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No sólo sexo

en Hetero: Infidelidad

Hay personas que no deberían tener pareja nunca. Esos hombres y mujeres con tal magnetismo que cuando aparecen hacen desaparecer todo alrededor. Que te cortan la respiración cuando se dirigen a ti o simplemente te miran. Deberían declararse Patrimonio de la Humanidad, dedicarse a dar placer a los demás y recibir de nosotros todo lo que estamos deseando ofrecerles. Jesús era una de esas personas.

Jesús iba a cambiar de trabajo, yo iba a sustituirle y, amablemente, iba a ponerme al día de las funciones que tendría que realizar en mi nuevo puesto. Cuando llegué a la oficina y le vi noté como se me cerraba la garganta, se me secaba la boca y se me agarrotaban los músculos. Me estrechó la mano al presentarse y sentí que saltaba una chispa, eso me hizo salir del shock. Retiré mi mano y la agité con un gritito agudo y ridículo a más no poder.

– ¿Qué ha pasado?

– Me ha dado calambre, ¿no lo has notado?

– No, no he notado nada. Puede haber sido electricidad estática.

No iba a discutirle pero estaba segura de que había sido la energía sexual que desprendía al chocar con mi deseo de ser suya.

En este punto debo aclarar que tengo novio, novio formal, nada de follamigo ni amigo especial. Novio. Al menos viernes y sábados, el resto de los días no se permite dejar los estudios. En tres años de relación había fantaseado con otros chicos, claro, pero sólo eso. En el mundo real era fiel y nunca me había planteado dejar de serlo, me habían educado en el respeto a los demás y creía que los infieles eran personas egoístas incapaces de amar a nadie más que a sí mismos. Pero eso fue antes de conocer a Jesús... En menos de un minuto mis convicciones y mis valores morales se había derrumbado y sentía la necesidad de tener su cuerpo sobre el mío bombeando en lo más profundo de mí. Era una necesidad real, un hambre física.

Conseguí sobreponerme a esta primera impresión arrolladora y procuré poner atención mientras Jesús me presentaba a mis nuevos compañeros y al que sería mi jefe inmediato. Todos me parecieron insulsos y mediocres al lado de su imponente presencia.

Dos días y medio compartimos su mesa, dos días y medio que pasaron volando y en los que me puso al corriente del funcionamiento de todo y también me ayudó a conocerle mejor. Tenía novia, Carmen, muy fotogénica por cierto. La odié por reducir drásticamente mis posibilidades de tener algo con Jesús, como si de verdad pensara que tenía alguna...

Tenía que volver a verle y le invité a tomar algo en agradecimiento a su ayuda. Contra todo pronóstico aceptó y además quedamos a solas. Esa tarde me probé todas y cada una de las prendas de mi armario, nerviosa como una colegiala, y al final me rendí y fui cómoda, no podía competir con Carmen, ¿en qué estaba pensando?

Que las personas que nos cruzábamos por la calle pudieran deducir que éramos pareja me hacía sentir orgullosa y envidiada. Nos sentamos a una mesita redonda en una cafetería del centro y hablamos de todo menos de trabajo. Sí, Jesús era perfecto, quedar fue claramente un error porque nunca sería mío y me iba a costar quitármelo de la cabeza aunque no volviera a verle nunca más. Junto con él había otra cosa que se había introducido en mi cabeza; la posibilidad de ser infiel. Ya no me era algo ajeno, ya me lo había planteado y se había instalado ahí para hacerme darle vueltas y vueltas...

Volví a ver a Jesús dos meses después. En esa ocasión pude conocer a Carmen y la odié más... era encantadora. Ese encuentro prolongo su hechizo más de lo esperado y cuando empecé a dejar de pensar en él ya conocía bastante más a mis compañeros.

Era la única mujer y la más joven de todos. Con casi todos los compañeros me llevaba muy bien, siempre estábamos de cachondeo y me sentía cuidada y arropada por ellos. La excepción era Manolo... era un grano en el culo, me pinchaba todo el rato y, aunque intentaba tomarme todo a broma, me empezaba a molestar.

En el punto contrario estaba Miguel, era el que más me ayudaba y el que más me escuchaba. Estaba casado y tenía una niña preciosa, clavadita a su mamá. Tenía varios años más que yo y cuando una noche que acabamos tarde me invitó a tomar algo no vi peligro ni doble intención y acepté sin dudar.

