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Somos uno

en Amor filial

Habíamos nacido en la misma familia. Éramos uno solo. Él, Carlos, que había abusado de mí, con mi callado consentimiento en un atardecer inolvidable.

En verdad, y aunque mi hermano no lo hubo escuchado hasta entonces de mi boca, era suya, totalmente suya, y dispuesta a todo por él.

La primera vez que me tomó fue cuando éramos adolescentes, amparados por la extensa copa de un Sauce Llorón, haciéndomelo por atrás y dejándome varios días dolorido mi trasero.

Lo siento si no soy erótica narrativamente, pero los hechos fueron esos: las bicicletas, el cansancio, la calentura natural, la insistencia de mi hermano, su enorme instrumento, mi debilidad y el deseo de ambos.

Aquella tarde al llegar a casa, atendiendo a la forma extraña de caminar y de moverme por el malestar que taladraba mi orificio, mi madre me preguntó si me había pasado algo, a lo que contesté que no, que era cuestión de la silleta y, quizás, como mujer que era, entendió algo más de lo que yo decía, pero sin llegar a tanto. Me refiero a las silletas y su efecto en las mujeres.

Lo primero que hice cuando llegue fue ir al baño porque tenía una necesidad imperiosa de defecar, lo que hice sin o con poco éxito. Creo que lo único que expulsé fue parte de la lechada que me dejó mi hermano al vaciarse en mis entrañas. Luego me senté en el bidet a asearme y calmar el ardor de mi trasero con agua fría, la que, introduciéndose a chorros por mi posterior recién abierto, me producía una rara y placentera sensación de alivio.

Aquella tarde mi hermano había cumplido con parte de mi deseo larvado desde hacía varios meses o años. Su verga supo perforarme más allá de lo que yo podría conocer —o imaginar a esa edad— pero no por el lugar adecuado. Mis dedos, en el bidet, tomaron cuenta del grosor de su instrumento y midieron su impacto en mi ensanchado agujero.

Allí, sin saber porqué, mientras sentía el chorro del bidet adentrarse en mi ano, entrepiernas y demás, acaricié mi clítoris hasta llegar a un inesperado, pero buscado, orgasmo que me devolvió al mundo familiar.

En casa noté la mirada burlona de mi hermano hacia mí. Cenamos y todos fuimos a nuestras camas.

En mis entrañas, la sensación del desgarro por el ariete de mi hermano estaba presente. No pocas veces lo había espiado en sus tareas de aseo y descubierto su larga y gruesa intimidad, pero de allí a sentir o comprender sus efectos en la carne, había un largo camino que acababa de transitar al impulso de sus estocadas.

Los habrá mejores, más grandes, más expertos, etc., pero en aquellos días su taladro me parecía inmejorable e inalcanzable: Inmejorable por que estaba allí, al alcance de mi mano, y no conocía ni tenía a mi disposición otro, e inalcanzable por que éramos hermanos. También sentía el calor que emanaba de sus ojos enardeciéndome las posaderas y no supe distinguir cuánto éramos de carne.

Pasó casi una semana del episodio del "Sauce Llorón". Las relaciones con él casi mejoraron: al menos no nos peleábamos como antes, a veces me tomaba por el hombro o la cintura como al descuido. Como siempre, íbamos y volvíamos juntos del colegio, cada uno en su bicicleta, hablando de las cosas comunes sin aclarar el episodio vivido, y sin hacer alusión a los efectos de las silletas.

En ese tiempo lo noté más celoso con mis compañeros varones, quienes tenían el atrevimiento —siempre bien permitido— de abrazar y acariciar las nalgas de las mujeres o de afirmar su sexo en las nada despreciables ancas que se regalaban en los patios y las aulas, caricias subrepticias que no dejaban de ser placentero para sus receptoras, entre las que me encontraba. No faltaron aquellas que, tal vez como retribución, tocaban las bananas de sus compañeros, llevándose alguna que otra sorpresa.

El viernes nuestros padres nos avisaron que debían viajar, razón por la quedaríamos solos mi hermano y yo.

Después de despedirlos volvimos a casa, momento en que Carlos se encerró en su pieza para salir, a los pocos minutos y meterse en la mía desnudo, con todo su sexo al aire. Me impactó el espectáculo de mi hermano en la puerta de mi cuarto y quise rechazarlo recibiendo como única respuesta un empujón que me lanzó sobre la cama.

Pegué un grito que quedó ahogado por su mano tapándome la boca a la vez que hundía mi cabeza en el colchón y quebraba toda resistencia de mis pataleos.

"Quédate quieta y callada", ordenó en voz baja pero con una firmeza que me dejó helada. "No…" alcancé a decir mientras su mano libre me subía la falda hasta la cintura, exhibiendo mis recién torneadas piernas adolescentes y la blanca bombacha que cubría mi sexo inexplorado.

Expuesta a su mirada febril, una emoción de creciente calentura humedecía mi vagina, despertando un oleaje de sensaciones como aquellas que experimentaba con el roce la silleta cuando andaba en bicicleta.

