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Viaje a dedo

en Confesiones

El carromato se movía lentamente y el paisaje se desleía ante mis ojos dejándome una sensación de paz. Allá, la naturaleza detrás del vidrio, parecía una foto en colores, límpida, sin vida y sin olor. Acá, en la cabina, un aroma peculiar, casi dulzón y embriagador, me dejaba pensando en nada y en todo a la vez. A mi par, manejando la casa rodante, iba el viejo hablando no sé qué boludez, pero su voz sonaba agradable, llevadera. Era una de esas voces graves y rítmicas que invitaban a mover la cabeza en señal asentimiento sin que se llegue comprender el sentido cabal de sus palabras.

Cuando le hice dedo y paró, el viejo se me figuró un veterano bonachón. Ahora, en la indolencia de este asiento y entre la embriaguez del aroma de la cabina, no me parece tan viejo y emana un algo incomprensible de autoridad y poder que me da seguridad.

Me dice algo, asiento y el carromato lentamente se aparca en un estacionamiento abandonado al constado de la ruta. Somos los únicos habitantes de un lugar solitario, en medio del camino. A nuestro frente pasa el tránsito enloquecido que va no sé dónde o que viene de algún lugar hacia otro sin dónde. A los costados y atrás el verde, plantaciones, caminos vecinales, y monte.

El se desenrosca de su asiento y es alto, fornido, afable. Continúo en el asiento y se pone atrás. Tranqui, dice, te relajarás. Sus manos me toman el cuello desde atrás pero no hay agresión en sus formas de aprehender ni rechazo de mi parte, me desconozco. Sus dedos pulgares, cálidos, comienzan a masajear las cervicales que pronto se transformará en una danza digital sobre mi nuca que me llevarán del relax a una sensación de placer sin tiempo.

Su voz me dice “déjate llevar” y asiento. Sin detener su ballet me dice párate y vamos al sauna. Me paro y me conduce al interior de la casa rodante: nos detenemos, se desviste y dejo caer mi  ropa como si todo estuviera programado.

Nuestros cuerpos quedan con sus mínimos taparrabos. Él es fuerte y dueño de una anatomía que se impone y convence sin decir palabra.

Ingresamos al sauna, me explica que hay que cuidar el agua, así que nos aseamos con esta crema, dice y comienza a esparcirmela sobre mi piel, desde la cabeza y va bajando lentamente. Sus dedos se mueven en círculo sobre mi piel para que el ungüento penetre los poros, aclara, porque es de limpieza profunda. Pruébala, invitó, al pasármela sobre los labios e inmediatamente después la desparramó amorosamente en el interior de la boca. Un gusto floral y aromático.

Me dejaba untar sin protestar, aunque he de reconocer que sus manos definidas me agradaban y, sobre todo, no sentía ganas de oponerme a ese trabajo tan meticuloso que hacía sobre mis carnes. Al llegar a mis pechos se detuvo en cada uno de mis pezones y con especial parsimonia me extendió su cosmético. Por enésima primera vez esa parte me deparó sensaciones sutiles que repercutieron cosquilleantes en la ingle. Sus manos me llevaban no sé dónde y aún ignoro si de mi garganta salía algún eco de esas vibraciones.

El caso es que sus sobadas bajaron por mi espalda, se extendieron por el vientre despertando etéreos calores que, creo, iban unidos al aumento de la temperatura del habitáculo y a la mayor absorción de mis poros.

“Debo bajarlo”, dijo y mi bombacha cayó al suelo dejando mi intimidad al aire mientras me miraba con ojos dulces y protectores. ¡Cómo no hacer lo que pedía, con ese gesto tan varonil y medido!

Siguió su trabajo con esmero resfregándome las caderas, el bajo vientre. Sus dedos evitaron mi sexo que, ajeno a mi laxitud, se empapaba y sus dedos expandieron con profundidad esa substancia por entre los muslos hasta llegar al culo.

Con un movimiento incontrolado de mi parte me agaché ofreciendo el más completo panorama de mi femineidad inerme a sus manos.

Sus palmas y la maestría de sus dedos supieron imponer nuevas sensaciones en mis nalgas y pronto aquella crema fría, con la calidez de sus manos, estaba embadurnándome la mágica cañada entre las nalgas. Aún más, su dedo anular fue el primero en bañar mi aro y, como al descuido, ingresar como dueño en la prohibida cueva, hasta que su puño chocó en mi argolla que, de haber insistido, se hubiera abierto franqueándole el paso como ya se lo había permitido al anular.

