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El violador silencioso (III - Fin)

en No Consentido

El violador silencioso III (fin)

Por Tina

El domingo partió mi marido dejándome sola por tres días, plazo que duraría su viaje a una provincia vecina. Vanos fueron mis esfuerzos para retenerlo: poderosas razones de trabajo le impidieron postergar la marcha.

Si él hubiera sabido la difícil situación por la que atravesaba, seguro habría pospuesto su partida, pero, en definitiva, la culpable de estar metida en ese brete era yo por no haberle confesado a tiempo los abusos a los que era sometida por el desconocido.

El día de su partida lo llevé al aeropuerto con tiempo suficiente como para regalarle, protegida por los vidrios polarizados, una flor de mamada en el interior de nuestro vehículo.

Ese día estaba particularmente mimosa, así que, desde el ingreso a la autopista asenté mi mano sobre su querido sexo, acariciándolo sutilmente por sobre el pantalón, hasta encender su sangre.

Allí, entre sus piernas, yacía su pingo (pene) entumecido en su paciente espera. Fláccido y cavernoso, fofa manguera, apéndice meatorio, frío colgajo sin vida entre las piernas del amado. Saberlo en ese estado me conmueve y despierta mi ternura. No comprendo cómo ese sacro instrumento del placer pueda reposar sin vida, lánguido, ajeno al mundo. Y mi afecto es superior y mi mano ya no es mi mano, es la mano posada en el sexo de mi amado, mi fuente de placer. Livianos y sutiles son mis dedos que dibujan —aún sobre la tela— toda su extensión, desde la base hasta el bálano. Aún dormido y blando, recostado sobre el muslo, percíbese su figura por el relieve en el pantalón.

Mi marido habla de cualquier cosa mientras conduce y mi mano plena cobija su verga, apreciando el calor de la ingle y los leves movimientos interiores que denotan el despertar a la vida de su instrumento.

Nada en este mundo es mejor que sentir cómo crece y se enhiesta la virilidad arrumacada por mi mano.

Y él conduce.

Siento cómo su pene va hinchándose y calentándose más, poco a poco. Mi mano lo abriga y se endurece en un dulce proceso de erección.

Un alto obligado en el peaje y mi mano vuelve a la carga. Una leve compresión es suficiente para recuperar la dureza perdida. "Mira que voy a estar soltero por unos días", me advirtió con sorna. "Por seguridad te voy a dejar vacío hasta que vuelvas", contesté.

Estacionó y fue el punto de inflexión. Mis manos maniobraron con el pantalón liberando la buscada espada que saltó como resorte. Reclinó el espaldar de la butaca y su paquete quedó en exposición y a mi merced.

Con tacto suave digitalicé su estaca y me perdí en el escroto, casi sintiendo el latido de sus hinchados huevos. Acerqué mis labios para brindarle un muy tenue beso a su meato y él respondió con un estremecimiento. Leve, muy levemente contornee con mi lengua el reborde del orificio y él me respondió con gemidos de placer.

Suave, muy suavemente, con los labios húmedos descendí acariciando su piel hasta la base. Su respiración era anhelante, su mano en mi cabeza y sus ojos cerrados delataban su placer. Prensé y tiré levemente sus pendejos, sin dañarlo. Mordisqueándole el tronco con amor fui subiendo hasta su glande. El pene se endurecía y crecía cada vez más en respuesta a mis caricias. La sensible piel del bálano respondió con leves estremecimientos a los suaves lengüetazos con que lo excitaba.

Con sus manos guió mi cabeza hasta incrustarme en la boca su ardiente hierro, al que recibí gustosa, abocándome a la tarea de cobijarlo en el interior de mi cavidad, menearlo con mis manos en la base y con mis labios y lengua en el otro extremo.

Mi boca era una concha para aquella lanza que me cogía por arriba. Por sus jadeos se notaba que mi hombre estaba en el paraíso. Mis labios corrían y descorrían la piel dejando libre la cabeza, área de experimento de mi experta lengua.

Y lo sentí palpitar, percibí las corrientes de su cercano orgasmo, supe cómo del centro de su ingle se corporizaba la energía vital que henchía aún más la esplendorosa pértiga y, expandiéndose su glande, reventó arrojando un chorro de ardiente vida que inundó mi tragadora, y después otro y otro, en sucesivas pulsaciones.