Qué diferentes podemos llegar a ser fuera del ambiente de trabajo... Descubrí a Miguel esa noche, pronto creamos una intimidad que no tenía con nadie más, ni siquiera con mi novio y empecé a engancharme a él. Me despertaba por la mañana con la ilusión de verle y me encantaba quedarme en la oficina hasta tarde. Pero por mucho que la infidelidad se hubiera convertido en una idea no tan terrible él tenía una familia y eso era suficiente para frenarme... al menos de momento.

Un día Miguel me preguntó por mi relación con Manolo, le había parecido que me incomodaban sus comentarios y se lo confirmé. No estaba preparada para lo que me respondió.

– Manolo lo que está es loco por acostarse contigo.

Es lo que dijo con palabras, pero sus ojos y sus gestos me dieron a entender que era él el que me tenía ganas, y es con eso con lo que me quedé. La otra posibilidad me repugnaba, no se me había ocurrido y no quería ni contemplarla.

La vida no es fácil para nadie, ¿por qué iba a serlo para mí? La empresa nos cambió los horarios por necesidades de producción ante una entrega inmediata y aumentó la plantilla temporalmente. Pasábamos a jornada intensiva con dos turnos y Miguel no estaba en el mismo que yo. El pánico dio paso a la aceptación, era lo mejor, así alejaba la tentación.

Un día se me hizo tarde pero no me apetecía irme a casa. Miraba la mesa de Miguel, ahora siempre vacía para mí. Estaba hecha un lío y me puse a escribir para intentar ordenar todo lo que ocupaba mi mente. Me explicaba que tenía que olvidar a Miguel, que él tenía una familia, que yo tenía novio,  que nunca pasaría nada entre los dos y que así debía ser y además me contaba a mí misma cuánto le deseaba, cómo soñaba con desnudarle despacio, con besarle todo el cuerpo y con sentirle dentro... Cuando acabé lo leí y no me aclaró nada. Enfadada por lo tonta que era rompí el folio en trocitos y los eché a la papelera.

No veía a Miguel más que unos minutos al día, en el cambio de turno, y siempre los usábamos para comentar lo que se había hecho ya y lo que quedaba por hacer. Una mañana se sumó otra forma de comunicación entre nosotros. Cuando llegué me encontré una nota en mi mesa. Un Post-it con instrucciones sobre unas llamadas para hacer a primera hora. Dos días después otro con indicaciones sobre unos documentos que tenía que firmar el jefe. A la semana había intercambio de papelitos amarillos a diario y los mensajes, que empezaban a ser más personales, dejaron de estar a la vista para instalarse dentro de mi agenda, en el primer cajón de mi escritorio.

Y llegó el día de la entrega. Y volvió el horario normal y los papelitos amarillos no cesaron a pesar de vernos a todas horas. Nunca fueron mensajes inapropiados; un dibujo de una cara sonriente, una recomendación de un libro o una película, la letra de una canción, un poema... cosas así.

Uno de los días que terminamos tarde y nos habíamos quedado los últimos volvió a invitarme a tomar algo. Claro, ¿por qué no? ¿Acaso podía desearle más? ¿A qué no?

En el bar no paraba de parlotear y tardé un rato en darme cuenta de que estaba demasiado serio.

– ¿Qué ocurre Miguel?

– Tal vez me lo puedas decir tú. – Y puso en mis manos un puzle de trocitos de papel pegados con celo.

Era lo que había escrito hacía semanas. Deseé con todas mis fuerzas desaparecer. Morirme no era suficiente, necesitaba desaparecer, que no quedara rastro de mi existencia.

– ¿Cómo has...? – logré balbucear.

– Una mañana busqué en tu mesa la grapadora, no conseguía encontrar la mía, y vi los trocitos en tu papelera, me extrañó porque estaban escritos a mano y porque el resto estaba hecho bolas arrugadas. Me dio curiosidad que te hubieras ensañado de esa manera con lo que habías escrito.

Silencio.

Más silencio.

– ¿No vas a decir nada?

– Creo que ya lo sabes todo, no sé qué más puedo decir. Voy al baño un momento.

