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Érase una vez...

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Érase una vez en que la joven doncella se paseaba por los jardines reales pensando en las cosas de la carne.

Sus piernas, torneadas y esbeltas, a imagen y semejanza de las diosas que coronaban el capitel del reino, y no pocas veces el lecho real, se movían gráciles al compás del viento que agitaba las hojas del vergel y el suave tejido de su vestido.

En el laberinto la joven se paseaba con total soltura, los senderos eran de aquellos que ella debía bifurcar y lo había hecho desde el fondo de su memoria.

Vestía una solera de una sola pieza que le acentuaban sus juveniles curvas: un marcado escote realzaba sus apapayados senos y dejaba a la vista la totalidad de la espalda para recién cubrir allí donde nace el misterio de la quebrada internalgar.

De haber estado en s. XVI los sabedores de las botánicas habrían comparado sus senos con los frutos del árbol del pan y pocos habrían resistido la tentación de libarlos.

No llevaba corpiño ni prenda alguna cubría la juventud de su sexo por lo que la fina tela le acariciaba la piel en toda su extensión y profundidad en cada cadencioso movimiento de sus caderas.

Desde atrás, la doncella hubiera sido vista como aquella hembra del siglo XXI que rompía las baldosas urbanas.

La brisa le ventilaba la entrepierna abierta a la sorpresa de un céfiro erótico y zigzagueante entre sus carnes, mientras ella, en su pensamiento, trataba de comprender el porqué de su humedad en esa zona.

El aura, cual amante complaciente, paseaba libremente acariciando los labios de la real cajeta, la frontera de su soberano traste y la majestuosa argolla de su desembocadura, causándole sensaciones heterogéneas y placenteras.

El ser doncella del reino tiene sus perplejidades, tales como la imposibilidad de hablar con la persona que se quiere para preguntar, al menos, las cosas más simples de la vida.

La doncella sentía un fuego en su interior del que no sabía el porqué y-, menos aún, conocía las formas de desfogue.

Por esas cosas del laberinto, con su hermoso y sedoso vestido que le cubría lo suficiente pero dejando que el viento se paseara a placer entre sus piernas, besando los bordes de su sexo y esparciendo su dulce aroma real, fue olfateada y vista por el unicornio que, para esas esencias, tenía nariz y ojos certeros y bien entrenados.

Mientras ella caminaba lenta, concentrada en los temas de la carne, sintiéndose de sí las posaderas por las manos tomadas a su espalda, el unicornio se paró a su frente cortándole el camino, con su olor de macho cabrío y su vestimenta plebeya. Su camisa, semiabierta, dejaba ver los vellos hirsutos de su pecho que invitaban a la caricia. Su cinto de cuero ancho, apretado a la cintura, sostenía un pantalón que sorprendía por la voluptuosidad del aparato que escondía y, en esas vistas, la doncella centró su mirada preguntándose que sería aquel bulto que de pronto tanto la atraía.

Estaba sola y, pasado el primer impacto visual del ente, recordó los viejos cuentos de caballería. Llevóse la mano izquierda a la frente y cayó desvanecida en el verde y suave suelo del laberinto regio, vigilando con el rabillo del ojo al ente mitológico.

El ser, quien había sido convocado por un hada que resultó infiel, como la mayoría de las hadas, no lo pensó dos veces y se tiró a su lado.

Aprovechando el desmayo de la doncella dibujó con su mano ardiente el cuerpo de ella, comunicándose las feromonas célula por célula, e incendiando la piel y la carne de hermosa y joven mujer.

Las garras hábiles del ente despojaron a la joven de la parte superior de su vestido, surgieron sus pechos, esferoidales y duros, coronados con sendos pezones más invitadores, como frutos en sazón, dispuestos a entregarse cual manjar a los labios del afortunado unicornio que, por imperio de la sangre, comenzó a lamer y acariciar cada uno de los reales senos, con una sutileza que inhibió cualquier rechazo de la doncella, quien continuaba haciéndose la inconsciente, sin saber que algunos movimientos de su cuerpo delataban su juego de apariencia.