Sin sacar su verga de mi boca saboree la esencia viril de mi esposo, tragué su invalorable semen y me dediqué a vaciarlo. Después de la eyaculación su instrumento se llamó a sosiego y con mi boca, que ya podía tragarlo entero, le succioné desde la base para sacar hasta la última gota de ese germen vital, dejándolo exhausto y laminado en mi saliva.

— "Chiquita ¡qué mamada! me has dejado sin fuerzas", me dijo.

— "Quiero que pienses en mí estando lejos", le contesté.

— "Después de esto, no podré pensar en nadie más", aseguró y salió casi corriendo hacia el avión.

Con el sabor amable de su leche en mis papilas, y su manantial deshaciéndose en mi estómago, vi partir su máquina.

Fue una mágica revelación el comprender que su esencia vital era definitivamente mía, que yo estaba impregnada de él. Su leche era procesada por mi estómago y pronto sus elementos estarían en cada cédula de mi cuerpo, toda yo invadida por su virilidad. Y todo él deglutido por mí. Y lo supe mío y me supe suya.

Absorta en ese descubrimiento comprensivo la maravilla del universo enriquecido por el amor, conduje hasta casa gozando emocionalmente el calor del sexo de mi esposo y degustando su lechada.

El estado de ensimismamiento emotivo en que me encontraba no fue suficiente para extirpar la preocupación por la inminente visita del desconocido. Los sucesos traumáticos de las violaciones anteriores me asaltaron al tomar la calle de mi destino.

Lo más grave de la multiplicidad sensaciones que me producían esos recuerdos —y la seguridad de que mañana, lunes, iba a ser asaltada sexualmente de nuevo— eran sus contradicciones.

No sabía si en verdad mi agitación actual era por el rechazo y el temor a una nueva violación o si era causada por la excitación de la espera por el placer que me provocaba el desconocido.

Al llegar a casa, como estaba sola, cerré todas las puertas y ventanas, saqué los instrumentos que usaba el desconocido en sus asaltos a mi cuerpo, los expuse en la mesa del living —donde me violó la primera vez— y me senté en un sillón a pensar en esa rara situación por la que estaba atravesando.

Mis ojos pasaban de la capucha a las esposas, de éstas a la barra con sus lazos en ambos extremos, de allí a la mordaza, a la fusta, a los cigarrillos, al encendedor y a los mensajes.

Pasé revista mentalmente a los sucesos anteriores, a los atentados que había sido objeto, y ello aumentó mi confusión.

Busqué en mi interior el odio que necesariamente debía sentir por aquel abusador que me violaba los lunes, y del cual todavía no había visto su figura ni escuchado su voz, y no pude descubrir ni el odio tan ansiado ni el rencor tan requerido.

Estaba confundida y perdida en un proceloso mar de emociones encontradas.

Sentada, con los instrumentos a mi frente, recé para que no aparezca más, aunque en el fondo lo deseaba.

Me encontraba en esas penurias cuando se cortó la energía eléctrica y se prendieron las tenues luces de emergencia.

Di un salto y aunque el temor me asaltó de lleno, me calmé, ya que había anunciado su visita para el lunes y ahora era el anochecer del domingo.

Las mortecinas luces de urgencia creaban un ambiente de sombras inusual en mi hogar, tanto que podrían haber invitado un sentimiento de terror como a uno de sentimentalismo.

Maldiciendo a la empresa eléctrica marché al garaje a la busca de la llave maestra, cuando tropecé con algo y me fui de bruces al piso, momento en que alguien aprovechó para tirarse encima mío e inmovilizarme.

Me asaltó el terror y mi grito fue ahogado por el traste del hombre que casi se sentó sobre mi cabeza, presionando mi rostro contra el suelo, mientras sus manos sujetaban las mías por atrás, esposándome por las muñecas.

Mis pataleos fueron lo suficientemente grandes como para impactar en su cuerpo varias veces antes de bloquear mis piernas con la barra, enlazando un pie en cada extremo.

Finalmente me puso la capucha y la mordaza, con lo que terminó el comienzo de su tarea, según creí.

Comprendí que el desconocido se había adelantado y, a pesar de resultar ridículo, ello en cierta manera me tranquilizaba, ya que nunca me hizo más daño que el estrictamente necesario para lograr su fin sexual.

Aún tenía puesto el vestido con el que había acompañado a mi marido al aeropuerto, uno enterizo que me llegaba a medio muslo y que exaltaba mis redondeces.

Continuaba tirada en el piso, boca abajo, en la posición en que había quedado después de mi caída y vencimiento de mi resistencia.

