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Merecer lo merecido (2)

en Gays

Aquel fue el primer campamento caliente de su vida. La noche inicial había caído contra Alberto y sus secuaces.

Y le gustó ser el depósito de la energía viril que se le inoculó a chorros interminables de viscosa materia viva.

Su culo, abierto y perforado como un barril sin fondo, era el custodio de una laguna de espermas y, seguramente, algo similar pasaba con el estómago ya que había recibido por ambos lados las lechadas incansables de sus amigos.

Dormir después de aquella festichola, que engalanó a la carpa y transformó su ano en una flor abierta a quien la requiriera, fue una hazaña reparadora para su cuerpo y, seguramente, también para el de sus invasores.

Cuando despertó estaba desnudo, cruzado en la carpa, abierto de piernas y brazos, crucificado a su lujuria o venteándose todo lo que le ardía en su cuerpo usado.

Daniel era de aquellos jóvenes que se prometían hombres para ser amados tanto por mujeres como por los de su mismo sexo. Su seducción, casi indefinida, se transformaba en objeto del deseo de hombres y mujeres y su lujuria natural, desbocada y animal, lo habían programado para el goce del placer sin límites.

Esos pensamientos de admiración detuvieron el impulso inicial de Alberto de despertar al durmiente, obligándolo a acuclillarse a su frente, apresarlo con los ojos en cada uno de sus pliegues, y contemplarlo con un dejo de admiración o, al menos, con una sensación no definida.

La mirada ardiente de Alberto deben haber despertado a Daniel, quien abrió los ojos y se encontró con las rodillas y muslos de aquel a ambos lados de su cara y, levantando un poco su vista, notó bajo el taparrabo, el arma semialerta y engrosándose.

"Te has portado muy bien anoche. Me gustaste mucho. Creo que a todos nos cautivaste: te teníamos ganas desde hace tiempo", rompió el fuego Alberto al notar el despertar de su amigo. "Yo también, en especial a vos", fue la respuesta.

"Voy a ver cómo quedaste", dijo Alberto y casi de un solo movimiento se trasladó hasta quedar entre las piernas de Daniel. A su frente, ahora, el culo respingón, redondeado e invitante, ancho como un ánfora, enangostándose en una cintura llamada a desdibujarse en la espalda, marcadas de manos, mordidas y chupones del desmadre. El cabello lacio y negro le llegaba casi a los hombros pero no tapaba la totalidad del alongado y fino cuello.

En todo el cuerpo de Daniel estaban las pruebas de la pasión y el desenfreno.

Alberto le acarició la cabeza y fue bajando dedos sutilmente por sobre la piel de Daniel hasta llegar al promontorio de su trasero, donde sus manos se llenaron de su culo, y, abriéndole las nalgas, apareció el dilatado y enrojecido agujero, abierto como flor por los pijazos recibidos.

"¿Te duele?", preguntó. "Estoy todo adolorido", fue la respuesta. "Te pondré más antinflamatorio", remató Alberto dedicándose a esparcir el ungüento en toda la zona, alrededor de la aureolada enterada, sin descuidar el maltrecho recto.

Daniel se entregó a las sensaciones que despertaban en él las aplicaciones digitales de las yemas gigantescas de su amigo y que agregaban descalabro al descalabrado cuerpo.

Los jadeos no tardaron en aparecer y llenar la escena, tiñendo el ambiente de pasión.

Terminada la colocación, Daniel se abalanzó en busca del sexo de Alberto para saciar su sed de pingo porque, aún en el dolor, el placer habita.

El girar sobre sí mismo y hacia atrás hasta llegar al preciado objeto fue casi una gustosa tortura, consecuencia del múltiple placer disoluto de la noche anterior, pero no fue óbice para que besara, aún sobre el slip, la verga de su amigo que no paraba de crecer.

Alberto entendió el mensaje y se sacó la única prenda que lo cubría, exhibiendo desembozadamente la plenitud de su sexo viril en todo su esplendor.

Los ojos de Daniel se regodearon al ver semejante verga, larga y ancha como ninguna de las conocidas, en cuya base una mata de vellos despeinados envolvían la dura espiga, surcada de venas bordadas a lo largo de su mágico cilindro, hasta el nacimiento del glande, el que habría de enangostarse en pendiente, coronado por un meato grande, como todo lo suyo.

Aquella pija era una verdadera lanza: de punta fina para perforar, ensanchándose y engrosándose abruptamente, ampliándose en el pedestal del glande para abotonar dificultando la salida estando erecta; recta, larga y gorda en su plenitud, configuraba un instrumento concebido para penetrar tan profundamente como su dimensión y pasión lo permitieran.

La boca de Daniel se abalanzó sobre ese mástil. Pasó su lengua por la cabeza y, sin esperar más, Alberto enchufó su pija en la ardiente boca comenzando a cojerlo como si fuera una concha o un culo amoroso, a enterrarle hasta la garganta su portento para volver a sacarla y volver a meterla otra vez, en un mete saca cada vez más alocado.

Daniel distinguía esa verga por su sabor único, mezcla de orina, semen y perfume que lo enardecía aún más. Sus labios envolvían el venoso tronco presionando en la medida necesaria para dar placer, contagiándole su propio gozo, complaciéndose en cada centímetro de ese pedazo de carne en llamas, hasta su jugosa cabezota, mamándola con fruición y ganas genuinas, estremeciéndolo al compás de sus lengüetazos, estuvo un buen rato, mientras lo masturbaba con una de las manos y Alberto se deshacía en jadeos acentuados por los ojos blanquecinos de la lujuria.

Cuanto más dura y grande se ponía, más se la comía, hasta que se anunciaron los espasmos de Alberto pulsando el grueso pendorcho que, en el pináculo del placer, abrió su meato lanzando espasmódicamente su crema.

El líquido viscoso salía de aquella abertura hirviente con un sabor propio, agridulce, agradable y enviciante, se iba disolviendo en la baba de Daniel hasta que, finalmente, tragó la última gota.

Desde su posición, entre las piernas del macho, le miró a los ojos pero Alberto aún los tenía cerrados, relajándose tras la extensa e intensa eyaculación que había otorgado como regalo matutino.