En el aseo me miré al espejo y nunca me había visto tan roja. Quería llorar, gritar, salir corriendo de allí. Pero un rayo de esperanza se abrió paso entre las nubes negras que sentía sobre mí. Me mojé un poco la cara y volví a sentarme frente a él con más seguridad en mi misma.

– ¿Por qué me lo has enseñado? ¿Por qué hoy? ¿Qué me quieres decir con esto?

– Ahora era él el que no podía mirarme a mí. Parecía muy concentrado en el suelo del bar pero por fin contestó.

– Quiero saber si aún sigues pensando lo mismo o has cambiado de idea.

– Sigo sin tenerlo claro. No sé lo que quiero. Tendrás que decidirlo tú.

¡¡¡Mentira!!! Estaba deseando que me dijera que me deseaba y que me diera un beso de esos que te absorben el alma... Miguel me miró, asintió y se levantó. No, no vino hacia mí, fue hacia la barra, pagó y salimos a la calle. Nos despedimos con un par de "hasta mañana" bastante incómodos.

Cuando cerré la puerta de mi coche me eché a llorar. Fue una llantina incontrolable y liberadora que me ayudó a relajar toda la tensión acumulada.

Desaparecieron los papelitos amarillos. Así, de repente. Entendí que todo había acabado antes de empezar siquiera y lo lamenté a ratos y a ratos me sentí aliviada. Las primeras semanas estábamos raros y distantes, pero no tardamos demasiado en volver al origen. Volvimos a ser colegas y a bromear y yo respiré aliviada por no haberle perdido del todo.

Un viernes, casi dos meses después, estaba sentada a mí mesa trabajando, totalmente concentrada. Tenía el pelo recogido porque hacía muchísimo viento y sentí un beso en el cuello. El sobresalto fue tremendo, me giré y Miguel sonreía de oreja a oreja.

– ¿Estás loco?

– No queda nadie ya, tranquila. El martes a las ocho y media en nuestro bar.

Y se fue... me dejó allí boquiabierta, con el vello erizado aún, con medio millón de mariposas enormes luchando por encontrar su sitio dentro de mí.

El martes... faltaban cuatro días. ¿Recuerdas la noche antes de que vinieran los Reyes Magos? Mezcla esa sensación con la de estar cayendo de la montaña rusa más alta que puedas imaginar. Más o menos con esa ilusión y ese vértigo viví esos cuatro días. El lunes no le vi, no vino a trabajar, y eso multiplicó las esperanzas y los miedos hasta tal punto que pensé que debía cancelar la cita... iba a perder la salud. Además mi novio, estaba de lo más atento y cariñoso, más que en muchos meses. ¿Habría notado algo? No se merecía que le pusiera los cuernos. Le quería tanto... ¿Cómo podía desear a otro? ¿Cómo iba a ser capaz de quedar con Miguel? No me perdonaría hacerle daño.

Y por otro lado... no le haría daño lo que no iba a saber nunca. Tal vez no pasara nada. Habíamos quedado en un bar, no en un hotel. ¿Me arrepentiría más de ir que de no ir?

También tengo que señalar que me encontraba en un estado de excitación casi permanente a causa de la anticipación y en esas condiciones nunca he podido pensar con claridad.

El martes coincidimos en el aparcamiento. Caminamos despacio hasta el edificio de nuestra oficina. Quería preguntar tantas cosas que no sabía por dónde empezar. Subimos solos en el ascensor.

– Vas a tener que hacer algo con eso.

– ¿Con qué?

– Con eso – dijo mirando mis pechos a la vez que alzaba las cejas – se te nota más que a mí.

Tenía los pezones duros, sí, se marcaban a través de la blusa y no hacía nada de frío esa mañana. Crucé los brazos, no pregunté nada, no dije nada, no anulé nada.

La jornada fue muy extraña. De tanta normalidad que quería aparentar creo que se me notaba demasiado que no era un día normal. No quería ni mirar a Miguel y las veces que lo hice apenas lograba disimular la sonrisa.

Por la noche llegué al bar caminando. Necesitaba pasear, que me diera el aire, no soportaría sentirme encerrada en un coche. Las ocho y media. Las nueve menos veinticinco. Las nueve menos veinte. No, por más que mirara el reloj no conseguía que viniera antes.

Las nueve y media. Recogí mi orgullo del fondo de la alcantarilla por la que había pasado unas cuarenta veces durante la última hora y volví a casa.