Ella no se preguntó porqué estaba allí ni que quería aquel ser mitológico. Al sentir el calor que se transmitía de sus manos y lengua, presintió el desenlace y supo que no podría controlar su cuerpo ni su alma, que no había modo de evitar el entregarse, cosa que ahora lo deseaba tanto como su propia existencia.

La llama de la pasión le explotaba en la entrepierna y los jugos de su sexo se volcaban sobre el césped que le servía de tálamo.

Las caricias del aparecido eran propias de un experto en la alquimia de la sensualidad y, así como liberó e incendió el busto de la joven, levantó la falda dejando al descubierto sus más íntimos donaires.

Una cuidada mata de pendejos coronaba el monte de venus perdiéndose entre las piernas para diluirse y prolongarse en su sexo, sus labios vaginales, y extenderse en una sola zona erógena en las dos sensuales hendiduras y las irresistibles pompas.

Con suavidad y dulzura las pulpas del unicornio calentaron centímetro a centímetro los delicados muslos y se depositaron en la virginal cajeta, acariciando los labios húmedos hasta posarse en el capullo del placer, lo que provocó un sacudón en la doncella.

Pronto su lengua habría de suplir las manos repasando el interior de los muslos, lamiendo los labios exteriores primero, los interiores después, para adentrarse en la virginal cueva y rematar con largos y lentos y rítmicos lengüetazos en el clítoris, todo lo que aumentaba la pasión de la doncella que no restringía sus vehementes gimoteos.

El punzón único del animal mitológico, rojo y venoso, estaba enhiesto, duro y ardiente, expuesto a los ojos de la doncella que mal podía resistirse.

Aquella aparición sorpresiva le invitaba a ir más allá de los límites en que la confundieron las amas y las hadas.

Un calor, nunca antes sentido por ella, se posó en su vulva e instintivamente abrió sus piernas para cobijar aquella tea que comenzó a presionar, empujando, hasta introducirse dentro de su cuerpo, en tanto ella se relajaba y se abría para recibirla plena.

Un trozo duro, largo y grueso de carne hirviente dividía sus labios y partía sus carnes, llevándose por primera vez su virginidad, hasta entonces intocada.

El cuerno del unicornio, como una antorcha, penetraba en sus entrañas y ella no supo qué hacer ni qué decir, por lo que se le escapó un gemido, el que debió multiplicarse en proporción al incremento acelerado y vehemente de su fogosidad.

En su imaginación continuaba desmayada, mientras el unicornio la martillaba por dentro clavándole rítmicamente su instrumento, movimiento que ella respondía en sentido contrario.

Pasado el dolor y el ardor del desgarro, su caverna fue acostumbrándose al volumen plebeyo del invasor que la quemaba por dentro y que era incinerado por las calientes paredes de la cueva real.

La pasión se había desatado en su interior y sus piernas abrazaron el cuerpo del intruso, aferrándolo a sí misma e incitándolo a que se incrustara con todas sus fuerzas y fragor.

Sus brazos rompieron la quietud del supuesto desvanecimiento y se prendieron al unicornio, atenazándolo con ímpetu, hasta que estalló en un orgasmo, sensación hasta entonces desconocida para ella, de sucesivos espasmos nacidos del centro de su ser y explotados en ondulados sacudones por todo su cuerpo.

El unicornio aceleró sus intrusiones, cada vez perforando más y más adentro hasta que su verga se inflamó y estalló en trallazos de semen plebeyo que, cual lava hirviente, inundó la real vagina de la doncella, momento en que ella recordó las consecuencias y, una vez expulsado el unicornio, salió corriendo hacia el la fuente real donde se lavó con especial cuidado.

Volvió todos los días siguientes en busca del unicornio apresándolo al fin y, una semana más tarde, se casó con el prometido de siempre y heredero de una corona real, siendo desflorada por él —según él lo declaró después— en la noche de bodas, mientras en el establo descansaba el unicornio.