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La mano

en Confesiones

Hace dos meses hubiera dado un salto y me hubiese alejado graciosa y gentilmente, tal vez con una sonrisa cómplice en mis labios.

Hoy gozaba esa mano inoportuna que me tomaba el culo y de ese dedo que se metía entre mis nalgas, a lo largo de toda la raja, en busca de la argolla, en una orteada audaz y profunda.

Ante la invasión mi culo se paró y entregó sumisamente a la mano de Martín.

Sentí dilatarse y contraerse el ano y una sensación de calidez se apoderó de mi carne.

Mi espalda quiso apoyarse en su pecho, mientras el culo buscaba sentir su sexo detrás del uniforme.

Las prendas no impidieron que su dedo se perdiera en mi conducto introduciéndome, además, todas las telas que encontró a su paso.

Estábamos en la fila para ingresar al curso cuando me dio esa orteada, caricia súbita con la que reafirmaba su dominio sobre mí y que dejara recuerdos indelebles gravados en mi carne.

Poco importaban los compañeros, las miradas indiscretas y los comentarios de cómo, pasivamente, me dejaba acariciar y de cómo mi culo buscaba su sexo atrás del pantalón.

Aquel día se hizo pública mi relación.

Dos meses atrás habíamos terminado de estudiar y le acompañé a su casa en bicicleta. Debíamos atravesar el parque, un verdadero bosque, con abundantes árboles y escondites como para que dos chicos puedan jugar sin ser sorprendidos por los mayores. Anochecía y había poca gente. Veníamos hablando de sexo, ya que en esas épocas el sexo se aprendía por intuición e imaginación.

Nos apeamos en uno de esos claros convenientemente cercado de ligustros y nos sentamos bajo un árbol. El, sin miramientos, se bajó el cierre del pantalón y me mostró su sexo. Mis ojos se clavaron por primera vez en un pene blanco, semierecto. Me tomó la mano y me la asentó en su miembro que se mostraba cálido, suave, inofensivo, necesitado de ternura. Me acercó hacia él, abrazándome. Sentí sus latidos.

Pude comprobar con mis dedos cómo esa cosa de carne se iba endureciendo. Sentí sus manos acariciando mi culo, mis piernas y subiendo por mis nalgas hasta quitar todo escollo. Se bajó convenientemente el pantalón y el calzoncillo dejando ver en plenitud su sexo casi imberbe. Levantó mis piernas sobre sus hombros y sentí como su lanza buscaba entre mis nalgas hasta alcanzar mi agujero todavía virgen, pero ya dilatado a la espera de su espada. La estocada fue certera, así el ardor y el dolor, y luego la entrega a ese cuerpo que me cabalgaba sin descanso, cada vez con más fuerza, cada vez mas profundo, hasta que de pronto percibí sus estertores y su eyaculación.

En su apuro me dejó debiendo. Lo abracé con ternura y lo retuve hasta que su aparato se fue deshinchando y se salió de mi cueva. Éramos demasiado jóvenes.

Hoy, en un lugar público —como el colegio— a plena luz del día y ante la mirada de los demás compañeros, sentí su mano acariciar mi culo y su dedo perderse en mi agujero, metiéndome todas las ropas, en una orteada inolvidable y placentera, mientras caminábamos al curso. Cuando me soltó, esquivando ser descubierto por el celador, otra mano se apoyó en mi raja pero no despertó las sensaciones de pertenencia y calidez de la mano de Martín.