No lloré, te juro que no lloré. La rabia no me dejaba. Ni siquiera podía llamarle, pero si no me había llamado él, por algo sería. No podía extrañarme, era perfectamente comprensible que no quisiera arriesgar lo que tenía por mí.

Al día siguiente Miguel me esperaba en el aparcamiento. Que lo sentía mucho, que no se había podido escapar. Que no me había podido avisar.

Vale. Bien. Genial.

– ¿Quedamos el jueves?

– ¿Lo dices en serio?

– Claro que lo digo en serio.

– No.

– Por favor. No faltaré.

– Ya...

– Quiero que quedemos.

– …

– ¿El jueves a las ocho y media?

Y quién podría decir que no a esos ojos verdes. Yo no pude.

El jueves no hubo tantos nervios, llegué a la hora y esperé diez minutos. Estaba a punto de volver a casa con un cabreo de los que hacen historia cuando apareció Miguel en su coche.

– Anda, sube.

– ¿Adónde vamos?

– Ya lo verás, sube.

Me llevó a la playa, pero no nos bajamos, hacía fresco. Desde el aparcamiento desierto vimos las olas ir y venir a la luz de una luna casi llena. Y empezó a sonar esa canción. Justo esa canción. La misma que él canturreaba cambiando la letra con el único propósito de hacerme rabiar.

Miguel subió el volumen y empezó a cantar. Pensé en ponerme a cantar yo también, pero la noche estaba preciosa, no era cuestión de estropearla. No cambió la letra esta vez, se estaba portando bien. Puse mi mano sobre la suya, que reposaba sobre la palanca de cambios, y dejó de cantar.

Esa expresión, “hacer manitas”, suena tan infantil, tan inocente. En cierta forma lo es, no parece nada sexual. Pero hay muchas formas de dar la mano. Le puedes dar la mano a un crío para cruzar la calle. Estrechas la mano de cualquiera que te presenten. No fue nada parecido. Miguel volteó su mano y cogió la mía, entrelazó sus dedos con los míos y apretó suavemente. Mirábamos al mar y escuchábamos la canción. Acariciaba mi mano con la suya, rozaba con sus yemas mis yemas, hacía dibujos en mis líneas, volvíamos a enlazarnos, a apretarnos, a sentirnos. No sé mediante qué mecanismo pero cada roce, cada presión en mi mano se reflejaba en mi pecho, en mi vientre y, más allá...

La canción terminó, soltó mi mano para apagar la radio, y suspiró. No parecía que él fuera a dar el primer paso y no podía dejar escapar la ocasión. Si quería saber hasta dónde iba a ser capaz de llegar, se lo mostraría.

Y no, no pensé en su familia, ni en mi novio. Creo que me imaginé en un mundo paralelo en el que sólo existíamos él y yo. Nadie más.

Acaricié su barbilla e hice que girara la cara hacia mí. Besé sus labios. Suavemente al principio. Con vehemencia después. Pequeños besos que se hicieron grandes buscando su lengua y jugando con ella. Conduje su mano a mi pecho, y la apreté contra él, dibujando círculos que me elevaban en una espiral de anhelo infinito. Le dejé ahí, afanado en acrecentar mi deseo, y busqué entre sus piernas la silueta del suyo. Presioné su erección, froté por encima del pantalón desde la base hasta la punta. Sus dedos, por encima de la ropa, atrapaban y soltaban mi pezón arrancando jadeos que me obligaban a dejar de besar, pero Miguel asumía el mando y mordía mis labios y aspiraba mi aliento en cada gemido...

Unas luces azules intermitentes se acercaron cada vez más. No era posible, tenía que ser una broma. Un coche patrulla aparcó detrás del coche de Miguel y un guardia civil se acercó por la puerta del conductor.

– Están demasiado cerca de la costa. Deben marcharse.

– Sí, ahora mismo nos vamos.

Dejamos atrás la playa en un santiamén, no me empecé a reír inmediatamente, tardé un par de minutos, pero una vez que comencé no podía parar. El susto se había transformado en risa histérica, empezó a dolerme el costado, las lágrimas corrían mejillas abajo... Miguel también se reía, contagiado.