“Es necesario limpiar bien esta zona”, decía mientras movía su pedúnculo en mis adentros, dilatándome con descaro y yo dejándome hacer como nunca antes lo había permitido. Cuando lo sacó me dejó como sin aire pero inmediatamente me puso una jeringa que entró hasta el fondo y allí sentí como me descargaba la substancia oleosa.

No era la primera vez que sentía algo por atrás, pero sí la única en la que me prestaba sin protesta ni condición alguna.

Cuando terminó de impregnarme el ojete siguió untándome con igual aplicación los muslos, las piernas y cuando llegó a los pies me pidió que me arrodille para dedicarse a mis plantas.

Arrodillada e inclinada hacia adelante, mientras sus manos amasaban mis pies, me dejé ir mansamente a aquel irresistible tratamiento.

En ese instante sentí el calor de su bálano punteándome con tácito consentimiento y mi flor se abrió como en primavera, con calor y fulgor para recibir al nuevo y desconocido invasor. No era el primero pero sí el que, por primera vez, y en su primer intento, se imponía a tal punto que mi concha se abría deseándolo.

 Me encantó que lo paseara entre mis labios que lo besaron y, al primer intento serio, mi anillo se abrió y su pija, no muy grande y aún no muy dura, se alojó en mi cueva complaciente, como un nuevo despertar.

“Relájate, ahora vas a sentir algo único”, dijo. Tomándome de las muñecas me echó hacia adelante hasta asentar mis tetas en el banco, lamiéndome los lóbulos de ambas orejas, diciendo cosas que me extasiaban mientras su estaca crecía lenta, tenaz, irresistiblemente, abriendo y expandiendo mi gruta, haciéndome sentir intensamente hembra. Nunca antes una pija pudo tanto en tan poco.

“Gózala”, decía y yo, con un mar de sentimientos encontrados sentía agrandarse esa carne, tomarme mis profundidades como como dueño, estirándome mi vagina desde dentro, poseyéndome y dejándome poseer, “déjame que te goce”, violando mi intimidad, “quiero enseñarte a ser feliz”, perforándome hasta lo más abisal, “saboréame, cómela, te gustará”, y continuaba su expansión ocupando todo y más aún.

Dolor con sabor a rico el sentir como su ser macho crecía y se enseñoreaba de lo más recóndito de mi ser, hasta tocarme el alma. “Es muy grande”, sollocé de dolor y gozo. “Gózala”. Y por segunda vez sentí que se iba mi virginidad. “Me duele, despacio, más”, dije. “Solo quiero darte placer, entrégate” fue lo último que escuché al momento en que comenzaba su danza con la caricia de sus bolas en mi clítoris. “Ay, papito”, me rendí a su posesión y me sentí entregada, cual muñeca entre sus manos.

Su talado enorme robaba todo: la poca inocencia que me quedaba, la voluntad rendida, mi yo, mi ser rendido a ese ballet circular de dilatación y su vaivén de penetración que lo hacía tan lento que me hacía suplicarle más, más, más; pero el solo seguía su ritmo al tiempo que moralmente me dominaba al tenerme inmóvil de las muñecas, evitando que me toque a mi misma.

Y mis movimientos fueron esos justos intentos de empujarle que terminaron cuando exploté y mis contracciones ordeñaron su estacón una y otra y otra vez en sin fin prensil y reiterativo.

Me quebré sobre el asiento y allí quedé laxa después de semejante orgasmo, sin fuerzas pero entre sus brazos y clavada por su estaca.

Cuando sintió mi máximo relajamiento, se sentó en cuclillas llevándome con él. Mi culo en el hueco de sus piernas y su lanza profunda entre mis carnes. Mi cabeza cayó sobre su hombro y, amparándose en la ternura de su seducción besó mis labios susurrándome “déjate llevar”. Y me abandoné entre sus brazos, profundamente consciente de su verga en mis adentros. “Yo te protegeré” fue lo último que escuché al entregarme a la extrema placidez del momento.

2

Desperté entre sus brazos. Su poronga algo reblandecida en mis entrañas me afiebraba desarmándome. Estaba lo suficientemente dura para recordarme el momento próximo pasado, gozar el presente y anunciarme futuro, y lo justamente blanda para hacerme dependiente. Aún sin asumirme, ¿siempre fui tan puta?, me pregunté sin responderme.