Su mano continuó la tarea: mis calzones terminaron en el piso y la falda arrollada en la cintura.

Mi sexo exhibía los pocos vellos de esa dorada adolescencia, los que contrastaban con la blancura de mis carnes onduladas. El espectáculo fue suficiente para doblegar a la bestia que abalanzó su cabeza a mi entrepierna, calentando mi piel a besos y lengüetazos que le abrieron paso, aflojando mis piernas, hasta mi sexo.

Me enardeció su lengua bordeando los labios vaginales, acrecentando mi sed por él, hasta que se posó en mi virginal canal primero y, después, en mi pimpollo, acariciándolo con una dulzura —desconocida en él— y hacerme estallar en el orgasmo más intenso que hasta entonces había tenido.

Los gemidos que me había arrancado inundaron la casa y comunicaron mi orgasmo a todos los rincones.

Me relajé, ya entregada en un todo a mi hermano, sabiendo que sería suya para siempre.

Se acostó a mi par. Quiso decir algo pero lo callé con el gesto de que no hablara y dedicó sus manos a desnudarme.

Su ardiente y duro mástil, ya que no había llegado aún, se afirmaba en mi costado despertando nuevamente los arcanos de la sangre. Mi piel hacía el contacto y desde muy adentro los jugos inundaban mi vagina.

Las incansables manos de mi amante ora atacaban uno de mis pechos, ora el otro, endureciéndome los pezones juveniles, preparándome para un nuevo asalto. Su lengua no descansaba en investigar las profundidades de mi boca, el sabor de mi piel, las redondeles de mis senos, la durezas de mis pezones hasta terminar trabajando nuevamente en mi sexo engolosinado.

Apenas comprobó que estaba mojada y caliente, a punto, abrió mis piernas y me montó. Sentí la punta de su verga en la entrada de mi cueva y en ese momento fui yo la me moví hacia él, insertándome un poco de su cirio incandescente. Entonces pujó hasta toparse con mi intocado himen y, con toda su fuerza, arremetió hasta aniquilarlo y ensortijarse en lo profundo de mi vaina.

Un grito denunció al silencio el dolor de la rotura. "Me duele…", dije. "Relájate, ya está", respondió, deteniendo su penetración hasta que me sintió más aflojada y volvió a clavarme su vehemente estaca en las profundidades de mi virginidad, perforando de a poco el canal de mi sexo, a medida de mis reacciones, hasta que sentí el choque de su ingle con la mía.

Fue recién entonces, y ayudándome a distenderme, que sus labios secaron las lágrimas de mi cara, con besos pequeñitos, leves lengüetazos en mis orejas, susurrándome "te deseo tanto hermanita…. me gustas… me gusta cogerte, clavarte, que seas mía…", con lo que el dolor se fugó, cayeron las defensas y empecé a disfrutar del placer de aquella brasa entre mis carnes.

De a poco mi vagina se fue acostumbrando al ariete de mi hermano y el placer me inundó por dentro. Sentir, por primera vez, el calor de un erguido y bien dimensionado falo llenándome completamente, fue un gozo que nunca olvidaré.

Pasados los primeros momentos comenzó su vaivén, mientras mis manos pegaban su cuerpo al mío atrayéndolo desde las nalgas.

Nuevamente mis gemidos llenaron los ambientes y el mirar su cara transformada por la pasión y la proximidad de su eyaculación, le agregaban un toque espiritual al placer carnal que me invadía.

El peso de su cuerpo sobre el mío, la aceleración de sus embestidas anunciaban el pronto desenlace. Fue el momento en que sentí un pulsar en su instrumento metido en lo profundo de mi concha y se vino en lechadas intermitentes, en convulsiones sucesivas, vaciándose en las honduras de mi ser. Continué moviéndome por mi parte, acaso por saborear los últimos minutos antes del descanso del guerrero, acaso en la búsqueda del nuevo orgasmo que se anunció con una descarga energética nacida del centro de mi sexo y que me copó en oleadas continuadas y de descendiente intensidad.

"Quédate, no te bajes", rogué, "no la saques", aunque se dio vueltas llevándome consigo: Quedé sobre el, empalada con su mástil que no tenía ganas de adormilarse aunque, justo es decirlo, había perdido parte de su dureza. "Te había deseado tanto", murmuré sintiendo su gruesa y larga verga en lo profundo de mi cueva.

El comprendió mi entrega y acarició cada poro de mi piel.

Se terminó el romanticismo cuando tomé conciencia de que lo habíamos hecho sin condón por lo que salí volando al baño donde sometí a mi sexo a una profunda ducha de bidet para evitar el tan temido embarazo.

Estaba en esos menesteres cuando entró al baño a lavarse, cosa que hizo antes de pararse frente mío acariciándome la cara con su polla, por lo que no pude evitar besarla.

"Si quieres más, tienes que comprar condones", dije. "Ya vuelvo"contestó.