Al fin logré calmarme, me sequé las lágrimas y respiré hondo varias veces. Ya pasó. También pasó el momento. Después de algo así sería muy difícil recuperarlo. Yo no iba a volver a dar el primer paso.

Y entonces Miguel se metió por uno de los carriles que separaban los sembrados que bordeaban la carretera... avanzó unos cientos de metros y cuando iba a preguntarle a dónde íbamos, frenó en seco, se bajó del coche, lo rodeó, me abrió la puerta y me hizo salir tirando de mi mano.

– No puedo más.

Su boca tapó mi boca, sus manos cubrieron mis pechos, su sexo presionó mi sexo, su cuerpo entero se frotó con el mío, aprisionado contra el coche. Le empujé e hice que ocupara mi lugar ocupando yo el suyo. Cogí su cara entre mis manos, le besé suavemente, apoyé su cabeza en el coche y tomé el control. Miguel se dejaba hacer mientras mis manos viajaban hacia el sur pasando por su pecho, haciendo parada para soltar su cinturón y abrir sus pantalones. Y estaba ahí, a mi alcance. Me agaché y, a la luz de la luna, pude distinguir la cabeza hinchada y brillante asomando por encima del borde de su ropa interior, llamándome. La lamí mientras la liberaba. Miguel miró, casi sin ver, cómo se la chupaba.

Repetía mi nombre como un mantra, suspendido en ese limbo que crea el placer, allí donde no importa nada, allí donde te abandonas.

– Ani, Ani, Ani, Ani, Ani... ANI...

Se la comía despacio, disfrutando de cada centímetro que entraba en mi boca, sufriendo por cada centímetro que salía. La quería siempre adentro, hasta el fondo. Luchaba por no devorarla desesperadamente, por no presionarla hasta hacerle daño, por no morderla.

– Aparta, ya casi estoy.

No, de eso nada. Deseaba que se vaciara en mi garganta y aumenté el ritmo de la mamada, acaricié sus testículos y con la otra mano apreté la base de su polla. Joder... qué dura estaba... Agarró mi cabeza para alejarme y no se lo permití. No sé si es que comprendió lo que quería o es que ya no podía resistirse, dejó de intentar separarme y ahora me sujetaba para atraerme hacia él en cada sacudida de su orgasmo. Yo intentaba mantener el ritmo mientras tragaba una y otra vez casi sin poder respirar.

Estábamos mirando la luna, él recuperándose, yo más caliente que en toda mi vida y entonces vimos las luces. Se acercaban lentamente, agitándose arriba y abajo debido a los baches del camino de tierra. Al menos no eran azules esta vez. Teníamos que salir de allí.

En el coche fuimos en silencio un buen rato.

Miguel se había corrido por mí... para mí... en mí... evocar ese momento en concreto conseguiría ponerme muy cachonda hasta muchos años después.

– Me has sorprendido mucho. No te apartaste – parecía que quisiera disculparse.

– No quería apartarme, lo quería para mí.

– No lo has escupido... – ahora parecía alucinado.

– No, claro que no. No concibo la idea de que un hombre me haga sexo oral y termine escupiendo, sería ofensivo. ¿Cómo iba a hacerlo yo?

– Visto así... También me ha sorprendido que seas tan lanzada. Con lo buenecita que pareces.

– ¿Es que no he sido buena?

– Has sido mejor.

Casi habíamos llegado a mi casa, paró tres calles antes de llegar. No hubo beso de despedida, no podíamos arriesgarnos a que nos vieran, ya era bastante haber llegado juntos hasta allí.

Cuando bajé del coche sentía las bragas mojadas, luego comprobé que incluso había manchado un poco el pantalón.

Aquella noche me masturbé cuatro veces, furiosamente las dos primeras, más pausadamente las siguientes. Y si paré fue porque tenía tan sensible el clítoris que ya dolía y porque estaba agotada.

Por la mañana Miguel me esperaba en el aparcamiento y entramos juntos al trabajo. Ahora me preocupaba que todo el mundo se pudiera dar cuenta de que había algo entre nosotros, pero a él no parecía importarle.

– ¿Crees que es buena idea que me esperes? Sospecharán...

– Cuanto más quieras esconder las cosas más sospechosas parecerán. No te esperaré todos los días, hoy era especial, tenía muchas ganas de verte...

– Oh...