Un escalofrío sacudió todo mi cuerpo —y el pánico me llenó— cuando sentí la punta del rebenque recorrer mis piernas.

Asentada suavemente en la piel de mi tobillo comenzó a subir por una pierna, y luego por la otra, muy sutilmente, apenas rozando mis carnes, como conquistando en forma pareja y sostenida los espacios de ambas piernas en su camino hacia el resto de mi cuerpo.

La suavidad del cuero contra mi piel era tan tenue que su paso era una caricia. Sin obstáculo superó las corvas e ingresó al dominio de mis muslos, abarcándolos en toda su dimensión.

El desconocido —ya lo había demostrado antes— sabía hacer vibrar mis cuerdas y manipular a su antojo mis tiempos. Manejaba la lonja de cuero como una lengua de fuego que estremecía mi piel. No pude evitar mojarme ante la calentura que me provocaba aquella singular caricia.

Siguió subiendo y con esa arma me levantó el vestido dejando al descubierto mi voluminoso culo ingenuamente orlado por una insinuante tanga. El cuero del rebenque se engalanó con mi trasteo, mimándome cada centímetro de piel, dibujó mis glúteos y lamió, por detrás, mi concha como quiso.

Estaba empapada cuando esa lengua abandonó mi piel. Sentí el frío de la ausencia y, de inmediato, el primer fustazo cayó con fuerza sobre mis glúteos retumbando en la casa vacía y mi grito acallado por la mordaza, y otro golpe más, y mis lágrimas y otro rebencazo, y mi llanto, y otro más, que me muevo y me retuerzo, y otro más, y trato de escapar, y otro más, y que grito sin sonido, y otro más, y el dolor y mi rechazo, y otro más, y siento el culo dolorido, y otro más, y me resisto, siento su respiración agitada y excitada, y otro más, y pienso en mis nalgas rojas por los golpes, y otro más, y lo siento respirar y me abandono, me relajo, y recibo su andanada y lloro, y me quedo quieta, esperando cada latigazo, y dejo de llorar y espero cada rebencazo, y otro más y pienso que estoy caliente, que me de más fuerte, y otro, que lo tengo merecida por puta, y otro, por no confiar en mi marido, y otro, y otro, y otro y espero el próximo pero no llega, y espero el otro golpe que no llega, y sigo esperando y nada hasta que el agotamiento me vence y me desvanezco tirada en el piso, atada y a merced de ese delincuente, comprendiendo en una última luz de razón que definitivamente ese hombre se había impuesto, quebrando mi voluntad de una vez y para siempre.

Cuando volví en mí me costó ubicarme y reconstruir en mi memoria los acontecimientos. Tomé conciencia de mi cuerpo y me supe sin la mordaza pero con la capucha, desnuda, doblada en ele, de boca sobre una mesa, con las manos atadas a dos de las patas y los pies abiertos y sujetos a los otros dos soportes, dejando culo y concha en pompa.

Sentí el olor del cigarrillo y lo supe cerca, vigilante, esperando el momento del despertar. El más leve movimiento de mi cuerpo lo alertó y esperó que retomara la conciencia.

Cuando estuvo seguro se acercó pausadamente y, sin hablarme, virtió aceite en mi espalada y desde allí comenzó un suave masaje que se extendió por los omóplatos, los brazos, el cuello.

Sus manos hacían comprender a mi cuerpo quien era su dueño y sentí profundo miedo por el futuro, por mi marido, ya que mi entrega a ese desconocido era cada vez más fuerte e inmanejable.

Ante sus manos seguras y fuertes frotando mi piel, adorando mis formas, cómo no olvidar la paliza que me propinara, y cómo no prodigarme a ese ardor que me nacía desde lo más profundo de mi cuerpo.

Sin la mordaza el desconocido pudo sentir los gemidos de placer que —aún contra mi voluntad— me arrancaban sus dedos enaceitando mi cuerpo.

Y sus manos fueron bajando, friccionándome sutilmente la piel, en toda su dimensión, abierta al tacto certero. Las yemas de sus dedos me abrasaron no solo la espalda, sino también ambos lados de mi cuerpo, los senos y el vientre, a pesar de ser difícil por la posición en que me encontraba, atada de boca a la mesa.

Sus dedos se concentraron en mi espacioso trasero y, expandiendo el mágico bálsamo, transformaron la sensibilizada piel golpeada en un manantial de sensualidad que se derretía al contacto con sus dedos. Cada frotamiento arrancaba una corriente que, partiendo del interior de la tez, se hundía en las profundidades de mi ser.

