para relajarme. Tendré que conformarme con la sangría y una siesta. Mientras me acomodo en mi reposera descubro a Juan de Dios en la cocina. Tiene un vaso de agua en la mano y me observa desde una esquina, escondido. Vaya forma poco cautelosa de espiar, pienso. Pero no me molesta. Cierro los ojos e imagino mil cosas. Esa noche tendré unas cuantas fantasías para animarme.

4

Al dejar ir a Juan de Dios me siento sola. Es como si necesitara esos ojos adolescentes y febriles sobre mi cuerpo para estar completa. Tal vez sea la sangría. El alcohol en mi sangre me hace perder la razón y pensamientos lascivos desfilan por mi mente.

—¿Y si acepto la propuesta de Jorge? —digo en voz alta.

Si acepto significaría tener que seducir a Julieta y después convencerla de tener un trío con nuestro jefe. De sólo imaginarlo mi cabeza entra en un estado de confusión; hay una mezcla de emociones: rabia, miedo, frustración y sobretodo un oscuro deseo.

—Pero esta semana estás sola —digo en voz alta—. Tomás me ha dejado sola.

¿Qué significa estar sola? Que extraño a mi esposo. Que me hacen falta sus caricias. Que una parte de mi está incompleta

¿Qué significa que Tomás no esté? Que me hace falta su verga. Que estoy vacía. Que mi esposo no sabe nada de lo que pasa acá. Que estoy libre. Que puedo actuar según mis deseos.

Y una frase brota repentinamente de mi boca:

—Ojos que no ven, corazón que no siente.

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