– También tengo muchas ganas de arrancarte las bragas y de follarte hasta que grites basta.

Un gemido pareció nacer de entre mis muslos y subió hasta mi garganta dejando a su paso calor y deseo. Cómo le deseé en aquel momento... cómo me hubiera gustado entrar con él en el baño y aliviar ese anhelo casi hiriente.

En el aseo entré sola y qué desastre, estaba chorreando. Tendría que empezar a usar salvaslips.

A lo largo de la jornada creo que conseguimos aparentar normalidad al menos hasta que, cinco minutos antes de salir, apareció su mujer.

No la reconocí al principio. Entró en la oficina saludando a todos, con una maravillosa sonrisa y Miguel me miró con inquietud cuando ella vino a mi mesa.

– Tú debes ser Ani. Yo soy Lucía, la mujer de Miguel. Encantada.

Me levanté, recibí sus dos besos de presentación y se los devolví con los mismos labios que habían recorrido la polla de su marido la noche anterior. Eso me hizo sentir sucia y avergonzada y tuve que hacer un enorme esfuerzo para mantener la compostura.

Había sido infiel a mi novio, no me sentía orgullosa de ello, pero me escudaba en la distancia que había entre nosotros desde hacía meses y en otras excusas inventadas. Esto era diferente. Lucía parecía una mujer encantadora, era tan guapa... no se merecía que yo me metiera en su matrimonio.

¿Habría notado ella algo? ¿Por qué se había presentado exactamente hoy?

Cuando vi a Miguel salir con ella de la mano sentí celos. La aborrecí por hacerme saber que era real, que no era sólo una fotografía encima de un escritorio.

Lloré en el camino a casa y pensé en pedir un cambio de departamento. No quería seguir con Miguel y no sería capaz de hacerlo si le veía todos los días. Fue un fin de semana difícil aunque parte de mí sentía que me lo merecía, que era mi castigo y eso casi me confortaba.

El lunes volvimos a encontrarnos en el aparcamiento y le pedí que no dijera nada, no tenía ganas de hablar.

No pedí el cambio, en el fondo no quería privarme de seguir viendo a Miguel y pensaba que podía controlarlo. No iba a poder, claro. Cuando deseas a alguien sin que esa persona lo sepa es fácil controlar; te limitas a soñar. Cuando esa persona lo sabe y además te desea a ti... todos los gestos, todas las frases pasan a tener doble significado.

A las dos semanas tenía un papelito amarillo dentro de mi agenda: “Esta noche ven al bar, tenemos que hablar”. Iría, pero íbamos a tener más que palabras, estaba claro. Llevábamos días aguantando las ganas de besarnos, de mordernos. Cada vez que pasaba a mi lado mi cuerpo temblaba y hasta que me mirara me empezaba a hacer daño.

No llegamos a entrar al bar. Cuando llegué estaba aparcado enfrente y me pidió que subiera al coche con él. Sin decir nada más arrancó y nos fuimos a toda velocidad. Cuando se había pasado ya tres pueblos y empezaba a preguntarme dónde acabaríamos entró en el aparcamiento de un hotel.

Permanecimos un buen rato sin salir del coche, mirando al frente y sin hablar. Sentía que un gran interrogante flotaba en el aire. Podía pedirle que me llevara de vuelta, podía recordar a su mujer, podía recordar a mi novio, podía... ¿a quién quería engañar? No podía, y ya que era inevitable decidí que iba a disfrutarlo.

Respiré hondo, bajé del coche y esperé a que él me guiara.

Entramos de la mano en el hotel, en el ascensor, en la habitación. Estaba tan nerviosa que si él me hubiera soltado no sé si hubiera sido capaz de continuar.

Y ahí estábamos los dos, cuatro paredes, una cama al fondo. Nos miramos y algo dentro de mí no le reconoció. Me pareció un extraño, como si no le hubiera visto nunca. Sus labios eran nuevos para mí y me estremecieron al encontrar los míos, lo sentí como si fuera el primer beso. Le aparté y le miré, y me di cuenta de que era él, de que por fin era él. Entre besos empecé a quitarme la ropa, a quitársela, ansiosa por sentir toda su piel sobre toda mi piel.

En apenas unos segundo estábamos desnudos, descubriéndonos con los ojos y con las manos. Me gustó su cuerpo y me hizo sentir sexy por la manera en que miraba el mío, por la delicadeza con que lo tocaba.