Con singular maestría sus dedos ingresaron por los cantos de los glúteos y exploraron la profundidad de la quebrada, pasando singularmente por el ano para llegar hasta la vulva y allí deleitarse con mi sexo esparciéndome el linimento y acrecentando mi calentura.

Los dedos volvieron sobre sus pasos para detenerse en mi ano y allí entró el primero con la oleosa sustancia, luego el segundo y un tercero. Mi calentura había crecido lo suficiente como para disfrutar con cada caricia y donarme a las cogidas de ese desconocido al que —pese a intentarlo y desearlo con todas mis fuerzas—, no podía odiar, así que me relajé y le entregué lo que ya había tomado por la fuerza y que yo no estaba en condiciones —ni quería— defender.

Saco sus dedos y me ensartó, con toda delicadeza, un consolador embadurnado de la sustancia oleosa y me lo dejó clavado en el culo, concentrándose en su masaje.

Lentamente, muy lentamente, friccionó mis muslos haciendo penetrar en cada poro aquel ungüento y fue bajando por mis piernas hasta mis pies inclusive.

Mi ardor se había transformado en un apasionamiento arrebatado, sin conciencia de sonidos o decires.

Cuando terminó su trabajo sacó el consolador de mi traste. Sentí la punta caliente de su verga en el agujero de mi culo e, instintivamente, me abrí. Su estocada fue profunda y, lubricada como estaba, su estaca me perforó llevándose consigo la enésima virginidad perdida.

Percibí la mata de sus pelos en mis cachas y a sus huevos golpeándome la vulva.

Con todo su aparato en mi caverna, el desconocido, sin decir palabra, se quedó quieto esperando la señal que le indique el cese del dolor y el nacimiento del placer, tiempo que aprovechó para acariciarme con manos sabias.

No tenía dominio alguno sobre mi cuerpo. La pasión me consumía. Ignoro la magnitud de mis gemidos o si dije palabra alguna.

Sentir esa verga en mis entrañas fue un detonador de fogosidad y fui yo la que rompí la quietud y empujé mi culo contra su cuerpo para lograr una penetración más profunda y a la que, a pesar de las ataduras, impuse un movimiento circular con mi trasero que no fue desconocido por el violador, ahora recibido y acogido por mi traste, que se abría y se cerraba, mamándole el choto con el mi esfínter, mientras él se entregaba al clásico pistoneo.

Sus manos no se detenían de calentar mi piel y pronto sus dedos me abrieron la vagina para introducirme el consolador hasta el fondo.

Sentí como mis músculos se elastizaban para tener su verga en mi esfínter y el zumbante aparato en mi concha. Me sentí inmensamente abierta, jalada desde adentro por mis carnes.

Logramos acompasar los movimientos cuando él encendió el consolador que comenzó a vibrar despertándome un río de sensaciones placenteras por adentro, por delante y por detrás su aparato bombeándome.

Solo le bastó rozar la yema de su dedo en mi clítoris para arrancar aquella energía que fue creciendo en el interior de mi ser hasta estallar en vehementes estremecimientos que, en oleadas, surcaron mi cuerpo en un interminable y múltiple orgasmo.

Quedé relajada y entregada a sus estocadas rítmicas. Había sacado el consolador de mi vagina y, con movidas pausadas sacaba y metía su estaca de mi traste. Lo retiraba hasta casi la cabeza y lo metía de solo golpe hasta el fondo.

El supo que, después de semejante orgasmo, aquella serruchada no podía ser de mi agrado, sin embargo seguía con su bombeo como si nada hubiera sucedido, haciéndome sentir un objeto para su placer.

Aflojó la capucha y metió una de sus manos acariciándome la cara, dibujando mis facciones con las yemas de los dedos. Se detuvo en mi boca, rozando mis labios, y yo contesté lamiéndole la punta de los dedos, chupándolos, mordisqueándolos y haciéndolos míos, tratando aquellos dedos como si fueran su pene.

El comprendió el mensaje y me supo rendida.

Continuó con su operación de serrucharme el culo. Sus caricias en mi cuerpo me calentaron nuevamente. Y mi carne pudo más y mi ser comenzó a estremecerse de placer. Sacó su choto de mi trasero, dejándome un hueco, y me lo metió en la concha que, ya empapada, lo recibió abriéndose a todo lo largo y ancho. Me pistoneó con ritmo sostenido mientras sus manos me excitaban con caricias y pellizcos en los pezones y con un magistral meneo en el clítoris, que enardecieron mi apasionamiento.