Un leve cambio en el ritmo de mi respiración fue suficiente para alertarlo de mi vuelta en mí.

“Quédate -rogó- aprende a gozarme”. ¿¡Cómo retirarme!?

Su pecho masculino contenía mi espalda y sus manos hacían lo que querían con mis tetas. Sus caricias me supieron las primeras de la larga serie que vendría y que no estaba dispuesta a desperdiciar. Era difícil no gemir con semejante cosa.

Asentí sin decir palabra y sus labios sellaron los míos con el toque mágico de hacerme sentir frágil y protegida.

Su movimiento pélvico excitó lo que quedaba de mí y los toques de su verga al endurecerse y agrandarse fueron respondidos por contracciones de mi canal, iniciándose una amable conversación en clave morse entre su instrumento y mi conducto, intercambio de signos en los que ambos cuerpos hablaban el lenguaje de la sangre, con palabras hechas de latidos.

“Así, contraete y suéltate...” me decía con palabras susurrantes al oído: “tu piel es suave y sensible...”, “después será más...”, “muévete así despacio...”, “empuja y recoje...”, “me gusta, me comés con tu concha tragona.” y sentía como respondía su verga al movimiento de mi sexo de largar y contraer; estaba literalmente comiéndole con mi coño ese puntal en pleno crecimiento.

Los ronroneos guturales del viejo confirmaban el placer que le brindaban mis movimientos vaginales, que me salían por primera vez y no sé de dónde, una herencia de las putas ancestrales que me hicieron ser lo que soy, caliente y apasionada.

La danza erótica de mi coño pronto se vio enriquecida por un leve mecimiento de mis glúteos sobre la caliente base de su pene que, cual brasa, comenzaba a hacer estragos entre mis carnes. “Así aprenderás… serás maestra… sigue...” esas palabras dichas eran el combustible que encendía más mi pasión hasta que mi interior, placenteramente ensartado por su estaca, se desató en una danza frenética, amando y desamándolo como nunca antes lo había hecho.

Y me supe más hembra y puta que nunca en ese vaiven en un mar en calma mientras la caldera se inflama hasta estallar en un sinnúmero de estrellas y gemidos, restregándome contra su masculinidad, repitiéndome en estertores hasta caer laxa en su pecho, acurrucándome en su pecho con  su verga entre mis carnes. “Tuya, tuya, tuya”. Sus brazos me abrazaron y me defendieron de mis propios movimientos alocados, descontrolados, hasta calmarme.

Sentada sobre él hundí mi espalda en su pecho, mi cabeza inclinada en su hombro, mi cuello abandonado a su boca, mi culo en su ingle y su mástil en mi útero.

3

Cuando volví en mí comprendí la magia de dormir con la verga acariándome el útero, calentándome desde adentro, una llama más ardiente que mi abrasadora vulva. Amor, pensé o mascullé. Jamás en mi cabeza se me había presentado esa palabra, al menos después de Rodolfo, el primero al que regalé lo que él quiso robarme.

Un beso me sacó de mi modorra y respondí como lo que era, una mujer entregada. “Ahora es mi turno”, dijo, y me acomodó con el pecho sobre el banco, el culo ofrecido y la concha ocupada con su vergón. Me contempló desde atrás, me acarició la espalda, me besó y su espada me ensanchaba por dentro lenta y subiendo.

Bruto, exclamé cuando me clavó con todas sus fuerzas y sentí su lanza en mi garganta viniéndose dede abajo. Me entraba por la vagina y sus golpes in crescendo me movían todo desde dentro. Macho dije. Hembre, me maldije. Hijo de puta, pensé, pero allí estaba bombeándome. “Esta es mi vez”, murmullaba y su verga me entraba cada vez más adentro. Y gemía al recibirla. Y se movía y me tocaba arriba o en mis costados, y me hacía sentir “hembra calentona derretida” y me dada y me apretaba los pezones y los pechos, macho pujo, tuya decía y de pronto la tormenta me sacudió y no supe si era mía o suya y me vine puta, bien puta, tuya. “Te lleno de leche” y su verga, la sentía hinchándose, y largando, deshinchándose y me sentí mujer, “tuya” “hembra” y me fuí y no supe si era mi orgasmo o su eyaculación.

Se definfló sobre mi espalda y su antorcha dejó de ser el estandarte para transformarse en un adminículo que abandonó mi cueva minimalizado, y me supe grande  y dueña.

Nunca supe cuando iba a llegar a mi destino, ni siquiera si un día lo haría.