Acaricié su cara, sus labios, su garganta... bajé rozando con mis dedos el fino vello de su torso siguiendo el camino que me marcaba hasta su sexo mientras él hacía lo propio con mis hombros, mis brazos y mis caderas. Su glande desaparecía y resurgía de entre mis dedos, un suave ronroneo aprobó mis caricias a sus testículos y me animé a intensificar el ritmo y la presión. Me apartó suavemente y comprendí que debía contenerme un poco. Sus manos subieron desde mi cintura a mis pechos, rodeándolos, formando dos copas para abarcarlos, para elevarlos, para unirlos. Sus pulgares, rozando los pezones endurecidos y sensibles, me arrancaron suspiros inesperados. Su lengua tomó el lugar que abandonó su pulgar derecho y dio una sola lamida fuerte y rápida. Contuve la respiración por la sorpresa ante el intenso placer. Me miró y sonrió con picardía. Se acercó al otro pezón, no lo tocó, me miró, me distrajo así mientras me pellizcó el primero. No pude evitar gemir y volví a dejar de respirar, expectante. Otra lamida rápida seguida de otro pellizco, luego un roce con la palma de la mano en uno y una profunda succión en el otro... Tuve que llevar mis manos a la parte superior de mi pecho porque el placer empezaba a ser casi insoportable.

Bajó entonces sus manos hasta mis nalgas, las amasó, las separó un poco para juntarlas de nuevo. Al mismo tiempo que volvía a besarme, las apretó, apretándome contra él, apretando su sexo contra el mío. Pasó un dedo entre ellas, rozando apenas, sin profundizar. Instintivamente me arqueé para darle un mejor acceso mientras mis manos se abrían paso entre los dos buscando de nuevo su polla. Mientras sus dedos resbalaban entre mis labios y llegaban a penetrarme yo acariciaba deseando lamer y cuando no pude más le saqué de mí y le tumbé en la cama.

Lamí todo su miembro, de cabo a rabo, empezando por los testículos y acabando en su agujerito. Lamí, chupé, mordí y volví a lamer... Me encantó verle a mi merced, abandonado al placer que le estaba haciendo sentir, al menos hasta que el placer fue tan intenso que amenazaba con acabar derramado. Me senté a horcajadas sobre él y puse su glande en contacto con mi clítoris, ahí lo dejé mientras volvíamos a besarnos, a devorarnos. Cuando calculé que había pasado su urgencia empecé a mover las caderas, masturbándome contra él. No era más que un juego, no buscaba correrme con eso, pero cuando él me agarró y se elevó bajo mi cuerpo para intensificar el contacto no pude evitar explotar. Antes de que me recuperara me levantó un poco para penetrarme. No le dejé.

– Tienes que ponerte un preservativo.

– Luego, confía en mí.

– No, póntelo ya.

– No voy a ponérmelo, quiero sentirte completamente, después me lo pongo.

– Pero yo no quiero arriesgarme a que no puedas controlar.

– No me digas eso ahora.

Y entonces me levantó casi en volandas y me tumbó sobre la cama.

Doblé las piernas y las cerré, pero él era más fuerte y me las separó metiéndose entre ellas.

– No, por favor, así no.

– Tranquila, no va a pasar nada.

No podía luchar. Me agarraba las manos y apenas podía moverme con él encima.

Estaba tan lubricada que le bastaron un par de intentos para metérmela hasta el fondo.

– ¡Noooo!

Pero no fue exactamente un grito, fue más un gemido. El forcejeo no había hecho más que encenderme como nunca me había encendido antes.

No quería acabar, no quería provocar que el eyaculara dentro de mí, no quería pero tuve un orgasmo largo y brutal. Quién hubiera pensado que resistirme me iba llevar al clímax de esa manera.

– ¿Te has corrido?– estaba recuperándome y volvía a ser consciente de la situación.

– No, no te preocupes. No me correré dentro, te lo prometo.

– Póntelo ahora, ya me has sentido un rato, no estaré bien hasta que no te lo pongas.

– Ya, ya he visto lo que has sufrido– rió.