Largo rato me tuvo a su merced dándome por delante y por atrás. Me cogía un rato por delante haciendo de mi concha su cobija, me cogía un rato por detrás haciendo de mi culo su morada.

Mi calentura no conocía cansancio ni reparaba en la incómoda posición en que me encontraba. Y el, cada vez mas vehemente me pistoneaba la concha y me clitoreaba, y yo me abría, lo recibía y me movía, y el cada vez más fogoso y entraba y salía, y yo sentía como crecía el estremecimiento en mí hasta que estallé en un nuevo orgasmo de mi colores y el siguió cada vez más rápido, cada vez más ardiente, cada vez más estremecido hasta que se vino en sacudidas sucesivas llenándome el ojete con una lechada que percibí titánica.

Se quedó en mí hasta que su sexo se avino a la normal flaccidez.

Yo estaba destruida.

— Desátame, imploré, me voy a portar bien, estoy muy dolorida.

Se tomó su tiempo y, sin decir palabra, ajustó la capucha sin ponerme la mordaza, me liberó las muñecas de la patas de la mesa y las engrilló a mis espaldas. Luego desató mis pies y, ayudándome a caminar sosteniendo mi cuerpo con sus brazos, me condujo hasta el living donde me tiró al sofá.

Quedé tendida de espaldas. Creo que le pregunté "¿por qué me haces esto?" y otras cosas más, sin recibir respuesta, hasta que me dormí.

El sol me dio de lleno en los ojos y desperté en la cama matrimonial, como Dios me mandó al mundo, pero debidamente cubierta por las suaves sábanas que acariciaban mi piel.

Ignoraba cómo había llegado ahí, pero supuse que el hombre me habría llevado estando aún dormida.

Rápidamente calculé que hoy era lunes y mi marido volvería recién el miércoles a la tarde, así que me supuse que sería víctima continuada del violador durante los días de ausencia de mi esposo.

Miré a mi alrededor y descubrí un papel sobre la cama: "He filmado todos nuestros encuentros. Volveré. —decía— Espérame desnuda todo el tiempo. Si no cumples le enviaré los casetes a tu marido para que sepa cómo gozas con otro."

Una gran resignación se apoderó de mi. Allí estaba la confirmación del sufrimiento que me esperaba hasta la vuelta de mi marido. A ese desgraciado no le había visto la figura y ni siquiera había escuchado su voz.

Me sentía dolorida e inflamada. Fui al baño y el agua fría me provocó una hermosa sensación de bienestar, en especial aquella del bidet que se metía entre mis hinchados e irritados orificios.

Siempre desnuda bajé a la cocina, me serví un café y me senté a la mesa no sé sí sin con ganas de tomarlo o simplemente para contemplar el baile vaporoso del hirviente líquido.

Repasé mentalmente la jornada anterior, el placer inesperado que me había proporcionado el desconocido, pensé cómo me había entregado, recordé mi rendición. Pensé en mi marido, en cuánto lo amaba, en este ser extraño que yo había echo entrar a nuestras vidas dándole un lugar en nuestra cama, a quien hoy respondía y el daño que, a pesar de no quererlo, le causaba a mi esposo. No pude más y me largué a llorar a los alaridos.

—¿Por qué lloras? —sentí la voz de Manuel, mi marido.

No lo podía creer, abrí los ojos y entreví su figura por entre los velos las lágrimas, parado en la puerta de la cocina, con unos videos en la mano.

Y comprendí, hundiéndome en un mar de confusas y contradictorias sensaciones.

—¿Porqué? Pregunté.

—Porque noté que ya no éramos los mismos —dijo— Todo era muy inercial, mecánico, así que decidí violarte los lunes y hacerte gozar haciéndome pasar por otro. Y gozaste como loca. Además, a partir de la aparición del violador, fuiste más cariñosa y creativa conmigo en la cama. En verdad, he logrado mi propósito, hacerte enamorar de mí otra vez.

No supe qué hacer ante semejante confesión de mi marido, así que me levanté, caminé como puede hasta él, lo abracé y lloré, pero esta vez de felicidad.

Lo que pasó hasta el jueves, en que mi esposo retornó a su trabajo, fue entre él, los videos de las violaciones, los demás juguetes y yo.

Tina

Agradeceré comentarios y valoración.

Paradaparada41@hotmail.com

entre las nubes del llanto,