No se lo puso pero yo estaba tan caliente que volví a sentarme sobre él, que pasara lo que tuviera que pasar. Me la metí muy despacio, hasta el fondo y le cabalgué suavemente. Amasaba mis pechos y a ratos abría mis nalgas para penetrar más. Pasando mis manos por detrás de mi cuerpo alcancé sus testículos y los masajeé a la vez que tiraba suavemente de la piel, en la base, para que no cubriera el glande en ningún momento. Eso le sorprendió. Empezó a gemir y yo empecé a desear que se corriera adentro. Cuando estoy cachonda no pienso con claridad, ya lo he dicho antes, y soy un peligro. Miguel cumplió su promesa y me descabalgó una vez más.

– Me estaba empezando a gustar demasiado, está tan caliente y estrecho, tan suave... eres como de terciopelo por dentro.

Hizo que me tumbara boca arriba, a lo ancho de la cama, y se dedicó a mí mientras se tranquilizaba un poco. Se colocó a un lado y empezó a follarme con dos dedos, empujando bien adentro y sacándolos del todo para volver a empezar. Moviéndolos en mi interior... Una de las veces que los sacó empezó a lubricar mi ano con mis propios fluidos y me introdujo el meñique. Ahora me follaba dos agujeros con tres dedos y para rematar me pidió que abriera mis labios y, dejando los dedos quietos, muy adentro, empezó a lamerme el clítoris. Me cuesta explicar qué sentí con aquello. Nunca había tenido un orgasmo así. No sabía de dónde me llegaba todo ese placer, desde dónde se irradiaba todo ese calor que fundía mi cuerpo entero y parecía querer escapar por cada poro de mi piel. Cuando la sensación de plenitud empezó a remitir me sentí desfallecer, y cerré los ojos un minuto.

– Ha sido increíble...

– ¿Estás bien?

– Mejor que bien.

– Pues fíjate en cómo estoy yo...

Abrí los ojos y le busqué. Miguel estaba a un lado de la cama, cerca de mi cabeza, con su erección un poco alicaída pero recuperable. Me volteé y me acerqué a comerle la polla de nuevo. Me encantó sentirla crecer y crecer dentro de mi boca. Él se inclinó hacia delante y volvió a follarme con sus dedos. Había aprendido rápido que la chupo mejor cuanto más caliente estoy. Ya no podía crecer más cuando la retiró de entre mis labios y, dando la vuelta a la cama, se tumbó sobre mí. Con las piernas cerradas, elevé un poco las caderas y me penetró sin problemas. Mis manos aferradas al borde del colchón, sus manos aferradas a las mías, impidiendo que me desplazara a pesar de estar empujándome con fuerza. Me solté y agarré su culo atrayéndole más a mí, pidiéndole que no se moviera y empecé a apretar y relajar mis músculos vaginales. El placer de sentir su peso y, sobre todo, el placer de sentirle tan adentro hizo que empezara a intuir un nuevo orgasmo.

– Para Ani, no puedo más. Así está más estrecho todavía...

Y paré, y salió de mí casi haciéndome daño de lo que deseaba tenerlo en lo más profundo.

Oí como rasgaba el envoltorio de un condón y enseguida tiró de mis caderas para dejarme a cuatro patas al borde del colchón. Y, aunque apenas tardó, sentirle de nuevo entrando consiguió que se me erizara el vello de todo el cuerpo. Miguel empezó a bombear lentamente, su mano posada sobre la parte más baja de mi espalda. Me volvía loca introduciendo sólo el glande y luego metiéndola entera hasta el fondo y dejándola allí, sin moverse, un rato de más. Cuando empezó a empujar con más fuerza yo ya estaba a punto y notar cómo se tensaba, cómo clavaba los dedos en mis caderas y cómo se dejaba ir me llevó a mí con él.

Nos tumbamos, agotados, intentando recuperar el aliento, saciados.

– Tenemos que irnos pronto.

Claro, a él lo esperaban en su casa. Se acabó la magia. Hola realidad.

En el coche dijimos poca cosa, dejamos que fueran nuestras manos las que se comunicaran; él conducía con la mano derecha sobre la palanca de cambios y yo tenía mi mano derecha sobre la suya, presionando y sintiendo las caricias que me hacía con el pulgar.

Cuando llegamos me miró muy serio.

– No ha sido sólo sexo, ¿verdad?– sus ojos verdes parecían más oscuros.

– No, seguro que no.